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Autor: marta García

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Islandia

A 622 metros de profundidad en el Océano Atlántico, vivía el pueblo de Isla. En el mapa
se podría encontrar 980 kilómetros al Noreste de Oporto. Y tenía 36 gramos de sal por
litro de agua.
Islandia, Isla, se encontraba en estos mismos momentos tumbada en su anémona,
entretenida en hacer burbujas con las últimas reservas de oxígeno que le quedaban.
Los mechones de pelo rojo vino se retorcían con los brazos dorados de aquella planta.
Su veneno, que era como un perfume para ella, mantenía alejados a los depredadores
no inmunizados.
Era el día de la Venida de Proteo, la máxima deidad marina, y toda aquella parte del
océano estaba en calma. Al anochecer comenzaría este festejo para dar gracias a la
generosidad del mar.
Isla se estiró hundiendo sus brazos. Lo primero que pensaba cuando se despertaba era
en como amaba su concha, recubierta de la anémona dorada liguataurum. La piel de
ésta era suave y mullida, se adaptaba perfectamente a su cuerpo. Además era una
planta fuerte, se dormía con la certeza de que aquellos tentáculos dorados la sujetarían
cuando se hundiera entre ellos, por mucho oxígeno que tuviera en los pulmones.
Contaba la leyenda que algunos antropiscios vivían en tal pobreza que no podían
comprarse una concha decente y cuando se quedaban dormidos con los pulmones
hinchados, resbalaban de los brazos de sus endebles algas y flotaban y flotaban, hasta
que el sol les despertaba en la superficie. Y entonces, como siempre pasa en todos los
mitos marinos, venían los humanos en barcazas y les cazaban clavándoles una lanza
en el vientre para cocinarlos al fuego.
Obviamente eso era mentira, cualquier sirena se despertaría si saliera flotando, pero los
vendedores de conchas hacían su agosto. Aunque para ser sinceros... Isla se
encontraba más segura cubierta por un buen edredón de liguataurum.
Al fin, se desperezó desenredándose de aquella maraña. La sirena se incorporó, cogió
impulso y salió disparada nadando hacia arriba. Ara, que dormitaba en la falda de
tentáculos que sobresalía de la concha de Isla, abrió los ojitos de forma automática, al
sentir la corriente que había creado la joven a su paso.
Ara era una tiburón preciosa, con la piel tan blanca y brillante como el nácar, y tan dura
como el cuero. Los ojos redondos como dos lunitas plateadas parecían estar siempre
alerta. Pero lo que más le fascinaba a Isla eran sus dientes, una ristra de cuchillos
ensartados en una maquinaria perfecta y feroz. Isla solía deslizar la yema del dedo sobre
el filo, diente a diente, asombrada, contemplando su poder. Ara destrozaría,
despedazaría y trituraría a todo aquél que le hiriera de verdad. Incluso lo haría, tan solo
con pedírselo… fantaseaba a menudo con ver a Guedro machacado en esa dentadura.
La tiburón nadó tras la joven sirena, alcanzándola en un par de segundos.
— Buenos días gandula. — Le susurró Isla y se abrazó a su tronco, nadando juntas
hacia arriba. Era uno de aquellos días en los que el mar estaba en penumbra, apenas
se filtraba luz del cielo. Los pronósticos auguraban una Venida de Proteo lluviosa.

Y efectivamente, cuando Isla y Ara llegaron a la superficie, corroboraron los pronósticos.
Llovía. Isla sonrió, le encantaba hacerse la muerta y flotar y flotar mientras gotas de
lluvia le masajeaban todo el cuerpo. Ara, que no soportaba el pasatiempo de su amiga
(le parecía un sopor) se fue resignada a buscar algo para desayunar.
A pesar de que encontrarse mirando como caían encima de ella las gotas de lluvia era
un momento de relajación para Isla, la Venida de Proteo le agitaba cabeza como una
sardinilla atrapada en la red.
Desde hacía algún tiempo odiaba esta festividad. Durante el ocaso, el clan nadaba hacia
el Bosque de Islas: un cúmulo de islotes altos y repletos de árboles. Alrededor de los
islotes se salpicaban algunas pequeñas rocas, seguramente desprendidas de éstos.
Allí, sobre las rocas, refugiados por las altas paredes de las islas, los tritones y sirenas
hacían algo que en el resto del año no se repetiría: cocinar con fuego.
Encendían varias hogueras en las que hervían caracoles de mar mezclados con algas
rojas, asaban langostas y las bañaban en tinta de calamar, freían cangrejos y los servían
en grandes caparazones (los antropiscios se volvían locos con este aperitivo) mejillones
con fideos de mar, sopa de bogavante, sardinas fritas, huevas de salmón con almejas y
gambas, puré de erizo con picatostes de coral… Sin duda alguna acababan a reventar.
Pero a pesar de que Isla era una tragona y se deleitaba con cada bocado que iba
picoteando, esto era, prácticamente, lo único que le seguía gustando. Es curioso,
pensaba mientras flotaba con los brazos extendidos, le tendría que traer buenos
recuerdos por todo lo que se divirtió en el pasado. Se había reído a carcajadas junto a
las sirenas que un día fueron sus amigas, jugado a ser humanos de vacaciones en la
costa, hecho barbas de espuma o tirado bolas de algas.
Pero todas habían cambiado. El problema era que Isla no había cambiado de la misma
forma que ellas. Ahora las risas y los juegos dejaban paso a las sonrisas forzadas y a
los saludos por compromiso. Islandia se sentía como una extraña entre personas que
siempre habían estado ahí, con las que había crecido y que ahora parecía no conocer.
Ellas seguían el curso natural de la historia: se preocupaban por elegir bien al tritón que
las iba a fecundar, por tener muchos muchos hijos, establecer una morada segura para
poder criarlos… a Islandia no le interesaba lo más mínimo todo aquello. Tenía necesidad
de vivir, en su peculiar forma de darle sentido a esta palabra. Tener hijos significaba
comulgar con el destino que ya habían pensado para ella. Quizás, en esto, había salido
a su madre.
Pasó el día entretenida jugando con Ara, ya que en la Venida de Proteo nadie trabajaba,
excepto su madre claro, que lo hacía a escondidas. Mientras el sol se hundía en el
Atlántico, los antropicios fueron llegando al Bosque de Islas. La sirena intentaba
postergar al máximo este momento, pero antes de que fuera noche cerrada tenía que
estar allí.
—Lo siento Ara, pero sabes que te tienes que quedar aquí— Isla puso la malla tapando
la entrada natural que dejaban los arrecifes de su morada y Ara la miró con desdén
desde dentro. — Ya me gustaría que vinieses, seguro que tendría mejor conversación
contigo. — le susurró la joven, mientras ataba el último nudo de la malla. La tiburón se
acomodó en la arena blanca. Sabía que no tenía nada que hacer, así que se confinó al
aburrimiento y cerró los ojos. Nunca ponía resistencia a su cautiverio.

Islandia se dio los últimos retoques, se recolocó el sencillo chaleco de piel de foca
—los antropiscios, al contrario de los humanos, se cubrían el cuerpo únicamente para
festejos y ocasiones especiales— encontró el brazalete que le había hecho su madre
hace algunos años y se lo puso en mitad del brazo. Dos columnas espinales de algún
pez, bañadas en nácar, cabeza con cabeza, mirándose de lado. Si no fuera por el brillo
del nácar, apenas resaltaría en su blanca piel.
Se volvió a poner, por tercera vez, el ungüento abrillantador en las escamas. Su madre
lo fabricaba con una mezcla de algas, tripas y sedimentos. No era muy presumida, pero
la cola se la cuidaba muchísimo. Ya se sabía, “Una buena cola es mejor que la más
firme coraza”
Para acabar, se trenzó el cabello hacia un lado, rojo oscuro como el vino tinto y lo ató
con una cuerda negra en forma de lazo. Suspiró, y de su boca nacieron mil burbujas.
Tenía que irse ya.
Cuando sacó la cabeza fuera del mar, Isla contempló un cielo despejado y las aguas,
quietas como una balsa de aceite. Ni rastro de lluvia.
A lo lejos la luna creciente sonreía en el cielo. Las fogatas en las rocas que se esparcían
en el mar, iluminaban el Bosque de Islas, con luces que parecían tener vida propia,
amarillas y naranjas.
Sombras de sirenas y tritones bailaban al ritmo de las llamas en la piedra de las ínsulas,
que desprendían un aura verdosa por su abundante vegetación.
Isla nadó tan cerca como para oler el pescado frito y además, reconocer a su madre
conversando con Ha Laya, la Matriarca del clan. No le sorprendió demasiado. Aunque
Ha Laya la Matriarca era selectiva con sus compañías, la madre de Isla, Petra, se había
colocado estos últimos años entre las personas más influyentes del clan.
Isla nadó hacia ellas, que se encontraban alrededor de una roca con un gran caparazón
de tortuga en medio.
— Anda mira, si es mi pececilla— dijo Petra al ver a su hija acercarse. Le sonrió y dio
un pequeño sorbo a un cuenco lleno de la misma crema naranja que contenía el
caparazón de tortuga. Lo dejó apoyado en la roca. — No te puedes negar, la crema de
bogavante está recién hecha— dijo mientras hundía el brazo hasta el codo en el
caparazón, rebuscaba en el fondo y lo sacaba con una concha llena de crema
humeante.
Ha Laya la miró de forma inquisidora y las arruguitas de la boca se le marcaron aún
más. Era una sirena entrada en años, con canas plateadas peinadas en un gran moño
que decoraba con los más preciosos tesoros marinos. A pesar de su edad, conservaba
una buena figura.
— Buenas noches Islandia. Estás resplandeciente. — Afirmó Ha Laya, con voz firme y
autoritaria. Isla se asombró tanto del halago como de que supiera su nombre. Nunca
se había dignado ni a mirarla. Iba a abrir la boca para responder pero de repente algo
sobresaltó a Ias tres sirenas.
— ¡Pero a quién tenemos aquí, buenas noches preciosas!— Lina, madre de Guedro, (el
tritón que más odiaba Isla en todos y cada uno de los mares del mundo) llegó con su
exaltación habitual y la cara exageradamente pintada. El rojo le rebosaba de los labios
y se acumulaba en las arrugas de la comisura. Llevaba recogido su cabello grisáceo en

dos moños altos, con largos helechos verdes colgando de ellos y un manto hecho de
anguilas muertas que le cubría los hombros. A Islandia se le revolvió el estómago. Esa
mujer le parecía un espectáculo lamentable.
Lina, tras saludar a Ha Laya y Petra con júbilo decreciente de una a otra, dirigió su
mirada de serpiente hacía Isla:
— Anda, pero que... simple vas. No te has arreglado mucho, pero no llevas mala cara
del todo— acabó su frase con una gran sonrisa.
Por primera vez, Ha Laya también sonrió — La belleza Lina, cuanto más se adorna,
más se tapa. — le dijo con calma y se dirigió hacia Isla: — Te encuentro guapísima,
Islandia. Tienes el precioso pelo de tu madre. Y bueno, cuéntanos, ¿Qué planes tienes?
hablábamos de eso antes de que llegaras.
— Bueno…De momento… de momento estoy trabajando con ella, con mi madre. He
aprendido mucho estos últimos años. — Respondió Isla. Al ver que Ha Laya asentía
interesada, esperando más, continuó hablando. — Sé qué plantas se utilizan para el
dolor de tripas, en qué rocas crece el musgo que corta las hemorragias, los diferentes
tipos de algas…— se mordió el labio y miró de reojo hacia el cielo, como hacía siempre
que pensaba— ¡Nunca hubiera imaginado la infinidad de algas que hay! Ahora gracias
a Ara soy capaz de reconocer prácticamente todas.
— ¡Ara! ¡Ara! — bramó Lina, — ¡Esa bestia tiene nombre! ¡Qué bárbaro! — gritó,
mientras retorcía nerviosa la cabeza de una anguila de su manto.
— Bueno… esa bestia tiene el mejor olfato del Reino Marino, Lina. — Intervino Petra.
— Sí sí, si lo sé… Y gracias a ello os habéis bañado en caviar. — respondió Lina, que
ahora apretaba firmemente el cuello de la misma anguila. — Reconozco que vendéis
remedio para todo. Pero no me parece adecuado — en ese instante trasladó la mirada
de Petra hacia Ha Laya — anteponer el beneficio de unos pocos, a la seguridad de todo
un pueblo.
— Ara nunca ha hecho daño a nadie. — Apeló Isla.
— Tampoco hay que esperar que lo haga. — contestó Lina, con una mueca impasible.
La rabia saturaba el cerebro de Islandia y no la dejaba pensar con fluidez. Podría darle
tantas contestaciones sobre por qué Ara era lo mejor que le había pasado en la vida
que no sabía por cual decidirse.
— Ara no solo beneficia a unos pocos, Lina, beneficia a todo el pueblo. — Repuso Petra.
— sin ella jamás encontraríamos las flores que tratan la tristeza continua de Lugete o la
halitosis de Hodentia. O pregúntale a Montis, por ejemplo, que necesita un alga que
crece bajo tierra para mantenerse despierto. O a Rotus, que consiguió frenar la
descamación acelerada de su cola.
Isla se sintió aliviada ante la defensa de su madre. Argumentos, argumentos eran lo que
necesitaban y no reproches de niñas pequeñas como el que había hecho ella. Mientras
tanto, la cara de Ha Laya permanecía imperturbable, sin dejar adivinar por quién se
inclinaba, qué pensaba.
— Sé que no pretendes ser mala sirena, Petra, pero vives en una comunidad. —
Masculló Lina. — No podéis andar por ahí paseándoos con un amasijo de cuchillas sin
raciocinio.

Petra hizo ademán de contestar, pero Lina continuó. — En fin. Mal aliento de una
anciana y lloros de una sirena demasiado… delicada — dijo mientras acariciaba la
anguila que colgaba de su hombro izquierdo— si ese es el precio que hay que pagar
para que nuestras crías crezcan sanas y salvas, preguntémosle al pueblo si está
dispuesto a pagarlo. Disfrutad de la Venida de Proteo, Petra, Ha Laya. — dejó su concha
vacía en la roca, y se sumergió.
Nada le auguraba a Isla el desastre que se le echaba encima.


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