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Título: Microsoft Word - lec_17_un_actor_se_prepara
Autor: suv

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Un actor se prepara
Capitulo I y II
Constantin Stanislavski
pp. 1-27

CAPITULO 1

La Prueba Inicial

1
Estábamos hoy emocionados esperando nuestra primera lección con el Director Tortsov. Pero
entró a nuestra clase sólo para hacernos el inesperado anuncio de que, para conocernos mejor,
quería que le diésemos una demostración en la cual actuaríamos para él fragmentos de obras
escogidas por nosotros mismos Se propone vernos en las tablas, teniendo el decorado al fondo,
maquillados, en carácter, tras las candilejas, y con todos los trastos de la escena. Sólo entonces
—dijo— le seria posible juzgar de nuestras aptitudes dramáticas.
Al principio, pocos estuvieron de acuerdo con la prueba propuesta. Entre estos estaba un chico
rechoncho, Grisha Govorkov, quien ya había actuado en pequeños grupos; una rubia alta y
bonita, Sonya Veliaminova, y un mozo vivaz y ruidoso llamado Vanya Vystsov.
Gradualmente, todos nos hicimos a la idea del intento; las brillantes candilejas se hicieron más
tentadoras, y pronto nos pareció la función propuesta, útil, interesante, y hasta necesaria. En la
elección, dos amigos míos: Paul Shustov y Leo Pushchin, y yo, nos mostrábamos modestos
pensando en el vodevil o en la comedia ligera. Pero a nuestro alrededor sonaban grandes
nombres: Gogol, Ostrovski, Chejov, y sin proponérnoslo, llevamos adelante nuestra ambición
llegando a pensar en algo romántico, en carácter, y escrito en verso.
Me tentaba la figura de Mozart; a Leo, la de Salieri, en tanto que Paul pensaba en Don Carlos.
Comenzamos luego a discutir a Shakespeare, y yo escogí a Otelo. Paul, entonces estuvo de
acuerdo en hacer Yago, y todo quedó decidido. Cuando dejamos el teatro, se nos dijo que el
primer ensayo estaba fijado para el día siguiente.
Llegué a casa, tomé mi ejemplar de “Otelo”, y acomodándome en el sofá abrí el libro y empecé a
leer. Escasamente había leído dos páginas cuando me asaltó el deseo de actuar: a pesar de mí
mismo, mis manos, brazos, piernas, la cara, los músculos, y algo dentro de mí, me llevaba a
moverme. Comencé a recitar el texto. De repente, descubrí una plegadera de marfil, y la ajusté al
cinturón como una daga. Mi afelpada toalla de baño hacía un buen turbante. De mis sábanas y
ropa de cama improvisé una especie de camisa y una túnica, y mi sombrilla hacía las veces de
una cimitarra. Pero no tenía escudo. Entonces recordé que en el comedor, contiguo a mi cuarto,
había una gran bandeja. Ya con un escudo en la mano, me sentí todo un guerrero. No obstante,
mi aspecto general era todavía de persona civilizada, moderna, en tanto que Otelo, siendo
africano de origen, debía tener en él algo que indicara la vida primitiva, algo como de fiera, un
tigre quizás. Y a fin de recordar, de sugerir el modo de conducirse de un animal, comencé toda
una serie de ejercicios.
En muchos momentos me sentí verdaderamente satisfecho. Casi cinco horas había trabajado sin
que me diera cuenta de cómo había pasado el tiempo. Para mí, esto hacía evidente que mi
inspiración era real.
2
Me levanté más tarde que de costumbre. Me vestí de prisa, y me lancé a la calle camino al
teatro. Apenas hube llegado al salón de ensayos, donde todos esperaban por mí, me sentí tan
confundido que en lugar de disculparme debidamente dije, como sin dar importancia al asunto:
—Parece que me retrasé un poco.

Rakhmanov, el Asistente del Director, me miró un rato con elocuente reproche, y finalmente dijo:
“Hemos estado sentados esperándole, disgustados, con los nervios de punta, y a usted sólo le
“parece” que se retrasó “un poco”. Todos llegamos aquí llenos de entusiasmo para hacer el
trabajo que nos esperaba. Ahora, gracias a usted, nuestro humor y buena disposición se han
disipado. Despertar el deseo de crear es difícil, matarlo es extremadamente fácil. Si yo interfiero
mi propio trabajo, es cosa mía. Pero, ¿qué derecho tengo a detener el de todo un grupo? El
actor, no menos que el soldado, debe sujetarse a una disciplina férrea.
Por esta primera falta, Rakhmanov se limitaba a reprenderme sin reportar nada, —dijo— al
récord que, por escrito, se llevaba de los estudiantes; pero —añadió— yo debía disculparme de
inmediato con todos, y hacerme el propósito, en lo futuro, de llegar a los ensayos un cuarto de
hora antes de que empezaran. Aun después de haberme disculpado, Rakhmanov se resistió a
continuar el frustrado ensayo porque, dijo, ese primer ensayo es siempre un suceso en la vida de
un artista, y debe guardarse de él la mejor impresión posible.
El ensayo de hoy se echó a perder por mi descuido. Esperemos que el de mañana sea algo
digno de recordarse.
Esta noche me había propuesto acostarme temprano, porque temía trabajar mi papel.
Pero mis miradas recayeron en un pastel de chocolate, y... lo mezclé con un poco de
mantequilla, obteniendo una pasta de color café. Era fácil de untarse en la cara: eso me
convertiría en un moro. Sentado frente al espejo admiré, largamente, el brillo de mis dientes,
ensayando cómo mostrarlos, y también cómo poner los ojos en blanco. Para completar mi
caracterización me arreglé el traje y tan pronto como me lo puse me asaltaron los deseos de
actuar. Mas no logré sino repetir lo hecho ayer, pareciéndome que, ahora, había perdido ya su
bondad. No obstante, creí haber ganado algo en cuanto a mi idea de cuál debía ser la apariencia
de Otelo.
3
Hoy fue nuestro primer ensayo. Llegué con mucha anticipación. El Asistente del Director sugirió
que nosotros mismos planeásemos nuestras escenas y arregláramos la utilería.
Afortunadamente, Paul estuvo de acuerdo en todo lo que yo propuse, ya que sólo le interesaban
los rasgos psicológicos de Yago. Para mí los rasgos exteriores tenían la mayor importancia:
deberían recordarme el ambiente de mi propio cuarto. Sin ello no podría volver a nacer la
inspiración en mí. Y aunque luché no importa cuánto, por hacerme a la creencia de que estaba
en mi cuarto, todos mis esfuerzos fueron inútiles. Solamente estorbaban mi actuación.
Paul sabía ya completamente su papel de memoria, pero yo tenía que seguir las líneas de mi
texto, aunque fuese sólo aproximadamente. Para mi sorpresa, las palabras no me ayudaban; de
hecho, me confundían. Así que hubiera preferido prescindir del texto por completo, o tendría que
detenerme a la mitad. No sólo las palabras, sino también los pensamientos del poeta, me
parecían ahora extraños. Hasta los lineamientos de la acción contribuían a quitarme aquella
libertad que había sentido cuando ensayaba en mi cuarto.
Peor aún: no reconocía mi propia voz. Además, ni el plan ni la manera de realizarlo, previamente
establecidos durante mi labor en casa, armonizaban con la actuación de Paul. Por ejemplo,
¿cómo podría tener ocasión, en una escena relativamente tranquila entre Otelo y Yago, de hacer
visible el brillo de mis dientes, el movimiento de los ojos que pensaba introducir en mi parte? Ni
aun podía deshacerme de mis ideas fijas de cómo actuar, según había concebido, la naturaleza
de un salvaje, ni del ambiente que para ello habla preparado. Quizás la razón de esto era que no
encontraba con qué reemplazar aquello. Habla leído el texto del rol en cuanto a sí mismo, y
había animado al personaje en sí mismo, sin haber relacionado uno con otro. Así, las palabras
interferían la actuación, y ésta a las palabras.
Cuando trabajé hoy en casa, persistí en volver sobre mis pasos, sin encontrar nada nuevo. ¿Por
qué sigo repitiendo métodos y escenas? ¿Por qué es mi actuación la misma de ayer, como igual

será la de mañana? ¿Se me ha acabado la imaginación, o no tengo en ella reservas de qué
echar mano? ¿Por qué mi labor al principio se deslizaba tan fácil y ligeramente, y luego tenía que
detenerme en algún punto? Mientras pensaba en todo esto, algunas personas se reunieron en el
cuarto vecino a tomar el té, y, a fin de no distraer mi atención, me instalé en un sitio diferente de
mi habitación, procurando decir mis líneas tan suavemente como fuera posible, a modo de no ser
oído.
Para sorpresa mía, sólo estos pequeños cambios transformaron la disposición de mi ánimo.
Había descubierto un secreto: no permanecer mucho en un punto repitiendo siempre lo
demasiado familiar.
4
En el ensayo de hoy, precisamente al principio, empecé a improvisar. En lugar de caminar, me
senté en una silla, y actué sin mímica, ni movimientos, ni visajes, ni ojos en blanco. ¿Qué
sucedió? De inmediato me confundí, olvidando el texto y las entonaciones que acostumbraba
darle. Me detuve. No había nada qué hacer, sino volver a mi antiguo método, al viejo
procedimiento. Como no controlaba mis métodos, era controlado por ellos.
5
El ensayo de hoy no tuvo novedad alguna. Sin embargo, cada vez me acostumbro más al lugar
donde trabajamos, y a la obra. Al principio, mi método de encarnar al Moro no concordaba en
absoluto con el Yago de Paul. Hoy pareció que ya lograba yo una mejor adaptación entre su
trabajo y el mío, en las escenas que tenemos juntos. De cualquier modo, siento que las
discrepancias son menos definitivas.
6
Hoy nuestro ensayo se hizo en el escenario mismo. Yo contaba con el efecto de su atmósfera,
¿y qué sucedió? En lugar del brillo de las candilejas, y el alboroto de los laterales llenos de toda
clase de accesorios de utilería y escenografía, me encontré en un lugar apenas iluminado y
desierto. El gran escenario permanecía totalmente abierto y desnudo. Solamente cerca de las
candilejas había unas cuantas sillas de madera, puestas allí para figurar nuestro improvisado set.
A la derecha había una vara de luces. Apenas había pisado yo las tablas cuando apareció frente
a mí la inmensa apertura del arco del proscenio; más allá, quedaba una extensión infinita y
oscura, neblinosa. Fue ésta mi primera impresión de la escena desde un foro.
“¡Comience!”, exclamó alguien.
Se suponía que yo estaba en la habitación de Otelo, figurada por las sillas, y que debía tomar mi
sitio. Me senté en una de aquéllas, pero no era la indicada. No pude siquiera reconocer el plan
de nuestro set. Pasó el tiempo y yo no podía adaptarme, ni tampoco concentrar mi atención a lo
que sucedía a mi alrededor. Me pareció difícil hasta mirar a Paul, que estaba de pie a mi
derecha, junto a mí. Mi mirada pasó de él a la sala, y luego atrás, al foro, hasta los camerinos y
el espacio donde la gente cruzaba, llevando cosas, discutiendo, golpeando.
Lo sorprendente era que continuaba yo hablando y actuando mecánicamente. Si no hubiera sido
por mi larga práctica en casa, que había acumulado en mí ciertos hábitos, me hubiera detenido a
las primeras líneas.
7
Hoy tuvimos el segundo ensayo en el escenario. Llegué temprano, decidido a prepararme
debidamente en el mismo foro, que hoy apareció por completo diferente a como estaba ayer. La
actividad allí era intensa, al disponerse el escenario y la utilería. Hubiera sido inútil, entre todo
aquel caos, tratar de encontrar la tranquilidad a que estaba acostumbrado en casa, para estudiar
mi papel. Así, lo primero de todo era la necesidad de adaptarme al nuevo ambiente. Salí hasta el

frente del escenario, y clavé la mirada en el espantoso vacío más allá de las candilejas, tratando
de acostumbrarme a él, de librarme de su atracción, pero mientras más me esforzaba en no
tomarlo en cuenta, más pensaba en él. Precisamente entonces, un trabajador que pasaba a mi
lado dejó caer un paquete de clavos. En seguida me puse a ayudarle a levantarlos. Al hacerlo,
tuve la grata sensación de sentirme en el escenario completamente como en mi casa. Pero
pronto recogimos todos los clavos, y otra vez me sentí oprimido por lo grande del lugar.
Me apresuré a bajar a la luneta. Comenzaron los ensayos de otras escenas, pero yo no veía
nada. El tiempo que esperé mi turno, estuve completamente intranquilo, agitado. Sin embargo,
esta espera tenía una lado bueno: le lleva a uno a un estado tal en que todo lo que se puede
hacer es anhelar que llegue su turno, pasar de una vez por aquello a lo que se teme.
Cuando nuestro turno llegó, subí al escenario, donde se había improvisado un set con partes de
otras diferentes producciones. Algunas cosas estaban mal colocadas y el moblaje era de
diferentes clases. Aun así, la apariencia general, ahora que el escenario estaba iluminado, era
grata, y me sentí como en mi casa en esta habitación preparada para Otelo. Con un esfuerzo de
imaginación podía reconocer en ella cierta semejanza con mi propia habitación. Pero al momento
en que el telón se levantó, y el público apareció ante mí, me sentí de nuevo dominado por su
poder. Al mismo tiempo, nuevas, inesperadas sensaciones surgieron dentro de mí. El set cerca
al actor, y limita el área del foro: arriba, grandes espacios oscuros, a derecha e izquierda, los
laterales que delimitan el lugar. Este semiaislamiento es grato, pero tiene la desventaja de
proyectar la atención hacia la sala y el público. Otra sensación nueva para mí fue que mis
temores me llevaban a sentir una obligación: la de interesar al público. Este sentimiento de
obligación me impedía entregarme a lo que estaba haciendo. Comencé a sentirme urgido tanto
en la acción como en la recitación. Mis puntos favoritos pasaban rápidos, como postes de
telégrafo vistos desde un tren. La más ligera vacilación, y una catástrofe hubiera sido inevitable.
8
Como tenía que arreglar mi maquillaje y mi vestuario para el ensayo general, llegué al teatro más
temprano que de costumbre. Me habían dado un buen camerino y una suntuosa bata, realmente
una reliquia de museo: la del Príncipe de Marruecos en “El Mercader de Venecia”. Me senté ante
el tocador: sobre él habla pelucas, postizos, tarros de crema, de goma, de grasa y colores,
polvos, cepillos. Comencé por aplicarme con uno de estos un poco de color café oscuro, pero se
endurecía tan pronto que apenas dejaba traza. Entonces traté de aplicarlo con agua: igual
resultado. Puse el color en los dedos, y así lo apliqué a la cara, pero ninguno quedaba bien,
excepto el azul claro, el único, me parecía, que no podía usarse para el maquillaje de Otelo.
Apliqué un poco de barniz, entonces, en la cara, para fijar un postizo; el barniz me picaba en la
piel y el cabello del postizo no se adhería. Probé una peluca después de otra; pero todas, a una
cara sin maquillaje, le iban mal: eran demasiado evidentes. Quise limpiar el ligero maquillaje que
me quedaba en la cara, pero no tenía idea de cómo hacerlo.
Por entonces llegó al camerino un hombre alto y delgado, con anteojos y un gran guardapolvo
blanco. Se adelantó y empezó a trabajar en mi cara. Primero limpió con vaselina todo lo que yo
me había puesto, y comenzó a aplicar colores frescos. Cuando vio que los colores estaban
duros, humedeció una brocha en aceite, que me puso también en la cara, quedando así una
superficie en la que, con la brocha, los colores se corrían suavemente. Luego cubrió por
completo la cara con una sombra de hollín, dado a la piel la apariencia propia de la de un moro.
Yo hubiera preferido no perder la sombra, más oscura, que daba el chocolate, porque hacia
resaltar el brillo de los dientes y los ojos.
Cuando mi caracterización quedó terminada, me miré al espejo, quedando maravillado del arte
del maquillista, así como de mi apariencia total: los ángulos de los brazos y el cuerpo
desaparecían bajo las flotantes telas, los ademanes que yo había ensayado iban bien con el
vestuario. Paul y otros estudiantes vinieron a mi camerino; me felicitaron por la impresión que les
produjo mi arreglo. Su generoso elogio me devolvió la antigua confianza.

Pero cuando salí al escenario, me confundí con los cambios hechos en la disposición de los
muebles: un sillón de brazos me pareció inútilmente movido de junto a una pared hasta casi en
medio de la escena, y la mesa quedaba demasiado al frente. Me sentía como si se me pusiera
en exhibición, y precisamente en el lugar más notable. Dominándome, caminaba de arriba abajo
por el escenario, sin soltar mi daga de entre los pliegues de la túnica. Pero nada me libraba de
una continua movilidad, de la entrega automática de mis líneas. A pesar de todo, me parecía que
debía llegar hasta el final de la escena, y no obstante, cuando llegué al momento culminante, el
pensamiento relampagueó en mi mente: “Ahora, aquí me atasco”. Me dominó el pánico, y, en
efecto, me callé. No sé todavía qué fue lo que me hizo volver automáticamente a seguir; pero
una vez más me salvó. Sólo tenía un pensamiento: terminar lo más pronto posible, quitarme el
maquillaje, y salir del teatro.
Y aquí estoy, en casa, solo, y sintiéndome el más infeliz de los hombres. Afortunadamente, Leo
vino a darse una vuelta. Me había visto en la sala, y quería saber lo que pensaba de su
actuación, pero nada pude decirle, porque no obstante que le había observado cuando hizo su
escena, de nada me di cuenta, pues entonces estaba esperando mi turno y sólo eso me
preocupaba.
Habló con familiaridad de Otelo, de la obra y el personaje. Estuvo especialmente interesante su
explicación de la pena, el choque, el asombro del Moro ante la idea de que tanta maldad pudiera
existir bajo la adorable forma de Desdémona.
Cuando Leo se fue, traté de repasar algunas partes del papel, de acuerdo con su interpretación,
y casi lloré, lo confieso: tanto compadecí a Otelo.
9
La función de prueba es hoy. Creí saber de antemano lo que iba a suceder. Me sentía lleno de
una absoluta indiferencia hasta que llegué a mi camerino. Pero una vez dentro, mi corazón
empezó a golpear en el pecho, y me sentí casi con náuseas.
En el escenario lo primero que me confundió fue la extraordinaria solemnidad, la calma y el
orden reinantes. Cuando pasé de la oscuridad de entre cajas a la completa iluminación de las
candilejas, de las diablas y los reflectores, me sentí cegado. El brillo era tan intenso, que parecía
formar una cortina de luz entre la sala y yo. Me sentí protegido respecto al público; por un
momento respiré a mis anchas. Pero bien pronto mis ojos se acostumbraron a la luz y pude ver
en la oscuridad, penetrarla. Y el miedo y la atracción hacia el público me parecieron más fuertes
que nunca. Yo estaba dispuesto a entregarme, a volcar y dar de mí mismo cuanto tenía; sin
embargo, dentro de mí me sentía vacío como nunca. El esfuerzo que hice para extraer de mi una
mayor emoción que la que sentía, la impotencia para lograr lo imposible, me llenaron de tal
miedo que mis manos y mi cabeza se inmovilizaron, se volvieron de piedra. Todas mis energías
se gastaban en infructuosos y forzados empeños. Mi garganta se estrechaba, mi voz me sonaba
siempre aguda. Mis manos y pies, la mímica y el hablar, todo se volvió forzado, violento. Me
sentía avergonzado de cada palabra, de cada ademán. Abochornado, hube de asir fuertemente
con mis manos los brazos del sillón y me recargué contra el respaldo. Fracasaba, y en mi
desamparo, de pronto, me poseyó el furor. Durante unos minutos estuve fuera de mi. Lancé la
famosa línea: “Sangre, Yago, sangre!” Sentí en estas palabras todo el dolor, la hiriente
decepción del alma de un hombre confiado. La interpretación que Leo dio a Otelo, de pronto me
vino a la memoria y despertó mi emoción. Además, casi me pareció que por un momento ponía
en tensión a los espectadores, y que a través de la sala corría un rumor.
Al instante de percibir tal aprobación, una extraña energía bulló en mí. No puedo recordar cómo
terminé la escena, porque las candilejas y el negro espacio desaparecieron de mi conciencia, y
me sentí libre de todo temor. Recuerdo que Paul se sorprendió primero del cambio operado en
mí, luego se sintió contagiado, y se entregó a su actuación. El telón descendió; afuera, en la
sala, se escuchó el aplauso, y yo me sentí pleno de confianza en mí mismo.

Con aires de estrella, y afectada indiferencia, bajé hacia el público durante el intermedio,
escogiendo un asiento en la luneta desde donde podía ser visto fácilmente por el Director y su
Asistente, con la esperanza de que me llamarían y harían un comentario favorable. Las
candilejas se encendieron, el telón se levantó, y al instante una de las estudiantes, María
Maloletkova, bajó en un vuelo algunos escalones. Cayó al suelo acongojada y gritando: “j Oh,
socorredme!”, de modo tal que me hizo estremecer. Después se levantó y recitó algunas líneas,
pero tan rápidamente que era imposible comprenderlas. Luego, en medio de una palabra, como
si hubiera olvidado su parte, se detuvo, se cubrió la cara con las manos, y repentinamente hizo
mutis. A poco, volvió a bajar el telón, pero en mis oídos aun repercutía aquel grito. Una entrada,
una palabra, y el sentimiento se desbordaba. El Director, me pareció a mí, estaba electrizado.
Pero ¿no habla hecho yo lo mismo con aquella única frase: “Sangre, Yago, sangre!”, cuando
dominé a todo el público?

CAPITULO 2

Cuando la Actuación es un Arte

1
Se nos reunió hoy a todos para hacernos saber la opinión del Director acerca de la función de
prueba. Y él dijo:
—Sobre todo, hay que buscar lo mejor en el arte y tratar de entenderlo. Así, comenzaremos por
discutir los elementos positivos de la prueba. Hubo sólo dos momentos dignos de notarse: el
primero, cuando María se arrojó con su grito desesperado: “¡Oh, socorredme!” y el segundo,
menos breve, cuando Kostya Nazvanov dijo: “¡Sangre, Yago, sangre!” En ambos casos, ustedes
que actuaban, y nosotros que les observábamos, nos entregamos mutuamente y por completo a
lo que sucedía en escena. Tales afortunados momentos, por si mismos, pueden ser reconocidos
como pertenecientes al arte de vivir una parte.
—¿Y qué arte es ése? —pregunté.
—Lo experimentó usted por sí mismo. Suponga que nos cuenta lo que sintió.
—No lo sé, ni lo recuerdo —musité, confundido por el elogio de Tortsov.
—¿Qué? ¿No recuerda usted su conmoción interna? ¿No recuerda que sus manos, sus ojos,
todo su cuerpo trataban de posesionarse de algo, y no recuerda cómo mordía sus labios y
apenas contenía las lágrimas?
—Ahora que usted me lo dice, creo recordarlo —confesé.
—Pero sin decírselo yo, ¿usted no hubiera sabido, ni comprendido, la manera en que sus
sentimientos encontraron expresión?
—No. Admito que no.
—¿Actuaba usted, entonces, subconscientemente, intuitivamente? —concluyó.
—Quizá. No lo sé. Pero ¿eso es bueno o es malo?
—Muy bueno, si su intuición le lleva por el camino debido, y muy malo, si se equivoca —explicó
Tortsov—. Durante su actuación no le engañó y lo que nos ofreció usted en esos breves
momentos fue excelente.

—¿Verdaderamente lo fue? —pregunté.
—Sí. Porque lo mejor que puede suceder es que el actor se deje llevar completamente por la
obra. Entonces, sin que importe a su voluntad, aun no queriéndolo, vive su parte, sin darse
cuenta de cómo siente, sin pensar en qué hace, y todo marcha por su propio acuerdo, intuitiva,
subconscientemente. Salvini decía: “Un gran actor debería estar completamente dotado de
sensibilidad, y debería, especialmente, sentir lo que interpreta. Debe sentir la emoción no
solamente una y otra vez mientras estudia su parte, sino en mayor o menor grado cada vez que
actúa, no importa que sea esa la primera o la milésima vez. Desgraciadamente —siguió
Tortsov— esto no está dentro de nuestro control. Nuestro subconsciente es inaccesible a nuestra
conciencia. No podemos penetrar en ese dominio. Si por algún motivo penetramos en él,
entonces el subconsciente se torna consciente y muere.
“El resultado es un predicamento: se supone que creamos por inspiración, y sólo nuestro
subconsciente nos la da. Y por otra parte, aparentemente sólo podemos emplear esta fuerza del
subconsciente a través de la conciencia, que la destruye.
“Afortunadamente, hay otro camino: encontramos la solución de un modo indirecto. En el alma
humana hay ciertos elementos sujetos a la conciencia y a la voluntad. Estos, que son accesibles,
son también aptos, a su vez, para actuar en un proceso psíquico que es involuntario.
“Seguramente, esto precisa una labor de creación en extremo complicada, que es conducida, en
parte, bajo el control de la conciencia, pero que, en otra parte mucho mayor, es subconsciente e
involuntaria.
“Para despertar el subconsciente a la labor creadora hay una técnica especial. Debe dejarse
todo lo que es, en el más amplio sentido, subconsciente a la naturaleza, y dirigirnos por nosotros
mismos a aquello que está en los límites de nuestro alcance. Cuando el subconsciente, cuando
la intuición entran en nuestra labor, debemos saber cómo no interferirla.
“No se puede crear siempre subconscientemente y sólo por inspiración. No existe tal genio en el
mundo. Es por eso que nuestro arte nos enseña primero que nada a crear consciente y
debidamente, porque esto constituye la preparación mejor para el florecimiento del
subconsciente, que es inspiración. Mientras más sean los momentos de creación consciente en
una parte o en un rol, mayor ocasión habrá para que fluya la inspiración. “Usted puede actuar
bien o mal; lo importante es que actúe verdaderamente”, escribió Shchepkin a su discípulo
Shumski.
“Y actuar verdaderamente significa ser lógico, coherente, pensar, esforzarse, sentir y obrar de
acuerdo con su papel.
“Si ustedes toman estos procesos internos y los adaptan a la vida espiritual y física de la persona
que representan, podemos decir que viven su parte. Esto es de suma importancia en la labor
creadora. Además del hecho de que abre vías a la inspiración, vivir la parte ayuda al actor a
alcanzar uno de sus principales objetivos. Su tarea no es representar meramente la vida externa
de un personaje. Debe adaptar sus propias cualidades humanas a la vida de esa otra persona y
poner en ello toda su propia alma.
“El objetivo fundamental de nuestro arte es la creación de esta vida interna de un espíritu
humano, y su expresión en forma artística.
“He aquí por qué empezamos por considerar el aspecto interno de un rol, y cómo crear su vida
espiritual a través de la ayuda del proceso interno por el que vivimos la parte. Ustedes deben
vivirla realmente experimentando sentimientos análogos a ella, cada una y todas las veces que
repitan el proceso de crearla.
—¿Por qué el subconsciente depende de esa manera del consciente? —pregunté.

—Me parece completamente normal —fue la respuesta—. El uso del vapor, la electricidad, el
viento, e1 agua u otra energía natural, sin voluntad, depende de la inteligencia de un ingeniero.
Nuestro poder subconsciente no puede funcionar sin su propio ingeniero: nuestra técnica
consciente. Sólo cuando un actor siente que su vida interna y externa en la escena fluyen, y que
se realizan de una manera natural y normal en las circunstancias que le rodean, es cuando las
más profundas fuentes de su subconsciente se abren sin esfuerzo, y de ellas nacen sentimientos
que no siempre podemos analizar. Por un espacio mayor o menor de tiempo se posesionan de
nosotros siempre que algún instinto interno lo ordene. No entendiendo ni pudiendo estudiar este
poder que así los gobierna, nosotros, los actores, le llamarnos simplemente naturaleza.
“Pero si usted quebranta las leyes de la vida orgánica normal y ésta deja de funcionar
debidamente, entonces este subconsciente, altamente sensitivo, se siente afectado y deja de
actuar. Para impedir esto, planee primero, conscientemente, su rol, luego actúelo con veracidad.
En este punto el realismo, y aun el naturalismo, en la preparación interna de una parte, es
esencial, porque hace que el subconsciente trabaje y que brote la inspiración.
—De lo que usted nos ha dicho, infiero que para estudiar nuestro arte debemos asimilar o
adquirir una técnica psicológica de cómo vivir una parte, y que eso nos ayudará a cumplir
nuestra finalidad principal, que es crear la vida de un espíritu humano —dijo Paul Shustov.
—Es correcto, pero no completo —replicó Tortsov—. Nuestra finalidad no es sólo crear la vida de
un espíritu humano, sino también “expresarla en forma artística, bella”. Un actor está obligado a
vivir su parte de una manera internamente controlada, cuidadosamente, y dar cuerpo,
externamente, a su experiencia. Le pido que note, en especial, que la dependencia del cuerpo
respecto al alma es particularmente importante en nuestra escuela de arte. A fin de expresar una
más delicada y completa vida subconsciente, es necesaria tener control de un aparato físico y
vocal excepcionalmente responsable, excelentemente preparado. Este aparato debe estar listo,
al instante, para reproducir exacto y fiel los más delicados e inclusive todos los intangibles
sentimientos con gran sensibilidad y exactitud. He aquí por qué un actor de nuestro tipo está
obligado a trabajar mucho más que otros, tanto en su preparación interna, que crea la vida de la
parte, como en su aparato externo, que debe reproducir con precisión los resultados de la labor
creadora de sus emociones.
“Aun exteriorizar un papel, es algo grandemente influenciado por el subconsciente. De hecho,
ninguna técnica artificial, teatral, puede nunca compararse con las maravillas que la naturaleza
pone de manifiesto.
“He señalado a ustedes hoy, en líneas generales, lo que consideramos esencial. Nuestra
experiencia nos ha llevado a adquirir una firme creencia de que sólo el arte de esta clase,
empapado como está de experiencias vivas de seres humanos, puede artísticamente reproducir
los impalpables fondos, sombras y matices de la vida. Sólo un arte como este puede absorber
por completo al espectador, y hacerle comprender y experimentar internamente los sucesos que
se desarrollan en la escena, enriqueciendo su vida íntima y dejándole impresiones que no se
borran con el tiempo.
“Más aún, y esto es de primera importancia: las bases orgánicas de las leyes de la naturaleza,
en las que nuestro arte se funda, les protegerán, en el futuro, de caer en el camino errado.
¿Quién sabe bajo qué directores, o en qué teatros trabajarán ustedes? No en todas partes ni con
todos encontrarán una labor creadora basada en la naturaleza. En la gran mayoría de los
teatros, los actores y productores violan de continuo la naturaleza en la forma más vergonzosa.
Pero si ustedes están seguros de conocer los límites del verdadero arte, y las leyes orgánicas
naturales, no se perderán, siempre serán capaces de notar y entender sus errores y corregirlos.
Es esta la razón de que el estudio de los fundamentos de nuestro arte sea el principio del trabajo
de cada actor estudiante.
—Sí, sí —exclamé—. Me siento feliz por haber dado un paso, aunque haya sido uno solo, en esa
dirección.

—No tan aprisa —objetó Tortsov—. De otra manera sufrirá la más amarga desilusión. No
confunda lo que es vivir una parte con lo que nos mostró en escena.
—Entonces, ¿qué fue lo que hice?
—Yo le he dicho que en toda esa gran escena de “Otelo” hubo sólo unos momentos en los que
usted logró vivir la parte. Y partí de ello para ilustrar a usted y a todos los demás estudiantes
sobre los fundamentos de nuestro tipo de arte. Por demás, si hablamos de la escena entera
entre Otelo y Yago, ciertamente no podemos decir que sea de ese tipo.
—¿Qué es, entonces?
—Es lo que llamamos actuación forzada —definió el Director.
—Y ¿qué es eso? —pregunté, molesto.
—Cuando se actúa como usted hizo —explicó—, hay momentos aislados en que de pronto, e
inesperadamente, se alcanzan grandes alturas y se conmueve al público. En esos momentos
usted está creando según su inspiración, como si improvisara. Pero ¿seria usted suficientemente
capaz, o bastante fuerte física y espiritualmente para actuar los cinco grandes actos de “Otelo” a
la misma altura a que accidentalmente llegó en un momento de una breve escena?
—No lo sé —contesté en conciencia.
—Yo sé, incuestionablemente, que tal empresa estaría más allá de las posibilidades no sólo de
un genio de temperamento extraordinario, sino aun de un verdadero Hércules —replicó
Tortsov—. Para nuestros propósitos debemos contar, además del auxilio de la naturaleza, con
una técnica psicológica bien elaborada, un gran talento, y grandes reservas físicas y nerviosas.
Usted todavía no tiene todo esto; no tiene nada más que lo que hace a los actores que no
admiten la técnica. Estos, como usted, confían por entero en la inspiración. Si esta inspiración no
se produce, ni usted ni ellos tienen con qué substituirla. Sufre usted descensos en la tensión de
sus nervios al actuar su parte, completa impotencia artística, y actúa a la manera ingenua de un
aficionado. De este modo su actuación está desprovista de vida, inflada. Consecuentemente los
momentos de altura se alternan con la sobreactuación.
2
Algo más nos dijo hoy Tortsov sobre el tema. Cuando llegamos al salón, se volvió a Paul
diciéndole:
— Usted también nos dio momentos interesantes, pero eran más bien típicos del “arte de
representación”. Ahora, ya que demostró satisfactoriamente esa otra manera de actuar, ¿por qué
no nos dice, Paul, cómo creó el papel de Yago? —sugirió el Director.
—Fui directamente al contenido interno del rol, y lo estudié por mucho tiempo —comenzó Paul—
. En casa me pareció vivir realmente la parte, en algunos ensayos había ciertos lugares en que
así lo sentía. Por lo tanto, no sé lo que el “arte de representar” tiene que ver con ello.
—En él el actor vive también su parte —dijo Tortsov—. Esta relativa identidad con nuestro
método es lo que hace posible considerar este otro tipo de arte como verdadero también.
“Sin embargo, su objetivo es diferente. El actor vive su par. te como una preparación para
perfeccionar una forma externa. Una vez que así la ha determinado a su satisfacción, reproduce
esa forma con la ayuda de sus músculos mecánicamente entrenados. De aquí que, en esa otra
escuela, vivir la parte no es el momento capital de la creación como en la nuestra, sino una de
las fases preparatorias para un trabajo artístico más extenso.

—Pero Paul hizo uso de sus propios sentimientos en su actuación —afirmé yo.
Algunos más estuvieron de acuerdo conmigo, e insistieron en que la actuación de Paul, como la
mía, había tenido momentos, aquí y allá, en que verdaderamente vivíamos la parte alternados
con muchos otros de actuación incorrecta.
—No —insistió a su vez Tortsov—. En nuestro arte debe vi-. vitae la parte en todos los
momentos en que se actúa, en todo tiempo y cada vez. Debe ser vivida y encarnada
nuevamente, con frescura, cada vez que es recreada. Esto puede aplicarse a los escasos
momentos felices de la actuación de Kostya. Pero no encontré frescura en la de Paul, ni cuando
sentía su parte ni cuando improvisaba. Al contrario, hay que asombrarse del cuidado y el
acabado artístico que requieren, y logran en ocasiones, una forma y un método de actuar
permanentes, fijos, y que por tanto se producen con cierta frialdad interna. Como quiera que sea,
yo sentí, en esos momentos de la actuación de Paul, que el original, del que veía sólo una copia
artificial, había sido bueno y verdadero. Este eco de un proceso anterior al de vivir la parte, hizo
de su actuación, en ciertos momentos, un real ejemplo del arte de representación.
—¿Cómo podía haberlos tenido mediante un arte de mera reproducción? —Era algo que Paul no
entendía.
—Encontremos la respuesta por usted mismo. Díganos algo sobre cómo preparó su Yago —
sugirió el Director.
—Para estar seguro de que mis sentimientos se reflejarían exteriormente, usé un espejo.
—Eso es peligroso —puntualizó Tortsov—. Deben ustedes tener mucho cuidado con el uso del
espejo. Enseña al actor a observar el exterior más que el interior de su alma, tanto respecto de sí
mismo como respecto a su parte.
—Sin embargo, me ayudó a ver cómo mi exterior reflejaba mis sensaciones —insistió Paul.
—¿Sus propias sensaciones, o aquéllas que preparó para su parte?
—Las mías, pero aplicadas a la parte —explicó Paul.
—En consecuencia, mientras trabajaba con el espejo, usted estaba interesado no tanto en su
exterior, en su apariencia general, sus gestos, sino principalmente en la manera como usted
exteriorizaba sus Intimas sensaciones.
—¡Exactamente! —exclamó Paul.
—Eso es también típico —observó Tortsov.
—Y recuerdo cuán satisfecho estaba cuando veía reflejarse correctamente lo que sentía —siguió
recordando Paul.
—¿Quiere usted decir que fijó métodos a la expresión de sus sentimientos, dándoles una forma
permanente? —preguntó Tortsov.
—Llegaban a fijarse por sí mismos mediante la repetición.
—Entonces, en fin, ¿usted elaboró una forma externa definida para la interpretación de ciertas
partes de su rol, siendo capaz de obtener su expresión externa a través de la técnica? —
preguntó Tortsov, interesado.
—Evidentemente sí —admitió Paul.
—¿Y hacía usted uso de esa forma cada vez que repetía su papel? —siguió el Director.

—Evidentemente lo hacía.
—Ahora dígame: ¿esta forma establecida llegaba a usted, cada vez, a través de un proceso
interno, o bien una vez nacida la repetía usted mecánicamente, sin la intervención de ninguna
clase de emociones?
—Me parecía vivirla cada vez —declaró Paul.
—No; esa no fue la impresión que tuvimos los espectadores
—refutó Tortsov—. Lo que usted ha hecho es lo que hacen los actores de la escuela que
discutimos: primero sienten la parte, pero una vez que lo han hecho no vuelven a sentirla más;
meramente recuerdan y repiten movimientos externos, entonaciones, expresiones ya elaboradas
desde el principio, y esa repetición carece de emotividad. A menudo su técnica es muy hábil, y
son capaces de hacer toda su parte con técnica solamente y sin desgastar sus nervios. De
hecho, generalmente piensan que es poco conveniente sentir, una vez que tienen decidido cuál
es el patrón que seguirán. Piensan que así están más seguros de dar una buena actuación, con
sólo recordar cómo fue ésta la primera vez que la lograron. Y esto puede aplicarse, en cierto
grado, a los momentos que se hicieron notar en su Yago. Trate de recordar lo que sucedió a
medida que usted trabajaba.
Paul reconoció no haber estado satisfecho con su trabajo en otras partes del papel; o con la
apariencia de Yago en su espejo. Y finalmente, que trató de reproducir la apariencia de alguien a
quien él conocía, cuyo aspecto podía tomarse por un buen ejemplo de maldad y disimulo.
—¿Y usted creyó poder adaptar el aspecto de esa persona a sus propios fines? —inquirió
Tortsov.
—Sí —asintió Paul.
—Bien, ¿entonces qué hacia usted con sus propias cualidades?
—A decir verdad, simplemente quise tomar el aspecto exterior de mi conocido —confesó Paul
con franqueza.
—Ese fue un gran error —replicó Tortsov—. En este punto usted llegaba a hacer una pura
imitación, que nada tiene que ver con la creación.
—¿Qué debí hacer entonces? —preguntó Paul.
—Debió, primero, asimilar el modelo. Eso es complicado. Hay que estudiarlo desde diversos
puntos de vista: la época, el tiempo, el país, condiciones de vida, antecedentes, literatura,
psicología, el alma misma, manera de vivir, posición social, y apariencia externa; más aún:
carácter tanto como modales, manera de vestir, modo de moverse, de hablar, la voz y sus
entonaciones. Todo este trabajo, como material, le ayudará, compenetrándolo con sus propios
sentimientos. Sin todo esto, no habrá arte en su labor.
“Cuando, de este material emerge una viva imagen del personaje, el artista de la escuela de
representación transfiere aquélla a sí mismo. Esta labor queda concretamente descrita por uno
de los más notables representantes de esta escuela, el famoso actor francés Coquelin el viejo:
“El actor crea su modelo en la imaginación, y luego, como hace el pintor, toma cada rasgo de
ése y lo reproduce en si mismo, como aquél en la tela... Toma el traje de Tartufo y se lo pone,
nota su porte, su manera de andar, y los imita; su fisonomía la adapta a la propia, adapta a ella
su propio rostro. Habla con la misma voz con la que ha oído hablar a Tartufo; y hace, debe hacer
que esta persona a la que se adapta, se mueva, camine, gesticule, escuche y piense como
Tartufo. En otras palabras, transforma su alma en la de aquél. Listo el retrato, sólo necesita

marco, esto es, llevarlo a escena. Y, entonces, el público dirá: “Ese es Tartufo”, o “El actor no ha
hecho un buen trabajo”.
—Pero todo eso es terriblemente difícil y complicado —opuse, convencido.
—Cierto. El mismo Coquelin lo admite. Dice: “El actor no vive, actúa. Permanece indiferente
hacia el objeto de su actuación, pero su arte debe ser perfecto”... Y es seguro —añadió
Tortsov— que el arte de la representación debe ser perfecto si ha de ser arte.
“La respuesta precisa para la escuela de representación es que: “el arte no es vida real, ni aun
siendo su reflejo. Arte es, en sí mismo, creación; crea su propia vida, bella en su abstracción, y
más allá de los límites del tiempo y del espacio. Por cierto, no podemos estar de acuerdo con tan
presuntuoso reto de ese único y perfecto, inasequible artista que es nuestra naturaleza creadora.
“Artistas de la escuela de Coquelin razonan como sigue:
El teatro es una convención, y la escena demasiado pobre en recursos para crear la ilusión de la
vida real; por lo tanto, el teatro no debe evitar lo convencional... Este tipo de arte es menos
profundo que bello, es más inmediatamente efectivo que realmente fuerte; en él la forma interesa
más que el contenido. Actúa más sobre los sentidos de la vista y el oído que sobre el alma
misma. En consecuencia, es más para deleitar que para conmover.
“Ustedes podrán quedar grandemente impresionados con ese arte. Pero nunca penetrará
profundamente en su espíritu ni lo confortará, Su efecto es agudo, pero no perdurable. El
asombro, más que la fe, es lo que despierta; sólo aquello que puede realizarse a través de una
sorprendente belleza teatral, o a través de lo patético e impresionante, pertenece a sus dominios.
Pero los sentimientos humanos, delicados y profundos, no son sujeto para su técnica. Estos
requieren emociones naturales en el mismo momento en que aparecen ante nosotros,
encarnados. Requieren una directa cooperación de la naturaleza en sí misma. No obstante,
representar la parte, ajustándose parcialmente a nuestro propio proceso, debe ser reconocido
como arte creativo.
3
En nuestra lección de hoy, Grisha Govorkov dijo que él siempre habla sentido profundamente lo
que hacia en escena.
A esto Tortsov comentó:
—Todos en la vida, a cada momento, deben sentir algo. Sólo los muertos carecen de
sensaciones. Lo importante es saber qué es lo que se siente en escena, porque a menudo
sucede que hasta el más experimentado actor tiene su vida privada y lleva consigo a la escena
algo que no es ni importante ni esencial para su papel. Y esto les sucedió a todos ustedes.
Algunos estudiantes lucían su voz, sus entonaciones de efecto, su técnica de actuación; otros
hacían reír a los espectadores con su actividad vivaz, con saltos de ballet, con una desesperada
sobreactuación; y se engreían consigo mismos con bellos gestos y posturas. En pocas palabras,
traían a la escena todo menos aquello que era necesario para los papeles que encarnaban.
“En cuanto a usted, Govorkov, ni se acercó siquiera al contenido interno del suyo, ni lo vivió ni lo
representó, sino que hizo algo completamente diferente.
—¿Qué hice? —se apresuró a preguntar Grisha.
—Actuar mecánicamente. Sin duda, no una mala actuación de esta clase, habiendo más bien
elaborado métodos de representar un papel ilustrándolo convencionalmente.
Omitiré la larga discusión que promovió Grisha, yendo directamente a la explicación que dio
Tortsov sobre las fronteras que separan el arte verdadero de la actuación mecánica.

—No puede haber arte verdadero sin vida. Este comienza donde el sentimiento se compenetra
con él.
—¿Y la actuación mecánica? —preguntó Grisha.
—Comienza donde termina el arte creativo. En la actuación mecánica no hay lugar para ningún
proceso vivo, y si éste aparece es sólo por accidente.
“Ustedes entenderán esto mejor cuando reconozcan los orígenes y métodos de la actuación
mecánica, que caracterizamos como “sellos de goma”. Para reproducir sentimientos deben
ustedes ser capaces de identificarlos por haberlos experimentado. Como los actores que actúan
mecánicamente no los experimentan, no pueden reproducir su efecto exterior.
“Con la ayuda de la mímica, la voz y sus ademanes, el actor mecánico ofrece al público nada
más que la máscara inanimada de sentimientos no existentes. Para ello, ha sido elaborada una
gran variedad de efectos puramente pintorescos que pretenden caracterizar toda clase de
sentimientos valiéndose de medios puramente externos.
“Algunos de estos clichés establecidos han llegado a ser tradicionales, pasando de una
generación a otra. Así por ejemplo, extender la mano sobre el corazón para significar amor, o
abrir ampliamente la boca para dar idea de muerte. Otros son procedimientos ya hechos,
tomados de talentosos actores contemporáneos (así, frotarse la frente con el dorso de la mano,
como Vera Komissarzhevskaya acostumbraba hacer en sus momentos trágicos). Otros medios
semejantes son creados por los actores mismos.
“Hay entre ellos especiales maneras de recitar un papel, en dicción y expresión; por ejemplo,
tonos exageradamente agudos o bien graves en los momentos críticos del papel, con trémolos
específicamente teatrales o especiales retoques declamatorios. Hay también métodos en cuanto
al movimiento físico: actores que no caminan sino “progresan”, avanzan lentamente en la
escena; y en cuanto a los ademanes y la acción, tratan de lograr un movimiento plástico. Hay
métodos para expresar todo sentimiento, toda pasión humana: mostrar los dientes y volver los
ojos en blanco para demostrar celos, cubrir ojos y cara con las manos en vez de llorar, mesar y
arrancarse los cabellos para mostrar desesperación. Hay maneras de imitar toda clase de tipos y
gente de diferentes clases sociales: los campesinos escupen en el suelo, se suenan la nariz con
las faldas de la camisa o con la manga, los militares hacen sonar sus espuelas, los aristócratas
juegan con sus impertinentes. Otras maneras caracterizan épocas: ademanes operáticos para la
Edad Media, andar a pasos cortos para el siglo dieciocho. Estos modos, métodos hechos de la
actuación mecánica, son adquiridos fácilmente mediante un constante ejercicio, hasta llegar a
ser una segunda naturaleza.
“El tiempo y el hábito constante hacen, aun de aquellas cosas deformadas e insensatas, algo
preferido y familiar. Ejemplos de ello son: el cortesano encogerse de hombros de la Opera
Cómica, las viejas tratando de aparecer jóvenes, las puertas que se abren y cierran solas con las
entradas o salidas del héroe. El ballet, la ópera, y especialmente la tragedia pseudoclásica, están
llenos de tales convencionalismos, y por medio de estos siempre invariables métodos esperan
reproducir las más complicadas experiencias de sus héroes. Igualmente el hacer como si se
arrancase el corazón del fondo del pecho en los momentos desesperados, sacudir los puños en
señal de venganza o elevar los brazos al cielo en ademán de súplica.
“Para los actores mecánicos, el objeto del recitado teatral y la plástica de movimientos
(exagerada dulzura en los momentos líricos, pesada monotonía en los trozos poético-épicos,
hablar silbando para expresar villanía, lágrimas falsas en la voz para expresar la pena), agravar
la voz, exagerar dicción y ademanes, es dar mayor relieve al actor y hacer más poderoso el
efecto de su teatralidad.

“Desgraciadamente hay mucho más de mal gusto en el mundo, que de bueno. Para reemplazar
la dignidad, una especie de exhibicionismo ha sido creado, y una elaborada lindeza para sustituir
la belleza, el efecto meramente teatral a cambio de una efectiva expresividad.
“Lo peor es que estos clichés llenarán las lagunas de un rol cuando éste no se halla sólidamente
basado en sentimientos vivos, en sensibilidad verdadera. Más aún, a menudo se anticipan al
sentimiento, le obstruyen el camino: he aquí por qué el actor debe protegerse, del modo más
consciente, de tales
vicios y recursos. Y esto es verdad, aun tratándose de bien dotados actores, capaces de lograr la
verdadera creación.
“No importa cuan cuidadoso pueda ser un actor en la elección de lo convencional en la escena:
la cualidad mecánica inherente a ello le impedirá conmover realmente al espectador. Deberá
contar con algunos medios suplementarios para esto, y así se refugia en lo que llamamos
emociones teatrales: una especie de imitación, artificial, de las sensaciones físicas, del
sentimiento en su periferia.
“Si ustedes aprietan los puños fuertemente y entiesan los músculos del cuerpo o respiran con
espasmos, pueden lograr un estado de gran tensión física. Esto es a menudo tomado por el
público como la expresión de un poderoso temperamento excitado por la pasión.
“Actores de un tipo más nervioso pueden despertar emociones teatrales por medio de una
artificial exaltación de sus nervios; esto produce una cierta histeria teatral, un estado de éxtasis
insano que de ordinario es tan falto de contenido interno como la forzada excitación física”.
4
En la lección de hoy, el Director continuó discutiendo la función de prueba. El pobre Vanya
Vyuntsov llevó la peor par. te: Tortsov no reconoció su actuación, ni siquiera como mecánica.
—¿Qué fue entonces? —pregunté yo.
—La más repulsiva muestra de sobreactuación —contestó el Director.
—Yo al menos, ¿no tuve nada de eso? —aventuré.
—Ciertamente que sí —replicó Tortsov.
—¿Cuándo? —exclamé—. Usted mismo dijo que yo había actuado.
—Ya expliqué que su actuación había destacado momentos de creación verdadera, alternados
con otros de...
—¿De actuación mecánica? —La pregunta se me escapó.
—Eso sólo puede desarrollarse por medio de una larga labor, como el caso de Grisha, y usted
nunca pudo tener tiempo para crear tal método. He aquí por qué nos dio una exagerada
imitación de un salvaje, empleando los medios estereotipados de la peor clase, como un
aficionado, y en los cuales no había ni señal de técnica. Hasta la actuación mecánica tiene que
contar con la técnica para lograrse.
—¿Pero dónde pude adquirir esos “sellos de goma” siendo que ésta es la primera vez que piso
las tablas? —dije.
—Lea usted “Mi Vida en el Arte”. Allí encontrará la historia de dos muchachas que no habiendo
visto nunca una función de teatro, ni siquiera un ensayo, actuaron una tragedia con los más
viciosos y triviales clichés. Usted también tiene muchos de éstos, por fortuna.

—¿Por fortuna? ¿Por qué dice usted...?
—Porque son más fáciles de combatir que la actuación mecánica fuertemente arraigada —dijo el
Director—. Principiantes como usted, si tienen talento, pueden accidentalmente y durante algún
tiempo llenar bien un papel, pero no reproducirlo en forma artística sostenida, y por tanto siempre
tienen como recurso el exhibicionismo. Al principio esto no es perjudicial, pero nunca debe
olvidarse de que lleva en sí mismo el germen de un gran peligro. Y usted debe luchar contra él
desde el primer momento, para que no pueda desarrollar hábitos que le malogren como actor,
desviando sus dotes naturales.
“Tome su propio ejemplo. Usted es inteligente, ¿por qué, entonces, en su exhibición de prueba, a
excepción de breves momentos, actuó absurdamente? ¿Puede creer de veras que los moros,
que en una época fueron renombrados por su cultura, eran como animales salvajes, como
bestias enjauladas? El salvaje que usted encarnó, aun en una tranquila conversación con su
padre, rugiría, le mostraría los dientes, y volvería en blanco los ojos. ¿De dónde sacó usted tal
semblanza de su rol?
Entonces di a Tortsov detallada cuenta de casi todo lo que había escrito en mi diario sobre el
trabajo de mi papel en casa. Para que mejor se diera cuenta, puse algunas sillas de acuerdo con
la posición que tenían en mi propio cuarto. Por momentos, mientras yo hacía mi demostración,
Tortsov se reía a más no poder.
—Eso es lo que le muestra a usted cómo se empieza la peor clase de actuación —dijo, cuando
terminé—. Cuando usted se preparaba para la función de prueba quiso tomar el rol desde el
punto de vista de la impresión en los espectadores. ¿Con qué medios? ¿Con verdaderos
sentimientos orgánicos, que correspondieran a los del personaje que interpretaría? Con ninguno
de estos. No tenía usted ninguno. Ni siquiera logró la imagen viva y completa que pudo obtener
si la hubiera, sólo en lo exterior, copiado. ¿Qué le quedaba por hacer? Prenderse de la primera
idea que de pronto se le ocurrió. Su mente está llena de muchas de estas cosas, que ha
almacenado, y que están listas para cualquiera ocasión. Cada impresión, de una manera o de
otra, permanece en nuestra memoria y puede ser usada cuando se necesite. En esas ocasiones
de impresión repentina., una descripción inmediata o general basta, sin que nos cuidemos de
que lo que la mente nos trasmite corresponda o no a la realidad. Nos satisfacemos con
cualquiera ilusión con características generales. El animar así imágenes, por ser una práctica
constante, ha producido en nosotros patrones o indicios descriptivos externos, que gracias al uso
han llegado a ser inteligibles para todos.
“Y eso es lo que le sucedió. Usted fue tentado por la apariencia externa general de un negro, y
se apresuró a reproducirla sin pensar para nada en lo que Shakespeare escribió. Quiso lograr
una caracterización externa, que le pareció efectiva, vívida y fácil de reproducir. Es lo que
sucede siempre que un actor no tiene a su disposición un caudal de material vivo tomado de la
vida misma. Usted podrá decir a cualquiera de nosotros: “Caracterice de inmediato, sin
preparación ninguna, un salvaje”. Le apuesto a que la mayoría haría precisamente lo que usted
hizo. Porque moverse precipitadamente, rugir, mostrar los dientes, volver los ojos en blanco,
desde tiempo inmemorial son cosas que en la imaginación se han infiltrado como la idea, falsa,
de un salvaje. Todos estos métodos de animar sentimientos en general, existen en cada uno de
nosotros, y se usan sin ninguna relación al por qué, al motivo, o las circunstancias en las cuales
una persona los ha experimentado.
“En tanto que la actuación mecánica hace uso de patrones ya elaborados para sustituir
sentimientos, la sobreactuación toma las convenciones humanas generales que primero se
presentan y las usa sin siquiera afinarlas o prepararlas para la escena. Esto es comprensible y
excusable en un principiante como usted. Pero tenga cuidado en lo futuro, porque la
sobreactuación del aficionado puede desarrollar la peor clase de actuación mecánica en el actor.
“Primero, trate de evitar toda relación incorrecta en su trabajo> y a este fin estudie las bases de
nuestra escuela de arte, que son las bases de vivir la parte. Segundo, no repita una especie de

labor tan falta de sentido como la que ha hecho y acabamos de comentar. Tercero, nunca se
permita caracterizar en lo exterior nada que no haya cuidadosa e íntimamente experimentado, y
que no haya sido siquiera interesante para usted.
“Una verdad artística es difícil de lograrse, pero nunca defrauda. Es cada vez más grata, penetra
más profundamente, siempre, hasta que posee por completo al artista, al mismo tiempo que a
los espectadores. Un papel cimentado en la verdad, progresa; por el contrario, el que se hace
sobre un patrón estereotipado, decae.
“Lo convencional pronto cansa. No es capaz por sí mismo de conmover, en cualquiera ocasión
como en la primera, cuando erróneamente se le tomó por inspiración.
“Hay que añadir a todo esto las condiciones en que se desarrollan las actividades teatrales, la
publicidad al servicio de la labor de los actores, la dependencia que éstos tienen, para su éxito,
del público, y el deseo que se deriva de todas estas condiciones, de impresionar por cualquier
medio. Estos estímulos profesionales con mucha frecuencia se apoderan del actor, aun cuando
haga un papel ya establecido, y no mejoran la calidad de su trabajo; por el contrario, le
influencian conduciéndolo al exhibicionismo, y reforzando los métodos estereotipados de que
hace uso.
“En el caso de Grisha, él ha trabajado realmente sobre moldes convencionales, “sellos de goma”,
con el resultado de que siendo suyos son más o menos buenos. Pero los que usted empleó
fueron malos porque ni siquiera los trabajó. He aquí por qué llamé a la labor de Grisha más bien
una actuación mecánica decente, y a la parte infortunada de la actuación de usted la consideré
una sobreactuación de aficionado.
—En resumen, ¿mi actuación fue una mezcla de lo peor y lo mejor de nuestra profesión?
—No, no realmente lo peor —dijo Tortsov—. Lo que otros hicieron fue aún más malo. Sus
defectos de aficionado son remediables, pero los errores de otros demuestran un principio, una
causa consciente que es bien difícil de cambiar o de desarraigar del artista.
—¿Qué es ello?
—La explotación del arte.
—¿En qué consiste? —preguntó uno de los estudiantes.
—¿En lo que Sonya Veliaminova hizo?
—¡Yo! —la pobre muchacha saltó de su asiento, sorprendida—. ¿Qué hice yo?
—Mostrarnos sus manos, sus piececitos, toda su persona. porque en el escenario podían lucir
mejor —contestó el Director.
—¡Qué pena! ¡Yo no me di cuenta!
—Es lo que sucede siempre cuando un hábito es realmente fuerte.
—¿Por qué me elogió usted, entonces?
—Porque sus manos y sus pies son bonitos.
—¿Y qué fue lo malo?
—Lo malo fue que usted coqueteó con el público, en lugar de interpretar a Catalina.
Comprenderá que Shakespeare no escribió “La Fierecilla Domada” para que una estudiante
llamada Sonya Veliaminova pudiera mostrar al público su lindo pie, o flirteara con sus

admiradores desde el escenario. Shakespeare tuvo en cuenta un fin diferente, al que usted
permaneció ajena, y que por tanto no nos dio a conocer. Desgraciadamente, nuestro arte es a
menudo explotado con fines personales. Usted lo ha hecho también, para lucir su belleza. Otros
lo hacen para ganar popularidad o éxito temporal, o para hacer carrera. En nuestra profesión ese
es un fenómeno común, y yo me apresuro a oponerme a ello en su caso.
“Ahora recuerden, sin olvidarlo, lo que voy a decirles: el teatro, en cuanto a la publicidad y a su
aspecto espectacular, atrae a mucha gente que no quiere, precisamente, sino capitalizar su
belleza o hacer carrera, aprovechando la ignorancia del público, sus gustos viciados, favoritismo,
intrigas, falso éxito y muchos otros medios que nada tienen que ver con el arte de la creación.
Estos explotadores son los peores, los enemigos mortales del arte; tenemos que emplear con
ellos las más severas medidas, y si no pueden corregirse, deben ser expulse. dos de las tablas.
Por tanto —se volvió a Sonya, otra vez—, usted debe resolverse, de una vez por todas: ¿vino
aquí para servir al arte, a sacrificarse en beneficio de él, o a explotarlo para lograr fines
personales?.
“En todo caso —continuó Tortsov, volviéndose al resto de nosotros—, sólo en teoría podemos
dividir el arte en categorías. En la práctica, todas las escuelas, juntas, se mezclan. Es
desgraciadamente cierto ver, con frecuencia, a grandes artistas descender, por debilidad
humana, a la actuación mecánica, como también sucede que actores mecánicos se eleven por
momentos a las alturas del arte verdadero.
“Al lado de momentos de actuación mecánica, vemos vivir una parte, representarla, o la mera
explotación del arte. Es por esto que se hace tan necesario a los actores reconocer las fronteras
del arte.
Era completamente claro para mi, después de oír las explicaciones de Tortsov, que la función de
prueba más nos habla perjudicando que beneficiado.
—No —protestó él cuando se lo dije—. La función mostró a ustedes lo que no debe hacerse
nunca en la escena.
Al concluir la discusión, el Director anunció que al día siguiente, además de nuestro trabajo con
él, comenzaríamos a hacer ejercicios regulares, con el propósito de desarrollar nuestras voces y
nuestro cuerpo: lecciones de canto, gimnasia, danza y esgrima. Estas clases se impartirían
diariamente, porque el desarrollo de los músculos del cuerpo humano requiere un sistemático y
consumado ejercicio, y esto durante mucho tiempo.

Referencias Bibliográficas
Stanislavski, C. (1995). Un actor se prepara. (S. Constancia, Ed., & D. d. Cervantes, Trad.) D.F.,
México: Diana.


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