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Autor: Gonzalator

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MANIFIESTO DE LOS PLEBEYOS
Graco Babeuf

EL MANIFIESTO DE LOS PLEBEYOS1
Graco Babeuf a Fouché de Nantes
París, 17 Brumario, año 4 de la República,
Ciudadano:
“Lejos de los defensores del pueblo, lejos del pueblo mismo, esta diplomacia, esta pretendida
prudencia maquiavélica, esta política hipócrita que no es buena más que para los tiranos, y que en
estos últimos tiempos emplean los patriotas, les ha hecho perder los frutos más bellos de la victoria
del 13 Vendimiario. Reflexiones, fundadas sobre todos los ejemplos, me han dado la convicción, de
que, en un estado popular, la verdad debe aparecer siempre clara y desnuda. Siempre hay que
decirla, hacerla pública, hacer al pueblo entero confidente de cuanto concierne a sus intereses más
importantes. Las circunspecciones, los disimulos, los apartes, entre las camarillas de hombres
selectos y pretendidos reguladores, no sirven más que para matar la energía, falsificar la opinión,
hacerla fluctuante, incierta, y, de ahí, despreocupada y servil, y dar así facilidades a la tiranía que
puede organizarse sin obstáculos. Eternamente convencido de que nada grande se puede hacer sin
contar con el pueblo, creo que es necesario, para hacerlo, decirle todo, mostrarle sin cesar lo que
hay que hacer, y temer menos los inconvenientes de la publicidad de que disfruta la política, y
contar más con las ventajas de la fuerza colosal que evita las trampas de la política... Hay que
calcular toda la fuerza que se pierde dejando a la opinión en la apatía, sin alimento y sin objetivo, y
todo lo que se gana activándola, esclareciéndola y mostrándole un objetivo.”
Creo que es mi deber referirte estos argumentos, ciudadano, porque eres tú la causa de todo este
alboroto que se hace contra mí y mi pobre número 34. Son tus portavoces los que ayer noche
acudieron a los lugares en donde se reúnen los patriotas para dar la alarma contra esta producción.
Te los refiero, estos argumentos, porque tengo todavía la vanidad de creer que valen tanto como
aquellos que tú quisieras hacer prevalecer sobre mi gran principio; que, en estos momentos de
terrible extremidad, la política, para aquel que no piensa más que en el bien del pueblo, es
soberanamente impolítica.
Acaso no te convertiré. No tengo esta pretensión. Pero tú no deberías tener, tampoco, la de
condenarme, o, lo que es casi lo mismo, de provocar sobre mí las maldiciones de mis hermanos,
cuando ves que no me puedes someter a tu creencia. Tú no debes juzgarte infalible, como yo
tampoco sostengo serlo. Debes contar tanto menos con tus medios habituales; es decir, con el
artificio y la astucia que estimas indispensables para hacer triunfar la justicia sobre la iniquidad.
Debes, digo, tanto menos contar con estos medios cuanto que, aun aceptando aquello de que te
vanaglorias, que has intrigado constantemente desde hace quince meses por la democracia, la más
desgraciada experiencia prueba que no has logrado ningún éxito. Luego es probable que tu camino
no sea el bueno. Luego no debes tomar a mal que yo busque otro totalmente diferente. Luego no
debes pretender imperativamente dictarme la lección ni tener el derecho de despreciarme por todas
partes si me niego a someterme.
Demasiado se ha dicho durante cierto tiempo que tú eres mi mentor; soy demasiado orgulloso para
soportar, siquiera, que semejante idea pueda llegar a la opinión. Si has pensado poder realizar lo que
en otro tiempo no fue más que una falaz suposición de los enemigos del pueblo, te han equivocado.
Recibiré tantos consejos como quieran darme; pero no quiero que degeneren en lecciones de
catecismo. ¿Sabes que a eso se parecía nuestra conferencia de dos o tres horas del 14 Brumario?
Tómate la molestia de recordar cómo desempeñaste el papel de maestro y cómo me colocastes en el
de alumno. ¡Mi amor propio sufrió de semejante situación!...
1“El Manifiesto de los Plebeyos" apareció en el númemero 35 de El Tribuno del Pueblo, del 9 Frimario, año IV (30 de
noviembre de 1795), páginas 79-107. En el sumario de dicho número presentó Babeuf el "Manifiesto" como "Compendio del Gran
Manifiesto para proclamar y restablecer la Igualdad de hecho. Necesidad para todos los franceses privilegiados de retirarse al MonteSacro o de la formación de una Vandea Plebea”.
El “Manifiesto” apareció precedido de una carta dirigida al antiguo terrorista Fouché y de una serie de réplicas a 1as críticas
hechas al número 34 de EL Tribuno del Pueblo por Charles Duval y Jacquin, redactores respectivamente del Jourial des Hommes
libres y del Journal du matin de la République française, así como por otros periódicos de la época. (N. del Ed.)

En efecto, ¿cómo no sentirse humillado quien ha imaginado ser el guía de su país, al ver llegar a
alguien que le ofrece sus luces, y pretende casi garantizarle que aquéllas son más preferibles que las
propias? Hay gentes a las que encanta poner de relieve el espíritu de los otros, confieso que tal no es
mi caso. Yo no soy nada con ropa prestada. Yo no soy yo, más que con mi propio ropaje, y sería el
primero en no reconocerme, si quisiera adornarme con los más bellos plumajes que me fueran
ajenos.
No había nada que pudiera, pues, llevar al ciudadano Fouché a provocar, ayer noche, una
insurrección contra mí, en todos los cafés patrióticos. Me alegra haber dispuesto, tres horas antes, de
testigos tales como Antonelle y dos ciudadanos más, que pueden certificar las disposiciones
preparatorias que adoptó y los reproches que me hizo por no haber sometido, antes de la impresión,
mi número a su censura; añadiendo que, mediante ciertas supresiones, me hubiera hecho obtener
seis mil subscripciones del directorio ejecutivo; que debía seguir los pasos de Méhée y Réal,
quienes según él, son ahora hombres por excelencia; que bien se hubiera encargado él, Fouché, de
pagar las cuatro a cinco mil libras de gastos de impresión de mi número, a fin de que no apareciera
antes de haber sufrido, de su parte, la prueba de la censura.
Qué rico te has vuelto, Fouché. Cuando partí para ir relegado al Norte, pensé poder depositar en ti
bastante confianza para recomendarte a mis hijos. Fueron a verte. Les remitiste un día diez francos.
Fue todo el interés que te tomates por la familia de una honorable víctima del patriciado. Hoy,
sacrificarías de cuatro a cinco mil francos para ahogar algunas verdades. Este último objetivo
merece mucho más que el otro conmover tu corazón.
Hace un año, Fouché, se hallaba en funciones, junto al gobierno de entonces, otro director o síndico
de la librería: era Lanthenas. Me escribió. Conservo sus cartas, y puedo todavía mostrar propuestas
parecidas a las tuyas, si bien insinuadas con un poco más de rodeos. Te doy la misma respuesta que
a Lanthenas. No quiero ningún censor, ningún corrector, ningún apuntador: yo opto aún por la
persecución, si es necesario; no quiero de ninguna forma de ponerme al diapasón de los Méhées, y
persisto en sostener, contra ti, que ha llegado el momento de decir todas las verdades.
Puedes conspirar con el gobierno actual: ya se sabe que todo gobierno conspira. Yo declaro que
también entro en una conspiración.
Puedes poner tantos confidentes como quieras en campaña, jamás la destruirás.
Si esta epístola debiera ser leída por patriotas, yo les diría lo siguiente: acordaras que hace un año,
yo tenía más razón solo, que todos los jacobinos juntos. Reclamaba a gritos la constitución de
entonces. Si la hubieran reclamado al mismo tiempo que yo, habrían salvado al pueblo y se hubieran
salvado ellos mismos. Por el contrario se opusieron a mí durante mucho tiempo y procuraron
constantemente retrasar el momento de la aplicación de esa constitución. Finalmente, reconocieron
que yo veía más claro que ellos y vinieron a hacer coro conmigo. Pidieron, por bocas de Barrere y
Audouin, el pronto establecimiento del régimen constitucional; pero era demasiado tarde. Algunos
días después, su sociedad murió asesinada. Su reclamación por consiguiente, no tuvo ya fuerza.
El momento de la temporización ha pasado. Ya no se puede esperar. Se dice que hay que dejar que
se rehaga la opinión pública. Está suficiente hecha. El pueblo siente demasiado el exceso de sus
males; no puede soportarlos por más tiempo. Para socorrerlo, no hay más rápido remedio que el de
ponerlo en lucha contra sus enemigos, contra cuantos son la causa de todo lo que sufre.
Querer que espere, es pedir que cada día crezca la fuerza destructiva que despuebla nuestro país con
progresos terriblemente rápidos, que nos envía a cada uno de nosotros, uno tras otro, a la muerte,
con lentas y horribles angustias.
Maldito aquel que a la vista de este desastroso espectáculo, permanece frío y predica la paciencia.
Tu extrema actividad, Fouché, para obstaculizar mis esfuerzos cívicos, no permite que yo me
dispense de dar publicidad a esta carta. Se trata de algo demasiado serio tanto para la patria cuanto
para mi honor personal. Esta misma carta servirá para fortalecer, a los ojos de los patriotas, las

observaciones que ya han hecho sobre ti. Tienes relaciones con el por y el contra; te insinúas dentro
de todos los partidos; has pasado por encima de todas las proscripciones, y parece que sólo se ha
hecho como si se te persiguiera; no se sabe qué pensar de ti.
Distínguete ahora, vengándote del insulto hecho a la última constitución. Sin duda la ocasión es
propicia. Jamás has abierto la boca, para defender la democrática. Sería un acto de valor para ti y
cuantos te sirvan de eco, poner el grito en el cielo contra todos los que atacarán esta obra maestra de
los once. ¡Amigos míos, tendréis al gobierno de vuestro lado! Cuando hubiera sido necesario
defender la constitución popular, teníais al gobierno en contra: por ello, prudentemente, no digisteis
nada.
Firmado, G. Babeuf.
Se comprende cuáles fueron las circunstancias que dieron lugar a esta carta. Mi número 34
promovió absolutamente una revolución. Apenas había aparecido, apenas se había tenido tiempo de
leerlo, cuando fue juzgado incendiario, ultrarrevolucionario, calificado de antorcha de anarquía y de
manzana de la discordia lanzada en medio de los patriotas. Grupos, cafés, periódicos, todo resuena,
desde el mismo día y el siguiente, con el nombre de Tribuno del Pueblo, al que los calificativos de
faccioso, sedicioso, perturbador, agitador, le fueron tan prodigados como lo habían sido a todos los
tribunos, porque quiere ser los que fueron casi todos, desde el autor de la retirada al Monte-Sagrado,
hasta los que comenzaron a venderse bajo Oppimius, el asesino de los Gracos.
¿Y de dónde viene esta efervecencia? Únicamente de la intromisión de Fouché de Nantes.
¿Y por qué se entremete Fouché? Porque evidentemente se interesa en que la opinión sea
esclarecida tan sólo ministerialmente: porque se había propuesto ser mi apuntador, mi corrector,
mediante seis mil suscripciones del directorio; y porque yo no he querido verme ni apuntado, ni
corregido, ni sobornado.
Esta cuestión es de interés público, más de lo que se podría pensar. Por ello, a pesar de mi adversión
hacia todo aquello que parece personal; a pesar de mi intención bien precisa de no hacer de este
periódico una arena de discusión polémica, me encuentro indispensablemente empeñado en destruir
los sofismas que han podido causar una impresión peligrosa en el espíritu de los patriotas, y en
rechazar las infamias que me hayan podido arrebatar parte de la confianza que quizá la patria
necesite que yo no pierda.
La parte de la intriga que se relaciona con los motivos de la transacción que querían hacer conmigo,
y con los medios empleados para consumarla, está ya esclarecida. No me queda más que arrancar el
velo de las pequeñas maniobras practicadas después del mal resultado de la negoción, para
transformar en nulo y odioso todo lo que yo escribo, puesto que no se podía esperar forzarme a
escribir lo que ellos quisieran.
Tengo que ajustar cuentas a los subalternos charlatanes, que en los cafés y en otras partes han sido
dóciles a la lección que les fue dictada por el negociador jefe. Tengo que castigar igualmente las
plumas fáciles que se prestaron, acaso con excesiva premura, a frasear las pretendidas faltas que me
imputaba un hombre destinado, en apariencia, a hallarse desde ahora al frente de la oficina del
espíritu público.
Conocemos a estos emisarios subordinados que han' cumplido sú tarea con tanto celo. Antes
ejercían funciones más dignas de amigos de la libertad. Algunos fueron mis amigos. Los
perdonamos si llegan a mostrar que fueron engañados. Proclamaremos sus nombres en voz alta, les
confeccionaremos uno de estos trajes nuevos que, condicionados por nuestra mano, no se usan tan
pronto, si reconocemos que han secundado servilmente la intriga por haber entrevisto en ello un
incensivo inmediato de interés personal.
Carlos Duval, Jacquin, y tú, Méhée, singular patriota del 89, acercaros todos para desmenuzaros. No
acudáis en tropel a fin de que podamos entendernos. Primero, Carlos Duval.
Decís, ciudadano, tras haber hecho acto de contricción por el soberbio anuncio de la reaparición del

Tribuno, que buenamente hicisteis en vuestro número 7 del 14 Brumario, decís que no tenéis miedo
a declarar que vuestra opinión sobre nuestro número ha sido la de todos los amigos de la
república, y que todos ellos desaprueban las imprudentes páginas que pueden hoy prender de
nuevo la tea de la discordia, servir la causa del rey y perder a la patria... Más aún, que acusáis
bien alto, que denunciáis en nombre de los patriotas esta hoja imprudente, que podía ser una tea de
guerra civil...
Voy a recibir las acusaciones de todos. Después se os responderá. Acercaros, Jacquin.
En el número 12 del Journal du Matin de la República francesa, que imprimís en la calle Nicaise,
decis: que nuestro número es la diatriba más imprudente y la más facciosa; que la necesidad
devoradora de la anarquía ha dictado todas sus líneas; que el monarquismo aguarda mucho de
esta nueva llamarada de discordia; que el fiscal público y el Courrier pretendido republicano
hicieron menos para la contrarrevolución que nosotros, a quienes obsequiáis con el ostentoso
epíteto de furioso populachero.
Un momento de paciencia. Alinearos a un lado. Es vuestro turno, grueso, pesado y obtuso Méhée.
He aquí lo que escribisteis en vuestro Patriote del 89, del 17 Brumario:
“Si yo fuera realista, conocería un buen medio para hacer subir mis acciones. Haría de tal modo que
los chuanes pudieran declarar en la tribuna: Los terroristas levantan cabeza; no podéis dudar de su
infame coalición. Helos aquí provocando la aniquilación de la constitución que habéis decretado;
helos aquí reclamando a gritos la del ; uno de sus periodistas acaba de hacer formalmente la
propuesta, etc. Si yo fuera realista haría yo mismo, o daría a hacer, el detestable número
que acaba de aparecer bajo el nombre de Graco Babeuf”.
En verdad, señores, os ponéis de acuerdo bastante bien. Las diferentes religiones se identifican, y a
la luz de la sorprendente similitud de vuestras frases se transparenta un tanto que, mientras nosotros
queremos prescindir de apuntadores, vosotros no hacéis lo mismo. En vosotros se nota el gran
efecto de la moral del día, cuyas admirables máximas son: paz, concordia, calma, reposo, a pesar de
que morimos casi todos de hambre; fijado está definitivamente, tras seis años de esfuerzos para
conquistar la libertad y la felicidad, que el pueblo será vencido; resuelto está que todo debe ser
sacrificado a la tranquilidad de un pequeño número; la mayoría no está aquí abajo más que para
satisfacer sus pequeños placeres. Debe sufrirlo todo y jamás quejarse; no debe contrariar en nada a
la clase predestinada, a la que no debe llegar ni el más leve murmullo, mientras se complace en
tomar las medidas precisas para borrar en poco tiempo del reino de los vivos a las tres cuartas partes
de la multitud. No es el momento de caldear los espíritus, decís vosotros. Tenemos un gobierno, hay
que darle el tiempo de actuar. Yo digo que el pueblo tiene me nos tiempo todavía para morir de
hambre, prescindir de leña y de ropa; yo digo que ha vendido sus últimos harapos para comer; que
no puede ya comer porque no tiene nada más para vender, y que, sin embargo, cada día los precios
de todos los objetos de absoluta necesidad son de más en más inabordables; yo digo que esto no
puede seguir, y que está ya permitido quejarse del gobierno; si no tiene inmediatamente los medios
para que cese este cruel estado de cosas, yo digo que debe, en su defecto, buscarlos e indicarlos.
Pero volvamos a vuestro ataque particular, Carlos Duval, y sujetémonos a vuestros propias palabras:
“Hay que reunirse, decís, hay que asentar la república; hay que ocuparse de la subsistencia y de la
felicidad del pueblo; hay que reprimir el acaparamiento y el agiotaje, terminar con el monarquismo
y el fanatismo que crean por todas partes nuevas Vandeas...”
Veo decís en un artículo que sigue al que me criticáis: No hay necesidad de golpe para derribar al
gobierno. Si es malo, si viola o reconoce los derechos del pueblo; si la igualdad, única finalidad de
una revolución sensata, no se encuentra; en fin, si la libertad pública y privada es nula, y por
consiguiente la felicidad del pueblo se reduce a nada, entonces, la opinión no estará de su lado y se
derrumbará él solo; la insurrecrión de los espíritus deviene general, y le asesta el golpe mortal. La
opinión fue y será siempre dueña del mundo.

Por esta razón, disputamos y estamos de acuerdo. Vuestro "Si" establece, me parece, que podría
ocurrir que nuestro gobierno actual fuera malo; que los derechos del pueblo fueran violados o no
reconocidos; que la igualdad, única finalidad de una revolución sensata, no se encontrara; en fin,
que la libertad pública y privada con él fuera nula, y, por consiguiente, la felicidad del pueblo
reducida a nada.
Si admitís esta posibilidad, debéis convenir, por una necesaria consecuencia, en el derecho de
cambiar las presunciones por certitudes, en el derecho de examinar si tal gobierno, que se sospecha
sea malo, lo es sí o no. Por lo tanto, me parece que el examen debe inevitablemente extenderse a las
bases institucionales de este gobierno. He aquí cómo habéis llegado, conmigo, a deducir la
necesidad y la entera facultad de contemplar con absoluta libertad los fundamentos de la máquina
política; y sin embargo, en la anterior página me reprobabais por haberlo hecho. Afirmáis que todo
gobierno malo por la única razón de serlo, se derrumba solo, como consecuencia de que la opinión
le es desfavorable, porque entonces la insurrección de los espíritus deviene general, y asesta el golpe
mortal.
¡Carlos Duval!, me habéis hecho el favor de reconocer que soy un buen republicano, cuyas
intenciones son puras. Yo os devuelvo la misma justicia. Pero si no dudáis en calificarme de
imprudente, me parece que por mi parte puedo deciros que no sois un buen lógico. Si sólo se tratara,
para hacer caer a los malos gobiernos, de esperar a que sean malos, y a que la opinión sea
desfavorable sobre ellos, ante todo la cuestión resultaría excesivamente cómoda; no habría que
hacer nada para ayudar a su derrocamiento; bastaría la paciencia, y haría tiempo que no habría más
que gobiernos buenos en el universo; Francia no hubiera permanecido durante catorce siglos bajo el
azote de hierro de la monarquía, y no nos estrangularía el hambre desde hace quince meses, bajo la
atroz barbarie del patriciado.
La opinión fue y será siempre la dueña del mundo. Nada más verdadero que este axioma. Pero
cuando habéis ido a extraerlo de Maximiliano Robespierre, que, sea dicho de paso, sabía tanto como
vos y yo, me parece no hubierais debido olvidar lo que añade: “Que como todas las reinas, se ve
cortejada y a menudo es engañada... Que los déspotas visibles tienen necesidad de esta soberana
invisible, para reforzar su propio poderío, y que nada olvidan para poderla conquistar... Que la
suerte del pueblo es de compadecer cuando tan sólo le adoctrinan los que tienen interés en perderlo,
y que sus agentes, que son de hecho sus amos, se hacen pasar todavía como sus preceptores...”
Terminaré por deciros, Duval, que cuando no se sabe exponer mejor los razonamientos, no se debe
tomar jamás este tono doctoral y este aire capaz. Además, me parece no sois quien pueda hablar tan
alto; vos que nunca merecisteis la proscripción... vos, tan prudente que jamás llamasteis la atención
de los Nerón, Mario o Sila...; vos que nunca habéis mostrado más valentía que la que manda la
ley...; vos que habéis callado cuantas veces lo exigía vuestra seguridad personal...; vos que habéis
gritado siempre mucho contra el enemigo vencido, pero que jamás habéis atacado de frente al
crimen vivo y reinante. Tras todo eso ¿pretendéis proclamaros el Decano de los Hombres Libres?,
¿os atrevéis a pronunciar, en nombre de todos los patriotas, una condena, más aún, un anatema,
sobre un trabajo que no osaríais refutar en regla, y que es semejante a todo lo que nos ha valido el
odio y la persecución de la tiranía, y el amor de todos los hombres de bien, que han admirado
nuestra devoción? ¿Acaso porque sois débil y pequeño os avergüenza vernos fuertes y grandes?
¿Humillado por nuestra altura queréis rebajarnos a vuestro nivel? Nosotros, por el contrario,
pretendemos haceros ascender al nuestro, o bien, del grado de oficial-general al que parece
pretendéis, no os contaremos más que entre los pequeños tiradores y los soldados perdidos del
ejército, que van, vienen, avanzan y huyen, según ven que hay o no peligro. Y desde luego, pensad
que vuestro partido quizá no es el nuestro y que vuestra doctrina, por consiguiente no debe ser la
misma. No parecéis reunir alrededor vuestro más que republicanos, título común y muy equívoco:
así, no predicáis más que una república cualquiera. Nosotros reunimos todos los demócratas y los
plebeyos, denominación que, sin duda, adquiere un sentido más positivo: nuestros dogmas son la
democracia pura, la igualdad sin mancha y sin reserva.

No voy a hacerme tan pesado con el señor Méhée, anteriormente ciudadano Felhémési,
anteriormente caballero de la Touche, anteriormente digno secretario de su alteza el príncipe de
Salm. Suficiente será decirle, a este hombre grande y gordo, que no debe jamás poner en duda lo
que existe de hecho. Todo el mundo sabe que no es medio monárquico y chuán; que después de
Frerón, fue constantemente la segunda trompeta desde el 9 Termidor, y que él y su digno colega
Réal, estos hombres que se valen el uno al otro, no han dejado de sumarse a ellos, puesto que se
asegura que Réal acaba de ofrecerse como defensor de Cormatin, como hace tiempo, se había
ofrecido al espectador francés Delacroix. Todo el mundo sabe que el detestable Méhée, que
encuentra detestable mi número anterior, antes de mi proscripción, me atacaba encarnizadamente en
su Ami des citoyens por Tallién; y que mientras proclamaba en él este principio, extraído de
Loustalot, del que había hecho su epígrafe: “Es necesario, para la felicidad de los individuos, el
mantenimiento de la constitución y de la libertad, que haya guerra irreconciliable entre los escritores
y los representantes del poder ejecutivo”; tomaba contra mí la defensa del ejecutivo, contra quien,
en efecto, yo aún hacía la guerra. Todo el mundo está bien convencido de que Méhée, jefe y corifeo
de los chuanes y de los monárquicos, no dice la verdad cuando afirma que si fuera monárquico y
chuan haría lo que yo hago. Yo digo que sin duda no dejaría de hacerlo si pensara tener éxito.
Iros a paseo, Jacquin de la calle Nicasia, ya no tengo tiempo de escucharos ni de refutaros. No sois
más que una copia grotesca de aquellos a quienes acabo de dar audiencia; no valéis ni la pena de
que os reciba en privado. Tomad de cuanto les he dicho los que queráis...
Estaba en este momento de mi manuscrito, cuando los periódicos del 18, 19 Y 20 Brumario me
cayeron en las manos y me enteraron de que todas las sectas de periodistas, los ministeriales, los
patricios, los monárquicos, me injurian a la vez. ¡Qué bacanal, qué horrible escándalo!... ¿Cómo es
posible que haya chocado a la vez a los patriotas y al millón dorado? ¿al gobierno y a los amigos del
rey? ¿De qué religión soy yo? Esto es lo que a los diferentes partidos les cuesta definir.
Mientras el funcionario Louvet se hace escribir de Versalles una carta en donde se me acusa de
jacobinismo y de monarquismo, él mismo, a la mañana siguiente, diserta para concluir, casi, casi,
que en efecto tengo cierto aire de realista. Robespierre y Marat lo eran, asegura, y yo no soy más que
su émulo. Réal y Méhée son del mismo parecer, y sin embargo no están de acuerdo entre ellos. El
18 me sitúan al lado de Richer-Sérizy, y me hacen tan peligrosos como aquél, y el 20 ya no soy más
que una imaginación delirante y furiosa, cuyo estilo mismo ya no presenta más que asperezas,
pesadeces y trivialidades. Mis expresiones están llenas de impropiedades chocantes, como si yo
hubiera aspirado jamás al purismo, al lenguaje académico o de buena compañía, como el Señor
Caballero Méhée de la Touche. ¿Qué importancia tendría, si yo pudiera salvar al pueblo, el que
parezca haya maltratado a la sintaxis, el que yo le haya hecho comprender la verdad con la jerga del
barrio Marceau?... El ciudadano Louvet, no me humilla tanto primero, ya que me presenta con
rasgos de hábil impostor, que, ocupándose en escribir para la multitud, no parece ser del todo
incapaz; pero termina, no obstante, incierto, sin saber si estoy o no loco.
¡Cuántos apuros! ¡Cuántas dudas! ¡Cuánta incertidumbre para pronunciarse sobre un hombre que ya
se ha hecho conocer..., cuya persecución ruidosa tuvo un motivo que nadie ignoró..., y que no
predica más que la misma doctrina que le mereció esta persecución!
¡Demócratas!... ¿no recordáis ya que me había comprometido solemnemente a observar este gran y
útil precepto: Que aquel que usurpe la soberanía sea al instante condenado a muerte?...
Sí, es verdad, pero...

Conozco todo lo que queréis decir. Dejadme algunos meses antes de daros la respuesta.
Una vez más quiero hacer observar la extraña concordancia con que los intérpretes de los cuatro
partidos que existen en Francia y se han pronunciado, me condenan y me acusan de sembrar la
división en el Estado. Vamos a ver esta identidad de opinión entre todos los sectarios.
Réal y Méhée son incontestablemente los sostenedores del patriciado; lo han probado, sobradamente
por su fidelidad constante hacia las gentes honestas. Y Méhée y Réal han dicho: “que yo atacaba el

punto de apoyo de los patriotas, su centro de unión, y que tendía a dividir todos los corazones, y a
destruir las más queridas esperanzas de todos los que quieren la república con la democracia”.
(Dicho sea de paso, la palabra democracia no está mal, saliendo de la pluma de los señores Réal y
Méhée, si no fuera porque se contradice un poco pronunciar esa palabra y decirse amigo de la
constitución del 95).
Louvet y su Sentinelle, conjuntamente con el Correo de París, son sin duda los primeros campeones
del gobierno, ya que la existencia de uno está esencialmente ligada a su conservación, y que el otro
ha hecho de él un gran elogio en uno de sus últimos No. 8. Y el Correo de París y Louvet dicen: el
primero, “que es necesario que el pueblo vigile sobre sus amigos, sobre sus nuevos tribunos”; el
segundo: “que yo soy un hábil impostor que, como Marat y Robespierre me disfrazo de terrorista,
para mejor servir a los realistas”.
No se le puede discutir al Journal des Français y al de Perlet, el título de defensores de la realeza,
ya que uno ha mostrado sus méritos en calidad de sucesor del abate Poncelin, y que el otro dice
también en su hoja del 20 Brumario, “que Louvet debería reservar algo de su odio para los
terroristas, sustrayéndolo de aquel que guarda para los realistas, de los que su imaginación
multiplica el número en exceso”. Y Perlet dice con motivo de mi número, “que hay que abrir los
ojos sobre los peligros que nos amenazan”. El Diario de los Franceses, de su lado, advierte: “que
los Tribunos del Pueblo, los Amigos del Pueblo, los Oradores Plebeyos, agitan tanto como quieren
los elementos con los cuales se remueve a los hombres; lo que hace presagiar una nueva crisis”. 2
En fin, Carlos Duval es el general de los Hombres libres de todos los países. Su designación para
este puesto, data ya de hace ya tiempo; y nadie, por muy valiente que fuera, sería bien recibido si
quisiera disputársela. El empleo equivale al de jefe de los Plebeyos. Yo no sé todavía lo que hay que
hacer para ser bien visto por esta sociedad, ya que Carlos Duval, también, pretende que yo perturbo
el orden civil.
Lo repito, ¿de qué secta soy yo pues? ¿a qué casta pertenezco, si patricios, gubernamentales,
realistas y Plebeyos no me quieren? ¿ Si todos me reprueban y me rechazan igualmente? Me
satisface en relación con los tres primeros, pero estaba yo tan orgulloso de haber ganado un lugar
distinguido en el último; me parecía garantizado por el apoyo de la masa, y por mi tan prolongada
proscripción... ¿ Quién ha podido quitármelo? ¿Qué es lo que he hecho? Aún... si no hubiera más
que Carlos Duval que quisiera rechazarme... Pero el coronel parece apoyarse en una parte de los
soldados. Dos cartas que citaré, más tarde, son pruebas importantes que me lo confirman.
Por divulgar estas pruebas, seré tratado otra vez, de imprudente, y acusado de traición quizá por
haber descubierto el más íntimo secreto de los patriotas; o al menos de los que tal se consideran.
¡Ah, que son simples los patriotas!... ¿Cuál es pues este tan importante secreto que creen poseer?
Que me maten si no les demuestro que no tienen ninguno, y que es su aire de tenerlo lo que nos
hace todo el mal que sufrimos.
He aquí la gran malicia de esa buena gente patriota.
Van por ahí hablando alto y creyendo que hablan bajo, en los cafés, en los grupos, en otros lugares
de reunión. Dicen en presencia de espías, de soplones que no dejan de aparecer como ultrapatriotas,
dicen lo siguiente: “Es necesaria la táctica; es necesario que los patriotas sepan ser políticos. Bien
sabemos que todos los derechos del pueblo son usurpados o violados; bien sabemos que es
avasallado y desgraciado. Pero no podemos salvarle más que gradualmente. Hagamos como que
damos nuestro asentimiento al gobierno usurpador. Le adormeceremos de este medio; pero
conservaremos contra él nuestra segunda intención. Trataremos de aumentar nuestro partido,
ganando de nuevo a la opinión pública, y cuando seamos bastante fuertes, nos lanzaremos sobre los
fautores de opresión”. Todo esto se dice sin creer ser escuchado; sin embargo, es el secreto a voces:
2El Orador Plebeyo, escandalizado sin duda, o espantado de encontrarse comprometido, se ha apresurado prudentemente a dar a luz
prematuramente, y a apartar toda sospecha, el 21 Brumario, en su primer número que no debía aparecer sino el 1º Frimario, de
identidad de doctrina conmigo. Volveremos a ello dentro de poco.

se exagera la confianza, no se quiere ver nada hasta el extremo de creerse ellos mismos que se trata
de un secreto... impenetrable para los gobernantes...; a los que nada transpira...; que están totalmente
engañados..; que no toman ninguna precaución para protegerse de los resultados de esta mala
imitación de Maquiavelo...; que no es verdad que debamos enfrentarnos a gentes capaces de
emplear finura contra finura, y ¡a pillo, pillo y medio! ¡Oh, qué bonita es la política!
¿Y qué es lo que pasa? Que el gobierno, que ve todo, hace como que no ve nada, y deja hacer. Tanto
a la parte de los dos senados que quiere restablecer la monarquía, como aquella que quiere reforzar
la tiranía aristocrática, les interesa en fin de cuentas esa actitud de los patriotas. He aquí el
razonamiento de una y otra. Dicen que hay que dejar agitarse a sus anchas Y con su sigiloso sistema
a este puñado de demócratas y revolucionarios que no se ha cansado todavía, y que forma, entre el
pueblo sans-culotte, la única porción que continúa ocupándose de los asuntos públicos...; que hay
que dejarles su pretendida política, que consiste en no quejarse contra el gobierno, y en engañarse
con la falsa espera de vencerle en un momento favorable. Estos señores calculan, y quizá con
bastante probabilidad, que ese momento no llegará jamás y he aquí por qué: los patriotas, con su
sistema de silencio y de segundas intenciones, se engañan ellos mismos. Creen, como he dicho, que
el gobierno no ve nada de lo que proyectan ni de lo que quieren hacer, sin embargo es él quien ve
todo. Los patriotas, además, piensan que el pueblo percibe su secreto, que lo comparte y que se
unirá a ellos cuando lo deseen; pero es precisamente el pueblo, al que no se le comunica. nada, al
que no se le dice ya nada contra los que dirigen; es precisamente el pueblo el único engañado con el
pretendido misterio. No lo comprende. Se acostumbra a aguantar todo sin rechistar. Se vuelve
completamente indiferente y ajeno a los asuntos públicos. Se entorpece hasta el punto de ser incapaz
de volver a interesarse por ellos. Se aisla de este puñado de patriotas activos, el cual, solo y
abandonado, se convierte en la pequeña, muy pequeña facción de los prudentes, objeto de burlas,
porque, de tan débil que es, resulta nula e impotente. Es así como la bonita política de los patriotas
se vuelve contra ellos mismos. El gobierno, con razón, contribuye a este aislamiento, a esta
separación de los patriotas activos y del pueblo. Aplaude al sistema del silencio. Secunda la apatía y
el alejamiento de la multitud de todo aquello que tiene relación con la administración pública.
Tenderá también a diseminar este resto de patriotas constantemente en movimiento. Consentirá
incluso en colocarles dentro de la administración, para que no formen reuniones que puedan ser
peligrosas, y para que se transformen en hombres vinculados al gobierno y al orden establecido. En
fin, como nada fulminante será publicado contra los depositarios de la autoridad, el pueblo, ya
fatigado e indiferente, agobiado por la miseria que no dejarán de acrecentar, no pensará más que en
el pan. Dejará organizar todo lo que se quiera, sin oponer ningún obstáculo. Es de esta forma como
deben esperar que el despotismo absoluto, sea aristocrático, sea real, podrá colocar fácilmente sus
bases y fortalecerse a perpetuidad.
¡Y todo ello será el resultado de nuestra famosa táctica, de nuestra política incomparable!...
Aquí, invito al lector a un momento de suspensión. Lo invito también a intensificar la atención y la
calma. Tiene necesidad de ello para apreciar las importantes cosas que me quedan por decir... No se
hacen a menudo periódicos como éste; y menos un número como éste; no se pueden hacer, con este
carácter, en circunstancias más críticas; en fin no se pueden hacer de ese tipo cuando el poder
ejecutivo está suscrito a ellos con seis mil ejemplares.
Y cuando se escribe como yo lo hago y como lo haré, no hay necesidad de escribir durante mucho
tiempo. Se es útil, inmensamente útil, o bien no se es en absoluto, con la probabilidad de no serlo
jamás. Quizás este escrito sea el último de los míos. ¡Cuánto lo desearía!
Se habla de realismo. Se ha dicho que yo había podido servirle sin querer, al excitar una reacción
contra los llamados terroristas, que puede hacer perder de vista aquella bien legítima contra los que
quieren la monarquía. El realismo está mucho más cerca de nosotros que todo eso. Está en la
horrible hambre facticia, en la penuria universal que nos asedia. Está en este mismo silencio que
vosotros, patriotas, guardáis, a la vista de tantos atentados organizados. El pueblo, ya lo he repetido,
no ve más que miseria y opresión en la república y los republicanos. ¿Cómo queréis que no les

tomen aversión? La realeza, siempre alerta, le susurra que ella está presta a darle tranquilidad, paz y
abundancia. ¿Cómo queréis que no la prefiera? ¿No es ciertamente servir a la realeza, el no
contradecirla, callarse, y no mostrar, en el sistema de gobierno popular, un incentivo preferible al
ofrecido por el trono?
Yo he ofrecido este incentivo preferible, cuando solemnemente me he comprometido con el pueblo
“a mostrarle el camino de la felicidad común; a guiarle hasta el fin, a pesar de todos los esfuerzos
del patriciado y del monarquismo...; a hacerle conocer el porqué de la revolución...; a probarle que
ésta puede y debe tener por último resultado el bienestar y la felicidad, la suficiencia de las
necesidades de todos”. (Vean mi Programa.)
¿Qué sería y qué se diría de mí, si no cumpliera este compromiso que he contraído, y que fue
acogido con un sentimiento tan vivo? No, quiero mostrar que lo he suscrito seriamente.
Pero, ¿cómo satisfacerlo si me viera dificultado en los medios? ¿Cómo se quiere que tenga éxito si
me viese dificultado en los medios de un escritor, la independencia absoluta de su pluma?...
Maximiliano Robespierre, este hombre que los siglos apreciarán, y cuyo juicio corresponde a mi
libre voz poner de relieve, os diría si un papel principal como el mío, puede realizarse con el
pensamiento encadenado.
“El secreto de la libertad -dice-,3 consiste en esclarecer a los hombres...”
En todos los tiempos se ha visto a aquellos que gobiernan atentos a apoderarse de las publicaciones
públicas, y de todos los medios de dominar la opinión. 4 Por ello exclusivamente la palabra gaceta se
ha hecho sinónimo de novela, y la historia misma es una novela. 5 El gobierno no se conforma
únicamente con tomar a su cargo el cuidado de instruir al pueblo, se lo reserva como un privilegio
exclusivo, y persigue a cuantos se atreven a hacerle la competencia.6 Se puede juzgar, con eso,
cuánto la mentira aventajará a la verdad. La mentira viaja con los gastos pagados por el gobierno;
vuela sobre el viento; recorre, en un abrir y cerrar de ojos, un vasto imperio; se encuentra a la vez,
en las ciudades, en el campo, en los palacios, en las cabañas; en todas partes está bien aposentada y
bien servida; se la cubre de caricia, de favores, de dinero.7 La verdad, por el contrario, anda a pie y a
pasos lentos; se arrastra con pena y a su cargo, de ciudad en ciudad, de aldea en aldea; está obligada
a sustraerse de la mirada celosa del gobierno; tiene que evitar a la vez, los funcionarios, los agentes
de policía y los jueces; 8 es odiosa a todas las facciones. Todos los prejuicios y todos los vicios se
amotinan a su alrededor para ultrajarla. La necedad la desconoce o la rechaza. Aunque brilla con
celestial belleza, el odio y la ambición afirman que es fea y horripilante. La hipócrita moderación la
llama exagerada, incendiaria; la falsa cordura la trata de temeraria y de extravagante; la pérfida
tiranía la acusa de violar las leyes y de trastornar la sociedad.9 La cicuta, los puñales son el precio
ordinario de sus lecciones saludables; frecuentemente expía sobre el patíbulo los servicios que
quiere hacer a los hombres. “¡Feliz si en su trabajosa carrera encuentra algunos mortales
esclarecidos y virtuosos que le dan asilo, hasta que el tiempo, su fiel protector, pueda vengar sus
ultrajes!”
¡Pues bien! sean cuales fueren los peligros que acompañan a la promulgación de la verdad, ya que
es tan estimable en el fondo, y que puede proporcionar tan grandes bienes, no dejaremos de
consagrarnos a ella. Los campeones del sistema aristocrático, y los patriotas que engañan, publican
3Cartas a sus comitentes, No. 6.
4He conocido esto por la propuesta de seis mil suscripciones.
5Un joven que hace el Orador Plebeyo, y se mete a dar consejos, aparentemente sabe esto. Ya que en la página 8 de su primer
número me recrimina el no querer que mi periódico sea una novela. Según él, hubiera tenido que prestarme a las circunstancias,
consultar el orden del día y andar de concierto con las otras plumas republicanas. Volveré sobre estas expresiones que son preciosas.
6Lo sé bien.
7Es lo que hubiera sucedido con la novela que querían de mí, a seis mil ejemplares.

8Tal es ya la suerte de mi Tribuno, porque no es una novela. Pero no importa. Trataremos de que nuestras verdades salven todos los
obstáculos, y con un poco más de pena y de lentitud, llegarán.
9Tal es la historia de mi Tribuno.

que formamos una facción de imprudentes. Yo digo que ellos componen una facción de
adormecedores. Los instigadores de. esta última quieren acostumbrar al pueblo a alabar lo que no es
para alabar, porque saben que la multitud no instruida es un ser de costumbres, y que doblegándola
al respeto de lo que ellos quieren estabilizar, consolidarán seguramente su imperio; tanto más
cuanto que calculan el efecto del cansancio y del alejamiento de toda innovación, que han
conseguido hacer temer, con experiencias funestas. Tenía razón, el aristócrata o el realista de
Versalles, que ha escrito a Louvet que no estaría mal que aquellos que quieren lanzar el descrédito
sobre el sistema de gobierno actual, le atacasen antes que haya podido adquirir la fuerza necesaria
para resistir por sí mísmo a sus agresores. Dejadle ganar la confianza, y que el despotismo sea lo
bastante hábil para dar un poco de pan, y este gobierno estará apuntalado para la eternidad. Estimad
primero este sistema en su justo valor; tened la valentía de colocarlo en su sitio y de decirle al
pueblo todo lo que pensáis de él; y después, probadle que la democracia, que él ha querido
conquistar, en lugar de un poco de pan le asegurará la cantidad suficiente, así como de todo lo que le
es necesario... y podéis estar seguros de que haréis prevalecer vuestro sistema sobre los de vuestros
diversos enemigos, y de garantizar la victoria del pueblo sobre él mismo.
Haced atención que, en este momento preciso, tres partidos, el realista, el aristócrata y el demócrata
se aprestan a disputarse la victoria del pueblo. De los tres el que sepa garantizar próximamente una
situación mejor, el que muestre mejor por adelantado los medios de garantizarlo, tiene asegurada la
victoria.
Pero no hay que retrasarse. Hay que pensar que estamos en la brecha; que el pueblo espera con
impaciencia, que no puede, en efecto, esperar por más tiempo; y que tomará una deliberación
precipitada en favor de cualquier partido.
¡Que sea por el del pueblo! Que para llegar a ello, los demócratas tengan con ellos al pueblo. Para
tenerlo, que le demuestren que los patricios, los ricos, no le darán otra cosa que lo que siempre le
han dado: ¡miseria! Que le hagan ver de cerca, tocar esa verdad, que unicamente la democracia
puede asegurarles su felicidad, que únicamente ella puede hacer cesar súbitamente este estado de
extrema miseria, que no puede aguantar más. Que se le demuestre esto en seguida, y en seguida el
pueblo se despertará, aunque esté profundamente adormecido, y será conquistado para él mismo y
para sus verdaderos defensores.
La urgencia es tanto más imperiosa, cuanto que se asegura que el realismo está en condiciones de
organizar un movimiento, cuyo pretexto será esta hambre terrible, este latrocinio de carestía
universal, que él mismo ha creado. Debemos impedírselo, y por ello no tenemos tiempo para perder.
¡Ambiciosos de todos los sistemas! ¡Os engañáis una vez más! Vuestros planes no os saldrán bien, y
su atrocidad, llevado a su extremo, servirá para poner término a tales fechorías sin posible
semejanza.
¡Patriotas! Estáis algo desalentados, y aun me atrevo a decir que algo pusilámines. Estáis asustados
de vuestro reducido número y teméis no tener éxito. Pero acabáis de ver, y todo lo que estáis viendo
os lo dice, que ya no se puede retroceder. ¡Vencer o morir! no habéis olvidado que éste fue nuestro
juramento. Vuestros enemigos os empujan a la acción; ¡yo también! Procediendo de distinta forma a
lo que ellos esperan, empleais el último medio de salvar a la patria. Os haré ser valientes, a pesar de
vosotros, si es necesario. Os forzaré a luchar contra nuestros comunes enemigos... ¡Hombres libres!
yo no soy nada prematuro... No sabéis todavía cómo y dónde quiero ir. Pronto comprenderéis por
qué camino voy; y, o no sois en absoluto demócratas, o lo juzgaréis bueno y seguro. Obreros somos
pocos, es verdad, pero reuniremos pronto los necesarios... ¡Patriotas! voy a terminar de traicionar lo
que vosotros llamáis vuestro secreto y con ello pretendo contribuir a salvaros. ¿Os acordáis de las
dos cartas de las cuales os he hablado más arriba? Voy a publicadas. Son de dos hombres a quienes
tengo en estima, los cuales no podrán enojarse por mi infidelidad más que si, contra una poderosa
esperanza que me atrevo a dar casi por certitud, no contribuyo con ello a salvar a la patria.

Remito a las dos cartas en la nota siguiente.10
¡Patriotas! He hecho todo para que reconozcáis, profundamente convencidos, que detestáis el
régimen aristocrático al cual estamos encadenados, y para haceros ver, de forma igualmente
manifiesta, que sólo suspiráis por el retorno de la democracia que ya habíais conquistado. Lo he
hecho porque he creído que era el momento en que se debe emprender el combate entre vosotros y
los pérfidos enemigos de ese régimen equitativo. Combate que es ya para vosotros forzado. Esto es
lo que yo he querido. Debe hacerse a la fuerza, digo, porque vuestros enemigos no pueden
desconocer, y vosotros mismos no podéis ya disimular, aquello que nosotros queremos. Ya no
tenemos segunda intención. He creído, y sigo creyendo, que si dejamos escapar este momento para
actuar, pronto nos quedaremos sin la esperanza de recobrar ese estado de libertad y felicidad por el
cual tantos sacrificios hemos hecho.
Que el gobierno, tan halagado por los republicanos, y que los patricios con los realistas odian tan
cordialmente; que el gobierno justifique la esperanza de unos, y pague al odio una retribución
merecida. Que facilite, en vez de obstaculizar, los movimientos necesarios para hacer devolver al
pueblo todos sus derechos. Que los miembros del Directorio ejecutivo tengan bastante virtud para
minar su propio establecimiento. Que lo ejecuten de buen grado, y que sean los primeros en
desdeñar todo ese andamiaje de aristocracia superlativa, esta institución gigantesca que se sostendrá
con dificultad siempre, porque contrasta demasido con los principios por los cuales hicimos la
revolución. Que arrojen todo este aparato, que aparten toda esta pompa veneciana, esta
mágnificencia casi real, que escandaliza nuestros ojos ya acostumbrados a no admitir más que lo
que es simple y lo que refiere la pura igualdad. Que protejan, en lugar de perseguir, aún, a los
apóstoles de la democracia, y que dejen que se predique con toda libertad, la santa moral.11 Que
sean tan grandes como lo fueron Agis y Cleómenes en semejantes circunstancias...12
¡Hagamos otro alto! En todo lo que precede no hemos hecho más que justificamos de los reproches
que se nos han formulado de no tener razón al defender la causa de la libertad violada y de los
derechos del pueblo secuestrados, con los grandes principios. Nos han obligado a escribir un
pequeño volumen para probar que no era un crimen hablar del restablecimiento de la democracia, y
que no era indiscreción hablar de ese restablecimiento en el presente. Llega el momento de dar
cabida en este número a los hechos. Es hora de hablar de la democracia misma; de definir lo que
nosotros entendemos por tal; y lo que queremos que nos proporcione; de concertar, en fin, con todo
el pueblo, los medios de fundarla y mantenerla.
Se equivocan aquellos que creen que yo no me muevo más que con la intención de hacer sustituir
una constitución por otra. Tenemos más necesidad de instituciones que de constituciones. La
10 18 Brumario. Admiro tu abnegación y deploro tu delirio... -Te estimo y te desapruebo.- Nuestra finalidad, nuestro deseo se
asemejan perfectamente, y nuestras opiniones se diferencian.-Puedo equivocarme, pero yo deseo que el resultado de tus trabajos sea
la felicidad pública y tu propia felicidad.-Te quiero sinceramente, sin estar de acuerdo contigo, porque estoy convencido de que tus
intenciones son puras. Firmado L...
19 Brumario. Tu primer número ha sido leído ante una sociedad de patriotas, que, como tú, han sido víctimas de su amor por la
libertad; te escribo en su nombre. Hemos temblado leyendo los pasajes donde atacas la constitución del 95... Conocemos nuestras
desgracias; apreciamos igual que tú esta constitución. Pero... has cometido una imprudencia imprimiendo lo que sabemos todos.
Amigo mío, no es el momento... Haz atención..., tú te debes a tus conciudadanos, tú debes tus luces a este pueblo que amas, pero
debes considerar, etc. No desdeñes los consejos de quienes han derramado lágrimas sobre tu cautiverio etc. Firmado B..
11En este caso, recibiría las seis mil suscripciones, y el papel de Fouché de Nantes se ennoblecería.
12Es sabido que en Esparta había dos reyes o miembros del directorio ejecutivo. Nuestro número de cinco es la proporción
guardada por la mayor extensión de la república francesa. Agis y Leonidas reinaron al mismo tiempo. Agis, aunque fuese rey,
emprende el restablecimiento de las sublimes y muy populares instituciones de Licurgo, que la corrupción y el tiempo habían hecho
desaparecer. Leonidas, su colega, se opone a tales meritorios esfuerzos. Una guerra bastante larga comienza entre los dos reyes. Agis
sucumbe; muere. Agiatis, su mujer, se casa con Cleomeno, hijo de Leonidas, enemigo y verdugo de su primer esposo. Pero ella logra
entusiasmar el alma de Cleomeno con el anhelo de terminar la gloriosa empresa que Agis había comenzado. Cleomeno consigue
poner este proyecto en ejecución. Los lacedemonios encuentran en él un nuevo Licurgo, y disfrutan otra vez del beneficio de la
adorable democracia.
¿Hay Cleomenos o Agis en nuestro directorio? Si existen, que se pronuncien e impongan silencio a los Leonidas. Con esta única
condición pueden expiar el crimen de haber aceptado un empleo cuya institución consagra la usurpación de la soberanía del pueblo.
Si todos son Leonidas, todos, de acuerdo con el principio republicano, merecen la muerte. La de Luis XVI no fue especialmente
motivada más que por ser rey. Todo hombre que lo sea, poco importa el nombre con que se encubra, debe esperar el mismo fin.

constitución del 93 había merecido aplausos de todas las gentes honestas, porque preparaba el
camino a las instituciones. Si con ella esta finalidad no hubiera sido alcanzada, habría dejado de
admirarla. Toda constitución que deje subsistir las antiguas instituciones humanicidas y abusivas
cesará de causarme entusiasmo; todo hombre llamado a regenerar a sus semejantes, que se arrastre
penosamente en la vieja rutina de las legislaciones precedentes, cuya barbarie consagra que hayan
seres felices y desgraciados, no será jamás, a mis ojos, un legislador: no inspirará jamás mis
respetos.
Trabajemos para fundar primero instituciones buenas, instituciones plebeyas, y estaremos seguros
de que una buena constitución vendrá después.
Las instituciones plebeyas deben asegurar la felicidad común, el bienestar igual de todos los
coasociados.
Recordemos algunos de los principios fundamentales desarrollados en nuestro último número, sobre
el artículo: De la guerra de los ricos y de los pobres. Repeticiones de este género no aburren a
quienes interesan.
Hemos planteado que la igualdad perfecta es de derecho primitivo; que el pacto social, lejos de
atacar a este derecho natural, debe dar a cada individuo la garantía de que este derecho no será
nunca violado, que desde aquel momento no hubieran debido existir nunca instituciones que
favorecieran la desigualdad, la codicia, que permitieran que lo necesario de unos pueda ser
secuestrado para formar lo superfluo de los otros. Que sin embargo, había sucedido lo contrario; que
absurdas convenciones se habían introducido en la sociedad y habían protegido la desigualdad,
habían permitido que un pequeño número despojara a la gran mayoría; que hubieron épocas en las
que el resultado de estas mortíferas reglas sociales era que la universalidad de las riquezas de todos
se encontraba en manos de unos pocos; que la paz, que es natural cuando todos son felices,
forzosamente debía perturbarse; la masa no podía subsistir, porque encontraba todo fuera de su
alcance, y corazones sin piedad en la casta que todo había acaparado; estos efectos determinaban la
época de estas grandes revoluciones, fijaban estos periodos memorables anunciados en el libro del
Tiempo y del Destino, cuando un trastorno general en el sistema de la propiedad se hace inevitable,
cuando la revuelta de los pobres contra los ricos se convierte en una necesidad que nada podrá
vencer.
Hemos demostrado cómo, desde el año 89, habíamos llegado a este punto, y que por ello estalló
entonces la revolución. Demostramos cómo desde el 89, y muy particularmente desde el 94 y el 95,
la aglomeración de las calamidades y de la opresión pública habían acelerado singularmente la
urgencia del levantamiento majestuoso del pueblo contra sus espoliadores y sus opresores.
Se necesitan tribunos, en tales circunstancias, para hacer oír los primeros. toques de alarma, para
poner en guardia y dar la señal a todos sus hermanos que sufren. Los primeros que muestran
suficiente energía para atacar con gran envergadura a los opresores, son reconocidos y adoptados
por los oprimidos. Así lo fue Lucio-Junio Bruto, primer tribuno de Roma,13 en el momento en que
el pueblo se retiró al Monte Sagrado. El cuadro del estado miserable a que se encontraban reducidos
entonces los romanos, por la atroz falta de humanidad de sus patricios, no puede ponerse en paralelo
con el de nuestra situación actual, igualmente debida a la no menos extraña barbarie de nuestro
millón dorado. Los romanos se hallaban sumergidos en deudas y para pagarlas sus acreedores les
reducían a la esclavitud; pero estas deudas prueban que, como mínimo, encontraban al menos algún
socorro en la casta tiránica; y si ésta los reducía a la esclavitud, al menos, se comprometía a
proporcionarles los alimentos. A nosotros en lugar de esto, no nos hacen contraer deudas, se
contentan con despojarnos de nuestra última pieza de ropa; no se nos reduce a la esclavitud, se
prefiere, cuando ya no nos queda nada, ¡dejamos morir de hambre!
Se había ya dibujado con trazos de lágrimas de sangre, antes del primero Pradia1, la triste pintura de
13Ordinariamente no se celebra más que a dos Brutos, aquel que expulsó a los Tarquino, y el que apuñaló a Julio César. Sorprende
que se hable menos del que habiéndose proclamado jefe del pueblo en el Monte Sagrado, obtiene la abolición de las deudas,
instituyó el tribunato, e hizo condenar a Coriolán al exilio.

los males que nos ahogan.
“Nuestros cuerpos extenuados por la necesidad (se lee en una petición de mujeres de París), no
pueden ya sostenerse... Hemos esperado a que la masa de nuestras desgracias no encuentre ninguna
excusa en nosotras mismas, a fin de que la malevolencia no tenga ningún pretexto para
calumniarnos. No podemos permanecer como frías espectadoras del suplicio del hambre que
desgarra nuestras entrañas... No podemos ser insensibles testigos de nuestra muerte periódica,
graduada según los cálculos de la ambición y de la codicia avarienta... No podemos ver por más
tiempo a nuestros hijos morir sobre nuestros pechos fláccidos; ¡no extraen más que sangre, en lugar
de la leche que la naturaleza les destina como alimento! ¡Administradores! ¡Gobernantes!... ¡mirad
a esas madres infortunadas, cuyos hijos, alcanzados por la plaga del hambre, mueren antes de nacer!
¡Mirad a nuestros familiares, nuestros amigos, nuestros hermanos arrebatados por el hambre! Id ante
sus tumbas numerosas; desde el fondo de sus ataúdes os gritan: ¡Es el hambre quien nos asesinó!
¡Morimos en la angustia de la desesperación y la rabia!... ¡Decid a nuestros hijos que nos sigan; que
no sufran mil muertes en vez de una sola que la naturaleza nos reservaba! ¡La generación se acaba
antes del término!... ¡Las generaciones que deben reemp1azarlas, se detienen y se retrogradan en su
desarrollo!... ¡Las fuerzas de todas las edades se gastan y se apagan!... ¡El dolor, la fiebre nos
abruma y mina a casi todos los ciudadanos! ¡La peste, que siempre es la horrible seguidora del
hambre, se nos llevará por miles!...”
Este documento quedará para la posteridad, a fin de testimoniar de los crímenes inimaginables, y
para colocar a nuestros hambreadores y nuestros verdugos por encima de. todos los asesinos de la
humanidad que la historia nos había dado a conocer.
¿Qué necesidad hay de presentar un nuevo cuadro de nuestra situación constantemente horrorosa?
Consagremos, transmitamos a nuestros sobrinos aquél, bien fiel, que acaba de aparecer fijado en los
muros de París, y que lleva el sello de los Patriotas del 89.
“El pueblo -se dice en él- siente sus entrañas desgarradas por la necesidad. Ha vendido sus muebles,
su ropa, la de sus hijos, con el fin de retener aún por algunas horas la vida que se le escapa. El
avariento poseedor de granos, niega a sus semejantes, incluso a precio de oro, la subsistencia que les
falta. El pobre muere al lado de la abundancia, que no es ya para él, y a la cual no se atreve ni puede
tocar. El rico acaparador, saciado de delicias, se reposa tranquilamente sobre sacos de harina que su
codicia almacena apaciblemente en medio de la miseria universal.
“El agiotista infame se acuesta sobre montones de oro y de asignados, que él desprecia para
apropiárselos, y que son el fruto injusto de su bandidaje periódico y de su rapacidad devorante. El
hambre horrenda, creada por el sistema despoblador de la contrarrevolución, se lleva a la tumba a la
generación presente y a aquella que aún no ha nacido. El valor de los asignados se encuentra
reducido a casi nada, por la depreciación que les ha impuesto el maquiavelismo de los
conspiradores, por las maniobras del agiotaje mortal, que continúa siendo permitido y tolerado. El
precio de todos los productos se ha centuplicado. Mientras que el precio de un trabajo honesto no ha
seguido ni mucho menos la misma proporción. Entre los ciudadanos que sobreviven a los estragos
desoladores del hambre y al debilitamiento general, el ciudadano que no tiene más que una renta
mediocre, se ve golpeado radicalmente. Se encuentra sin recursos. No le queda más que la
desesperación y la muerte.
“¿Hasta cuándo -se exclama más adelante- perdurará la rabia de los enemigos del pueblo? ¿Hasta
cuándo la justicia será proscrita del territorio de la libertad? ¿Hasta cuándo será muda e impotente?”
¡Oh, vosotros que hacéis oír esta interpelación, no la habréis pronunciado en vano! Nos corresponde
a nosotros responderos.
¿Hasta cuándo, decís, durará el silencio de la justicia? ¿Hasta cuándo perdurará la rabia de los
enemigos del pueblo?... Hasta que el pueblo sea lo que ha sido en todos los lugares y en todos los
tiempos, cuando se ha mostrado digno, por su coraje, de triunfar sobre sus enemigos, y de hacer
triunfar esta justicia que ama. Hasta que no cierre más la boca a aquellos que desean defenderle.

Hasta que no trate más de imprudentes a los hombres que se sacrifican para declarar una terrible
guerra a sus yuguladores.
¿Desde cuándo se ha osado predicar esta singular doctrina del silencio, en el momento en que la
tiranía se muestra más audaz y más abominable? ¿Desde cuándo se dice que hay que callarse,
cuando los males llegan al colmo, cuando los asesinos del pueblo les golpean sin piedad?... ¡Es un
imperativo de la política! Tal política es nueva. Ordinariamente es el exceso de impudicia bárbara
de los opresores de la tierra lo que ha sacado a los pueblos de su tranquilidad natural, y les ha hecho
aplastar a sus tiranos. Las verdades redentoras no dividieron jamás a los amigos de la patria,
desorientaron siempre a los falsos patriotas; y hubo que considerar como tales a todos aquellos que
quisieron ahogar esas verdades. Estas aumentaron el número de patriotas, ofreciendo a todos los que
sufrían un cable de salvación. Jamás se ha temido dejar ver el fin que se quería alcanzar. Los
romanos no escondían que querían tierra para poder vivir. No se apuraban por los clamores, las
trampas, y los sofismas de los patricios. No se les calló con el axioma imbécil de: Respeto a las
propiedades. Sabían responderle con: Respeto a las propiedades respetables. Por su declaratorio,
por sus manifiestos siempre ostensibles, siempre totalmente públicos, se incorporaban al menos a su
partido, porque cada uno percibía dónde se quería llegar, y cada uno, guiado por sus intereses, se
prestaba a secundar el objetivo. Mientras que aquí, si no queremos que nada se vea, si no mostramos
nada que pueda interesar a la mayoría, si no se entrevé nada que recuerde la dicha que sigue al
derrocamiento de la tiranía, ¿cómo queréis que haya decisión contra ella y que se piense en
perturbarla? ¿Por qué y para quién queréis que nos enardezcamos?
¡Desgraciados franceses! abrid algunos volúmenes de la Historia, y en cualquiera veréis si los
hombres que más han merecido sus elogios y nuestra admiración, ¿han tenido miedo jamás a decir
toda la verdad cada vez que se ha desencadenado contra el género humano toda la opresión?
Roma era, en el año 268 de su era, lo que aproximadamente es Francia en el año 4 de la república.
Pero ¿se predicaba el dogma del silencio y de la paciencia entonces? ¿el de la prudencia y la
constancia?... No. Casio Viscelino se presenta. Pone la mano directamente en la llaga. Aun siendo
patricio, es él quien propone la ley agraria. “Es soberanamente injusto, exclama, que el pueblo
romano, tan valiente, y que cada día expone su vida para ensanchar los confines de la república,
languidezca en una vergonzosa pobreza, mientras que el senado y los patricios disfrutan solos del
fruto de sus conquistas... ¡Plebeyos!, añade, depende sólo de vosotros el que salgáis de una vez de la
miseria en que os ha hundido la avaricia de los patricios.” Este discurso, dice Vertot, fue acogido
por el pueblo con gran entusiasmo. No hubo más que el infame Appius y sus agentes (los Louvet,
Réal y Méhées de aquel tiempo) que trataron a Casio de realista, como los Appius de hoy me tratan
a mí.
En el 283, el penoso estado del pueblo continuaba siendo el mismo. Pero el senador Emilio no fue
bastante prudente para ser testigo y disimular su indignación. He aquí cómo y con qué fuerza se
expresa: “¡Romanos! no, nada me parece más injusto que ver cómo sólo particulares se enriquecen
de los despojos de los enemigos, mientras que el. resto de los ciudadanos gime en la indigencia y en
la miseria. ¡Cómo! los pobres plebeyos temen tener hijos a los cuales no podrían dejarles más que
su propia miseria en herencia. En vez de cultivar cada uno la parte de tierra que les pertenecía, están
obligados para poder vivir, a trabajar como esclavos en las tierras de los patricios. ¡Esta vida servil
es poco propicia para formar el coraje de un romano!... si es imposible mantener la paz y la unión
entre los ciudadanos de un estado libre, si por virtud de la ley, no se acortan las distancias entre la
condición de los pobres y la de los ricos, y si no se reparten, en partes iguales, las tierras
conquistadas a los enemigos.”
Que se escuche a Terentilo Arsa, tribuno. No es ni menos claro ni menos enérgico cuando hace
aprobar el decreto que lleva su nombre la ley terentila. Se preocupaba poco de las murmuraciones
del petimetre Ceson, digno hijo de aquel viejo avaro, de aquel viejo hipócrita de Cincinato, que sólo
imbéciles o pillos pueden encomiar; y que, bajo su dictadura, mostró que no era otra cosa que un
egoísta empedernido, un orgulloso tartufo, y un enemigo del pueblo.

Escuchemos ahora a un soldado veterano. Su nombre es Siccius-Dentatus. Su discurso está hecho
para servir de modelo a aquellos que legítimamente podrían pronunciar nuestros guerreros, que se
han ilustrado en tantos peligros y victorias. Los motivos en los cuales se apoya este discurso, chocan
extraordinariamente por su similitud con los motivos que podrían presentar nuestros defensores.
Siccius habla:
“Hace cuarenta años que llevo las armas. He participado en ciento veinte combates. En los cuales
me han herido cuarenta y cinco veces, y siempre de frente. En una sola batalla me han herido en
doce lugares distintos. He obtenido catorce coronas cívicas, por haber salvado la vida durante un
combate a catorce ciudadanos. He recibido tres coronas murales, por haberme lanzado el primero en
la brecha, en las plazas que se han tomado por asalto. Mis generales me han gratificado con otras
ocho coronas, por haber retirado, de manos de los enemigos, los estandartes de las legiones.
Conservo en mi casa, ochenta collares de oro, más de sesenta brazaletes, jabalinas doradas,
magníficas armas y arneses de caballos, como testimonio y recompensas de las victorias que he
ganado en combates singulares, y que se han desarrollado en la primera línea de los ejércitos. Sin
embargo, no se ha tenido ningún miramiento a estos signos honorables de mis servicios. Ni yo, ni
tantos valientes soldados que gracias a su sangre han ganado para la república la mayor parte de su
territorio, no poseemos ni una mínima parte. Nuestras propias conquistas se han transformado en
botín de algunos patricios, que no tienen más mérito que la pretendida nobleza de su origen y la
recomendaéión de su nombre. No hay ninguno que pueda justificar, con títulos, la posesión legítima
de sus tierras; a menos que no consideren los bienes del Estado como su patrimonio, y los plebeyos
como viles esclavos, indignos de tener parte en la fortuna de la república. Pero ha llegado el
momento de que este pueblo generoso se haga justicia a sí mismo, y debe mostrar, en cada lugar,
autorizando, inmediatamente, la ley de la distribución de la tierra, que su firmeza para sostener las
propuestas de sus tribunos, no es menor que la valentía mostrada en el campo de batalla, contra los
enemigos del Estado.”
Cuando para eludir las justas reclamaciones del pueblo, se busca alejado del interior, suscitando
fuera una guerra que le ocupe, es también un tribuno, Canuleius, quien se levanta y dirigiéndose al
senado, le dice valientemente: “Hablad de guerra tanto como os plazca; con vuestros habituales
discursos podéis hacer aún más amenazante la coalición y la fuerza de nuestros enemigos; ordenad,
si queréis, que se lleve vuestro tribunal a la plaza para hacer las levas, yo declaro que este pueblo,
que vosotros despreciáis tanto, y al cual sin embargo debéis todas vuestras victorias, no se enrolará
más; que nadie se presentará para tomar las armas, y que no encontraréis ningún plebeyo que quiera
exponer su vida para amos orgullosos, a quienes no descontenta asociarnos a los peligros de la
guerra, pero que pretenden excluirnos de las recompensas debidas al valor, y de los mejores frutos
de la victoria.”
Es en circunstancias bien parecidas cuando Icilius, otro tribuno, sabe también decir al pueblo: “No
busquéis a vuestros verdaderos enemigos fuera de Roma. La más importante guerra que debéis
sostener, es la que el senado hace al pueblo romano desde hace tiempo.”
Y es Manilius, que no era tribuno, pero que quiso hacer tanto como ellos; Manilius Capitolin, que la
aristocracia calumnió, acusándole de aspirar a la realeza, y que no fue, creo, más que víctima de
unfervor muy puro; Manilius, ¿tampoco es digno, ¡franceses! de serviros de guía en las funestas
circunstancias en que os encontráis? Apreciad su arenga, cuando también establece la justicia
incontestable del reparto de las tierras públicas, y de la necesidad de instituir una igualdad justa
entre todos los ciudadanos de un mismo estado: “No alcanzaréis jamás el fin de una empresa tan
grande -dice-, mientras no opongáis al orgullo y a la avaricia de los patricios, más que quejas,
murmuraciones y vanos discursos. Ya es tiempo de liberaros de su tiranía.”
¿Tenéis necesidad, mis conciudadanos, de más ejemplos que dicten vuestra conducta? He aquí otra
salida de Sextius, que, ciertamente, podría pasar por imprudente. Esta importancia fue sin embargo
la que trajo la ley Licinia, del nombre de su primer autor, Licinio Stolon, colega de Sextius, esta ley,
la más bella que fue legislada en Roma, y que en fin, puso barreras a la monstruosa desigualdad.

Pero escuchemos a quien mejor habló para hacerla aceptar: “Es este reparto tan desigual entre
ciudadanos de una misma república -decía Sixtius- la causa de que el pueblo gima bajo el peso de
las usuras, y de que veamos todos los días a hombres libres encadenados y arrastrados a la cárcel
como esclavos. Y no hay que envanecerse de que los ricos moderen un poco su avaricia, ni de que
los patricios suelten algo de este imperio tiránico que ejercen sobre nuestros bienes y sobre nuestras
personas, a menos que el pueblo no tenga el suficiente coraje para establecer magistrados salidos
totalmente de su seno, que sean los intérpretes de sus necesidades, y los protectores de su libertad.”
No acabaría, si quisiera citar todos los discursos propios para estimular a los hombres que tienen la
desgracia de sentirse abrumados bajo la opresión. No hay sin duda necesidad, y la opresión misma
debe ser un estimulante suficiente. Sin embargo, no puedo dispensarme de ofrecer aún, para ejemplo
alentador, esta moción inmortal del tribuno por excelencia, del hombre que admiro y estimo más;
quiero hablar del nieto del gran Escipión, de Tiberio Graco; al que los desalmados abrumaron con la
vulgar calumnia de que escondía, bajo las apariencias de excesiva popularidad, la ambición secreta
de una corona; y quiero hablar de los curiosos medios por los cuales caminaba hacia ella. “Las
bestias salvajes -decía- tienen guaridas y cavernas para retirarse, mientras que los ciudadanos de
Roma no encuentran ni tejido ni cabaña, para ponerse a cubierto de las injurias del tiempo; y sin
estancia fija ni habitación, van errantes, como desgraciados proscritos; en el seno mismo de su
patria. Se os llama amos y señores del universo. ¡Qué señores! ¡Qué amos!... ¡vosotros, a los que no
se os ha dejado ni una pulgada de tierra, que pudiera, al menos, serviros de sepulcro!”
No seré yo quien busque desviar el profundo sentido de este hermoso discurso, y ¡plazca al cielo
que el pueblo se penetre de él y sepa sacarle partido de una buena vez! Plazca al cielo que abogados,
vasijas de elocuencia, no le salgan jamás al paso, para alterar la importante significación.
Aprecio tan poco al hablador Cicerón, que viene a contrariar a Rullus, el último émulo de los
Gracos, como al Orador Plebeyo, cuando desfigura la doctrina de aquellos a los que ha consagrado
en su propio epígrafe.
¿Es la ley agraria lo que queréis? exclamarán miles de voces de gente honesta. No: es más que esto.
Conocemos el argumento invencible que podrían oponernos. Se nos diría, y con razón, que la ley
agraria no puede durar más que un día; que desde el día siguiente de su establecimiento, la
desigualdad volvería a aparecer. Los Tribunos de Francia que nos han precedido, han concebido
mejor el verdadero sistema de la felicidad social. Han comprendido que no podía residir en otra
cosa más que en las instituciones capaces de asegurar y de mantener inalterablemente la igualdad de
hecho.
La igualdad de hecho no es una quimera. El ensayo práctico fue hecho con éxito por el gran tribuno
Licurgo. Es cosa conocida cómo llegó a instaurar este sistema admirable, en el que los cargos y las
ventajas de la sociedad estaban repartidos por igual, donde lo suficiente era la parte de todos sin
pérdida, y donde nadie podía llegar a lo superfluo.
Todos los moralistas de buena fe reconocieron este gran principio e intentaron hacerlo consagrar.
Los que lo enunciaron con más claridad fueron, a mi parecer, los hombres más estimables y los
tribunos que más se distinguieron. El judío Jesucristo no merece más que mediocramente este título,
por haber expresado demasiado oscuramente la máxima: Ama a tu hermano como a ti mismo. Lo
que sin duda insinúa, pero no dice bastante explícitamente, es que la priméra de todas las leyes es
que nadie puede legítimamente pretender que ninguno de sus semejantes sea menos feliz que él
mismo.
Juan Jacobo precisa mejor este mismo principio, cuando escribe: Para que el estado social sea
perfeccionado, es necesario que cada uno tenga lo suficiente y que nadie tenga en demasía. Este
corto pasaje es, en mi criterio, el elixir del contrato social. Su autor lo ha expresado de la forma más
inteligible que podía hacerla en los tiempos en que él escribía, y estas escasas palabras bastan para
el que quiere comprender.
Escuchad a Diderot, no os dejará tampoco ningún equívoco sobre el secreto del verdadero y único

sistema de sociabilidad conforme a la justicia: Discurrid tanto como os plazca -dice- sobre la mejor
forma de gobierno; nada habréis hecho mientras no destruyáis los gérmenes de la codicia y de la
ambición. No hay necesidad de comentario para explicar que en la mejor forma de gobierno es
necesario que haya imposibilidad para todos los gobernados de devenir o más ricos o más poderosos
en autoridad que cada uno de sus hermanos; a fin de que al término de una justa, igual y suficiente
parte de las ventajas para cada individuo, la codicia se detenga y la ambición encuentre límites
juiciosos.
Robespierre os dirá, también, que tales son las bases de todo pacto fundado sobre la equidad, sobre
los derechos primitivos o naturales. La finalidad de la sociedad, dice en su Declaración de los
Derechos,14 es la felicidad común, es decir, evidentemente, la felicidad igual de todos los
individuos, que nacen iguales en derechos y en necesidades. Ymás ádelante, esta otra máxima de
moral eterna: “No hagas jamás a otro lo que no quieres que te hagan a ti. Es decir: Haz a los otros
todo lo que tú quisieras que te hicieran; desea que cada uno de los demás sea tan feliz como tú
deseas serlo, sé, en consecuencia totalmente igual a ti, ni más ni menos.”
¿Y no estaba armado de soberana razón Saint-Just, cuando ante quienes parecía quisieran discutir
sus verdades indiscutibles, les dio una doble égida al dirigiros estas admirables palabras a vosotros,
sans-culottes aún oprimidos?: “Los desgraciados son las energías de la tierra, tienen derecho a
hablar como amos a los gobiernos que les abandonan.”
La religión de la igualdad pura, que nosotros osamos predicar a todos nuestros hermanos despojados
y hambrientos, quizá les parezca a ellos mismos nueva, aunque sea tan natural; les parecerá, digo,
quizá nueva, por la sencilla razón de que hace tanto tiempo que hemos envejecido dentro de
nuestras bárbaras y tortuosas instituciones que nos cuesta concebir otras más justas y más simples.
Pero deben saber que yo no soy el primer precursor de ellas.
Ocuparon plenamente la carrera de convencional de Armando de la Meuse quien aún vive y se
desliza por no sé cuál de los dos consejos. ¿Podrá creerse que el 26 de abril del 93, el periódico de
Adouin conserva un discurso de él verdaderamente notable?
“Los hombres que quieren ser verdaderos, confesarán que después de haber obtenido la igualdad
política en el derecho, el anhelo más natural y el más activo es el de la igualdad de hecho.
“Es más, en el anhelo o la esperanza de esta igualdad de hecho, la igualdad de derecho no sería más
que una cruel ilusión que, en lugar de las dichas que ha prometido, sometería al suplicio de Tántalo
a la parte más numerosa y útil de los ciudadanos.
“Añadiré que las primitivas instituciones sociales no han podido tener otro objetivo que el de
establecer la igualdad de hecho entre los hombres; y diré, además, que en moral no puede existir
una contradicción más absurda y más peligrosa que la igualdad de derecho, sin la igualdad de
hecho: Ya que si yo tengo el derecho, la privación del hecho es una injusticia que subleva.
“Apartemos todas estas distinciones metafísicas, estas producciones falaces y seductoras de la
vanidad y del egoísmo. Hay una verdad eterna, a la cual todo el mundo finalmente debe rendir
voluntariamente el homenaje que se le debe, si se quiere evitar el homenaje forzado que se le
quisiera quizá rendir cuando fuera demasiado tarde; es que la igualdad de derecho es un don de la
naturaleza, y no una donación de la sociedad: he aquí los derechos del hombre. Pero por no haber
sido reconocidos estos derechos, y la igualdad de derecho no habiendo procurado casi nunca a los
hombrse débiles la igualdad de hecho, sin la cual la primera no podía representar nada para ellos, se
han reunido para asegurarse mutuamente, y de hecho, el gozo de la igualdad de derecho: He aquí los
derechos del ciudadano.
“Si los hombres, en el estado natural, nacen iguales en derecho, de ningún modo nacen iguales de
14La declaración de los Derechos del 93 está totalmente redactada por Robespierre. Véase el proceso verbal de la sesión de los
Jacobinos, del 21 de abril del 93, un proyecto de Declaración de los Derechos, presentado por él y cuya adopción, impresión y
comunicación fueron votados. Compárese este proyecto con la Declaración tal y como fue definitivamente adoptada, no hay ni una
palabra cambiada.

hecho; ya que la fuerza y el instinto, que les viene también de la naturaleza, establecida entre ellos
una desigualdad muy grande de suerte, a pesar de la igualdad de derechos: pero su reunión y sus
instituciones sociales no pueden y no deben tener otro objetivo que el de mantener de hecho, esta
igualdad de derecho, protegiendo al débil de la opresión del fuerte, y sometiendo la industria de
unos a la utilidad de todos.
“ ... El error más funesto y más cruel en que han caído la asamblea constituyente, la asamblea
legislativa y la convención nacional, siguiendo servilmente los pasos de los legisladores que les han
precedido, es... no haber señalado los límites de los derechos de propiedad y haber abandonado al
pueblo a las especulaciones ávidas del insensible rico.
“No busquemos si en la ley de la naturaleza puede haber propietarios, y si todos los hombres tienen
igual derecho a la tierra y a sus productos; no hay ninguna duda, y no puede haberla, entre nosotros,
sobre esta verdad.
“Lo que importa saber y determinar bien es que si, en el estado de sociedad, la utilidad de todos ha
admitido el derecho de propiedad, también ha tenido que limitar el uso de este derecho, y no dejado
a la arbitrariedad del propietario; ya que admitiendo este derecho sin precaución, el hombre que por
su debilidad, en el estado natural estaba expuesto a la opresión del más fuerte, no habría hecho más
que cambiar de desgracia por el vínculo social.
“Lo que era debilidad en el primer estado, se ha transformado en pobreza en el segundo. En uno, era
la víctima del más fuerte; en el otro, es la del rico y el intrigante. Y la sociedad, lejos de ser
beneficiosa para él, le habrá, por el contrario, privado de sus derechos naturales, con tanta más
injusticia y barbarie que, en el estado natural, podía al menos disputar sus alimentos a las fieras,
mientras que hombres más feroces que éstas, le prohiben esta facul tad con este mismo vínculo
social, de tal forma que no se sabe qué es lo que debe extrañar más, si la imprudente insensibilidad
del rico, o la paciencia virtuosa del pobre.
“Sin embargo, sobre esta paciencia descansa el orden social; sobre esta paciencia el rico voluptuoso
descansa tranquilamente; en virtud de esta paciencia virtuosa y magnánima, el pobre, encorvado
desde su infancia sobre la tierra, no puede tomar reposo en ella más que para no verla más; feliz de
encontrar en este terrible reposo el fin de sus males; y, como premio de tanta virtud, todavía le
abandonaríamos a nuestras instituciones bárbaras, ¡y nos atreveríamos a perpetuar vejaciones y
abusos!
“Ya podemos afirmar que el pobre goza, como el rico, de igualdad común ante la ley; se trata de
una simple seducción política.
“No es una igualdad mental lo que necesita el hombre que tiene hambre o pasa necesidades:
disponía de esta igualdad en el estado natural. Y repito, no se trataba de un don de la sociedad; para
limitar ahí los derechos del hombre, tanto y más le hubiera valido permanecer en el estado natural,
buscando y disputando su subsistencia en los bosques y al borde del mar y los ríos.
“La primera y la más peligrosa de las objeciones, si bien es la más inmoral, es el pretendido
derecho de propiedad, en la acepción recibida. ¡El derecho de propiedad! ¿Pero, cuál es este derecho
de propiedad? ¿Se quiere decir la facultad ilimitada de disponer de ella a su gusto? Si se entiende
así, lo digo a voz en grito, es admitir la ley del más fuerte, es engañar el desiderátum de la
asociación, es devolver a los hombres al ejercicio de los derechos naturales, y provocar la disolución
del cuerpo político. Si, por el contrario, no se comprende así, pregunto ¿cuál será la medida y el
límite de este derecho? porque, en fin, es necesario que existe. ¿No lo esperáis, suponemos, de la
moderación de los propietarios?
“ ... ¿Queréis de buena fe la felicidad del pueblo? ¿Queréis tranquilizarlo? ¿Queréis ligarlo
indisolublemente al éxito de la revolución y al establecimiento de la república? ¿Queréis que cesen
estas inquietudes y las agitaciones intestinas?, ¡declarad hoy mismo que la base de la constitución
republicana de los Franceses será la limitación del derecho de propiedad!...

"Ya no es en los espíritus donde hay que hacer la revolución, no es ya aquí donde hay que buscar su
éxito: en ellos, está hecha y rehecha desde hace tiempo; toda Francia os lo testimonia; pero es en las
cosas donde es necesario que esta revolución, de la cual depende la felicidad del género humano, se
haga al fin también y plenamente. ¡Ah! ¿qué le importa al pueblo, que les importa a todos los
hombres un cambio de opinión que no les proporcione más que una felicidad ideal? Puede uno
extasiarse, sin duda, ante este cambio de opinión; pero estas beatitudes espirituales no convienen
más que a los espíritus refinados y a los hombres que gozan de todos los dones de la fortuna. A ellos
les es muy fácil embriagarse de libertad e igualdad; también el pueblo ha apurado la primera de
estas copas con delicia y delirio; también a él le han embriagado. Pero temed que esta embriaguez
no pase, y que, más calmados, y más desgraciados que antes, no atribuyan todo a la seducción de
algunos falaces; temed lleguen a pensar haber sido juguete de las pasiones o de los sistemas, y de la
ambición de algunos individuos. La situación moral del pueblo no es hoy más que un sueño
maravilloso que hay que realizar, y no lo podéis realizar más que haciendo en las cosas la misma
revolución que habéis hecho en los espíritus.”
¿Y por qué no dejaremos a nuestro hermano Antonelle soportar su parte en la reprobación y el odio
que no dejarán de ser derramados por los amigos y los defensores de la propiedad, sobre quienes
conciben y proclaman ideas de nivel y de compás? No habrá escrito en vano, en sus Observaciones
sobre el derecho de ciudadanía, los pasajes siguientes:
“La naturaleza no ha producido propietarios como no produjo nobles; no ha producido más que
seres desprovistos, iguales en necesidades como en derechos. La sociedad, formándose, ha debido
consagrar y reconocer esta igualdad de derecho, precisamente a causa de la evidente igualdad de
necesidades y de la identidad sensible de la especie. Los progresos del estado civil no han podido
atacar legítimamente esta igualdad de derechos; por el contrario, no podían más que demostrar su
justicia y necesidad.
“En toda sociedad bien ordenada, se ha debido pensar, jamás debía olvidarse que, lejos de dejar
debilitar o alterar esta santa doctrina, era necesario reforzarla con todos los apoyos, para que, a
despecho de la avidez devorante y del desdeñoso orgullo, al menos no faltara lo necesario jamás a
nadie...
“El territorio en masa es esencialmente comunal; es, de acuerdo con esta norma, la propiedad pro
indivis del pueblo soberano, de la masa total de los franceses que la ocupan y viven de sus
productos...
“El territorio nutre igualmente a aquellos que tienen y a aquellos que no tienen ningún arpens15 de
tierra. Todos en conjunto forman la Nación, propietaria real e indesposeíble de todo este territorio.”
Los principios .de este sistema de verdadera igualdad tienen que haber aparecido como los únicos
justos, los únicos indiscutibles para que hasta los hombres menos severos en moral parezca que, de
una forma u otra, se hayan visto obligados a rendirles homenaje. Raynal, que, sin duda, no era un
apóstol decidido del plebeyismo, ha dicho (tomo l, libro 2) hablando de los bátavos, de su opresión
bajo los Stathouders, de su decadencia y de los medios de retornar a su antiguo esplendor: La
ventaja de un indigente al que se oprime es que no tiene que perder más que la vida que lleva a
rastras; palabras llenas de reflexión y que contienen un plan completo de una nueva franquicia para
los pueblos que la necesitan.
Sería bastante curioso, quizá, ver que nos apoyemos también en Tallien para reforzar la justicia del
sistema de la igualdad más rigurosa. Sin embargo, es verdad, nosotros, que conservamos todo lo que
se ha escrito, hemos encontrado en el periódico que Tallien publicaba en marzo del 93, bajo el título
“El Amigo de los Sans-culottes” estos principios niveladores:
“Preparémonos a discutir, con la calma que conviene a los hombres libres, el nuevo proyecto de
constitución que de un momento a otro presentará a la república la Convención nacional...
Pensemos que un día debe ser el código del universo; que no debe apoyarse más que sobre las
15Medida agraria (N. del T.).

únicas bases de la libertad y de la igualdad; que debe asegurar al pueblo el ejercicio de todos sus
derechos; que, sin todas estas condiciones, es inadmisible, y debiera ser rechazada con la
indignación que merecería la conducta de los mandatarios infieles de los cuales fuera obra.” (El
Amigo de los Sans-culottes, por Tallien, No. 70.)
“Nos hace falta una constitución popular y no un galimatías de metafísica... Los republicanos de
Laval, han jurado sobre sus sables morir por la defensa de los derechos del hombre y de la igualdad
plena y entera.” (El Amigo de los Sans-culottes por Tallien, mismo número.)
“Fue haciendo volver las leyes a la igualdad prescrita por la naturaleza; fue defendiendo con
constancia la dignidad de los plebeyos, como los Tribunos prepararon y consumaron la fortuna del
Estado.” (El Amigo de los Sans-culottes por Tallien, No. 71; citación de Mably.)
“Se habla mucho de anarquía, yo respondo que cesará en el momento en que los agentes de la
república cesen de urdir sus tramas contra la libertad; yo respondo también que cesará en el
momento en que las fortunas serán menos desiguales.” (El Amigo de los Sans-culottes, por Tallien,
mismo número.)
“Sancionar a la opulencia, aliviar a la miseria, aniquilar a la una con lo superfluo peligroso de la
otra; he aquí todo el misterio de la revolución.” (El Amigo de los Sans-culottes, por Tallien, mismo
número.)
“J. J. Rousseau os ha trazado vuestro camino, seguid a este guía; el estado social, os ha dicho, no es
ventajoso a los hombres más que en tanto todos posean algo y ninguno de entre ellos posea en
demasía.” (El Amigo de los Sans-culottes, por Tallien, No. 72.)
En fin, Fouché de Nantes es digno de nuestra más grande admiración, cuando le vemos consagrar,
en pocas palabras, en su orden dada en Nevers el 24 de septiembre del año 2, nuestra santa y
sublime doctrina:
“Considerando -nos dice en él- que el primer deber de los mandatarios del pueblo debe ser tender a
restablecer prontamente sus derechos, a hacer respetar su soberanía y manifestar su pleno poder;
“Considerando que la igualdad que el pueblo reclama, y por la cual derrama su sangre desde la
revolución, no debe ser para él una engañosa ilusión;
“Considerando que todos los ciudadanos tienen igual derecho a las ventajas de la sociedad; que
sus placeres deben estar en proporción a sus trabajos, a sus industrias y al entusiasmo con que se
entregan al servicio de la patria;
“Considerando que en donde hay hombres que sufren, hay opresores, hay enemigos de la
humanidad;
“Considerando que la superficie de la república ofrece todavía el espectáculo de la miseria y de la
opulencia, de la opresión y de la desgracia, de los privilegios y del sufrimiento, que los derechos del
pueblo están pisoteados;
“Considerando que es el momento de tomar medidas de justicia y de humanidad;
“Ordeno:
“Todos los ciudadanos impedidos, ancianos, huérfanos, indigentes, serán alojados, alimentados y
vestidos a cargo de los ricos de sus regiones respectivas; los signos de la miseria serán destruidos.
La mendicidad y el ocio están igualmente proscritos. Se dará trabajo a los ciudadanos válidos, etc.”
¡Ah! qué bello era entonces el papel de Fouché... ¡Que retorne a él y seremos amigos!
Y si no lo hace así, esto no impedirá el triunfo del sistema de instituciones que ha sostenido, y es
necesario que éste sistema termine por tener también su poder ejecutivo.16
16Es deplorable ver cómo en los días modernos, todos aquellos que parece quisieran ser los adelantados del Pueblo, prostituyen este
empleo hasta tal punto de que no se ve casi nadie que se acerque aunque sea de lej os a las grandes verdades y los grandes principios
que predicamos. ¿Por qué éstos parece no están de moda mientras antes sí lo estaban? ¿Todos sus apóstoles no están sin embargo

Es más que tiempo de hacerlo. Es ya el momento de que el pueblo, oprimido y asesinado,
manifieste, de manera más grande, más solemne, más general, como jamás ha hecho, su voluntad,
para que no tan sólo los signos, los accesorios de la miseria, sino la realidad, la miseria misma sea
aniquilada. Que el pueblo proclame su Manifiesto. Que defina la democracia como piensa debe ser
y tal como, según los principios puros, debe existir. ¡Que pruebe que la democracia es la obligación,
para todos aquellos que poseen demasiado, de llenar todo lo que falta a los que no tienen suficiente!
Que todo el déficit que se encuentra en la fortuna de estos últimos, no tiene otro origen que el que
los otros se lo han robado. Robado legítimamente, si se quiere; es decir con la ayuda de las leyes de
bandidos que, bajo los últimos regímenes, como bajo los más antiguos, han autorizado todos los
latrocinios; con ayuda de las leyes, tales como las que existen en este momento; con ayuda de leyes
según las cuales yo estoy forzado para vivir, ¡a despojar cada día mi casa, a llevar hasta el último
harapo que me cubre a casa de los ladrones protegidos por las leyes! Que el pueblo declare que se
debe restituir todos estos robos, todas estas vergonzosas confiscaciones de los ricos sobre los
pobres. Esta restitución será tan legítima, sin duda, como la de los emigrados. Queremos con el
restablecimiento de la democracia, primero, que nuestros harapos, nuestros viejos enseres, nos sean
devueltos, y que aquellos que nos los quitaron, se vean en el futuro, imposibilitados para
recomenzar tales atentados. Queremos, luego, con la democracia lo que os hemos dado a conocer, lo
que han deseado todos aquellos que han concebido ideas justas.
¿Es necesario, para restablecer los derechos del género humano y poner fin a todos nuestros males,
es necesaria una retirada al Monte-Sagrado, o una Vandea plebeya? ¡Que todos los amigos de la
Igualdad se preparen y ténganse por advertidos! Que cada uno se compenetre de la incomparable
belleza de esta empresa. ¡Liberar a los israelitas de la servidumbre egipcia! ¡conducirlos a las tierras
de Canaán!... ¿Qué otra expedición ha sido jamás más digna de levantar los ánimos? El dios de la
libertad, estemos seguros, protegerá a los Moisés que quieran dirigirla. Nos lo ha prometido, sin el
intermediario de Aarón, que no necesitamos, como tampoco su colega vicarial. Nos los ha
prometido sin que se nos aparezca milagrosamente en los matorrales ardiendo. Pongamos de lado
todos estos prodigios, todas estas sandeces. Las inspiraciones de las divinidades republicanas se
manifiestan simplemente, bajo los auspicios de la naturaleza (Dios supremo) por la vía del corazón
de los republicanos. Se nos ha revelado, pues, que, mientras que nuevos Josués combatirán un buen
día en el llano, sin necesidad de hacer detenerse al sol, muchos, en lugar de un solo legislador de los
muertos? ¿Dónde ha ido su energía? ¿Por qué se esconden? Sus debilidades, su poco honorable retiro han contribuido en gran
manera a perder a la patria.
Dentro de esta defección general, se consuela uno encontrando en gloriosa actitud un solo atleta: el redactor del Amigo de las Leyes.
Los amigos de la igualdad nos hemos sentido edificados al leer en este excelente periódico:
“Cada día se extraña uno de que los patriotas hayan perdido su antigua energía. ¡Ah! sin duda la desgracia, las humillaciones, los
malos tratos que han sufrido desde hace quince meses han marchitado su alma, que la miseria y las necesidades acaban de secar.
Habían hecho la revolución, esperaban recoger sus frutos.”
“La revolución se ha vuelto contra ellos, y su situación, en lugar de mejorar, es peor que antes.
“Una aristocracia mil veces más tiránica que la de la nobleza y del clero, pesa insolentemente sobre sus cabezas; la aristocracia de los
agiotistas y de los granujas.”
“¿Por qué no decirlo? El exceso de este género de mal ha llevado la verdad a nuestros teatros, y no se encuentra hoy un hombre lo
suficiente desvergonzado para negar que gemimos bajo el despotismo más duro, el más envilecedor, el más difícil de soportar por los
hombres libres; el despotismo de los mercaderes...
“... Después de haber declamado mucho contra quienes decíamos querían enriquecer al pobre a expensas del rico, habéis sufrido,
estáis sufriendo cada día una injusticia mil veces más sublevante, que el rico acrecienta su opulencia a expensas del pobre.”
“La moral es depravada hasta tal punto que ya no se esconden para robar, y el exceso del mal ha llegado a grado tal que es necesario
morir de hambre, o seguir el ejemplo de los demás.”
“.. . ¡Y cómo podría existir ninguna moralidad en un Pueblo donde todos los ciudadanos han quebrado!” (Amigo de las Leyes, 18
Brumario.)
“El primero de todos los derechos, es que debo extraer mi alimento de la tierra que me soporta. La sociedad no pone a este derecho
más que una condición, estos alimentos serán el precio de mi trabajo. En efecto, todo género de trabajo es precioso para la sociedad.
Del conjunto de todos los talentos, de todas las industrias, se compone su gloria y su fuerza. ¿Por qué quien trabaja el hierro, con el
cual el labrador abre la capa de la tierra, quien construye la casa que vive, y la granja donde encierra sus granos, quien hila y teje el
paño y la tela con que se cubre, etc. no tendrían derecho a los frutos del campo que cultiva? ¿No se transforman así en copropietarios
de este campo, por lo que le adelantan de aquello de que no se puede pasar? La propiedad individual y particular que la ley garantiza,
¿es otra cosa que una regla de orden y de conveniencia, una atribución, si me atrevo a decir, a ciertos iridividuos, de la especie de
trabajo que debe nutrir a todos los demás?”
Bien, no estamos completamente solos para defender nuestra gran causa. Coraje, Amigo de las Leyes; defiende también, con energía,
los grandes, los primitvos principios, y caminemos a la par.

hebreos, se encontrarán en la verdadera Montaña plebeya. Allí escribirán, el dictado de la justicia
eterna, el decálogo de la santa humanidad, del sans-culotismo, de la imprescriptible equidad.
Proclamaremos, bajo la protección de nuestras cien mil lanzas, y de nuestras bocas de fuego, el
verdadero código de la naturaleza que jamás se hubiera tenido que infringir.
Explicaremos claramente cuál es la felicidad común, finalidad de la sociedad.
Explicaremos que la suerte de todo hombre no debía empeorar al pasar del estado natural al estado
social.
Definiremos la propiedad.
Probaremos que la tierra no es de nadie, pero que es de todos.
Probaremos que todo aquel que acapara más allá de lo que puede nutrirle, comete un robo social.
Probaremos que el pretendido derecho de alienabilidad es un atentado infame y criminal contra el
pueblo.
Probaremos que la herencia por familia, es otro horror no menos grande; que aísla a todos los
miembros de la asociación, y hace de cada hogar una pequeña república, que no puede dejar de
conspirar contra la grande, y consagrar la desigualdad.
Probaremos que todo lo que tiene un miembro del cuerpo social por debajo de la suficiencia de sus
necesidades de toda especie y de todos los días, es el resultado de una expoliación de su propiedad
natural individual, realizada por los acaparadores de los bienes comunes.
Que, en consecuencia, todo lo que un miembro del cuerpo social tiene por encima de la suficiencia
de sus necesidades de toda especie y de todos los días, es resultado de un robo hecho a los
coasociados, que priva necesariamente a un número, más o menos grande, de su cuota-parte de los
bienes comunes. 17
Que los más sutiles razonamientos no pueden prevalecer contra estas inalterables verdades.
Que la superioridad de talentos y de industria no es más que una quimera y una añagaza, que
siempre e indebidamente ha servido a los complots de los conspiradores contra la igualdad.
Que la diferencia de valor y de mérito en el producto del trabajo de los hombres, no descansa más
que en la opinión que algunos de entre ellos le han otorgado, y que han sabido hacer prevalecer.
Que, sin duda, es sin razón que esta opinión ha valorado la jornada del que fabrica un reloj, en
veinte veces más que la jornada del que traza los surcos.
Que, sin embargo, con ayuda de esta falsa estimación, la ganancia del obrero relojero le ha dado la
posibilidad de adquirir el patrimonio de veinte obreros del arado, a los que, por estos medios, ha
expropiado.
Que todos los proletarios han llegado a serlo como resultado de la misma combinación en todas las
otras relaciones de proporción, pero partiendo todos de la única base de la diferencia de valor
establecida entre las cosas, únicamente por la autoridad de la opinión.
Que hay absurdo e injusticia en la pretensión de una recompensa más grande para aquel cuya tarea
exige un grado más alto de inteligencia, y más aplicación y tensión de espíritu; que tal cosa no
amplía de ningún modo la capacidad de su estómago.
Que ninguna razón puede hacer pretender a una recompensa que exceda la suficiencia de las
necesidades individuales.
Que no es más que un producto de la opinión el valor de la inteligencia, y que es una cosa quizá a
examinar todavía si el valor de la fuerza natural y física, no le equivale.
17Estado social perfeccionado, “Que todos tengan lo suficiente, y que nadie tenga demasiado.” J. J. Rousseau. Esta sentencia no
será nunca reflexionada demasiado.

Que son los inteligentes quienes han fijado un precio tan grande a las concepciones de sus cerebros,
y que si hubieran sido los fuertes quienes hubieran ajustado competivamente las cosas, sin duda
hubieran establecido que el mérito de los brazos valía el de la cabeza, y que la fatiga de todo el
cuerpo podía ponerse en compensación con la de la parte rumiante.
Que sin esta igualación establecida, se da a los más inteligentes, a los más industriosos, una patente
de acaparación, un título para despojar impunemente a aquellos que lo son menos.
Que es así como se ha destruido, volcado en el estado social, el equilibrio del bienestar, porque nada
está tan confirmado como nuestra gran máxima: que no se llega a poseer demasiado, más que
haciendo que otros no posean lo suficiente.
Que todas nuestras instituciones civiles, nuestras transacciones recíprocas no son más que los actos
de un perpetuo bandidaje, autorizado por absurdas y bárbaras leyes, a la sombra de las cuales no nos
hemos ocupado más que de inter-despojarnos.
Que nuestra sociedad de bribones entraña, siguiendo estas atroces convenciones primordiales, toda
clase de vicios, de crímenes y de desgracias contra los cuales algunos hombres de bien se unen en
vano para hacer es la guerra, que no pueden hacer triunfar porque no atacan el mal en su raíz y
porque no aplican más que paliativos extraídos de la reserva de las falsas ideas de nuestra
depravación orgánica.
Que es claro, por todo lo que precede, que cuanto poseen los que tienen más allá de su cuota-parte
individual en los bienes de la sociedad, es robo y usurpación.
Que es, pues, justicia tomárselo de nuevo.
Que aquel que probara que, por el solo efecto de sus fuerzas naturales, es capaz de hacer igual que
cuatro, y que, en consecuencia exigiese la retribución de cuatro, sería también un conspirador contra
la sociedad, porque haría vacilar el equilibrio tan sólo por este medio, y destruiría la preciosa
igualdad.
Que la cordura ordena imperiosamente a todos los co-asociados reprimir a tal hombre, perseguido
como una calamidad social, reducido, al menos, a que no pueda hacer más que la tarea de un solo
hombre, para que no pueda exigir más que una recompensa.
Que es únicamente nuestra especie la que ha introducido esta locura mortal de distribución de
mérito y de valor, y que únicamente ella conoce la desgracia y las privaciones.
Que no debe existir la privación de las cosas que la naturaleza da a todos, produce para todos, si no
se trata de consecuencias de accidentes inevitables de la naturaleza, y, en cuyo caso, tales
privaciones deben ser soportadas y repartidas igualmente entre todos.
Que la producción de la industria y del genio devenga también propiedad de todos, dominio de la
asociación entera, desde el momento mismo en que los inventores y los trabajadores les han dado
vida; porque no son más que una compensación de las precedentes invenciones del genio y de la
industria, de las cuales estos inventores y estos trabajadores nuevos se han aprovechado en la vida
social, y que les han ayudado en sus descubrimientos.
Que, ya que los conocimientos adquiridos son del dominio de todos, deben, pues, ser igualmente
repartidos entre todos.
Que una verdad, impugnada con despropósito por la mala fe, el prejuicio o la irreflexión, es este
reparto igual de los conocimientos entre todos, que volvería a situar a todos los hombres en un
estado casi de igualdad en capacidad e incluso en talento.
Que la educación es una monstruosidad, cuando es desigual, cuando es patrimonio exclusivo de una
parte de la asociación; ya que entonces se transforma, en manos de esta parte, en un cúmulo de
máquinas, una provisión de armas de todas clases, con la ayuda de las cuales esta primera parte
combate contra la otra que se halla desarmada, y en consecuencia, consigue, fácilmente dominada,
engañarla, despojada, esclavizada bajo las más vergonzosas cadenas.

Que no hay verdad más importante que la que ya hemos citado, y que un filósofo ha proclamado en
estos términos: hablad tanto como queráis sobre la mejor forma de gobierno, nada habréis hecho
mientras no hayáis destruido los gérmenes de la codicia y de la ambición.
Que es necesario, pues, que las instituciones sociales lleven a dicho punto, que quiten a todos los
individuos la esperanza de devenir jamás ni más ricos, ni más potentes, ni más distinguidos por sus
luces, que ningún otro de sus iguales.
Que es necesario, para precisar más la cuestión, llegar a encadenar la suerte; hacer que cada coasociado sea independiente de las posibilidades y de las circunstancias felices o desgraciadas;
asegurar a cada uno y a su posteridad, tan numerosa como sea, lo suficiente, pero nada más que lo
suficiente; y a cerrar para todos, todas las posibles vías de obtener por encima de la cuota-parte
individual en los productos de la naturaleza y del trabajo.
Que el único medio de llegar a tal punto es establecer la administración común; suprimir la
propiedad particular; vincular a cada hombre al talento, a la industria que conoce, obligarle a
depositar el fruto en especies en el almacén común; y establecer una simple administración de
distribución, una administración de subsistencias, que lleve el registro de todos los individuos y de
todas las cosas, y haga repartir estas últimas con la más escrupulosa igualdad, y las deposite en el
domicilio de cada ciudadano.
Que este gobierno, cuya existencia se ha demostrado practicable por la experiencia, pues es el que
se aplica al millón doscientos mil hombres de nuestros doce ejércitos (lo que es posible en
pequeñolo es en grande); que este gobierno es el único del que puede salir la felicidad universal,
inalterable, sin mezclas; la felicidad común, finalidad de la sociedad.
Que este gobierno hará desaparecer los límites, barreras, muros, cerraduras de las puertas, las
disputas, los procesos, los robos, los asesinatos, todos los crímenes; los tribunales, las cárceles, las
horcas, las penas, la desesperación que causan todas estas calamidades; la envidia, los celos, la
insaciabilidad, el orgullo, el engaño, la hipocresía, en fin todos los vicios; más aún (y este punto es
quizá el esencial), el gusano roedor de la inquietud general, particular, perpetua de cada uno, sobre
nuestra suerte del mañana, del mes, del año siguiente, de nuestra vejez, de nuestros hijos y de los
hijos de éstos.
Tal es el sumario preciso de este terrible Manifiesto que ofreceremos a la masa oprimida del Pueblo
francés, y del que le proporcionamos el primer esbozo para que tenga una idea anticipada. ¡Pueblo!
Despiértate en la esperanza, deja de estar adormecido y descorazonado... Dilata el ánimo a la vista
de un porvenir feliz. ¡Amigos del rey! abandonad la idea de que los males con los que habéis
agobiado a este pueblo, puedan someterle definitivamente al yugo de uno solo. Y vosotros,
¡patricios! ¡ricos! ¡tiranos republicanos! renunciad igualmente, y todos al tiempo, a vuestras
especulaciones opresivas sobre esta nación, que no ha olvidado totalmente sus juramentos a la
libertad. Una perspectiva más sonriente que todo lo que vosotros les ponéis por señuelo, se ofrece a
sus miradas. ¡Culpables dominadores! en el momento en que creéis que sin peligro podréis someter
con vuestro brazo de hierro a este pueblo virtuoso, él os hará sentir su superioridad, se liberará de
todas vuestras usurpaciones y de vuestras cadenas, recobrará sus derechos primitivos y sagrados.
Desde hace demasiado tiempo le estáis insultando en su agonía...
“El pueblo -decís- no tiene vigor: sufre y muere sin atreverse a quejarse.” Los fastos de la república
no se verán manchados por tal humillación. El nombre de francés no pasará a la posterioridad
acompañado de tal envilecimiento. ¡Que este escrito sea la señal, sea el relámpago que reanime y
revifique todo lo que antes fue calor y coraje! ¡Cuánto ardió con llama deslumbradora por el bien
público y la total independencia! ¡Que en ella venga el pueblo a tomar la verdadera y primera idea
de igualdad! Que estas palabras: igualdad, iguales, plebeyismo, sean las palabras que unan a todos
los amigos del pueblo. Que el pueblo ponga de nuevo en discusión todos los grandes principios;
¡que comience el combate sobre el famoso capítulo de esta igualdad propiamente dicha, y sobre el
de la propiedad! ¡Que esta vez goce precisamente de la moral, y que le inflame con fuego continuo
hasta la total consumación de su obra! Que derribe todas las viejas instituciones bárbaras, y que

instaure en su lugar aquellas dictadas por la naturaleza y la justicia eterna. Sí, todos los males del
pueblo han llegado al colmo, ¡no pueden empeorar! ¿No pueden ser corregidos más que por una
conmoción total? ¿Que esta guerra atroz, del rico contra el pobre, adquiera, pues, y al fin, un
aspecto menos innoble? ¡Que cese de poseer este carácter de la mayor audacia, por un lado, y de la
mayor cobardía del otro! ¡Que los desgraciados respondan en fin a sus agresores!...
Aprovechemos el que nos hayan empujado hasta el último extremo. Avancemos de frente, como
hombres que tienen el sentimiento de su fuerza: Caminemos francamente hacia la igualdad.
Contemplemos el objetivo de la sociedad: ¡veamos la felicidad común!
¡Pérfidos o ignorantes! gritáis que hay que evitar la guerra civil, que no hay que lanzar entre el
pueblo la tea de la discordia... ¿Y qué guerra civil hay más sublevante que la que sitúa a todos los
asesinos en una parte, y a todas las víctimas sin defensa en la otra? ¿Podéis acusar de crimen a aquel
que quiere armar a las víctimas contra los asesinos? ¿No vale más la guerra civil en la que las dos
partes pueden defenderse recíprocamente? Que se acuse, si se quiere, a nuestro periódico de tea de
la discordia. Tanto mejor: la discordia vale más que una horrible concordia en donde se estrangula
al hombre. Que las partes comiencen el combate; que la rebelión parcial, general, urgente, aplazada,
se determine: ¡eso es lo que nos satisface! ¡Que el Monte-Sagrado o la Vandea plebeya se formen en
un solo punto o en cada uno de los 86 departamentos! Que se conspire contra la opresión, sea en
grande, sea en pequeño, secretamente o al descubierto, en cien mil conciliábulos o en uno solo, poco
nos importa, mientras se conspire, y que, desde ahora, los remordimientos y los temores acompañen
en todos los momentos a los opresores. Hemos dado la señal vigorosamente, a fin de que muchos la
perciban; a fin de llamar a muchos cómplices; les hemos justificado los motivos y dado algunas
ideas de la conducta, estamos casi seguros de que se conspirará. Que la tiranía pruebe si está en
condiciones de impedírnoslo... El pueblo, dicen, no tiene guías. Que aparezcan, y el pueblo, al
instante, rompe sus cadenas, y conquista el pan para él y para todas sus generaciones. Repitámoslo
todavía: todos los males han llegado al colmo; no pueden empeorar; no pueden ser apartados más
que por una conmoción general!... ¡Que todo se confunda ya! ¡que todos los elementos se revuelvan,
se mezclen, se entrechoquen!... ¡que sobrevenga el caos, y que del caos emerja un mundo nuevo y
regenerado!
¡Vamos, después de mil años, a cambiar estas leyes groseras!”
(El Tribuno del Pueblo, No. 25)


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