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Los zombies
del activo
La 3a división de las drogas
En el universo de las adicciones existe una tercera
división, aunque quizá sea la cuarta o la quinta: la de
los monstros o chacas. Aunque no exclusivamente
porque existen tribus como los reggaetoneros que la
han adoptado, la adicción al activo, un solvente
industrial, sigue pegando abajo, a las mujeres y
hombres en situación de calle.
Varios miles de mexicanos se han enganchado
a esta droga, cuyos daños neurológicos son poco
estudiados pero profundos, a grado tal que los
puede convertir en zombies.
A pocos importa la vida cotidiana de estos monosos
o monkeys, quienes han perdido incluso la voz.
Así que dejemos que Olga y Lalo, Mairely y Allan,
Katia o Alejandra cuenten su historia.
Por Humberto Padgett
[email protected] • @HumbertoPadgett
Fotografías: Eduardo Loza
La joven se levanta sobre sus tacones con plataforma y camina con pasitos rápidos y apretados hacia su esquina, a unos
cuantos metros de la Subprocuraduría de Derechos Humanos y
Atención a Víctimas del Delito de la PGR.
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El vendedor habla con la condición de no ser identificado por su
nombre ni ubicado con precisión en su colonia, la Guerrero. Así
que simplemente será llamado El Vendedor.
Tiene más cicatrices en los nudillos que en las cejas, unos
30 años de edad y un “boyante” negocio que en este momento encarga a tres o cuatro de sus empleados, hombres menores
que él, pescadores de aficionados a la piedra, éxtasis, marihua-
na, ácidos y activo. La raíz de esta última palabra no tiene que
ver con la jerga del barrio, sino con la nomenclatura industrial.
Activor es el nombre con que se etiquetan las latas cuadradas
de aluminio de 20 litros en que el líquido es envasado.
Este solvente posee una altísima concentración de tolueno,
elemento químico responsable de la sensación buscada por los
monstros y materia prima presente en productos tan dispares
como los perfumes y el TNT.
Por eso son tan raros los disolventes: nadie los diseñó pensando que terminarían en el cerebro de nadie. Por su origen legal y por su poder adictivo es que, en manos de El Vendedor, el
comercio con esa sustancia es una empresa rentable.
El Vendedor cruza la puerta de una vecindad, recorre un
breve laberinto de cemento descolorido e ingresa a una casa familiar en la que un televisor anuncia la inminente pelea de una
taekwondoína mexicana en los Juegos Olímpicos de Londres.
Tres mujeres y dos niños intercambian opiniones sobre el combate. Y concluyen: no habrá medalla de oro.
El hombre abre la puerta de un baño recién recubierto con
azulejos brillantes y diseño con motivos acuosos. Fija la vista
en una estiba de piso a techo de latas cúbicas de lámina compradas a precio de mayoreo en las peleterías del contiguo barrio
de Tepito.
A mediados del siglo pasado la colonia Morelos –nombre
oficial de Tepito– dio la bienvenida a zapateros artesanales
provenientes de los estados que instalaron ahí sus talleres familiares. Y ahí el activo se utiliza para endurecer la piel de puntas y talones del calzado.
Actualmente, un taller estándar ocupa, máximo, una lata
de solvente al mes.
–Nosotros paramos cinco latas al día –dice El Vendedor,
quien hasta hace pocos años era empleado en una de esas zapateras. Una sonrisa decora su cara al final de cada frase.
–¿Saben los dueños de las peleterías en qué termina el activo vendido?
–¡A huevo!
Dicho con más precisión, su mercancía termina en las manos de 50 clientes diarios, en promedio, que El Vendedor mantiene desde hace un par de años. Algunos compradores lo visitan hasta cuatro veces al día.
Cada lata cuesta en los negocios de la calle Ferrocarril
aproximadamente 650 pesos y la dosis mínima es de 10 pesos, equivalentes a unos 100 mililitros. La medida tiene cierta
precisión gracias a que se vende en envases de refresco. Los de
Coca-Cola son los más utilizados, pues esa marca tiene varias
presentaciones de entre 200 mililitros y tres litros.
Una simple regla de tres permite concluir que la venta de El
Vendedor es de 2 mil pesos por lata o 10 mil pesos diarios. De esa
cantidad paga los sueldos de sus asistentes callejeros.
Hay que sumar, por supuesto, las ganancias más sustanciosas producto del comercio con las otras drogas, pero por éstas debe restar lo que paga en los continuos sobornos. Un ejemplo: hace pocos días un familiar de El Vendedor debió comprar
a la policía su libertad en 50 mil pesos luego de ser detenido con
algunos envoltorios de piedritas de crack.
Pero estos riesgos se minimizan con los solventes: nadie va
a prisión por almacenarlos, lo que favorece la multiplicación de
sus puntos de venta.
–¿De cuánto es la ganancia mensual al final de todo?
–Unos 15 mil o 16 mil pesos –se encoge de hombros y lleva
hacia abajo las comisuras de los labios, aclarando que no es la
mina de oro por la que se juega la vida y la libertad. Ni la de sus
50 marchantes.
| EMEEQUIS | 08 de octubre de 2012
En este microuniverso de la Ciudad de México la vida es muy
distinta: monear, por ejemplo, es un verbo, y no uno cualquiera.
Estrella no respira, monea y todo en su vida gira alrededor
de este verbo. Ella es una más de los monosos, monkeys, chemos, chacas o monstros que viven en este campamento, hogar
de hasta 120 consumidores de inhalables, concretamente de
activo, un disolvente con el que se impregna un trozo de tela,
estopa o algodón, tras lo cual, formalmente, queda convertido
en una mona.
En este día, como casi todos, se ha disfrazado para trabajar:
pestañas alargadas con rímel hecho grumos, boca encendida
como una granada reventada, minifalda y una blusa holgada
con la que mal disimula un embarazo de seis o siete meses.
–¿Quiénes son tus clientes?
–Taxistas. También me visitan cinco policías judiciales
–arquea las cejas y saca la barbilla: presume y, a la vez, advierte. Se encuentra afuera de la mini ciudad perdida de plástico,
maderas y cartón asentada en la plazoleta Pedro Moreno.
–¿Saben que eres menor de edad?
–Sí, pues sí –cambia el gesto a uno de recelo.
–¿Eres de aquí, del DF?
–De Veracruz.
–¿Y qué haces aquí?
–Me vine con un trailero. Mi padrastro me violaba desde
los seis años. Llegué a los nueve años y un valedor me trajo para
acá. Antes estaba allá –señala en dirección a la Plaza Francisco
Zarco.
–¿Y la prostitución?
–Igual, a los nueve... Cobraba 600 pesos y me hacían fotos
en los hoteles de por aquí mismo, pero sin que saliera mi cara.
Ahora –con 16 años– sólo cobro 200 o 250 pesos –responde
cuando es interrumpida por el choque de tres autos sobre Paseo
de la Reforma, justo frente a la comuna. Decenas de habitantes del campamento salen a ver el accidente. No hay aquí nadie
que no tenga un amigo atropellado y muerto mientras estaba
intoxicado con activo, como se llama el compuesto industrial
que consumía.
–¿Dónde consigues el activo? ¿Aquí?
–Aquí se manchan. Te quieren vender una botella de Coca
–de 600 mililitros– en 70, 80 pesos. En la Guerrero o en la Morelos me la llenan en 50.
–¿Y tú bebé?
Estrella contrae el entrecejo. Sube la guardia y queda en silencio.
–Uno está con mi mamá y el otro...
Mete el freno.
–¿Y el que esperas?
–¡No! ¡Yo no estoy embarazada!
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El que tenga tan pocas ganancias también obedece a la gran
competencia. Los habitantes de la Plaza Francisco Zarco y del
campamento Pedro Moreno coinciden en que, a la redonda de
donde viven, existen al menos 20 tienditas.
Sin embargo, las expectativas “empresariales” son buenas
si se atiende a que el consumo del activo ya no es más sólo una
práctica de las personas en situación de calle. Ahora empieza a
ser demandado por jóvenes de clase media y media alta.
En los últimos años ha surgido una nueva tribu urbana, la
de los chacas o reggaetoneros que, como los chavos banda de los
ochenta, han hecho de los inhalables su droga estandarte.
–Tengo un cliente que viene cada semana en su Hummer
amarilla por sus 20 varos de activo –ejemplifica El Vendedor–.
Y vienen en naves por el estilo, hasta con sus chavas. Ellas prefieren que les sirvamos –mueve las manos con la elegancia y
precisión de un maestro coctelero– con esencias de grosella,
guayaba o coco. Hasta le metemos cáscaras de plátano o naranja a la lata y ya no sabe tan gacho.
Estas reticencias al sabor sólo se producen cuando se inicia
en el consumo. El Vendedor sabe bien de la pulsión por el activo. Hace algunos años vio la transformación de un vecino suyo
en un esqueleto tembloroso. La madre de ese hombre optó, según cuenta, en colocar un papel impregnado con solvente en su
boca para evitar que abandonara la cama y, nuevamente, robara, lo arrollaran o lo golpearan.
–¿Hasta qué hace una persona por ponerse una loquera?
–Hay chavas, las que están más o menos, que te enseñan
la tanga o lo de arriba –convierte sus manos en copas–. Otras
hasta se dejan trabajar adentro de la vecindad por una piedra
(de crack).
–¿Una piedra grande?
–Una de 15 pesos.
–¿Para cuánto dura eso?
Ríe y sacude la cabeza.
–Para una fumada.
–¿Y los que inhalan activo?
–Por un charco de 10 pesos, los güeyes se dejan dar unos
“bombones”.
–¿Bombones?
–Unos putazos en los cachetes o unos coscorrones.
–¿Y para qué lo hacen ustedes?
–Pues, nomás... para echar desmadre –y otra vez sonríe.
| EMEEQUIS | 08 de octubre de 2012
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34
Al otro lado de la iglesia de San Hipólito, convertida en la meca
del creciente culto a San Judas Tadeo, se ubica una plazuela
hundida, la de Francisco Zarco, ocupada por otra comuna de
adictos.
Habitada por unas 20 personas, concentra otro tanto de
visitantes cotidianos en proceso de abandonar sus casas y habitar la calle.
Andrés –que al travestirse adquiere el nombre de Yocelín– dejó su familia hace siete u ocho años por la razón común a
estos casos: golpizas, abusos sexuales y fortuito encuentro con
los inhalables. Su afición al consumo se hizo intensa de inmediato y, luego del primer año de uso, ya dormía a la intemperie,
con breves y cada vez menos recurrentes retornos a casa.
Andrés o Yocelín nació hace 18 años y aún está relativamente lúcido: es temprano. En la medida que el día transcurra,
su capacidad de concentrarse disminuirá.
Muestra gruesas cicatrices en el pecho y el cuello. Una noche, en que estaba inconsciente, sus compañeros de activo lo
bañaron con solvente y le prendieron fuego.
–¿Para qué la mona?
Tuerce la boca con fastidio.
–Pues antes era el alucín. Como que me metía en un sonido
y, dentro de ese sonido, me metía en otro y en otro. Soy muy
musical –pestañea, ladea la cabeza, reúne las manos entre las
rodillas, reclina el torso.
–¿Antes?
–Ahora nada. Nomás moneo para ya no estar, ya no sentir.
–¡Ya nos vamos a Acapulco! ¿Quién quiere ir a Acapulco?
–irrumpe El Güero, un joven rubio, casi albino. Su plan es resolver las cinco horas de camino al puerto con aventones. Dice
que es posible y que ya lo ha hecho.
–Una semanita y de vuelta –argumenta con naturalidad.
Se le une Edwin, un chavo que hace maromas sobre vidrios
rotos en la línea dos del metro. Muestra la espalda; presume las
cicatrices ganadas durante los últimos 15 años en la calle. Ahora tiene 21 de edad. La marca más notoria se localiza en su ojo
derecho: el párpado está caído a la mitad de un globo cubierto
por venitas, excepto donde destaca el iris desteñido por la lesión. Ya casi no ve desde que lo atropellaron enfrente, justo al
lado de unas oficinas de la Secretaría de Hacienda. Ninguno de
los dos quiere hablar más: el mar espera.
La expedición a Acapulco no logra mucha convocatoria y
sólo parten ellos dos.
En una jardinera, Allan despierta o algo parecido a eso y
se sienta. Se tambalea. Viste ropa que alguna vez fue negra.
Tiembla y su mirada no está fija en nada. Todo lo atraviesa.
Es un cuervo mojado y despintado.
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Su nombre es Mairely. Levanta y desciende las cejas o el nacimiento de éstas, pues hace pocos días las rasuró por completo.
Usa mallas negras y calza zapatos plateados.
–Es un nombre artístico. No me gusta que me reconozcan
por mi nombre verdadero –explica. Tiene 14 años de edad y
desde los seis dejó su casa, en Torreón, Coahuila.
Antes de llegar al Distrito Federal rebotó mona en mano
por Saltillo, Monterrey, Mazatlán y Mérida. Llegó a la Ciudad
de México hace mes y medio y a la comunidad de Zarco apenas
una semana atrás.
–¿Qué has hecho en todos estos lugares?
–Nada... Me he prostituido. Me he drogado, me he alcoholizado. Me prostituyo aquí, en la calle.
–¿Qué edad tienen tus clientes?
–Unos 50, 40 años. Pasan en carros, me paran y me hablan.
–¿Cuántos meses de embarazo tienes?
El tamaño del vientre sugiere que cuatro o cinco.
–No sé... es que creo que es la primera vez que estoy embarazada. Tengo punzadas en la panza.
–¿Por qué dejaste Torreón?
–Allá matan a la gente. A mi amiga la mataron frente a mí,
en una privadita. Le metieron un balazo en la cabeza, porque
vendía droga de Los Zetas y los chapos le dieron piso –recalca
con su acento norteño–. A mí me tablearon las nalgas: me empinaron y me dieron 10 tablazos. Tenía que orinar parada.
–¿Te han violado en la calle?
–La primera vez fue en Torreón. Me estaba drogando con
unas amigas y llegó un muchacho y me empezó a perseguir, me
tapó la boca y me comenzó a asfixiar. Me quitó la ropa y lo demás. Eso ha pasado otras cuatro veces. Aquí en el DF han sido
dos, la última en el Hotel Nogales. Eso fue ayer.
–¿Has pedido ayuda luego de que te atacan?
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Los restos del insurgente Pedro Moreno están depositados en
la columna de la Independencia, a pocas cuadras de aquí, de la
comunidad de inhaladores conocida como Pedro Moreno por
estar en la esquina de esta calle con Paseo de la Reforma, la avenida más bonita de México.
Los activos de Pedro Moreno vivían antes en el camellón del
monumento a Simón Bolívar, lugar que desalojaron hace pocos
meses para quedar un poco más alejados, pero aún a menos de
100 metros de un complejo de dependencias de la Procuraduría
General de la República.
Según las estadísticas del gobierno capitalino, en la ciudad
existen 4 mil 500 personas en situación de calle. La oficina de la
ONU dedicada a la infancia estima que al menos son el doble,
aunque su registro incluye a trabajadores de crucero y a las mujeres mendicantes de origen indígena conocidas como Marías.
Las encuestas de la Secretaría de Salud calculan que medio millón de mexicanos han inhalado solventes al menos una
vez en su vida. En Pedro Moreno viven entre 80 y 120 personas,
aunque no siempre las mismas. Es una plazuela de unos 150
metros cuadrados en cuyas paredes luce un desgastado mural
llamado Epopeya de los Sismos. Ahí dentro se aprietan alrededor de 20 viviendas de plástico, madera, lona y cartón.
En el centro de ese espacio, sus habitantes y visitas de confianza se reúnen para ver o al menos sentarse frente a una televisión rara vez apagada. Tienen un reproductor de DVD, un
sistema de sonido que ya tiene hartos a los vecinos y un altar
dedicado a San Judas Tadeo y a la Santa Muerte, confeccionada
con papel maché negro y a la que le ofrendan cigarros, aguardiente y marihuana. “Ni la Santa cae en el vicio del activo”, comenta un visitante frecuente.
La comunidad es liderada por El Bibis, “el mero bueno del
activo”; los galanes hermanos Maya, a cuya leyenda se le añade
que vendieron una casa con el único fin de garantizar una cómoda vida en la calle, y el irónico Tío Martín.
Ellos deciden quién vive en el interior del parquecito ocupado. También funcionan como representantes ante las autoridades.
Hace semanas, decidieron, en acuerdo con el gobierno, la
mudanza de todo el clan asentado bajo la escultura ecuestre de
Bolívar a la plazoleta de Pedro Moreno. A principios de julio pasado, el gobierno de la ciudad quería el sitio despejado porque
la embajada de Venezuela colocaría una ofrenda al libertador
sudamericano, así que autoridades y monosos negociaron.
El Instituto de Asistencia e Integración Social del DF se
comprometió a dotar a cada uno de los adictos con tres alimentos diarios –algunas organizaciones se opusieron con el argumento de que la entrega gratuita de comida promueve la vida en
la calle y el aumento en el consumo de drogas– y sanitarios de
cabina, que además limpia y mantiene.
A su vez, hombres, mujeres y niños de la calle aceptaron
no monear en la vía pública, al menos no en la inmediata a su
tinglado; mantener aseada la zona; no dirimir sus diferencias
internas con violencia y no defecar en la calle.
Por supuesto, nada de lo anterior es cumplido a cabalidad.
Los gobernados por El Bibis –que no vive en Pedro Moreno,
sino sólo manda y vende líquido, son limpiaparabrisas, faquires, charoleros o taloneros –pedigüeños– y puesteros, empleados ocasionales de los comerciantes ambulantes.
También existen lideresas. Una es Berenice: cuida que no
haya hurtos y realiza otras tareas de vigilancia interna, lo que
no impidió el reciente asesinato a cuchilladas de su novio Allan
–tocayo del joven que murió en Francisco Zarco.
Otra es Katia, famosa por ser una de las primeras quinceañeras del programa social de Marcelo Ebrard dirigido a adolescentes. Katia intenta proteger a las niñas del grupo, casi todas
prostitutas en la misma zona. Pronto tendrá un hijo con El Pato,
quien antes engendrara otro con Guadalupe, al que llamaron
–no apodaron– Ávatar. Todos viven ahí.
Y Mamá Hulk: mujer cercana a sus 50 y custodia del mundo
exterior a la comunidad. Es callada, particularmente aseada y
recelosa. Son pocas las personas de su edad en este mundo. La
otra señora que por ahí deambula lleva a sus hijos a la secundaria y mientras éstos toman clases, ella visita a los de Pedro
Moreno.
También permanecen varios niños, los más pequeños de
menos de cinco años.
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El Mono no ha inhalado nada durante la mañana que se escurre
hacia el mediodía de Francisco Zarco.
Su vida en números: pasó los últimos seis o 16 años en el
Reclusorio Norte por delitos contra la salud u homicidio. No
tiene claro ni el tiempo ni los delitos. El Mono ya pasó de los 40
y hace tres semanas le impidieron el paso a la sociedad de Pedro
Moreno, fundada por el propio Mono cuando toda la cofradía
de monosos hizo suya la plaza de Zarco.
–Usté ya fue, pero ya no es, así que mejor ábrase a la chingada –advirtió una voz anónima. El Mono ofreció resistencia,
pero sólo consiguió que lo apalearan. Debió retirarse, como una
animal macho defenestrado, a Zarco.
–¿Cómo era hace 20 años?
–Toda la banda, toda la banda se juntaba y se armaba
el refuego y entonces chemeábamos –respiraban pegamento rico en tolueno– y murieron unos valedores y... ¿qué me
preguntaste?
Además de en la prisión, El Mono ha vivido internado en
granjas para adictos, de donde ha entrado y salido unas 19 veces. Así que conoce bien la vida dentro de los anexos.
En alguno de éstos –la anécdota es conocida por más de
uno–, un hombre murió durante la abstinencia. Pero en la
granja había quedado claro que no había aprendido la lección: “¡Ándele, hijo de su pinche madre, a ver si ahora es muy
pinche autosuficiente!”, retaban al cadáver tendido a medio
sala.
–¿Se le quita a uno lo activo?
–Nunca. No. Jamás –responde, convencido, El Mono.
| EMEEQUIS | 08 de octubre de 2012
–No hacen nada porque dicen que soy sexoservidora y que
ando de ofrecida.
La niña estira la mano y alguien le alcanza una botellita de
200 mililitros. La abre y respira de ella. Fragmentados, los recuerdos se mezclan entre sí; pronto, su memoria sólo alcanza
dos segundos del pasado.
–Sí, está embarazada y sí, es prostituta. Y sí, siempre hay
cabrones que violan a las chavitas –dice El Mumrra, un hombre
de 47 años que parece de 60 y quien ha seguido la conversación
con atención. Es más bebedor de aguardiente que monoso. Su
boca tiene más espacios vacíos que dientes.
–¿Ha participado usted en alguna violación?
–¡No, no, no! Yo sólo he visto... yo no soy violador.
–¿Qué es usted, Mumrra?
–Yo, yo... ¡Yo soy un niño de la calle! –llora.
A las tres horas, El Güero y El Faquir aparecen; “regresaron”
de Acapulco.
Esa misma noche, Allan muere.
35
El Gato
Olga
El Mono
Edwin
Andrés
Don Munrra
Lalo
Los inhalables, como si fueran drogas de diseño
Una de las rarezas de los inhalables es que jamás se pensó
en que estarían destinados al consumo humano, pero por
sus características de absorción, acción y adicción, parecen
auténticas drogas de diseño.
Eso, más el hecho de que su posesión es legal y se encuentran en productos de fácil acceso, los convierte en drogas con
características muy particulares, escribe Silvia Cruz, especialista del Centro de Investigación y de Estudios Avanzados
(Cinvestav) del Instituto Politécnico Nacional.
Los inhalables son, por otra parte, los enervantes menos
estudiados. Se podría reunir una biblioteca con la investigación farmacológica sobre la marihuana, la cocaína o la heroína,
pero de los solventes apenas se completaría un tomo.
La escasez de información científica, el crecimiento de
su consumo a fines de los ochenta y principios de los noventa y la evidencia del daño causado despertaron el interés
de las autoridades de ese entonces, por lo que dedicaron
algunos recursos a su investigación y fue así como Cruz
arribó al tema.
Hoy es pionera de su estudio en México y el mundo, donde
apenas una docena de científicos de alto nivel se ocupan del
tema a pesar de que el abuso de estas sustancias no es exclusivo de poblaciones marginadas ni de naciones pobres.
Si bien la práctica es frecuente entre niños y jóvenes
en situación de calle en países como México, India, Egipto y
Camboya, por ejemplo, también se ha observado en personas
de todos los estratos socioeconómicos en Estados Unidos,
Rusia, Reino Unido, Israel, Canadá y Australia, apunta Cruz
| EMEEQUIS | 08 de octubre de 2012
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Alejandra es delgada como si sólo tuviera una capa de barniz de
piel sobre su esqueleto. A sus 16, ya acumula cuatro años en la
calle. Huyó de un padrastro abusador y una madre celosa de su
hija.
–¿Trabajas por aquí?
–Sí, yo sí me prostituyo en las áreas verdes. De dos carros
que se paran saco 500 pesos... Incluye servicio completo y los
besos se cobran aparte. No me gustan los viejos.
–¿Y qué haces con el dinero?
–Mi comida y mi activo. Antes me compraba unos litros,
ahora de 20 pesos y así. Yo voy a Tepito y me gusta comer caldo
de camarón, pollo en salsa verde y sándwich. Y charco y charco
y charco.
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A Lalo lo conocimos en 2010. Entonces vivía en el cuarto patio de la correccional de San Fernando, el centro de internación
para menores ubicado al sur de la Ciudad de México. Llegó por
robo y, de entre los jóvenes acusados de múltiples asesinatos o
secuestros, Lalo era blando como una estopa. Aún sobrio, era
incapaz de entender siquiera por qué los demás lo maltrataban
todo el tiempo.
Dos años después, luce más delgado, más sucio y muestra
más cicatrices. Su cara está cruzada por dos raspones diagonales ganados, cuenta él, por defender a su novia Olga cuando era
golpeada por otro habitante. Ella dice que la policía lo aporreó
en la estación Hidalgo del Metro por brincar el torniquete.
en su artículo “El Abuso de inhalables: problema creciente
de salud pública. Avance y perspectiva”, publicado en la Revista Digital del Cinvestav.
¿Qué dinámica ha tenido ese grupo en México?
A partir de la última Encuesta Nacional de Adicciones,
realizada en 2008, el Instituto Nacional de Psiquiatría pinta
el escenario reproducido por Silvia Cruz:
• En México, medio millón de personas entre 12 y 65 años
de edad ha usado inhalables alguna vez en la vida con fines
de intoxicación.
• Los inhalables son la principal droga ilícita consumida
antes de los 14 años.
• Uno de cada 10 estudiantes de escuelas secundarias y
preparatorias dijo haber usado inhalables alguna vez, según
la Encuesta de Escuelas del DF y Zona Conurbada 2009.
• Después del alcohol y el tabaco, los inhalables son las
drogas preferidas por las mujeres con educación media (10
por ciento), incluso por arriba de la marihuana (8.8); mientras
que en los hombres es al revés: prefieren la marihuana (14
por ciento) y después los inhalables (10.8 por ciento).
Algunas proyecciones estiman que dentro de tres o cuatro
años los solventes podrían convertirse en la primera droga de
abuso entre los usuarios más jóvenes.
Esta perspectiva resulta especialmente desalentadora,
pues Silvia Cruz subraya en entrevista que la estructura cerebral de niños y adolescentes es más susceptible de desarrollar
adicciones, a la vez que la devastación cognitiva ocurre en
Lalo sopla con vigor el paño remojado con activo y luego jala
profundamente en dos ocasiones. Esto se llama bolsazo, técnica que potencia la inhalación y reduce el oxígeno.
Aún puede hablar. Cada vez alarga más la última sílaba de
la última palabra de cada oración.
–Mi nombre es Eduardo Mora Garcíaaaa... –los puntos
suspensivos marcan el momento de inhalación–, soy chavo de
la calle, limpio parabrisaaaaas... Me quedo en las coladeras,
me quedo aquíííí, en las casitaaas y junto para comeeeeeeeer y
junto para bañarmeeeeee y mi chava se llama Olgaaaaaa y mi
mamá vive aquí en La Razaaaaaaa... Y soy de la calleeeeeee y ya
viene mi cumpleaños, el 20 de agosto, cumplo 20 añooooooos...
Y ya también estuve en el Reclusorio Norteeeeeee, porque madreé a una chavaaaaaaaaa...
–¿Y por qué saliste de tu casa?
–Porque me pegaba gachooooo... Yo le meto al activo, la
verdaaaaad, y a la motaaaa y me gusta andar charoleandoooooo –mendigando–... Mi nombre es Lalooooo... Yo siempre
he estado en la calle sufriendoooooo.
–¿Qué es lo que más has sufrido?
–Que me humilleeeeee... la genteeeeee... Que me suban el
vidriooooo, que me digan “no vales ni madreeeeees”. Y ya es
todoooooo”.
Lalo se lleva una vez más el trapo a la boca y ahora sí se va.
Ahí está su cuerpo, pero sólo eso. No sube a un avión: se teletransporta a otro planeta.
¥
Olga dirige los ojos hacia arriba, cruza los brazos y sólo los
desenreda para retirar de su lado, con desesperación, a Lalo.
Ya es de tarde, pero todavía posee juicio. Los demás, conforme el día ha avanzado, se han desconectado.
–Mi nombre es Olga y tengo 24 años de edad y llegué aquí
hace 10 años –asegura con corrección–. Mi familia me maltrataba porque no tuve papás. Me pegaban. Si me sacaba un nueve, me golpeaban y bañaban con agua fría.
–¿Y aquí es mejor?
–No, los grandes se quieren pasar de verga todo el tiempo. Los que tienen más tiempo nos quieren mover a los morros. Son malditos. A mí me han mazapaneado por esto y
aquello, por no limpiar, por no hacer las cosas. Luego digo:
“¡chale, si en mi casa no hacía nada!”.
Aquí, por más que barra, la mugre es la mugre. Aquí los
cabrones nos madrean, no nos dan de comer, nos embarazan. Es una perdición, la verdad.
–¿Cuántas veces has estado embarazada?
–En este año, dos veces. El primero lo aborté con pastillas.
Era de un mes y se me salió luego, luego. Del otro me hicieron
un legrado. ¡Ya se me estaba saliendo y de aquí me llevaron y
caminaba y ya se me estaba saliendo el feto! –solloza.
–¿Te causa tristeza?
–No sé –su voz se adelgaza y tiembla–. Yo veo chavas que
no cuidan a sus hijos y yo me estaba dejando de drogar y estaba comiendo. Ya sentía mi pancita. Y me hice una prueba
con el Doctor Simi y salió que no estaba embarazada y me dio
pa’bajo y dejé de comer y me empecé a drogar más y a tomar
más. Luego me dieron unos cólicos bien gachos y se me salió
mi bebé. Se me salía y no me querían atender en el hospital.
Olga inhala profundo.
–¿Cuánto te dura un charquito de 10 pesos?
–Como una hora.
Lalo se acerca tembloroso, con la mirada de un boxeador
tirado con la cuenta en nueve.
–¡Estoy en mi entrevista, cabrón, ya deja de chingarme la
madre! –grita la muchacha–. Compro aquí, atrás, en la Guerrero, en Tepito.
El Duque, un enorme perro negro, corre detrás de un auto,
pero resbala y cae de lomo. Todos ríen.
–¿Me vas a hacer caso o qué pedo? –reclama Olga. Lalo
regresa y le ofrece un papel bañado en activo. Ella lo toma–.
¡Ahora quítate a la chingada, porque estoy en una entrevista! ¡Adiós, adiós! –demanda con autoridad–. Mira, la verdad, yo no quiero estar aquí. Yo sí sé leer y estudié hasta el
primer año de preparatoria.
–¿Y por qué no te vas?
–En verdad, por más que me anexo y me anexo siempre
vuelvo al mismo lugar... Mi familia me apoya. No sé, algo me
jala. Tengo nueve anexos en todos lados: con cristianos, con
los padres, en Iztapalapa. Y yo me pregunto qué hago aquí,
qué hago entre estos cabrones, entre estos pendejos –algunos de sus compañeros de vida voltean hacia ella e intentan
enfocarla, como si hubieran escuchado los insultos a años
luz de distancia–. Mi sueño era el diseño gráfico, porque tengo
habilidad para dibujar. ¡Pero no puedo, en verdad que no puedo
dejar esta madre!
Su voz se acerca a un gemido que, antes de serlo, ahoga moneando. ¶
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| EMEEQUIS | 08 de octubre de 2012
En entrevista con emeequis, Silvia Cruz dibuja un hexágono
en perspectiva vertical, de cuyo ángulo superior extiende una
línea hacia afuera y escribe “CH3”. Al centro de la figura coloca
un círculo. Es la representación de una molécula de tolueno.
El tolueno es el compuesto más presente en los inhalables
utilizados en México. Existe en algunos tipos de pegamento
–en la calle conocido se le conoce como chemo–, en solventes como el thinner –tinaco–, el activo y hasta en un plumón
de tinta permanente.
Cruz detalla que sus efectos se parecen a los provocados
por su primo molecular, el alcohol: sedación, sueño, falta de
coordinación motriz y fragilidad emocional, pero, además,
producen alucinaciones.
Los inhalables son entre 100 y mil veces más potentes
que la bebida y más baratos. Su vía de administración –¿qué
es más natural que respirar?– provoca la falsa creencia de
que son poco nocivos en comparación, por ejemplo, con la
heroína, generalmente inyectada en las venas.
El tolueno aumenta los niveles de dopamina en regiones
del cerebro fundamentales para la repetición de la conducta,
lo que explica su capacidad de producir adicción.
Los efectos de los disolventes pueden ser temporales
o permanentes, dependiendo de los químicos inhalados, la
susceptibilidad individual, la concentración y el tiempo de
exposición. Algunos daños, como la pérdida de la memoria
o el deterioro sensorial, pueden ser irreversibles.
Hay disolventes especialmente tóxicos para blancos específicos en el organismo. El tolueno, por ejemplo, es muy dañino para la sustancia blanca del sistema nervioso –sistemas
de fibras que conectan entre sí diversos puntos de la corteza
cerebral– y las células del oído medio, por lo que produce sordera y un deterioro general de las funciones vitales.
Los disolventes están diseñados para ser, entre otras
cosas, desengrasantes y, dado que el cerebro está constituido por lípidos, causan un daño esencial a la película que
recubre las neuronas.
Los usuarios crónicos de inhalables sufren de frecuentes dolores de cabeza y perturbaciones del sueño. Además,
presentan una mayor frecuencia de trastornos psiquiátricos,
incluyendo depresión, ansiedad y demencia. Existe, también,
mayor riesgo de suicido entre esta población.
El panorama es lamentable, pero no necesariamente debería ser así. Hay experiencias prometedoras en Canadá en
que adictos de 15 o 20 años de consumo intenso lograndejar
los solventes e, incluso, regresar a la escuela.
–¿Son casos perdidos?
–No. Si bien los niños y adolescentes son más susceptibles
a las adicciones, poseen cerebros más plásticos, es decir, un
área deteriorada puede ser suplida por otra en mejores condiciones. Sí hay esperanza. (Humberto Padgett)
áreas relacionadas con la memoria, por lo que la capacidad
de aprendizaje queda afectada.
A diferencia de lo que ocurre con otras drogas, existen
adictos en tratamiento menores de 10 años de edad, con
el más bajo perfil educativo y situaciones más profundas
de pobreza.
A pesar de toda la información obtenida durante décadas
de abuso de estas sustancias, apenas el 23 de agosto pasado
las autoridades del DF modificaron las leyes que obligan a
las delegaciones a restringir la venta de thinner, aerosoles,
solventes y gases utilizados como productos caseros a menores de 18 años o personas con alguna discapacidad.
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