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Título: Cuadernos del CENDES. Desarrollo como libertad. Entrevista con Amartya Sen
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Cuadernos del CENDES
Universidad Central de Venezuela
[email protected]
ISSN (Versión impresa): 1012-2508
VENEZUELA
2006
David Casassas
DESARROLLO COMO LIBERTAD. ENTREVISTA CON AMARTYA SEN
Cuadernos del CENDES, septiembre-diciembre, año/vol. 23, número 063
Universidad Central de Venezuela
Caracas, Venezuela
pp. 123-137
Red de Revistas Científicas de América Latina y el Caribe, España y Portugal
Universidad Autónoma del Estado de México
http://redalyc.uaemex.mx
Desarrollo como libertad
ENTREVISTA
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Entrevista con Amartya Sen*
Nermeen Shaikh: Ciertos analistas han sugerido que el desarrollo, visto el modo en que
ha sido perseguido durante los últimos cincuenta años, ha sido concebido de manera
insatisfactoria y definido restrictivamente. ¿Cuáles son los déficit en la agenda de las políticas de desarrollo que ha tratado usted de señalar? ¿Por qué esos?
Amartya Sen: La idea de desarrollo es una idea compleja: no es sorprendente, pues,
que la gente piense que la forma en que el desarrollo se define deba ser mejorada. Cuando
dicha cuestión entró en escena durante la década de los cuarenta, lo hizo primeramente de
la mano de los progresos de la teoría del crecimiento económico, que habían tenido lugar
con anterioridad, esto es, durante la década de los treinta y también durante la de los
cuarenta. La reflexión sobre el desarrollo se hallaba limitada a la concepción elemental de
que los países pobres no son más que países con niveles de renta bajos, con lo que el
objetivo era, simplemente, superar los problemas del subdesarrollo a través del crecimiento económico, aumentando el PNB. Pero resultó que esta no era una vía adecuada para
pensar la cuestión del desarrollo, que se ha de vincular con el avance del bienestar de las
personas y de su libertad. La renta es uno de los factores que contribuyen al bienestar y a
la libertad, pero no es el único. El proceso de crecimiento económico, pues, constituye un
punto de partida insuficiente para evaluar el progreso de un país; por supuesto, no es
irrelevante, pero se trata sólo de un factor más entre varios.
Resulta interesante recordar que, si echamos la vista atrás, la cuestión del desarrollo,
desde los inicios –en Adam Smith, en John Stuart Mill, en Karl Marx y en tantos otros–,
tuvo que ver con una determinada concepción de la vida humana buena. Y esto es algo
que ha de recuperarse en la investigación contemporánea sobre el desarrollo. Se trata de
una cuestión por la que me he interesado mucho. He de decir, sin embargo, que mis preocupaciones fundamentales no se sitúan en el campo de la economía del desarrollo. De
hecho, ¡pretendo que no sea así! Pese a que me siento halagado cuando leo que obtuve el
* Entrevista realizada por Nermeen Shaikh para Asia Source (www.asiasource.org) el 6 de diciembre de 2004. Versión traducida para la
revista La factoría (nº 30-31, mayo-diciembre de 2006) por David Casassas. Tomada de La factoría y adaptada al formato de la Revista
Cuadernos del Cendes.
Amartya Sen, docente e investigador en las universidades de Oxford y Harvard, fue galardonado con el premio Nobel de Economía en 1998.
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premio Nobel por mis contribuciones a la economía del desarrollo, me lo concedieron por
mi trabajo sobre «economía del bienestar» y sobre «teoría de la elección social». Pero en
la medida en que me he dedicado a la cuestión del desarrollo, me he preocupado bastante
por la naturaleza del desarrollo y por los mecanismos causales que contribuyen al mismo.
Capacidades humanas y desarrollo
NS: El Informe sobre el Desarrollo Humano, publicado anualmente por la PNUD desde
1990, está inspirado de forma substancial por su trabajo sobre las capacidades. ¿Podría
explicar la importancia de este enfoque, así como sus implicaciones en términos de políticas de desarrollo?
AS: El desarrollo humano, como enfoque, gira alrededor de lo que considero la idea
fundamental del desarrollo, a saber: la promoción de la riqueza de la vida humana entera,
antes que la de la economía en la que los seres humanos viven, que es sólo una parte de
aquella. Este es, creo, el eje central del enfoque del desarrollo humano. Fue introducido por
Mahbub ul-Haq, y el primer informe apareció en 1990. Mahbub empezó a trabajar en ello
en el verano de 1989. Recuerdo su llamada a Finlandia, donde yo vivía en esa época.
Mahbub, claro, era un amigo verdaderamente cercano: habíamos estudiado juntos, mantuvimos una relación estrecha hasta el momento de su prematura muerte, y a mí siempre
me encantaba hablar y discutir con él, algo que siempre hicimos a lo largo de nuestra
dilatada amistad.
En relación con su pregunta, no creo que sea del todo correcto afirmar que el Informe
sobre el Desarrollo Humano esté inspirado particularmente por mis ideas; más bien diría
que está inspirado por las ideas de muchos de nosotros, y el propio Mahbub fue un auténtico pionero en todo esto. Fijémonos en la manifestación de sus frustraciones que aparece
en sus primeros trabajos. Por ejemplo, en su libro sobre Pakistán, The Strategy of Economic
Planning, de 1963, sugería que si la India y Pakistán crecieran a niveles que por aquel
entonces se consideraban los más altos jamás alcanzados en el mundo, al cabo de unos
veinticinco años la India o Pakistán se situarían en el punto en el que Egipto se hallaba en
aquel momento. Evidentemente, ¡Mahbub no era anti-egipcio en ningún sentido! Lo que
Mahbub señalaba era que no era suficientemente buena para la India y para el Pakistán
una estrategia que, tras veinticinco años de crecimiento máximo, situara a dichos países
sólo en el punto en el que Egipto ya se encontraba. La toma de conciencia respecto a esta
realidad básica puede verse como el inicio del pensamiento sobre el desarrollo humano, y
ello tenía mucho que ver con la forma que tomaba la reflexión de Mahbub ya en 1963.
Mahbub aseguraba que podríamos enriquecer mucho más la vida humana yendo
directamente a los factores determinantes que influencian la calidad de nuestras vidas. No
obstante, Mahbub se consagró a una intensa vida profesional en Pakistán, primero en la
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administración y, más adelante, durante un tiempo, en la política, como ministro de Finanzas. Entremedio, asesoró y trabajó en el Banco Mundial. Así que no era dueño de su propio
tiempo del modo en que yo lo era en tanto que académico. Por ello yo tuve mayores
oportunidades para trabajar con libertad para promover las ideas que él y yo compartíamos. De hecho, Mahbub se interesó mucho en mi primera Conferencia Tanner, que di en
Stanford en 1979 y que titulé «Equality of What?» –luego di dos Conferencias Tanner más
sobre un tema relacionado en la Universidad de Cambridge en 1985–.
El ensayo de 1979 fue, de hecho, mi primer escrito serio sobre lo que hoy se denomina «el enfoque de las capacidades». Recuerdo encontrar a Mahbub, no mucho tiempo
después de esto, en Ginebra, donde mantuvimos una larga charla sobre todo ello. Luego,
en 1985, salió mi libro Commodities and Capabilities y, en 1987, apareció un estudio
posterior, titulado The Standard of Living y basado en las conferencias de Cambridge de
1985. Así que me iba comprometiendo cada vez más en el estudio de todas estas cuestiones, y Mahbub me alentaba a que lo hiciera. Pero cuando me llamó en 1989, me dijo que
andaba demasiado metido en pura teoría, que tenía que parar todo aquello de inmediato
–«bueno está lo bueno, pero no lo demasiado»– y que él y yo teníamos que trabajar juntos
sobre algo con mediciones reales, con datos reales, y tratar de hacer una aportación al
mundo real. Estaba muy motivado –¡como siempre!–. Empleó las mismas dosis de energía
que le recordaba de nuestra época de estudiantes, una energía que había tenido que
encauzar mientras ostentó cargos oficiales en el Banco y en el Gobierno de Pakistán. Lo
recuerdo preguntando a su esposa, Khadija –o Bani para nosotros, sus amigos–, si yo
estaba en lo cierto cuando decía que Mahbub había vuelto a sus viejas y genuinas preocupaciones, a lo que ella respondía que así era. Y era absolutamente cierto.
Banco Mundial y Fondo Monetario Internacional
NS: ¿En qué medida cree usted que las instituciones a las que se confía el desarrollo de los
países –el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, muy señaladamente– han
estado a la altura de las circunstancias? En otras palabras, ¿cree usted que se dan las
condiciones estructurales para la consecución de la igualdad, de las capacidades y de la
libertad humanas tal y como usted las entiende?
AS: En este punto hay tres cosas que quisiera tratar de aclarar. En primer lugar, ha
habido ciertas políticas nacidas en el seno del BM y del FMI que han sido, por lo menos
desde mi punto de vista, claramente perjudiciales para la puesta en práctica y para el
progreso de una agenda para el desarrollo humano. Si de lo que se trata es de proponer un
catálogo de prácticas impecablemente correctas –o, si se quiere, «aproximadamente correctas»– a lo largo del tiempo, no creo que dicho catálogo deba buscarse en estas instituciones. El segundo punto a tener en cuenta es que las instituciones, como todos nosotros,
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siguen también un proceso de aprendizaje, y el BM y el FMI también lo han hecho. A veces,
el propio aprendizaje depende de uno mismo –por ejemplo, cuando se va a una escuela
privada cara–; pero, en cambio, el BM y el FMI han vivido un proceso de aprendizaje
altamente oneroso, el coste del cual ha sido soportado por otros a través de medidas que
se han traducido en privaciones económicas innecesarias o, por lo pronto, evitables. Pero
también pueden verse las cosas de un modo más positivo: durante el camino, se han
aprendido muchas cosas. También los cambios en la dirección de estas instituciones han
sido importantes. Bajo la dirección de James Wolfensohn, el BM ha hecho suyo un análisis
de la realidad económica claramente más favorable para los intereses del desarrollo humano. De hecho, lo que era impensable años atrás ha tenido lugar en el BM sin causar
demasiados alborotos, a saber: la constitución de un departamento entero para la promoción del «desarrollo humano». Este cambio sosegado en la estructura organizativa del BM,
pues, refleja una evolución en la filosofía de dicha institución, evolución que la ha llevado
a situar la erradicación de la pobreza en el centro de la escena.
También se han dado cambios en el FMI, claro está. Camdessus y Stanley Fisher
también se interesaron considerablemente por la cuestión del desarrollo humano, lo que
supuso una novedad con respecto a épocas anteriores, aunque los efectos del proceso
hayan sido menos notorios en una institución, el FMI, cuya naturaleza, más financiera, la
hace menos sensible a las cuestiones relacionadas con el desarrollo a largo plazo. En
cualquier caso, el cambio en el FMI no ha sido tan notable como el que ha tenido lugar en
el BM bajo la dirección de Wolfensohn.
El tercer punto que quisiera tratar tiene que ver con el hecho de que las estructuras
de gobierno del BM y del FMI, establecidas por sus normas y protocolos, son poco igualitarias
en términos de la influencia de las distintas perspectivas relativas al desarrollo. Ello responde no sólo al hecho de que se trata de instituciones esencialmente financieras, no
básicamente políticas, como en el caso de las Naciones Unidas; sino también a las sistemáticas asimetrías de poder entre los distintos países en el gobierno del BM y del FMI. El
grueso de la familia de las Naciones Unidas, incluidas las Naciones Unidas propiamente
dichas, nació durante la década de los cuarenta, esto es, en un momento en el que el
mundo era harto distinto del que conocemos hoy. El BM y el FMI emergieron de los acuerdos de Bretton Woods de 1944. Era un mundo en el que más de la mitad de los países no
se autogobernaba. Las independencias de la India y de otros muchos países del continente
asiático y del africano todavía no habían tenido lugar. China era independiente, pero apenas renacía de la dominación occidental ejercida durante un largo período de tiempo,
dominación a la que había sucedido, posteriormente, la conquista japonesa. Y Alemania,
Japón e Italia eran naciones derrotadas –o que iban a serlo pronto–, con poco que decir en
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el gobierno del mundo. Era, pues, un mundo diferente. No había en él ni un solo país pobre
que fuese democrático. Además, la vinculación de la democracia con los derechos humanos era todavía algo nuevo. Las propias Naciones Unidas, pocos años después de BrettonWoods, estaban todavía preparando la Declaración Universal de los Derechos Humanos,
con lo que la perspectiva que aunaba dicha vinculación entre democracia y derechos humanos no podía más que encontrarse todavía en estado embrionario.
Hoy, en cambio, existen en el mundo ONGs altamente poderosas, lo que en ningún
caso se daba en aquel momento. Oxfam se fundó en 1942, pero en aquel entonces no era
más que una pequeña organización destinada a prestar ayuda y que poseía una voz apenas audible en la gestión de las cuestiones de ámbito mundial. Con los años, esto ha
cambiado notablemente, y soy consciente –he sido Presidente Honorífico de Oxfam durante algunos años– de cuán fuerte es el compromiso de esta maravillosa organización en
hacer oír la voz de los más pobres y desfavorecidos. En la actualidad existen otras organizaciones que, como esta, luchan, por la vía tanto del trabajo concreto como de la
concienciación, en favor de los más desvalidos de nuestras sociedades: por ejemplo, Amnistía Internacional, Médicos Sin Fronteras, Human Rights Watch, Save the Children, Actionaid
y un largo etcétera. Sin embargo, en el mundo de mediados de la década de los cuarenta
o no existían, o jugaban un papel muy limitado. CARE se fundó justo entonces –recuerdo
dar clases en escuelas nocturnas provisionales en pueblos de Bengala, cuando terminaba
mi propia educación escolar, utilizando antiguas cajas de comida de CARE como mesas,
sillas ¡y hasta como pizarras!–, pero CARE era, básicamente, una organización de ayuda
que se centraba esencialmente en la distribución de comida. La posibilidad de que las
ONGs puedan ser partícipes influyentes, con voz, en el proceso de diálogo acerca del
desarrollo es algo muy reciente.
En aquel contexto, pues, el mundo que emergía presentaba una enorme concentración del poder en manos de lo que podríamos llamar los «países del establishment». Por
ejemplo, el presidente del BM siempre es estadounidense, mientras que el presidente del
FMI puede ser norteamericano o europeo, pero nunca podrá ser pakistaní o etíope, con
independencia de la calificación que tenga. Es preciso reflexionar acerca de estas desigualdades en la estructura de gobierno de estas instituciones, pero es poco probable que
esto ocurra en el corto plazo.
Las propias Naciones Unidas están haciendo frente a un problema similar –especialmente en lo que respecta a las asimetrías que se mantienen en el seno de su Consejo de
Seguridad– y, al ser una organización de cariz más político, ha llevado a cabo intentos de
replantear tales estructuras –hasta el momento sin demasiados efectos–. No creo que el
BM y el FMI hayan considerado seriamente la posibilidad de una reforma profunda de sus
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sistemas de gobierno y, dado que se trata de instituciones de carácter financiero, probablemente no lo harán. Una lástima, sí, pero también una oportunidad para abrir un debate
público de alcance global respecto a estas cuestiones.
NS: Algunos de los capítulos de su muy elogiado Development as Freedom fueron
ofrecidos como lecciones al personal del BM a instancias de James Wolfensohn. ¿Cree que
su colaboración con él condujo a cambios substantivos en las prácticas del BM?
AS: La verdad es que no puedo pretender que mis lecciones en el BM hayan tenido
algún impacto especial. Pero sí es cierto que Jim Wolfensohn ha introducido en el BM un
buen número de ideas y prácticas nuevas que reflejan su propio pensamiento. Y estoy muy
contento de que sus ideas sean tan próximas a mi forma de ver estas cosas, pero él las hizo
suyas por su cuenta.
El BM no era precisamente mi organización favorita. Realmente no me hubiese gustado verme demasiado vinculado al BM sin ciertos cambios básicos en su actitud con
respecto a muchas de estas cuestiones. Esto tuvo lugar con la llegada de Jim Wolfensohn.
Wolfensohn es también un viejo amigo, y habíamos trabajado juntos como miembros del
Consejo del Instituto de Estudios Avanzados de Princeton: yo era un miembro regular del
Consejo, y él lo presidía –todavía lo hace ahora–. La forma en que Jim conducía el Consejo
despertó en mí una enorme admiración hacia él, de modo que recibí con gran regocijo la
noticia de su nombramiento como presidente del BM.
Cuando me pidió que diese esas clases en el BM, sobre el tema que yo eligiera, sentí
de inmediato que se trataba de algo que me encantaría hacer. Y fue una experiencia positiva de la que saqué gran cantidad de útiles comentarios que pude emplear en la finalización del libro Development as Freedom. Fue muy bueno haber podido poner a prueba el
libro ante una audiencia amplia pero crítica y experta.
Desigualdades, globalización y mercado
NS: En un artículo aparecido en The Guardian (Reino Unido) titulado «Freedom’s Market»
sugería usted que «el debate real con respecto a la globalización, finalmente, ni tiene que
ver con la eficiencia de los mercados, ni con la importancia de la tecnología moderna; la
cuestión sometida a debate es, más bien, la existencia de desigualdades de poder». ¿Cree
usted que estas espectaculares desigualdades de poder dentro y entre los estados pueden
verse corregidas sin un cambio estructural igualmente espectacular?
AS: Esta es una cuestión difícil. Déjeme decir tres cosas al respecto. La primera es
que las desigualdades, en el mundo de hoy en día, son monumentales tanto en lo que
respecta a la prosperidad económica como en lo que concierne al poder político. Cualquier
tipo de análisis de la globalización tiene que partir de la conciencia de este hecho. Ahora
bien, creo que mayores grados de interacción a escala global se han mostrado, no sólo en
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la actualidad sino desde hace miles de años, como un fenómeno positivo. La historia de la
interacción a escala global es algo a menudo subestimado por el hecho de concebir dicha
interacción como un fenómeno fundamentalmente reciente, por un lado, y, por el otro, por
entender que las influencias se han dado únicamente desde el Oeste al Este, o desde el
Norte al Sur. Históricamente, sin embargo, el proceso de influencia no ha sido unidireccional.
Piense, por ejemplo, en el mundo del año 1000 de nuestra era, al inicio del milenio que
acabó hace pocos años. En el campo de la ciencia y de la tecnología, había una gran
cantidad de cosas de las que en Europa no se tenía noticia pero que en China ya se
conocían. De un modo similar, los matemáticos indios, árabes e iranianos conocían desarrollos de las matemáticas, desde el sistema decimal hasta un buen número de adelantos
en trigonometría, entre otras cuestiones, de los que los europeos no tenían ni la más remota
idea. Estos hechos propiciaron un proceso de globalización del Este al Oeste, del mismo
modo que, en la actualidad, la ciencia y la tecnología tienden a viajar del Oeste al Este.
Europa hubiese sido tan estúpida de rechazar la sabiduría que venía del Este como lo sería
hoy el Este si rechazara la sabiduría que procede del Oeste. El primer punto que quiero
sugerir, pues, es que, pese a las desigualdades de poder, es preciso analizar los efectos
positivos que un movimiento global de ideas –de conocimiento y de entendimiento– puede acarrear.
El segundo punto es que la globalización económica, per se, podría constituir una
fuente de importantes adelantos en lo que respecta a las condiciones de vida, y que a
veces lo es. La dificultad fundamental radica en el hecho de que las circunstancias en las
que la globalización podría comportar mayores beneficios para los más pobres no se dan
en la actualidad. Sin embargo, este no es un argumento válido para oponerse a la interacción
económica a escala global, sino un argumento para trabajar en pos de una mejor división
de los beneficios derivados de la interacción económica a escala global.
No se trata, por lo general, de que, como resultado de la globalización, los pobres se
estén empobreciendo todavía más y los ricos estén ensanchando sus niveles de riqueza, tal
y como se desprende de la retórica, que creo errónea, a la que se recurre a menudo. La
cuestión es la siguiente: ¿podrían los ricos haberse enriquecido a través del mismo proceso
de globalización si las circunstancias que lo gobiernan fuesen distintas? Y la respuesta es
«sí». Ello requiere plantear la necesidad de introducir políticas tanto estatales como locales orientadas a promover programas educativos, sobre todo escolares, a promover la
asistencia médica básica, a promover la igualdad de género, a emprender reformas agrarias. Tales políticas podrían verse acompañadas por un contexto más favorable en lo que
respecta al comercio global –se precisan acuerdos económicos más equitativos–, para lo
que sería imprescindible un mejor acceso de los bienes procedentes de los países pobres a
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los mercados de los países más ricos, lo que ayudaría a los primeros a sacar mayor provecho de los intercambios económicos a escala global. Todo ello exige una reconsideración
de las leyes de patentes, nuevos acuerdos por los cuales los países más ricos abran las
puertas a los artículos procedentes de los países más pobres, y un largo etcétera. Con tales
cambios, la globalización puede convertirse en un fenómeno más equitativo y efectivo. Así
pues, la cuestión no es si la globalización económica está arruinando o no a la gente.
Puede no hacerlo, e incluso ser mucho más beneficiosa para la gente de lo que lo es ahora.
Esta es la cuestión central.
El tercer punto es que el mercado es sólo una institución más entre un buen número
de instituciones. A pesar de la inexistencia, en la actualidad, de algún tipo de democracia
global, todavía podemos tratar de influir en estas realidades expresando nuestra opinión y
haciendo oír nuestra voz: la práctica de cualquier tipo de democracia tiene que ver, fundamentalmente, con el hecho de razonar públicamente. Si, por ejemplo, el BM y el FMI han
cambiado, lo han hecho, en parte, como respuesta a la riada de críticas que han llegado de
distintas partes del mundo. Es preciso, pues, que pensemos en la democracia global como
algo que va más allá de las instituciones de gobierno globales. Se trata, también, de promover el razonamiento público, el razonamiento público crítico. Afortunadamente, la ONU,
bajo el liderazgo de Kofi Annan, ha sido capaz a menudo de actuar como vehículo para la
expresión de cierto tipo de opiniones críticas que, de otro modo, no hubiesen sido atendidas. Los periódicos –la prensa en general– juegan también un papel importante en este
sentido. La expansión de las tecnologías de la información –Internet, muy especialmente–,
así como la disponibilidad de noticias en todos los rincones del mundo –las de la CNN, las
de la BBC o las de cualquier otro medio–, contribuyen de forma notable a lo que llamaría
«discurso global» y, de este modo, ayudan a avanzar hacia la consecución de la democracia global.
Hay algo que todos podemos hacer con tal de lograr una división más favorable de
los beneficios de la globalización: atender a estas cuestiones, hablar de ello, pedirlo a
gritos si hace falta. Se trata de algo muy importante que es preciso hacer en estos momentos. El silencio es un poderoso enemigo de la justicia social.
Límites filosóficos y capacidades humanas
NS: Martha Nussbaum ha profundizado en el trabajo de usted y ha ampliado la lista de
capacidades humanas universales hasta el punto de incluir cuestiones como el ser capaces
de expresar «enojo justificado» o el tener «oportunidades para la satisfacción sexual».
¿Cree usted que el enfoque de las capacidades debería tener algunos límites? En otras
palabras, ¿no nos encontramos ante una excesivamente subjetiva concepción de lo que
supuestamente debería ser una forma objetiva de medir el bienestar humano universal?
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AS: Esta es una difícil pero excelente pregunta. En términos de lo que deseamos y de
lo que consideramos importante en nuestras vidas, nuestro pensar debe ser también objeto
de evaluación: sería erróneo buscar algo que quedase intacto tras el paso de la mente
humana. Por otro lado, el hecho de que emane de nuestros actos de pensamiento no significa que el proceso en sí carezca de objetividad. La objetividad con respecto a la valoración
y al juicio exige una crítica abierta e irrestricta –exige razonamiento público y desafiante
debate–. Si hay algo que hayamos aprendido del progreso de la filosofía política durante la
última mitad de siglo –en gran medida, gracias al legado de John Rawls– es que la objetividad en la ética y en la filosofía política se halla esencialmente vinculada a la necesidad de
someter creencias y propuestas el escrutinio de debates y discusiones públicas.
Qué prioridad –si alguna– debemos dar a una capacidad concreta, como, por ejemplo, expresar «enojo justificado», es algo que debe depender de las valoraciones que emerjan
de una evaluación crítica. Dado todo lo demás, si pudiéramos expresar «enojo justificado»
que los demás consideraran razonable –este es el ejercicio central de la búsqueda de
«verdad y reconciliación» en la política surafricana contemporánea–, estaríamos realizando un buen ejercicio de una capacidad significativa. Del mismo modo, si existen oportunidades para la satisfacción sexual que conciernen a adultos que consienten, no debería
haber ninguna razón particular para oponerse a ellas. Las dificultades aparecen sólo cuando dos cosas buenas entran en conflicto. En tales casos, se trata de que entre en acción la
evaluación relativa, para lo que se hace necesaria la disciplina del escrutinio público de
cuestiones vinculadas a intereses contrapuestos.
Cuando, con motivo de ciertos actos de represión en la India británica, un periodista
preguntó en Londres a Mahatma Gandhi qué pensaba de la civilización británica, Gandhi
respondió lo siguiente: «sería una buena idea». Esto suponía una sosegada expresión de
enojo crítico –aunque expresada con sumo cuidado–, y la evaluación pública objetiva
podría arrojar la conclusión de que este enojo estaba harto justificado –en la actualidad, la
mayoría de la gente, incluso en Gran Bretaña, lo aceptaría–. Gandhi hubiera sufrido una
seria pérdida de libertad si se le hubiera negado la posibilidad de expresar tal enojo ante
una provocación del calibre de la que vivió.
Martha Nussbaum ha hecho contribuciones fundamentales a la literatura sobre las
capacidades. Ha hecho del conjunto de esta perspectiva algo mucho más apasionante a la
vez que accesible. Asimismo, ha creado el contexto intelectual para que esta perspectiva
sea tomada en consideración seriamente, no sólo por parte de los economistas, sino también por parte de los filósofos y científicos sociales en general. Por supuesto que tenemos
ciertas discrepancias respecto a cómo usar la perspectiva de las capacidades. Martha tiende a operar con una lista de capacidades previamente acordada, mientras que yo prefiero
considerar que la lista relevante es contingente y depende del debate público y, por lo
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tanto, varía en función de los contextos y de las distintas circunstancias. No se trata de una
gran diferencia, y de hecho entiendo claramente cuáles son las ventajas de trabajar con
una lista preexistente de capacidades, como hace Martha, en punto a afrontar asuntos tan
difíciles como el de la afirmación de algunos de los derechos humanos más básicos.
Por otro lado, sin embargo, un intenso debate público puede ayudar a que nos percatemos de la importancia de ciertas capacidades. Con el tiempo podemos aprender ciertas
cosas de las que, quizás, no nos hubiéramos dado cuenta sin la presencia del debate
público. Voy a poner un ejemplo de ello que procede del campo de la igualdad entre
géneros –la cuestión de la igualdad entre géneros aparece a menudo en este contexto–.
Piense en las creencias que llevan a las mujeres a adherirse, como han hecho durante miles
de años sin apenas rechistar, a los preceptos que definen su papel tradicional en el seno de
la familia, papel que puede conllevar grados importantes de opresión. El reconocimiento
de este hecho es una enseñanza que debemos, en gran parte, al trabajo de las feministas
y a las discusiones públicas basadas en nuevas vías de análisis. Del mismo modo, debemos
a procesos públicos de debate la comprensión de la idea de que ningunear la identidad de
las mujeres en el lenguaje –al referirnos a cualquier persona como si se tratara de un
hombre– es algo más que una cuestión estrictamente retórica. Ahora bien, si tuviéramos
que hacer una lista de los parámetros que definen las libertades de las mujeres con arreglo
a los criterios de la década de los cuarenta, tales cuestiones no se hubieran destacado,
puesto que, en aquel momento, no se había asumido plenamente el alcance que tales
libertades tienen. Estamos inmersos en procesos de continuo aprendizaje. Esta es una de
las razones por las que el razonar públicamente adquiere tanta importancia.
Las circunstancias también cambian. Fijémonos en la India, Pakistán y Bangladesh: la
capacidad de la gente para comunicarse unos con otros a través del correo electrónico o
de Internet constituye un adelanto muy destacado que adquiere una notable importancia
desde el punto de vista de las relaciones económicas, sociales y políticas. Una vez más, en
la década de los cuarenta esto no se hubiera podido considerar, por el simple hecho de que
la posibilidad de desarrollar tales capacidades para la comunicación era algo inimaginable. Así, es preciso que concibamos la lista de capacidades como algo no definitivo, como
algo que no ha de quedar fijado, sino más bien como algo contextual y que depende de la
naturaleza y del alcance de nuestros juicios sometidos al público escrutinio. El Índice del
Desarrollo Humano de las Naciones Unidas emplea la perspectiva de las capacidades de
un modo limitado pero suficiente como para hacer de dicha perspectiva una herramienta
valiosa para sus cálculos y valoraciones. También Martha Nussbaum ha hecho un uso altamente provechoso de una lista particular de capacidades que le ha sido de gran ayuda a la
hora de evaluar el grado de igualdad entre géneros y de respeto de los derechos humanos.
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Libertad y racionalidad
NS: En Development as Freedom, afirma que «es el poder de la razón lo que nos permite
considerar nuestras obligaciones e ideales tanto como nuestros intereses y beneficios. Negar
esta libertad de pensamiento supondría imponer una severa restricción al alcance de nuestra racionalidad». Apenas concluido un siglo marcado por los grandes baños de sangre a la
vez que por una extendida confianza en la razón humana y en la idea de progreso y de
evolución, ¿a qué se debe su optimismo con respecto a las posibilidades abiertas por la
racionalidad?
AS: Fíjese que los baños de sangre que usted nombra de hecho no fueron el resultado del ejercicio de la razón, sino todo lo contrario. Sea cual sea la explicación del fenómeno nazi en Alemania, no puede decirse ni que fuera un modelo impecable del razonamiento
humano, ni que los propios nazis resultaran grandes practicantes del debate público abierto. La idea de que hay grupos humanos enteros, como los judíos o los gitanos, que es
preciso exterminar no puede sino ofender en gran medida el más elemental ejercicio de la
razón humana. Lo mismo puede afirmarse con respecto al resto de baños de sangre que
tuvieron lugar durante el siglo pasado. A veces aparece un peculiar y erróneo diagnóstico
que sugiere que, de algún modo, es el enaltecimiento de la razón durante la Ilustración,
desde mediados del siglo XVIII, lo que explica los campos de concentración nazis, los
campos de prisioneros de guerra japoneses y la violencia de los hutu contra los tutsis en
Ruanda. Me cuesta entender por qué hay analistas que dan esta explicación de tales hechos, vista la cantidad de datos a nuestro alcance que muestran de forma concluyente que
detrás de todo ello no había gente conducida por la razón, sino gente arrastrada por las
pasiones. De hecho, la razón hubiese podido jugar un papel fundamental para moderar
tamañas calamidades. Cuando, por ejemplo, se le dice a un hutu que no es más que un
hutu y que, por tanto, debe dedicarse a asesinar a tutsis porque éstos no son más que una
caterva de enemigos, el hutu en cuestión podría recurrir a la razón y darse cuenta de que
no es sólo un hutu, sino también un ruandés, un africano, un ser humano, y de que todas
esas identidades le exigen un examen más detallado de la situación. Es, pues, la razón el
elemento que podría promover una confrontación respecto a la imposición no razonada de
identidades a la gente –sin ir más lejos: «eres un hutu y nada más»–.
De niño presencié los disturbios entre hindúes y musulmanes que tuvieron lugar durante la década de los cuarenta, de modo que sé lo fácil que es hacer olvidar a la gente su
capacidad de razonar y de entender la esencial pluralidad de sus identidades y asumir de
forma acérrima una particular identidad –en aquel caso, la hindú o la musulmana–. Una
vez más, casos como este requieren que lo que se exija sean mayores dosis de racionalidad. De hecho, es precisamente porque salimos de un siglo bañado de sangre por lo que
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resulta extremadamente importante luchar por la razón –para celebrarla, para defenderla
y para ayudar a extender su alcance–.
Nacionalismos anticolonialistas
NS: Se ha sugerido que, en parte, la razón por la que los movimientos religiosos han
tomado su actual forma en grandes áreas del Tercer Mundo –sin ir más lejos, en la India–
tiene que ver con el modo en que estos movimientos, que se integraron en la lucha nacionalista anticolonial, fueron reprimidos en el período inmediatamente posterior a la independencia porque fueron vistos como incompatibles con el Estado constitucional moderno.
¿Se trata de una explicación que le resulta cercana? ¿Estaría de acuerdo en que estos
hechos históricos complican la introducción del modelo liberal secular?
AS: La explicación me resulta cercana, y creo que es falsa. No creo que algo semejante a esto haya ocurrido. No es cierto que el hecho de que la religión adquiriera un papel
más importante en la esfera política en países como Pakistán tuviese como efecto reactivo
un fortalecimiento de los fundamentos seculares de la sociedad. Más bien ocurrió todo lo
contrario.
El colonialismo encarcela la mente. Pero la mente colonizada a veces toma una forma profundamente dialéctica. Una de las formas que la mente colonizada adquiere es la
del más rabioso antioccidentalismo: juzgas el mundo en tanto que víctima o heredero de
las víctimas de la dominación occidental durante cientos de años o más, y esto puede
convertirse en tu preocupación preponderante hasta el punto de arrinconar todas las demás identidades y prioridades. De pronto, por ejemplo, los activistas árabe-musulmanes
pueden ser persuadidos de que deben verse a sí mismos como personas que tratan de
saldar cuentas pendientes con Occidente, por lo que todas las demás filiaciones y asociaciones quedan aparcadas. En tales casos, el grueso de la tradición de la ciencia arábica, de
la matemática arábica, de la literatura arábica, de la música y de la pintura habría perdido
su papel como activo capaz de conferir información e identidad a estos grupos humanos.
Este es el resultado de una mente colonizada: se olvida cualquier cosa que no tenga que
ver con la relación con los antiguos colonizadores. Cabe, pues, vincular las raíces de parte
de la violencia que observamos hoy a una reacción contra el colonialismo profundamente
equivocada. Cuando los reinos musulmanes administraban los centros de la civilización en
el pasado, de España y Marruecos a la India e Indonesia, las gentes no tenían necesidad
febril alguna de definirse en términos negativos, como sujetos que se oponen a algo, esto
es, viéndose a sí mismos como lo que mi amigo Akeel Bilgrami denomina «el Otro» –«¡no
somos occidentales!»–. Esto era así porque en esa época ser musulmán o árabe implicaba
la participación de una identidad altamente valorada. Tenían una filosofía, se interesaban
por la ciencia, tenían un gran interés por su propio trabajo y por el de otras gentes. La obra
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de los griegos –la de Aristóteles y la de Platón, por ejemplo– sobrevivió en el mundo árabe
con una vitalidad desconocida en Europa. La matemática hindú se dio a conocer en el
Occidente cristiano fundamentalmente gracias a autores musulmanes árabes que la tradujeron del sánscrito, lo que permitió verter ese conocimiento al latín. Durante la época en
que los reinos musulmanes controlaban el mundo, las gentes no tenían la necesidad de
definirse en términos negativos, esto es, como «el Otro». Se han podido contemplar intentos similares de izar el estandarte de los «valores asiáticos» en la actualidad, sobre todo
cuando, durante la década de los noventa, el Sudeste asiático trató de «occidentalizarse»
febrilmente. He aquí, pues, algunas reflexiones propias acerca de la mente colonizada.
Democracia y hambrunas
NS: Ha subrayado usted cómo la India no ha sufrido hambrunas desde la descolonización
gracias a su efervescente democracia y a la prensa libre, pero no ha dejado de señalar que,
por otro lado, no ha sido capaz de hacer frente al hambre endémica, a la malnutrición
generalizada y a los elevados niveles de analfabetismo. ¿Cómo explica tales fenómenos?
¿Cree usted que perviven impedimentos estructurales para las reformas, nazcan estas de
instancias nacionales o provengan de instituciones globales? ¿Es la forma existente de
democracia liberal un mecanismo suficiente para garantizar los cambios que se precisan?
AS: Una excelente pregunta, otra vez. No hay institución alguna que sea válida por sí
misma: todo depende del uso que hagamos de ella. Nada puede sustituir al compromiso
político y social. El éxito de la India en la prevención de hambrunas es un éxito fácil, dado
que las hambrunas son extremadamente fáciles de introducir en la agenda política: no hay
que hacer más que imprimir una foto de una madre consumida y de un niño moribundo en
la portada de un periódico, para que esta se convierta, por sí sola, en una penetrante
editorial. No se requiere, pues, demasiada reflexión. Si embargo, llamar la atención acerca
del hambre estructural, de los debilitantes efectos de la falta de escolarización y del analfabetismo o de las privaciones a largo plazo que ocasiona la ausencia de una auténtica
reforma agraria es algo para lo que se precisa otro tipo de compromiso y, sobre todo,
utilizar la imaginación. En la India, el ejercicio de la democracia en esta dirección ha sido
relativamente modesto. Pero aquí diría otra vez que las cosas están cambiando. Por ejemplo, cuestiones relativas a las desigualdades de género recibían una atención prácticamente nula en los medios y en el debate político hasta hace bien poco tiempo. Y esto ya no es
así. Hubiese sido casi imposible pensar, incluso veinte o treinta años atrás, que una de las
preocupaciones fundamentales del Parlamento indio sería la introducción de medidas para
garantizar que por lo menos un tercio de los miembros de la cámara sean mujeres. Se trata
de una cuestión que antes para nada se había considerado. Cosas como esta son las que
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me llevan a pensar que la clave está en el uso que hagamos de las instituciones democráticas. Cuando el ejercicio de la democracia exige una mayor profundización en ella, decir
que esta no funciona correctamente y permitir que retroceda equivale a dar un paso exactamente en la dirección equivocada.
Hay un artículo mío sobre la India y China que apareció recientemente en The New
York Review of Books («Passage to China», del 2 de diciembre de 2004). En este texto
discuto esta cuestión. También explico por qué creo que el hecho de no introducir un
sistema democrático con pluralidad de partidos políticos está suponiendo un perjuicio
para dicho país. Los chinos vivieron, hace tiempo, una época de importantes progresos
gracias al visionario liderazgo político que sucedió a la Revolución. En términos de cambio
social y de progresos en materia de educación y de sanidad, lo hicieron mucho mejor que
los indios, aun sufriendo una hambruna de grandes proporciones –de hecho, los chinos
siguieron permitiendo calamidades de este tipo, lo que supone un craso error–. En cualquier caso, el compromiso básico con respecto a una escolarización y a una atención sanitaria universales, así como al acceso de las mujeres al empleo, supusieron un activo de la
mayor importancia para el país; mucho más importante, de hecho, que el vacilante proceso
hacia la democracia que la India emprendió.
Sin embargo, si se analizan los resultados disponibles en la actualidad, pese al hecho
de que, a partir de las reformas de 1979, el crecimiento económico de China ha sido mayor
que el de la India, la esperanza de vida ha subido en la India a una velocidad tres veces
mayor que en China. En buena medida, este hecho responde a la presencia de canales
para la confrontación pública de opiniones y para la crítica que un sistema democrático
confiere. Sabemos que los servicios sanitarios indios son terribles, sí; pero el hecho de que
lo sepamos y de que los periódicos hagan un seguimiento continuado de esta realidad
impide que esta se mantenga tal y como lo haría en un sistema que no promoviera la
extensión de una opinión pública crítica. En 1979, la esperanza de vida en China era
catorce años más larga que en la India. Hoy, las distancias se han reducido a siete años.
Algunas regiones del país, como Kerala, se han situado cuatro años por delante de China
en términos de esperanza de vida. Otra comparación que vale la pena realizar es la siguiente. En 1979, China y Kerala tenían exactamente las mismas tasas de mortalidad
infantil: 37 por mil.
En la actualidad, mientras que en China se ha reducido el índice de 37 a 30, en Kerala
la tasa de mortalidad infantil se ha reducido de un 37 a un 10 por mil –un tercio de la tasa
de mortalidad infantil de China–. Kerala ha sabido sacar provecho de la combinación de,
por un lado, el tipo de radicalismo que ayudó a China a realizar importantes progresos
durante los primeros años que siguieron a su revolución; y, por el otro, los beneficios de un
sistema democrático con pluralismo de partidos.
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El punto esencial, pues, radica en el hecho de que lo que hagamos de la democracia
depende, en gran medida, de cuán dispuestos estemos a trabajar en su favor. Según mi
punto de vista, uno de los problemas más importantes en la India es que los intelectuales
que podrían jugar un papel destacado en el sistema político democrático tienden, por lo
general, a no participar en política, en la que ven un terreno turbio. Hasta cierto punto esto
está cambiando, pero se precisan transformaciones todavía mucho más radicales y niveles
de participación muy superiores para que la democracia resulte en la India plenamente
exitosa. También es necesario un trabajo político realizado desde la perspectiva de los más
desvalidos, situados en las regiones más pobres y en las castas más bajas, para lograr
eliminar viejas divisiones y desigualdades que, todavía hoy, perviven. Esta es una de las
tareas, entre otras, a las que la práctica política en el marco de un sistema democrático
tiene que hacer frente.
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