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LAS ENSEÑANZAS DE
DON JUAN
(Una forma Yaqui de conocimiento)
Carlos Castaneda
1
Índice
Introducción.................................................................................... 3
Las enseñanzas
Capítulo I ..................................................................................... 10
Capítulo II .................................................................................... 15
Capítulo III ................................................................................... 25
Capítulo IV ................................................................................... 43
Capítulo V .................................................................................... 53
Capítulo VI ................................................................................... 61
Capítulo VII ................................................................................. 67
Capítulo VIII ................................................................................ 74
Capítulo IX ................................................................................... 79
Capítulo X .................................................................................... 84
Capítulo XI ................................................................................... 92
2
INTRODUCCIÓN
DURANTE el verano de 1960, siendo estudiante de antropología en la Universidad de
California, los Ángeles, hice varios viajes al suroeste para recabar información sobre las plantas
medicinales usadas por los indios de la zona. Los hechos que aquí describo empezaron durante
uno de mis viajes. Esperaba yo un autobús Greyhound en un pueblo fronterizo, platicando con
un amigo que había sido mi guía y ayudante en la investigación. De pronto se inclinó hacia mí y
dijo que el hombre sentado junto a la ventana, un indio viejo de cabello blanco, sabía mucho de
plantas, del peyote sobre todo. Pedía mi amigo presentarme a ese hombre.
Mi amigo lo saludó, luego se acercó a darle la mano. Después de que ambos hablaron un rato,
mi amigo me hizo seña de unírmeles, pero inmediatamente me dejó solo con el viejo, sin
molestarse siquiera en presentarnos. El no se sintió incomodado en lo más mínimo. Le dije mi
nombre y él respondió que se llamaba Juan y que estaba a mis órdenes. Me hablaba de "usted".
Nos dimos la mano por iniciativa mía y luego permanecimos un tiempo callados. No era un
silencio tenso, sino una quietud natural y relajada por ambas partes. Aunque las arrugas de su
rostro moreno y de su cuello revelaban su edad, me fijé en que su cuerpo era ágil y musculoso.
Le dije que me interesaba obtener informes sobre plantas medicinales. Aunque de hecho mi
ignorancia con respecto al peyote era casi total, me descubrí fingiendo saber mucho, e incluso
insinuando que tal vez le conviniera platicar conmigo. Mientras yo parloteaba así, él asentía
despacio y me miraba, pero sin decir nada. Esquivé sus ojos y terminamos por quedar los dos en
silencio absoluto. Finalmente, tras lo que pareció un tiempo muy largo, don Juan se levantó y
miró por la ventana. Su autobús había llegado. Dijo adiós y salió de la terminal.
Me molestaba haberle dicho tonterías, y que esos ojos notables hubieran visto mi juego. Al
volver, mi amigo trató de consolarme por no haber logrado algo de don Juan. Explicó que el
viejo era a menudo callado o evasivo; pero el efecto inquietante de ese primer encuentro no se
disipó con facilidad.
Me propuse averiguar dónde vivía don Juan, y más tarde lo visité varias veces. En cada visita
intenté llevarlo a ha blar del peyote, pero sin éxito. No obstante, nos hicimos muy buenos
amigos, y mi investigación científica fue relegada, o al menos reencaminada por cauces que se
hallaban mundos aparte de mi intención original.
El amigo que me presentó a don Juan explicó más tarde que el viejo no era originario de
Arizona, donde nos conocimos, sino un indio yaqui de Sonora.
Al principio vi a don Jua n simplemente, como un hombre algo peculiar que sabía mucho sobre
el peyote y que hablaba el español notablemente bien. Pero la gente con quien vivía lo
consideraba dueño de algún "saber secreto", lo creía "brujo". Como se sabe, la palabra denota
esencialmente a una persona que, posee poderes extraordinarios, por lo general malignos.
Después de todo un año de conocernos, don Juan fue franco conmigo. Un día me explicó que
poseía ciertos conocimientos recibidos de un maestro, un "benefactor como él lo llamaba, que
lo había dirigido en una especie de aprendizaje. Don Juan, a su vez, me había escogido como
aprendiz, pero me advirtió que yo debería comprometerme a fondo, y que el proceso era largo y
arduo.
Al describir a su maestro, don Juan usó la palabra "diablero". Más tarde supe que ése es un
término usado sólo por los indios de Sonora. Denota a una persona malvada que practica la
magia negra y puede transformarse en animal: en pájaro, perro, coyote o cualquier otra criatura.
En una de mis visitas a Sonora tuve una experiencia peculiar que ilustraba el sentir de los indios
hacia los diableros. Iba yo conduciendo un auto de noche, en compañía de dos amigos indios,
cuando vi a un animal, al parecer un perro, cruzar la carretera. Uno de mis compañeros dijo que
no era un perro, sino un coyote enorme. Disminuí la velocidad, y me acerqué a la cuneta para
verlo bien. Permaneció unos cuantos segundos más al alcance de los faros y luego corrió a
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adentrarse en el chaparral. Era sin duda un coyote, pero del doble de l tamaño ordinario.
Hablando excitadamente, mis amigos convinieron en que era un animal muy fuera de lo común,
y uno de ellos indicó que podía tratarse de un diablero. Decidí relatar aquella experiencia para
interrogar a los indios de aquella zona sobre sus creencias en cuanto a la existencia de los
diableros. Hablé con muchas personas, contando la anécdota y haciendo preguntas. Las tres
conversaciones siguientes indican sus creencias al respecto.
-¿Crees que era un coyote, Choy? -pregunté a un joven después de que oyó la historia.
-Quién sabe. Un perro, de seguro. Demasiado grande para coyote.
-¿Crees que pudo ser un diablero?
-Esos son puros cuentos. Esas cosas no existen.
-¿Por qué dices eso, Choy?
-La gente se imagina cosas. Te apuesto a que si hubieran cogido al animal habrían visto que
era un perro. Una vez tenía yo que hacer un trabajo en otro pueblo, y me levanté antes del
amanecer y ensillé un caballo. De ida, me encontré en el camino con una sombra oscura que
parecía un animal enorme. Mi caballo se encabritó y me tiró de la silla. Yo también casi me
muero del susto, pero resultó que la sombra era una mujer que iba caminando al pueblo.
-¿O sea, Choy, que no crees que existan los diableros?
-¡Diableros! ¿Qué es un diablero? ¡Dime qué es un diablero!
-No sé, Choy. Manuel iba conmigo esa noche y dijo que el coyote podría haber sido un
diablero. ¿Tú no puedes decirme qué es un diablero?
-Dizque un diablero es un brujo que cambia de forma y toma la que quiere. Pero todo el
mundo sabe que eso es puro cuent o. Los viejos de aquí están llenos de historias sobre diableros.
No las vas a hallar entre nosotros los más jóvenes.
-¿Qué clase de animal piensa usted que fue, doña Luz? -pregunté a una mujer de edad madura.
-Eso sólo Dios lo sabe, pero creo que no era un coyote. Hay cosas que parecen coyotes, pero
no son. ¿Iba corriendo el coyote, o estaba comiendo?
-Estuvo inmóvil casi todo el tiempo, pero creo que cuando lo vi al principio estaba comiendo
algo.
-¿Está usted seguro de que no llevaba nada en el hocico?
-A lo mejor sí. Pero dígame, ¿tendría eso algo que ver?
-Sí, si tendría. Si llevaba algo en el hocico, no era un coyote.
-¿Qué era entonces?
-Era un hombre o una mujer.
-¿Cómo se llaman esas personas, doña Luz?
No respondió. La interrogué un rato más, pero sin éxito. Finalmente dijo no saber. Le pregunté
si aquellas personas se llamaban diableros, y respondió que "diablero" era uno de los nombres
que se les daban.
-¿Conoce usted a algún diablero? -pregunté.
-Conocí a una mujer -dijo-. La mataron. Eso pasó cuando yo era niña. Dizque la mujer se
convertía en perra. Y cierta noche una perra entró en la casa de un blanco a robar queso. El
blanco la mató con una escopeta, y en el mismo instante en que la perra murió en la casa del
blanco, la mujer murió en su choza. Sus parientes se juntaron y fueron al blanco a exigirle pago.
El blanco les pagó buen dinero por haber matado a la mujer.
-¿Cómo pudieron exigirle pago si sólo mató un perro?
-Dijeron que el blanco sabía que no era perro, porque había otros hombres con él y todos
vieron que el animal se paró en dos patas, como gente, para alcanzar el queso, que estaba en una
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bandeja colgada del techo. Los hombres estaban esperando al ladrón porque todas las noches le
robaban queso al blanco. Así que el blanco mató al ladrón sabiendo que no era perro.
-¿Hay muchos diableros en estos días, doña Luz?
-Esas cosas son muy secretas. Dicen que ya no hay diableros, pero yo lo dudo, porque alguien
de la familia del diablero tiene que aprender lo que el diablero sabe. Los dia bleros tienen sus
propias leyes, y una de ellas es que un diablero debe enseñar sus secretos a algún pariente suyo.
-¿Qué cree que era el animal, don Genaro? -pregunté a un hombre muy anciano.
-Un perro de algún rancho de por ahí. ¿Qué otra cosa?
-¡Podría haber sido un diablero!
-¿Un diablero? ¡Está loco! No hay diableros.
-¿Quiere usted decir que ya no hay, o que nunca hubo?
-En un tiempo sí hubo. Es cosa sabida de todos, Pero la gente les tenía mucho miedo y los
mató.
-¿Quién los mató, don Genaro?
-Toda la gente de la tribu. El último diablero que yo conocí fue S . . . Mató docenas, quizá
hasta cientos de personas con su brujería. No podíamos tolerar eso y la gente se juntó y una
noche le cayeron por sorpresa y lo quema ron vivo.
-¿Cuándo fue eso, don Gena ro?
-En mil novecientos cuarenta y dos.
-¿Lo vio usted?
-No, pero la gente todavía lo comenta. Dicen que no quedaron cenizas, aunque la estaca era de
madera verde. Todo lo que quedó al final fue un gran charco de grasa.
Aunque don Juan tildaba de diablero a su benefactor, nunca mencionó el sitio donde había
adquirido su saber ni identificó a su maestro. De hecho, don Juan revelaba muy poco de su vida
personal. Sólo decía que nació en el suroes te en 1891; que había pasado casi toda su vida en
México; que en 1900 su familia fue exiliada por el gobierno a la parte central del país, junto con
miles de otros indios sonorenses, y que él vivió en el centro y el sur de México hasta 1940, Así,
como don Juan había viajado mucho, su conocimiento podía ser producto de múltiples
influencias. Y aunque se consideraba indio de Sonora, yo no podía tener certeza para catalogar
totalmente su saber en la cultura de los indios sonorenses. Pero no es mi intención determinar
aquí su medio cultural preciso.
En junio de 1961 inicié mi aprendizaje con don Juan. Anteriormente lo había visto en diversas
ocasiones, pero siempre en calidad de observador antropológico. Durante esas primeras
conversaciones, yo tomaba notas en forma encubierta. Luego, confiando en mi memoria,
reconstruía toda la conversación. Pero cuando empecé a participar como aprendiz, tal método
de tomar notas se dificultó mucho, pues nuestras conversaciones se referían a muchos temas diferentes. Entonces don Juan me permitió -aunque tras de vigorosa protesta- anotar abiertamente
cuanto se dijera. También me habría gustado tomar fotos y hacer grabacio nes, pero no quiso
permitírmelo.
Serví como aprendiz primero en Arizona y después en Sonora, porque don Juan se mudó a
México durante el curso de mi preparación. El procedimiento que seguí fue verlo durante unos
cuantos días cada determinado tiempo. Mis visitas se hicieron más frecuentes y más largas
durante los meses de verano de 1961, 1962, 1963 y 1964. En retrospec tiva, pienso que este
método de conducir el aprendizaje impidió que la enseñanza fuera completa, porque retrasó la
venida del compromiso pleno indispensable para convertirme en brujo. Sin embargo, el método
fue benéfico desde mi punto de vista personal, porque me dio un poco de distancia, y eso
fomentó a su vez un sentido de examen crítico que habría sido imposible de lograr si yo hubiera
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participado continuamente, sin interrupción. En septiembre de 1965 interrumpí voluntariamente
el aprendizaje.
Varios meses después de mi retirada, medité por primera vez en la idea de ordenar
sistemáticamente mis notas de campo. Como los datos que había reunido eran bastante
voluminosos e incluían mucha información miscelánea, empecé por tratar de establecer un
sistema de clasificación. Dividí los datos en grupos de conceptos y procedimientos
interrelacionados y dispuse tales grupos en orden jerárquico de importancia subjetiva, es decir,
de acuerdo con el efecto que cada uno había tenido sobre mí. En esa forma llegué a la siguiente
clasificación: usos de plantas alucinógenas; procedimientos y fórmulas empleados en la
brujería; adquisición y manipulación de objetos de poder; usos de plantas medicinales;
canciones y leyendas.
Reflexionando sobre los fenómenos experimentados, advertí que mi intento de clasificación
no había producido sino un inventario de categorías; cualquier intento de refinar mi plan no
daría, por tanto, sino un inventario más complejo. Eso no era lo que yo deseaba. Durante los
meses siguientes a mi abandono del aprendizaje, necesité comprender lo que había
experimentado, y lo que había experimentado era la enseñanza de un sistema coherente de
creencias por medio de un método pragmático y experimental. Desde la primera sesión en que
participé, se me había hecho ma nifiesto que las enseñanzas de don Juan poseían cohesión
interna. Una vez decidido definitivamente a comunicarme su saber, procedió a hacer sus
explicaciones por pasos orde nados. Descubrir ese orden y comprenderlo resultó para mí una
tarea en extremo difícil.
Mi incapacidad de lograr una comprensión parece haber nacido del hecho de que, tras cuatro
años como aprendiz, seguía siendo un principiante. Resultaba claro que el conocimiento de don
Juan y su método de trasmitirlo eran los de su benefactor; así, mis dificultades para comprender
sus enseñanzas debieron de ser análogas a las que él mismo experimentó. Don Juan aludía a
nuestra similitud como principiantes en comentarios incidentales sobre la incapacidad de
comprender a su maestro durante su propio aprendizaje. Tales observaciones me llevaron a
creer que para cualquier principiante, indio o no, el conocimiento de la brujería se hacía
incomprensible por las características extranjeras de los fenómenos que el aprendiz
experimentaba. Personalmente, como occidental, dichas características me resultaron tan ajenas
que me fue prácticamente imposible explicarlas según mi propia vida cotidiana, y me vi forzado
a concluir que sería inútil cualquier intento de clasificar mis datos de campo en mis propios
términos.
Así se hizo obvio que el saber de don Juan debía ser examinado como él mismo lo
comprendía; sólo en esos términos podría manifestarse en forma convincente. Sin embargo, al
tratar de reconciliar mis puntos de vista con los de don Juan advertí que, cuando trataba de
explicarme su saber, usaba siempre conceptos que lo hicieran "inteligible". Como esos
conceptos eran ajenos a mí, tratar de comprender los conocimientos de don Juan como él los
comprendía me colocaba en otra posición insostenible. Por tanto, mi primera tarea era
determinar el orden de conceptualización empleado por don Juan. Trabajando en ese sentido, vi
que él mismo había hecho hincapié particular en cierto terreno de sus enseñanzas:
específicamente, los usos de plantas alucinógenas. Sobre la base de este descubrimiento, revisé
mi propio esquema de categorías.
Don Juan usó, por separado y en distintas ocasiones, tres plantas alucinógenas: peyote
(Lophophora williamsii), toloache (Datura inoxia syn. D. meteloicles) y un hongo
(posiblemente Psilocybe mexicana). Desde antes de su contacto con europeos, los indios
americanos conocían las propiedades alucinógenas de estas tres plantas. A causa de sus
propiedades, han sido muy usadas por placer, para curar, en la brujería, y para alcanzar un
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estado de éxtasis. En el contexto específico de sus enseñanzas, don Juan relacionaba el uso de la
Datura inoxia y la Psilocybe mexicana con la adquisición de poder, un poder que él llamaba un
"aliado". Relacionaba el uso de la Lophophora williamsii con la adquisición de sabiduría, o
conocimiento de la buena manera de vivir.
La importancia de las plantas consistía, para don Juan, en su capacidad de producir etapas de
percepción peculiar en un ser humano. Así, me guió al experimentar una serie de tales etapas
con el propósito de exponer y validar su conocimiento. Las he llamado "estados de realidad no
ordinaria", en el sentido de realidad inusitada contrapues ta a la realidad ordinaria de la vida
cotidiana. La distinción se basa en el significado inherente a los estados de realidad no
ordinaria. En el contexto del saber de don Juan se consideraban reales, aunque su realidad se
diferenciaba de la realidad ordinaria.
Don Juan consideraba los estados de realidad no ordinaria como única forma de aprendizaje
pragmático y único medio de adquirir el poder. Daba la impresión de que otras partes de sus
enseñanzas eran incidentales a la adquisición de poder. Este punto de vista permeaba la actitud
de don Juan hacia todo lo que no estaba conectado directamente con los estados de realidad no
ordinaria. A través de mis notas de campo hay referencias dispersas al sentir de don Juan. Por
ejemplo, en una conversación insinuó que algunos objetos poseen en sí mismos cierta cantidad
de poder. Aunque él en lo particular no tenía ninguna respeto por los objetos de poder, decía
que los brujos menores a me nudo se valían de ellos. Le pregunté frecuentemente sobre esos
objetos, pero pareció no tener interés en discutirlos. Sin embargo, cuando el tema se trajo a
colación. en otra oportunidad, consintió, con renuencia en hablar de ellos.
-Hay ciertos objetos empapados de poder -dijo-. Hay cantidades de objetos así cultivados por
hombres poderosos con ayuda de espíritus amigos. Estos objetos son herramientas; no son
herramientas comunes, sino herramientas de muerte. Pero no son más que objetos; no tienen
poder de enseñar. Hablando con propiedad, están en el terreno de los objetos de guerra; están
hechos para la lucha; están hechos para matar, cuando se los arroja.
-¿Qué clase de objetos son, don Juan?
-No son en realidad objetos; más bien son modos de poder.
-¿Cómo puede uno obtener esos modos de poder, don Juan?
-Depende de la clase de objeto que quieras.
-¿Cuántas clases de objetos hay?
-Ya te dije, docenas. Cualquier cosa puede ser un obje to de poder.
-Bueno, entonces, ¿cuáles s on los más poderosos?
-El poder de un objeto depende de su dueño, de la clase de hombre que sea. Un objeto de
poder cultivado por uno de esos brujos de mala muerte es una idiotez; en cambio, un brujo
fuerte y poderoso da su fuerza a sus herramientas.
-¿Cuáles son entonces los objetos de poder más comunes? ¿Cuáles prefieren la mayoría de los
brujos?
-No hay preferencias. Todos son objetos de poder, todos son lo mismo,
-¿Usted tiene alguno, don Juan?
No respondió; sólo me miró y se echó a reír. Permane ció callado largo rato, y pensé que mis
preguntas lo molestaban.
-Hay limites para esos modos de poder -prosiguió-. Pero de esto yo tengo la seguridad que no
entiendes ni una palabra. A mi me ha llevado casi una vida entender que, por sí solo, un aliado
puede revelar todos los secretos de esos poderes menores y volverlos cosa de niños. Yo tuve
herramientas así en un tiempo, cuando era muy joven.
-¿Qué objetos de poder tenía usted?
-Maíz pinto, cristales y plumas.
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-¿Qué es el maíz pinto, don Juan?
-Un grano de maíz que tiene una raya de color rojo en la mitad.
-¿Es un solo grano?
-No. Un brujo tiene cuarenta y ocho.
-¿Qué hacen esos granos de maíz, don, Juan?
-Cada uno puede matar a un hombre entrando en su cuerpo.
-¿Y cómo entra en el cuerpo?
-Es un objeto de poder y su poder consiste, entre otras cosas, en entrar en el cuerpo.
-¿Y qué hace cuando entra?
-Se hunde; se acomoda en el pecho o en los intestinos. El hombre se enferma y, a menos que
el brujo que lo atienda sea más fuerte que el que le hizo la brujería, muere tres meses después
del momento en que el grano de maíz le entró en el cuerpo.
-¿Hay alguna manera de curarlo?
-El único modo es sacándole el maicito, pero muy pocos brujos se atreven a hacerlo. Puede
que un brujo logre chuparlo, pero si no es lo bastante fuerte para rechazarlo, el maíz se le mete
en el propio cuerpo y lo mata en lugar del otro.
-Pero ¿cómo logra un grano de maíz entrar en el cuer po de alguien?
-Para explicar eso debo hablarte de la brujería del maíz pinto, que es una de las brujer ías más
poderosas que conozco. La brujería se hace con dos maicitos. A uno se lo esconde en el botón
fresco de una flor amarilla. Luego, a la flor se la deja en algún lugar donde pueda quedar en
contacto con la víctima: en el camino por donde él pase a diario, o en cualquier parte donde
acostumbre llegar. Apenas la víctima pisa la flor, o la toca de cualquier manera, la brujería está
hecha. El maicito pinto se hunde en su cuerpo.
-¿Qué pasa con el grano de maíz después de que el hombre lo toca?
-Todo su poder entra en el hombre, y el grano queda libre. Se convierte en un maíz cualquiera.
Puede dejarse en el sitio de la brujería, o puede barrerse; no importa. Es mejor barrerlo y
echarlo al matorral para que algún pájaro se lo coma.
-¿Puede comérselo un pá jaro antes de que el hombre lo toque?
-No. Ningún pájaro es tan estúpido, te lo aseguro. Los pájaros no se le acercan.
Don Juan describió entonces un procedimiento muy complejo por medio del cual pueden
obtenerse tales maíces de poder,
-Debes tener en cuenta que el maíz pinto es un simple instrumento, no un aliado -dijo-.
Cuando hayas hecho esa distinción no tendrás problema. Pero si consideras que esas
herramientas son supremas, serás un tonto.
-¿Son los objetos de poder tan poderosos como un aliado? -pregunté.
Don Juan rió desdeñoso antes de contestar. Parecía estar esforzándose por tenerme paciencia.
-El maíz pinto, los cristales y las plumas son simples juguetes en comparación con un aliado
-dijo-. Un hombre necesita objetos de poder sólo cuando no tiene un aliado. Buscarlos es perder
el tiempo, sobre todo para ti. Tú deberías tratar de ganarte un aliado; cuando lo logres
comprenderás lo que te estoy diciendo ahora. Los objetos de poder son como juego de niños.
-No me entienda mal, don Juan -protesté-. Por supuesto que quiero tener un aliado, pero
también quiero saber todo lo que pueda acerca de los objetos de poder. Usted mismo ha dicho
que saber es poder,
-¡No! -dijo categórico-. El poder depende de la clase de saber que se tenga. ¿De qué sirve
saber cosas que no valen la pena?
En el sistema de creencias de don Juan, la adquisición de un aliado significaba exclusivamente
la explotación de los estados de realidad no ordinaria que produjo en mí usando plantas
alucinógenas. Creía que enfocando dichos estados y omitiendo otros aspectos del saber que él
impartía, yo llegaría a una visión coherente de los fenómenos experimentados.
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Por tanto, he dividido este libro en dos partes. En la primera, presento selecciones de mis
notas de campo, relativas a los estados de realidad no ordinaria que atravesé durante el
aprendizaje. Como he ordenado mis notas de acuerdo con la continuidad del relato, no siempre
tienen una secuencia cronológica exacta. Nunca describí por escrito un estado de realidad no
ordinaria hasta varios días después de haberlo experimentado, cuando ya podía tratarlo con
calma y objetividad. En cambio, mis conversaciones con don Juan fueron anotadas conforme
ocurrían, inmediatamente después de cada estado de realidad no ordinaria. Por ello, mis
informes de estas conversaciones tienen a veces fecha anterior a la descripción completa de una
expe riencia.
Mis notas de campo revelan la versión subjetiva de lo que yo percibía al atravesar la
experiencia. Esa versión se presenta aquí tal como la narraba a don Juan, quien exigía una
reminiscencia completa y fiel de cada detalle y un recuento en pleno de cada experiencia. Al
anotar dichas experiencias, añadí detalles incidentales, en un intento por recuperar el ámbito
total de cada estado de realidad no ordinaria. Quería describir en la forma más completa posible
el efecto emotivo que había experimentado.
Mis notas de campo manifiestan asimismo el contenido del sistema de creencias de don Juan.
He condensado largas páginas de preguntas y respuestas entre don Juan y yo, con el fin de no
reproducir la repetitividad propia de toda conversación. Pero como también quiero reflejar con
exactitud el tono general de nuestras conversaciones, he quitado únicamente el diálogo que no
aportó nada a mi comprensión de los conocimientos que don Juan me impartía. La infor mación
que él me daba era siempre esporádica, y por cada arranque de parte suya había horas de sondeo
por la mía. Sin embargo, en muchas ocasiones expuso libremente sus conocimientos.
En la segunda parte de este libro, presento un análisis estructural sacado exclusivamente de los
datos ofrecidos en la primera parte. A través de mi análisis intento cimentar los siguientes
argumentos: 1) don Juan presentaba sus enseñanzas como un sistema de pensamiento lógico; 2)
el sistema sólo tenía sentido examinado a la luz de sus propias unidades estructurales, y 3) el
sistema estaba planeado para guiar al aprendiz a un nivel de conceptualización que explicaba el
orden de los fenómenos que había experimentado el mismo aprendiz.
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PRIMERA PARTE
“LAS ENSEÑANZAS”
I
LAS NOTAS sobre mi primera sesión con don Juan están fechadas el 23 de junio de 1961, En
esa ocasión principiaron las enseñanzas. Yo había visto a don Juan varias veces antes,
únicamente en calidad de observador. En cada opor tunidad le había pedido instruirme sobre el
peyote. Siempre hacia caso omiso de mi petición, pero jamás rechazaba de plano el tema y yo
interpretaba sus titubeos como una posibilidad de que, rogándole más, podría inclinarse a ha blar
de sus conocimientos.
En esta sesión inicial me dio a entender claramente que podría tener en cuenta mi petición
siempre y cuando yo poseyera claridad de mente y propósito -con respecto a lo que le había
preguntado. Me era imposible cumplir tal condición, pues yo sólo le había pedido enseñanza
sobre el peyote como medio de establecer con él un lazo de comunicación. Pensé que su
familiaridad con el tema podía predisponerlo a estar más abierto y más dispuesto a hablar,
permitiéndome así el ingreso en su conocimiento de las propiedades de las plantas. Sin
embargo, él había tomado mi petición en sentido literal, y le preocupaba mi propósito de desear
aprender sobre el peyote.
Viernes, 23 de junio, 1961
-¿Me va usted a enseñar, don Juan?
-¿Por qué quieres emprender un aprendizaje así?
-Quiero, de veras que me enseñe usted lo que se hace con el peyote. ¿No es buena razón nada
más que querer saber?
-¡No! Debes buscar en tu corazón y descubrir por qué un joven como tú quiere emprender
tamaña tarea de aprendizaje.
-¿Por qué aprendió usted, don Juan?
-¿Por qué preguntas eso?
-Quizá los dos tenemos las mismas razones,
-Lo dudo. Yo soy indio. No andamos por los mismos caminos.
-Mi única razón es que quiero aprender, sólo por saber. Pero le aseguro, don Juan, que mis
intenciones no son malas.
-Te creo. Te he fumado.
-¿Cómo dice?
-No importa ya. Conozco tus intenciones.
-¿Quiere usted decir que vio a través de mí?
-Puedes decirlo así.
-¿Entonces me enseñará?
-¡No!
-¿Porque no soy indio?
-No. Porque no conoces tu corazón. Lo importante es que sepas exactamente por qué quieres
comprometerte. Aprender los asuntos del "Mescalito" es un acto de lo más serio. Si fueras
indio, tu solo deseo seria suficiente. Muy pocos indios tienen ese deseo.
Domingo, 25 de junio, 1961
Me quedé con don Juan toda la tarde del viernes. Iba a marcharme a eso de las 7 p.m.
Estábamos sentados en el zaguán de su casa y yo resolví preguntarle una vez más acerca de la
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enseñanza. Era casi una pregunta de rutina y esperaba que él volviese a negarse. Le pregunté si
había alguna forma de aceptar mi solo deseo de saber, como si yo fuera indio. Tardó un rato
largo en responder. Me sentí obligado a quedarme, porque don Juan parecía estar tratando de
decidir algo.
Finalmente me dijo que había una forma, y procedió a delinear un problema. Señaló que yo
estaba muy cansado sentado en el suelo, y que lo adecuado era hallar un "sitio" en el suelo
donde pudiera sentarme sin fatiga. Yo tenía las rodillas contra el pecho y los brazos enlazados
en torno a las pantorrillas. Cuando don Juan dijo que yo estaba cansado, advertí que me dolía la
espalda y me hallaba casi exhausto.
Esperé su explicación con respecto a lo de un "sitio", pero don Juan no hizo ningún intento
abierto de aclarar el punto. Pensé que acaso quería indicarme cambiar de posición, de modo que
me levanté y fui a sentarme más cerca de él. Don Juan protestó por mi movimiento y recalcó
claramente que un sitio significaba un lugar donde uno podía sentirse feliz y fuerte de manera
natural. Palmeó el lugar donde se hallaba sentado y dijo que ése era su sitio, añadiendo que me
había puesto una adivinanza: yo debía resolverla solo y sin más deliberación.
Lo que él había planteado como un problema que ha de ser resuelto era ciertamente una
adivinanza. Yo no tenía idea de cómo empezar, ni idea de lo que él tenía en mente. Varias veces
pedí una pista, o al menos un indicio, sobre cómo proceder a la localización de un punto donde
me sintiera feliz y fuerte. Insistí y argumenté que no tenía la menor idea de qué quería decir él
en realidad, porque no me era posible concebir el problema. El me sugirió caminar por el
zaguán, hasta hallar el sitio.
Me levanté y empecé a recorrer el suelo. Me sentí ridículo y fui a sentarme frente a don Juan.
El se enojó mucho conmigo y me acusó de no escuchar, diciendo que acaso no quisiera
aprender. Tras un rato se calmó y me explicó que no cualquier lugar era bueno para sentarse o
para estar en él, y que dentro de los confines del zaguán había un único sitio donde yo podía
estar en las mejores condiciones. Mi tarea consistía en distinguirlo entre todos los demás
lugares. La norma general era "sentir" todos los sitios posibles a mi alcance hasta determinar sin
lugar a dudas cuál era el sitio correspondiente.
.Argüí que, si bien el zaguán no era demasiado grande (3.5 X 2.5 metros), el número de sitios
posibles era avasallador, que requeriría un tiempo muy largo para probarlos todos y que como él
no especificaba el tamaño del sitio, las posibilidades podían ser infinitas. Mis argumentos
resultaron fútiles. Don Juan se puso en pie y, con mucha seve ridad, me advirtió que resolver el
problema tal vez requirie ra días, pero de no resolverlo daba igual que me marchara, porque él
no tendría nada que decirme. Recalcó que él sabía dónde era mi sitio, y que por tanto yo no
podría mentirle; dijo que sólo en esta forma le sería posible aceptar como razón válida mi deseo
de aprender los asuntos del Mescalito. Añadió que nada en este mundo era un regalo: todo
cuanto hubiera que aprender debía aprenderse por el camino difícil.
Dio vuelta a la casa para ir a orinar en el chaparral. De regreso entró directamente en su casa
por la parte trasera.
Pensé que la misión de hallar el supuesto sitio de felicidad era su propio modo de deshacerse
de mí, pero me levanté y empecé a pasear de un lado a otro. El cielo estaba claro. Podía ver
cuanto había en el zaguán y sus inmediaciones. Debí de caminar una hora o más, pero no
ocurrió nada que revelase la ubicación del sitio. Me cansé de andar y tomé asiento; tras unos
cuantos minutos me senté en otro lugar, y luego en otro, hasta cubrir todo el piso en forma
semisistemática. Deliberadamente procuraba "sentir" diferencias entre lugares, pero carecía de
criterio para la diferenciación. Sentí que estaba perdiendo el tiempo, pero me quedé. Mi
racionalización fue que había venido de lejos sólo para ver a don Juan, y en realidad no tenía
otra cosa que hacer.
11
Me acosté de espaldas y puse las manos bajo la cabeza a manera de almohada. Luego rodé y
permanecí un rato sobre mi estómago. Repetí este proceso rodando por todo el piso. Por
primera vez me pareció haber tropezado con un vago criterio. Sentía más calor acostado de
espaldas.
Rodé nuevamente, ahora en dirección contraria, y otra vez cubrí el largo del piso, yaciendo
boca abajo en los sitios donde estuve boca arriba en mi primera gira rodante. Expe rimenté las
mismas sensaciones de tibieza y frío según la postura, pero no diferencia entre los sitios.
Entonces se me ocurrió una idea que creí brillante: ¡el sitio de don Juan! Me senté allí y luego
me acosté, boca abajo al principio y después de espaldas, pero el lugar era igual a los otros. Me
levanté. Estaba harto. Quería despedir me de don Juan, pero no me atrevía a despertarlo. Miré
mi reloj. ¡Eran las 2 de la mañana! Había estado rodando durante seis horas.
En ese momento don Juan salió y rodeó la casa para ir al chaparral. Regresó y se detuvo junto
a la puerta. Me sentía completamente abatido, y quise decirle algo desagradable y marcharme.
Pero me di cuenta de que no era culpa suya; yo mismo había querido prestarme a todas esas
tonterías. Le declaré mi fracaso: llevaba toda la noche rodando en el suelo, como un idiota y
aún no podía hallar pies ni cabeza a la adivinanza.
Don Juan rió y dijo que eso no lo sorprendía, porque yo no había procedido, correctamente.
No había usado los ojos. Eso era cierto, pero yo estaba muy seguro de que él me había indicado
sentir la diferencia. Señalé esto, y él arguyó que es posible sentir con los ojos, cuando no están
mirando de lleno las cosas. En mi propio caso, dijo, no tenía yo otro medio de resolver el
problema que usar cuanto tenia: mis ojos.
Entró en la casa. Tuve la certeza de que me había obser vado. No tenía, pensé, otra forma de
saber que yo no había estado usando los ojos.
Empecé a rodar de nuevo, porque ése era el procedimiento más cómodo. Esta vez, sin
embargo, apoyé la barbilla en las manos y miré cada detalle.
Tras un intervalo cambió la oscuridad en torno mío. Mientras enfocaba el punto directamente
frente a mí, toda la zona periférica de mi campo de visión adquirió una coloración brillante, un
amarillo verdoso homogéneo. El efecto fue pasmoso. Mantuve los ojos fijos en el punto frente a
mí y empecé a reptar de lado, boca abajo, trecho por trecho.
De pronto, en un punto cercano a la mitad del piso, advertí otro cambio de color. En un sitio, a
mi derecha, aún en la periferia de mi campo de visión, el amarillo verdoso se hacía
intensamente púrpura. Concentré allí la atención. El púrpura se desvaneció en un color pálido,
pero brillante todavía, que permaneció estable mientras detuve en él mi atención.
Marqué el sitio con mi chaqueta y llamé a don Juan. Salió al zaguán. Yo estaba realmente
excitado; había visto claramente el cambio de matices. Don Juan no pareció impresio narse, pero
me indicó sentarme en el sitio e informarle de qué clase de sensación era aquélla.
Tomé asiento y luego me tendí de espaldas. En pie junto a mí, don Juan preguntó
repetidamente cómo me sentía, pero yo no experimenté nada diferente. Durante unos quince
minutos traté de sentir o ver una diferencia, mientras don Juan aguardaba paciente junto a mí.
Me sentí fastidiado. Tenía un sabor metálico en la boca. De un momento a otro me dolía la
cabeza. Estaba a punto de vomitar. La idea de mis esfuerzos absurdos me irritaba hasta la furia.
Me levanté.
Don Juan debió notar mi profunda amargura. No rió: dijo con mucha seriedad que, si quería
yo aprender, debía ser inflexible conmigo mismo. Sólo una opción me estaba abierta, dijo:
renunciar y marcharme, caso en el cual jamás aprendería, o resolver la adivinanza.
Entró de nuevo. Yo quería irme en el acto, pero me ha llaba demasiado cansado para conducir;
además, el percibir los colores había sido tan asombroso que yo no vacilaba en considerar
aquello como un criterio de algún tipo, y acaso pudieran percibirse otros cambios.
12
De cualquier modo, era demasiado tarde para irme. Me senté, estiré las piernas hacia atrás y
volvía comenzar desde el principio.
Durante esta ronda atravesé rápidamente cada lugar, pa sando por el sitio de don Juan, hasta el
final del piso, y luego viré para cubrir el lado exterior. Al llegar al centro advertí que otro
cambio de coloración estaba ocurriendo de nuevo en el borde de mi campo de visión. El color
verdoso pálido percibido en toda el área se convertía, en cierto sitio a mi derecha, en un
verdigrís nítido. Permaneció un momento y luego se metamorfoseó súbitamente en otro matiz
fijo, distinto del que yo había percibido antes. Me quité un zapato para marcar el punto, y seguí
rodando hasta cubrir el suelo en todas las direcciones posibles. No hubo ningún otro cambio de
coloración.
Volví al punto indicado por mi zapato y lo examiné. Quedaba a metro y medio o poco más del
sitio indicado por mi chaqueta, aproximadamente en dirección sureste. Ha bía una piedra grande
junto a él. Estuve tendido allí un buen rato, tratando de descubrir pistas, observando cada
detalle, pero no sentí nada diferente.
Decidí probar el otro sitio. Rápidamente giré sobre mis rodillas, y estaba a punto de acostarme
en la chaqueta cuando sentí una aprensión insólita. Era más bien como la sensación física de
que algo empujaba mi estómago. Me levanté de un salto, retrocediendo con el mismo impulso.
El cabello de mi nuca se erizó. Mis piernas se habían arqueado ligeramente, mi tronco estaba
echado hacia adelante y mis brazos se proyectaban rígidamente frente a mí, con los dedos
contraídos como garras. Advertí la extraña postura, y mi sobresalto aumentó.
Retrocediendo involuntariamente, tomé asiento en la piedra junto a mi zapato. De allí me dejé
resbalar al suelo. Intenté aclarar qué cosa había podido ocurrir para producirme tal susto. Pensé
que debía haber sido mi fatiga. Ya casi era de día, Me sentí ridículo y confuso. Sin embargo, no
tenía modo de explicar qué cosa me asustó, ni había descubierto lo que deseaba don Juan.
Resolví hacer un último intento. Me levanté, me acerqué despacio al lugar marcado por mi
chaqueta, y de nuevo sentí la misma aprensión. Esta vez hice un vigoroso esfuer zo por
dominarme. Tomé asiento y luego me arrodillé para tenderme boca abajo, pero no pude
acostarme pese a mi voluntad. Puse las manos en el suelo. Mi aliento se aceleró; se me revolvió
el estómago. Tuve una clara sensación de pánico y luché por no salir corriendo, Pensé que tal
vez don Juan me vigilaba. Lentamente repté de regreso al otro sitio y apoyé la espalda contra la
piedra. Quería descansar un rato para poner en orden mis ideas, pero me quedé dormido.
Oí a don Juan hablar y reír por encima de mi cabeza. Desperté.
-Hallaste el sitio -dijo.
Al principio no entendí, pero él me aseguró de nuevo que el lugar donde me había quedado
dormido era el sitio en cuestión. Una vez más preguntó qué sentía allí tendido. Le dije que en
realidad no advertía ninguna diferencia.
Me pidió comparar mis sensaciones en aquel momento con lo que había sentido al yacer en el
otro sitio. Por vez primera se me ocurrió conscientemente que me era imposible explicar mi
aprensión de la noche anterior, Don Juan me instó, con una especie de actitud de reto, a
sentarme en el otro sitio.
Por algún motivo inexplicable, yo tenía miedo a ese lugar, y no me senté en él. Don Juan
aseveró que sólo un tonto podía dejar de ver la diferencia.
Le pregunté si cada uno de los dos lugares tenía un nombre especial. Dijo que el bueno se
llamaba el sit io y el malo el enemigo; dijo que estos dos lugares eran la clave del bienestar de
un hombre, especialmente si buscaba conocimiento. El mero acto de sentarse en el sitio propio
creaba fuerza superior; en cambio, el enemigo debilitaba e incluso podía causar la muerte. Dijo
que yo había repuesto mi energía, dispendiada la noche anterior, echando una siesta en mi sitio.
También dijo que los colores percibidos por mí en asocia ción con cada sitio específico tenían
el mismo efecto general de dar fuerza o de reducirla.
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Le pregunté si existían para mí otros sitios como los dos que había hallado y cómo debería
hacer para localizarlos. Dijo que muchos lugares en el mundo serían comparables a esos dos, y
que la mejor manera de hallarlos era determi nar sus colores respectivos.
Yo no sabía a ciencia cierta si había resuelto el problema o no; de hecho, ni siquiera me
hallaba convencido de que hubiese habido algún problema; no podía dejar de sentir que la
experiencia era totalmente forzada y arbitraria. Estaba seguro de que don Juan me había
observado toda la noche para luego seguirme la corriente diciendo que el sitio donde me
quedara dormido era el buscado. Sin embargo, no veía yo motivo lógico de tal acción, y cuando
me retó a sentarme en el otro sitio no pude hacerlo. Había una extraña separación entre mi
experiencia pragmática de temer al "otro sitio" y mis consideraciones racionales sobre todo el
episodio.
Don Juan, en cambio, se hallaba muy seguro de que yo había triunfado y, actuando en
concordancia con mi éxito, me hizo saber que iba a instruirme con respecto al peyote.
-Me pediste que te enseñara los asuntos del Mescalito -dijo-. Yo quería ver si tenías espinazo
como para conocerlo cara a cara. Mescalito no es chiste. Debes ser dueño de tus recursos.
Ahora sé que puedo aceptar tu solo deseo como una buena razón para aprender.
-¿De veras va usted a enseñarme los asuntos del peyote?
-Prefiero llamarlo Mescalito. Haz tú lo mismo.
-¿Cuándo va usted a empezar?
-No es tan sencillo. Primero debes estar listo,
-Creo que estoy listo.
-Esto no es un chiste. Debes esperar hasta que no haya duda, y entonces lo conocerás.
-¿Tengo qué prepararme?
-No. Nada más tienes que esperar. A lo mejor te olvidas de todo el asunto después de un
tiempo. Te cansas rápidamente. Anoche estabas a punto de irte a tu casa apenas se te puso
difícil. Mescalito pide una intención muy seria.
14
II
Lunes, 7 de agosto, 1961
Llegué a la casa de don Juan en Arizona la noche del viernes, a eso de las siete. Otros cinco
indios estaban sentados con él en el zaguán de su casa. Lo saludé y tomé asiento esperando que
alguien dijera algo. Tras un silencio formal, uno de los hombres se levantó, vino a mí y dijo:
"Buenas noches." Me levanté y respondí: "Buenas noches". Entonces todos los otros se pusieron
de pie y se acercaron y todos murmuramos "buenas noches" y nos dimos la mano, tocando
apenas las puntas de los dedos del otro o bien sos teniendo la mano un instante y luego
dejándola caer con brusquedad.
Todos nos sentamos de nuevo. Parecían algo tímidos: sin saber qué decir, aunque todos
hablaban español.
Como a las siete y media, todos se levantaron de repente y fueron hacia la parte trasera de la
casa. Nadie había pronunciado palabra en largo rato. Don Juan me hizo seña de seguirlos y
todos subimos en una camioneta de carga estacionada allí. Yo iba en la parte trasera, con don
Juan y dos hombres más jóvenes. No había cojines ni bancas y el piso de metal resultó
dolorosamente duro, sobre todo cuando dejamos la carretera y nos metimos por un camino de
tierra. Don Juan susurró que íbamos a la casa de un amigo suyo, quien tenía siete mescalitos
para mí.
-¿Usted no tiene, don Juan? -le pregunté.
-sí, pero no te los puedo ofrecer. Verás: otra gente tiene que hacerlo.
-¿Puede usted decirme por qué?
-A lo mejor "él" no te ve con agrado y no le caes bien, y entonces nunca podrás conocerlo con
afecto, como debe ser, y nuestra amistad quedará rota.
-¿Por qué no iba yo a caerle bien? Nunca le he hecho nada.
-No tienes que hacer nada para caer bien o mal. O te acepta o te tira de lado.
-Pero si no me acepta, ¿hay algo que pueda yo hacer para caerle bien?
Los otros dos hombres parecieron haber oído mi pregunta y rieron.
-¡No! No se me ocurre nada que pueda uno hacer -dijo don Juan.
Volvió la cara a un lado y ya no pude habla rle.
Debimos haber viajado al menos una hora antes de detenernos frente a una casa pequeña.
Estaba bastante oscuro, y una vez que el conductor hubo apagado los faros, yo apenas discernía
el contorno vago del edificio.
Un mujer joven, mexicana a juzgar por la inflexión de su voz, le gritaba a un perro para
hacerlo cesar sus la dridos. Bajamos de la camioneta y entramos en la casa. Los hombres
murmuraban "buenas noches" al pasar junto a la mujer. Ella respondía y continuaba gritándole
al perro.
La habitación era amplia y contenía pilas de objetos diver sos. La luz opaca de un foco
eléctrico muy pequeño hacia la escena bastante lóbrega. Reclinadas contra la pared había varias
sillas con patas rotas y asientos hundidos. Tres de los hombres se instalaron en un sofá, el
mueble más grande del aposento. Era muy viejo y se había vencido hasta el piso; a la luz
indistinta, parecía rojo y sucio. Los demás ocupamos sillas. Estuvimos largo rato sentados en
silencio.
De pronto, uno de los hombres se levantó y fue a otro cuarto. Tendría cincuenta y tantos años;
era moreno, alto y fornido. Regresó al momento con un frasco de café. Quitó la tapa y me lo
dio; dentro había siete cosas de aspecto raro. Variaban en tamaño y consistencia. Algunas eran
casi redondas, otras alargadas. Se sentían al tacto como la pulpa de la castaña o la superficie del
corcho. Su color pardusco las hacia semejar cáscaras de nuez duras y secas. Las manipulé,
frotándolas durante un buen rato.
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-Esto se masca -dijo don Juan en un susurro.
Sólo cuando habló me di cuenta de que se había sentado junto a mí. Miré a los otros hombres,
pero ninguno me miraba; estaban hablando entre sí en voz muy baja. Fue un momento de
indecisión y temor agudos. Me sentí casi incapaz de dominarme,
-Tengo que ir al retrete -le dije-. Voy afuera a dar una vuelta.
Don Juan me entregó el frasco de café y yo puse dentro los botones de peyote. Iba a salir de la
habitación cuando el hombre que me había dado el frasco se levantó, se me acercó y dijo que
tenía un excusado en el otro cua rto.
El excusado estaba casi contra la puerta. Junto a ésta, casi tocándolo, había una cama grande
que llenaba más de la mitad del aposento. La mujer estaba durmiendo allí. Permanecí un rato
inmóvil junto a la puerta; luego regresé a la habitación donde es taban los otros hombres.
El dueño de la casa me habló en inglés:
-Don Juan dice que usted es de Sudamérica. ¿Hay mescal allí?
Le dije que nunca había oído siquiera hablar de él.
Parecían interesados en Sudamérica y hablamos de los indios durante un rato. Luego, uno de
los hombres me preguntó por qué quería comer peyote. Le dije que quería saber cómo era.
Todos rieron con timidez.
Don Juan me urgió suavemente:
-Masca, masca.
Mis manos se hallaban húmedas y mi estómago se contraía. El frasco con los botones de
peyote estaba en el piso junto a la silla. Me agaché, tomé al azar un botón y lo puse en mi boca.
Tenía un sabor rancio. Lo partí en dos con los dientes y empecé a mascar uno de los trozo. Sentí
un amargor fuerte, acerbo; en un momento toda mi boca quedó adormecida. El amargor crecía
conforme yo mascaba, provocando un increíble fluir de saliva. Sentía las encías y el interior de
la boca como si hubiera comido carne o pescado salados y secos, que parecen forzar a masticar
más. Tras un rato masqué el otro pedazo; mi boca estaba tan entumecida que ya no pude sentir
el amargor. El botón de peyote era un haz de hebras, como la parte fibrosa de una naranja o
como caña de azúcar, y yo no sabía si tragarlo o escupirlo. En ese momento, el dueño de la casa
se puso en pie e invitó a todos a salir al zaguán.
Salimos y nos sentamos en la oscuridad. Afuera se estaba bastante cómodo, y el anfitrión sacó
una botella de tequila.
Los hombres se hallaban sentados en fila con la espalda contra la pared. Yo ocupaba el
extremo derecho de la línea. Don Juan, instalado junto a mí, puso entre mis piernas el frasco
con los botones de peyote. Luego me pasó la botella, que circulaba a lo largo de la línea, y me
dijo que tomara algo de tequila para quitarme el sabor amargo.
Escupí la s hebras del primer botón y tomé un sorbo. Me dijo que no lo tragara, que sólo me
enjuagara la boca para detener la saliva. No sirvió de gran cosa para la saliva, pero sí ayudó a
disipar un poco el sabor amargo.
Don Juan me dio un trozo de albaricoque seco, o quizá era un higo seco -no podía verlo en la
oscuridad, ni percibir el sabor- y me dijo que lo mascara detenida y lentamente, sin prisas. Tuve
dificultad para tragarlo; parecía que no quisiera bajar.
Tras una pausa corta la botella dio otra vuelta. Don Juan me entregó un pedazo de carne seca,
quebradiza. Le dije que no tenía ganas de comer.
-Esto no es comer -dijo con firmeza.
El ciclo se repitió seis veces. Recuerdo que había mascado seis botones de peyote cuando la
conversación se puso muy animada; aunque yo no lograba distinguir qué idioma se estaba
hablando, el tema de la conversación, en la que todo mundo participaba, era muy interesante, y
procuré escuchar con cuidado para poder intervenir. Pero al hacer el intento de hablar me di
cuenta de que no podía; las palabras se desplazaban sin objeto en mi mente.
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Reclinando la espalda contra la pared, escuché lo que decían los hombres. Hablaban en
italiano y repetían continuamente una frase sobre la estupidez de los tiburones. El tema me
pareció lógico y coherente. Yo había dicho antes a don Juan que los primeros españoles
llamaron al río Colorado, en Arizona, "el río de los tizones", y alguien escribió o leyó mal
"tizones" y el río se llamó "de los tiburones". Me hallaba seguro de que discutían esa anécdota,
pero nunca se me ocurrió pensar que ninguno de ellos sabía italiano.
Tenía un deseo muy fuerte de vomitar, pero no recuerdo el acto en sí. Pregunté si alguien me
traería un vaso de agua. Experimenté una sed insoportable.
Don Juan trajo una cacerola grande. La puso en el suelo junto a la pared. También trajo una
taza o lata pequeña. La llenó en la cacerola y me la dio, y dijo que yo no podía beber: sólo debía
refrescarme la boca.
El agua parecía extrañamente brillante, reluciente, como barniz espeso, Quise preguntarle de
ello a don Juan y laboriosamente traté de formular mis pensamientos en inglés, pero entonces
tomé conciencia de que él no sabía inglés. Experimenté un momento muy confuso y advertí el
hecho de que, aun habiendo en mi mente un pensamiento muy claro, no podía hablar. Quería
comentar la extraña apariencia del agua, pero lo que sobrevino no fue habla; fue sentir que mis
pensamientos no dichos salían de mi boca en una especie de forma líquida. Era la sensación de
vomitar sin esfuerzo, sin contracciones del diafragma. Era un fluir agradable de palabras
líquidas.
Bebí. Y la impresión de que estaba vomitando desapareció. Para entonces todos los ruidos se
habían desvanecido y hallé que me costaba trabajo enfocar las cosas. Busqué a don Juan y al
volver la cabeza noté que mi campo de visión se había reducido a una zona circular frente a mis
ojos. Esta sensación no me atemorizaba ni me inquietaba; al contrario, era una novedad: me era
posible barrer literalmente el terreno enfocando un sitio y luego moviendo despacio la cabeza
en cualquier dirección. Al salir al zaguán había advertido que todo estaba oscuro, excepto el
brillo distante de las luces de la ciudad. Pero dentro del área circular de; ni visión todo era claro.
Olvidé mi interés en don Juan y los otros hombres, y me entregué por entero a explorar el
terreno con un enfoque absolutamente preciso.
Vi la juntura de la pared y el piso del zaguán. Lentamente volví la cabeza a la derecha,
siguiendo el muro, y vi a don Juan sentado contra él. Moví la cabeza a la izquierda para enfocar
el agua. Hallé el fondo de la cacerola; alcé ligeramente la cabeza y vi acercarse un perro negro
de tamaño mediano. Lo vi venir hacia el agua. El perro empezó a beber. Alcé la mano para
apartarlo de mi agua; enf oqué en él mi visión concentrada para llevar a cabo el movimiento de
empujarlo, y de pronto lo vi transparentarse. El agua era un líquido reluciente, viscoso. La vi
bajar por la garganta del perro al interior de su cuerpo. La vi correr pareja a todo lo largo del
animal y luego brotar por cada uno de los pelos. Vi el fluido iridiscente viajar a lo largo de cada
pelo individual y proyectarse más allá de la pelambre para formar una melena larga, blanca,
sedosa.
En ese momento tuve la sensación de unas convulsiones intensas, y en cosa de instantes un
túnel. se formó a mi alrededor, muy bajo y estrecho, duro y extrañamente frío. Parecía al tacto
una pared de papel aluminio sólido. Me encontré sentado en el piso del túnel. Traté de
levantarme, pero me golpeé la cabeza en el techo de metal, y el túnel se comprimió hasta
empezar a sofocarme. Recuerdo haber tenido que reptar hacia una especie de punto redondo
donde terminaba el túnel; cuando por fin llegué, si es que llegué, me había olvidado por
completo del perro, de don Juan y de mí mismo. Me hallaba exhausto. Mis ropas estaban
empapadas en un líquido frío, pegajoso. Rodé en una y en otra dirección tratando de encontrar
una postura en la cual descansar, una postura en que mi corazón no golpeara tan fuerte. En una
de esas vueltas vi de nuevo al perro.
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Los recuerdos regresaron en el acto, y de improviso todo estuvo claro en mi mente. Me volví
en busca de don Juan, pero no pude distinguir nada ni a nadie. Todo cuanto podía ver era al
perro, que se volvía iridiscente; una luz intensa irradiaba de su cuerpo. Vi otra vez el flujo del
agua atra vesarlo, encenderlo como una hoguera. Me llegué al agua, hundí el rostro en la
cacerola y bebí con él. Tenía yo las manos en el suelo frente a mí, y al beber veía el fluido
correr por mis venas produciendo matices de rojo y amarillo y verde. Bebí más y más. Bebí
hasta hallarme todo en llamas; resplandecía de pies a cabeza. Bebí hasta que el fluido salió de
mi cuerpo a través de cada poro y se proyec tó al exterior en fibras como de seda, y también yo
adquirí una melena larga, lustrosa, iridiscente. Miré al perro y su melena era como la mía. Una
felicidad suprema llenó mi cuerpo, y corrimos juntos hacia una especie de tibieza amarilla
procedente de algún lugar indefinido. Y allí jugamos. Jugamos y forcejeamos hasta que yo supe
sus deseos y él supo los míos. Nos turnábamos para manipularnos mutuamente, al estilo de una
función de marionetas. Torciendo los dedos de los pies, yo podía hacerle mover las patas, y
cada vez que él cabecea ba yo sentía un impulso irresistible de saltar. Pero su mayor travesura
consistía en agitar las orejas de un lado a otro para que yo, sentado, me rascara la cabeza con el
pie. Aquella acción me parecía total e insoportablemente cómica. ¡Qué toque de ironía y de
gracia, qué maestría!, pensaba yo. Me poseía una euforia indescriptible. Reí hasta que casi me
fue imposible respirar.
Tuve la clara sensación de no poder abrir los ojos; me encontraba mirando a través de un
tanque de agua. Fue un estado largo y muy doloroso, lleno de la angustia de no poder despertar
y de a la vez, estar despierto. Luego; lentamente, el inundo se aclaró y entró en foco. Mi campo
de visión se hizo de nuevo muy redondo y amplio, y con ello sobrevino un acto consciente
ordinario, que fue volver la vista en busca de aquel ser maravilloso. En este punto empezó la
transición más difícil. La salida de mi estado normal había sucedido casi sin que yo me diera
cuenta: estaba consciente, mis pensamientos y sentimientos eran un corolario de esa conciencia,
y el paso fue suave y claro. Pero este segundo cambio, el despertar a la conciencia seria, sobria,
fue genuinamente violento. ¡Había olvidado que era un hombre! La tristeza de tal situación
irreconciliable fue tan intensa que lloré.
Sábado, 5 de agosto, 1961
Más tarde, aquella mañana después del desayuno, el dueño de la casa, don Juan y yo
regresamos a donde vivía don Juan. Yo estaba muy cansado, pero no pude dormirme en la
camioneta. Sólo después de que el hombre se marchó, me quedé dormido, en el zaguán de la
casa de don Juan.
Cuando desperté era de noche don Juan me había tapado con una cobija. Lo busqué, pero no
estaba en la casa. Regresó más tarde con una olla de frijoles refritos y un -montón de tortillas.
Yo tenía mucha hambre.
Después de comer, mientras descansábamos, me pidió narrarle cuanto me hubiera ocurrido la
noche anterior. Relaté mis experiencias en gran detalle y con la mayor exactitud posible.
Cuando terminé, él asintió y dijo:
-Creo que andas muy bien. Se me dificulta explicarte ahora cómo y por qué. Pero creo que te
fue bien. Verás: a veces él es juguetón como un niño; otras veces es terrible, espantoso. O hace
travesuras o es muy serio. No se puede saber de antemano cómo va a ser con otra persona. Pero
cuando uno lo conoce bien . . . a veces. Tú anoche jugaste con él. Eres la única persona que
conozco que ha tenido un encuentro así.
-¿En qué forma difiere mi experiencia de la de otros?
-Tú no eres indio; por eso se me dificulta aclarar qué es qué. Pero él o toma a las ge ntes o las
rechaza, sin impor tarle que sean indias o no. Eso lo sé. Las he visto por doce nas. También sé
que travesea, hace reír a algunos, pero jamás lo he visto con nadie.
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-¿Puede usted decirme ahora, don Juan, cómo protege el peyote . . . ?
No me dejó terminar. Me tocó vigorosamente el hombro.
-No lo nombres nunca así. Todavía no lo has visto lo bastante para conocerlo.
-¿Cómo protege Mescalito a la gente?
-Aconseja. Responde cualquier cosa que le preguntes.
-¿Entonces Mescalito es real? Digo, ¿es algo que puede verse?
Pareció desconcertado por mi pregunta. Me miró con una especie de expresión vacía.
-Lo que quise decir es que Mescalito . . .
-Oí lo que dijiste, ¿Qué no lo viste anoche?
Quise decirle que sólo había visto un perro, pero noté su mirada de extrañeza.
-¿Entonces cree usted que lo que vi anoche era él?
Me miró con desprecio. Chasqueó la lengua, sacudió la cabeza como si no pudiera creerlo, y
en tono muy belicoso añadió:
-¿A poco crees que era tu . . . mamá?
Hizo una pausa antes de "mamá" por que lo que iba a decir era "tu chingada madre". La
palabra "mamá" resultó tan incongruente que ambos reímos largo tiempo.
Luego me di cuenta de que se había quedado dormido sin responder a mi pregunta.
Domingo, 6 de agosto, 1961
Llevé a don Juan en mi auto a la casa donde yo había tomado peyote. En el camino me dijo
que el hombre que me "ofreció a Mescalito" se llamaba John. Al llegar a la casa encontramos a
John sentado en el zaguán con dos hombres jóvenes. Todos se mostraron en extremo joviales.
Reían y charlaban con gran desenvoltura. Los tres hablaban inglés perfectamente. Dije a John
que iba a darle las gracias por haberme ayudado:
Quería saber su opinión sobre mi conducta durante la experiencia alucinógena, y les dije que
había estado tratando de pensar en lo que hice aquella noche y no podía recordar. Rieron y se
mostraron renuentes a hablar del asunto. Parecían contenerse a causa de don Juan. Todos lo
miraban de reojo, como esperando su autorización para hablar. Don Juan debió de dársela con
alguna seña, aunque yo no adver tí nada, porque de pronto John empezó a decirme qué había
hecho yo aquella noche.
Dijo haber sabido que yo estaba "prendido" cuando me oyó vomitar. Calculó que había yo
vomitado unas treinta veces. Don Juan rectificó y dijo que sólo diez.
-Luego todos nos acercamos a ti -continuó John-. Estabas tieso y tenlas convulsiones. Durante
largo rato, acos tado bocabajo, moviste los labios como si hablaras. Luego empezaste a pegar en
el suelo con la cabeza, y don Juan te puso un sombrero viejo, y te detuviste. Estuviste horas
temblando y gimiendo tirado en el piso. Creo que entonces todos nos dormimos, pero entre
sueños yo te oía resoplar y gruñir. Luego te oí resoplar y gruñir. Luego te oí gritar, y desperté.
Te vi saltar por los aires, gritando. Te abalanzaste sobre el agua, tiraste la cacerola y empe zaste
a nadar en el charco.
"Don Juan te trajo más agua. Te quedaste quieto un rato, sentado frente a la cacerola. Luego te
levantaste de golpe y te quitaste toda la ropa. Estuviste de rodillas frente al agua, bebiendo a
grandes tragos. Luego nada más te quedaste ahí sentado, mirando el aire. Pensamos que ahí te
ibas a quedar para siempre. Casi todo el mundo estaba dormido, hasta don Juan, cuando de
repente te levantaste otra vez, aullando, y te fuiste detrás del perro. El perro se asustó, y aulló
también, y corrió para atrás de la casa. Entonces, todo el mundo despertó.
"Todos nos levantamos. Regresaste por el otro lado, toda vía persiguiendo al perro. El perro
corría delante de ti ladrando y aullando. Debiste dar como veinte vueltas a la casa, corriendo en
círculos, ladrando como perro. Tuve miedo de que a la gente le entrara curiosidad. No hay
vecinos cerca, pero tus aullidos eran tan fuertes que podían haberse oído a millas de distancia.
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-Alcanzaste al perro -agregó uno de los jóvenes - y lo trajiste al zaguán en brazos.
-Entonces te pusiste a jugar con el perro -prosiguió John-. Luchabas con él, y el perro y tú se
mordían y jugaban. Eso me hizo gracia. Mi perro no acostumbra jugar.
Pero esta vez tú y el perro estaban rodando uno encima de otro.
-Luego corriste al agua y el perro bebió contigo -dijo el joven-. Corriste cinco o seis veces al
agua, con el perro.
-¿Cuánto duró eso? -pregunté.
-Horas -dijo John-. Durante un rato los perdimos de vista a los dos. Creo que corrieron para
atrás de la casa. Nada más los oíamos ladrar y gruñir. Tú parecías de veras un perro; no
podíamos distinguirlos.
-A lo mejor era el perro solo -dije.
Rieron, y John dijo:
-¡Tú estabas ahí ladrando, muchacho!
-¿Qué pasó después?
Los tres hombres se miraron y parecieron tener dificultades para decidir qué pasó después.
Finalmente, habló el joven que aún no decía nada.
-Se atragantó -dijo mirando a John.
-Sí, te atragantaste en serio. Comenzaste a llorar muy raro y luego caíste al piso. Pensamos
que te estabas mor diendo la lengua, don Juan te abrió las quijadas y te echó agua en la cara.
Entonces empezaste otra vez a temblar y a tener convulsiones. Luego estuviste inmóvil un rato
largo. Don Juan dijo que todo había terminado. Para entonces ya era de mañana, así que te
tapamos con una cobija y te dejamos a dormir en el zaguán.
Calló en ese punto y miró a los otros hombres, que obviamente trataban de contener la risa. Se
volvió a don Juan y le preguntó algo. Don Juan sonrió y respondió a la pregunta. John se volvió
hacia mí y dijo:
-Te dejamos en el porche porque teníamos miedo de que fueras a orinarte por los cuartos.
Todos rieron muy fuerte.
-¿Qué me pasaba? -pregunté-. ¿Hice yo. . . ?
-¿Hiciste tú? -remedó John-. No íbamos a mencionarlo, pero don Juan dice que está bien. ¡Te
orinaste en mi perro!
-¿Qué cosa?
-No pensarás que el perro corría porque te tenía miedo, ¿verdad? Corría porque lo estabas
orinando.
Hubo risa general en este punto. Traté de interrogar a uno de los jóvenes, pero todos reían, y
no me escuchó.
-Pero mi perro se desquitó -prosiguió John-: ¡también él se orinó en ti!
Esta afirmación era al parecer el colmo de lo cómico, porque todos rieron a carcajadas, incluso
don Juan. Cuando se calmaron, pregunté con toda sinceridad:
-¿Es cierto de verdad? ¿Pasó realmente?
-Juro que mi perro te orinó de verdad -repuso John, todavía riendo.
De regreso rumbo a la casa de don Juan, le pregunté:
-¿Pasó en realidad todo eso, don Juan?
-Sí -dijo él-, pero ellos no saben lo que viste. No se dan cuenta de que estabas jugando con
"él". Por eso no te molesté.
-Pero este asunto del perro y yo orinándonos, ¿es verdad?
-¡No era un perro! ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Esa es la única manera de entenderlo.
¡La única! Fue "él" quien jugó contigo.
-¿Sabía usted que todo esto ocurrió antes de que yo se lo contara?
Vaciló un instante antes de responder.
20
-No; después de que lo contaste, recordé el aspecto raro que tenías. Nada más supuse que te
estaba yendo muy bien porque no parecías asustado.
-¿De veras jugó el perro conmigo como dicen?
-¡Carajo! ¡No era un perro!
Jueves, 17 de agosto, 1961
Expuse a don Juan mi sentir con respecto a la experiencia. Desde el punto de vista de mi
propuesto trabajo, había sido desastrosa. Dije que no me apetecía otro "encuentro" similar con
Mescalito. Acepté que cuanto me ocurrió había sido más que interesante, pero añadí que nada
de ello podía realmente impulsarme a buscarlo de nuevo. Creía seriamente no estar hecho para
ese tipo de empresas. El peyote me había producido, como reacción posterior, una extraña clase
de incomodidad física. Era un miedo o una desdicha indefinidos; una cierta melancolía, que yo
no podía definir con exactitud. Y tal estado no me parecía noble en modo alguno.
Don Juan rió y dijo:
-Estás empezando a aprender.
-Este tipo de aprendizaje no es para mí. No estoy hecho para él, don Juan.
-Tú eres muy exagerado.
-Esta no es ninguna exageración.
-Lo es. El único problema es que solamente exageras los malos aspectos.
-En lo que a mí toca, no hay buenos aspectos. Todo lo que sé es que me da miedo.
-No hay nada malo en tener miedo. Cuando uno teme, ve las cosas en forma distinta.
-Pero a mi no me importa ver las cosas en forma distinta, don Juan. Creo que voy a dejar en
paz el aprendizaje sobre Mescalito. No puedo con él, don Juan, Esta es en realidad una mala
situación para mi.
-Claro que es mala . . . hasta para mi. Tú no eres el único sorprendido.
-¿Por qué iba a estar sorprendido usted, don Juan?
-He estado pensando en lo que vi la otra noche. Mescalito de veras jugó contigo. Eso me
extrañó, porque fue una señal,
-¿Qué clase de señal, don Juan?
-Mescalito te señaló.
-¿Para qué?
-No lo tenía yo claro entonces, pero ahora sí. Quería decirme que tú eras el escogido.
Mescalito te señaló y con eso me dijo que tú eras el escogido.
-¿Quiere usted decir que me escogió entre otros para alguna tarea, o algo así?
-No. Quiero decir que Mescalito me dijo que tú podías ser el hombre que busco.
-¿Cuándo se lo dijo, don Juan?
-Al jugar contigo me lo dijo. Eso te hace mi escogido.
-¿Qué significa ser el escogido?
-Tengo secretos. Tengo secretos que no podré revelar a nadie si no encuentro a mí escogido.
La otra noche, cuando te vi jugar con Mescalito, se me aclaró que eras tú. Pero no eres indio.
¡Qué extraño!
-Pero ¿qué significa para mí, don Juan? ¿Qué tengo que hacer?
-Me he decidido y voy a enseñarte los secretos que corresponden a un hombre de
conocimiento.
-¿Quiere usted decir sus secretos sobre Mescalito?
-Sí, pero ésos no son los únicos secretos que tengo. Hay otros, de distinta clase, que me
gustaría revelar a alguien. Yo mismo tuve un maestro, mi benefactor, y también me convertí en
su escogido al realizar cierta hazaña. El me enseñó todo lo que sé.
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Le pregunté de nuevo qué requeriría de mí este nuevo papel; dijo que sólo se trataba de
aprender, en el sentido de lo que yo había experimentado en las sesiones con él.
La manera en que la situación había evolucionado era bastante extraña. Yo había decidido
decirle que iba a abandonar la idea de aprender sobre el peyote, pero antes de que pudiera
lograrlo realmente él me ofreció enseñarme sus "secretos". Ignoraba qué quería decir con eso,
pero sentía que esta vuelta súbita era muy seria. Argumenté que no llenaba los requisitos para
una tarea así, pues ésta requería una rara ciase de valor que yo no poseía. Le dije que la
inclinación de mi carácter era hablar de actos que otros realizaban. Yo quería oír sus pareceres y
opiniones acerca de todo. Le dije que sería feliz de poder estar allí sentado, escuchándolo
durante días enteros. Para mí, eso seria aprender.
Escuchó sin interrumpirme. Hablé mucho tiempo. Luego dijo:
-Todo eso es muy fácil de entender. El miedo es el primer enemigo natural que un hombre
debe derrotar en el camino del saber. Además, tú eres curioso. Eso compensa. Y aprenderás a
pesar tuyo; ésa es la regla.
Protesté un rato más, tratando de disuadirlo. Pero él parecía convencido de que no me quedaba
otra alternativa sino aprender.
-No estás pensando bien -dijo-. Mescalito de veras jugó contigo. Eso es lo único que hay que
tener en cuenta. ¿Por qué no te ocupas de eso y no de tu miedo?
-¿Fue tan poco común?
-Eres la primera persona que he visto jugar con él. No estás acostumbrado a esta clase de vida;
por eso las seña les se te escapan. Así y todo eres una persona seria, pero tu seriedad está ligada
a lo que tú haces, no a lo que pasa fuera de ti. Te ocupas demasiado de ti mismo. Ese es el
problema. Y eso produce una tremenda fatiga.
-¿Pero qué otra cosa puede uno hacer, don Juan?
-Busca y ve las maravillas que te rodean. Te cansarás de mirarte a ti mismo, y el cansancio te
hará sordo y ciego a todo lo demás.
-Dice usted bien, don Juan, pero ¿cómo puedo cambiar? -Piensa en la maravilla de que
Mescalito jugara contigo. No pienses en otra cosa; ,lo demás te llegará por su propia cuenta.
Domingo, 20 de agosto, 1961
La noche pasada, don Juan procedió a introducirme en el terreno de su saber. Estábamos
sentados frente a su casa, en la oscuridad. De improviso, tras un largo silencio, empezó a hablar.
Dijo que iba a aconsejarme con las mismas palabras usadas por su propio benefactor el día en
que lo tomó como aprendiz. Al parecer, don Juan había memorizado las palabras, pues las
repitió varias veces para asegurarse de que no se me fuera ninguna,
-Un hombre va al saber como a la guerra: bien despierto, con miedo, con respeto y con
absoluta confianza. Ir en cualquier otra forma al saber o a la guerra es un error, y quien lo
cometa vivirá para lamentar sus pasos.
Le pregunté por qué era así, y dijo que, cuando un hombre ha cumplido estos cuatro
requisitos, no hay errores por los que deba rendir cuentas; en tales condiciones sus actos pierden
la torpeza de las acciones de un tonto. Si tal hombre fracasa, o sufre una derrota, sólo habrá perdido una batalla, y eso no provocará deploraciones lastimosas.
Declaró luego su intención de enseñarme lo que es un "aliado" en la misma forma exacta
como su benefactor se lo había enseñado a él. Recalcó con fuerza las palabras "misma forma
exacta.", repitiendo la frase varias veces.
Un "aliado", dijo, es un poder que un hombre puede traer a su vida para que lo ayude, lo
aconseje y le dé la fuerza necesaria para ejecutar acciones, grandes o pequeñas, justas o injustas.
Este aliado es necesario para engrandecer la vida de un hombre, guiar sus actos y fomentar su
conocimiento. De hecho, un aliado es la ayuda indispensable para saber. Don Juan decía esto
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con gran convicción y fuerza. Parecía elegir cuidadosamente sus palabras. Repitió cua tro veces
la siguiente frase:
-Un aliado te hará ver y entender cosas sobre las que ningún ser humano podría jamás
iluminarte.
-¿Es un aliado algo parecido a un espíritu guardián?
-No es ni espíritu ni guardián. Es una ayuda.
-¿Es Mescalito el aliado de usted?
-¡No! Mescalito es otra clase de poder. ¡Un poder único! Un protector, un maestro.
-¿En qué se diferencia Mescalito de un aliado?
-A Mescalito no se le puede domar y usar como se doma y se usa a un aliado. Mescalito está
fuera de uno mismo. Escoge mostrarse en muchas formas a quienquiera que tenga enfrente, sin
importarle que sea un brujo o un peón.
Don Juan hablaba con hondo fervor de que Mescalito era el maestro de la buena manera de
vivir. Le pregunté cómo enseñaba Mescalito a "vivir como se debe", y don Juan repuso que
Mescalito muestra cómo vivir.
-¿Cómo lo muestra? -pregunté.
-Tiene muchos modos de hacerlo. A veces lo enseña en su mano, o en las piedras, o los
árboles, o nomás enfrente de uno.
-¿Es como una imagen enfrente de uno?
-No. Es una enseñanza enfrente de uno.
-¿Habla Mescalito a la persona?
-Sí. Pero no con palabras.
-¿Entonces cómo habla?
-A cada hombre le habla distinto.
Sentí que mis preguntas lo molestaban. No hice ninguna más. El siguió explicando que no
había pasos exactos para conocer a Mescalito; por tanto, nadie podía instruir sobre él a
excepción de Mescalito mismo, Esta característica lo hacía un poder único; no era el mismo
para todos los hombres.
En cambio, dijo don Juan, la adquisición de un aliado requería la enseñanza más precisa y el
seguir, sin desviación, una serie de etapas o pasos. Hay muchos de esos poderes aliados en el
mundo, dijo, pero él sólo conocía bien dos de ellos. E iba a guiarme a ellos y a sus secretos,
pero de mí dependía escoger uno de los dos, pues sólo uno podía tener. El aliado de su
benefactor estaba en la yerba del diablo, dijo, pero a él en lo personal no le gustaba, aunque
gracias al benefactor sabía sus secretos. Su propio aliado estaba en el "humito", dijo, pero no
concretó la naturale za del humo.
Inquirí al respecto. Permaneció callado. Tras una larga pausa le pregunté:
-¿Qué clase de poder es un aliado?
-Ya te dije: es una ayuda.
-¿Cómo ayuda?
-Un aliado es un poder capaz de llevar a un hombre más allá de sus propios límites. Así es
como un aliado puede revelar cosas que ningún ser humano podría.
-Pero Mescalito también lo saca a uno de sus propios límites. ¿No lo convierte eso en un
aliado?
-No. Mescalito te saca de ti mismo para enseñarte. Un aliado te saca para darte poder.
Le pedí explicarme el punto con más detalle, o describir la diferencia entre ambos efectos. Me
miró largo rato y rió. Dijo que aprender por medio de la conversación era no sólo un
desperdicio sino uno estupidez, porque el aprender era la tarea más difícil que un hombre podía
echarse encima. Me pidió recordar la vez que traté de hallar mi sitio, y cómo quería yo
encontrarlo sin trabajo porque espe raba que él me diese toda la información. Si lo hubiera
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hecho, dijo, yo jamás habría aprendido. Pero el saber cuán difícil era hallar mi sitio, y sobre
todo el saber que existía, me darían un peculiar sentido de confianza. Dijo que mientras yo
permaneciese enclavado en mi "sitio bueno" nada podría causarme daño corporal, porque yo
tenía la seguridad de que en ese sitio específico me hallaba lo mejor posible. Tenía el poder de
rechazar cuanto pudiera serme dañino. Pero si él me hubiese dicho dónde estaba el sitio, yo
jamás habría tenido la confianza necesaria para considerar esto como verdadero saber. Así,
saber era ciertamente poder.
Don Juan dijo entonce s que, siempre que un hombre se propone aprender, debe laborar tan
arduamente como yo lo hice para encontrar aquel sitio, y los límites de su aprendizaje están
determinados por su propia naturaleza. Así, no veía objeto en hablar del conocimiento. Dijo que
ciertas clases de saber eran demasiado poderosas para la fuerza que yo tenía: hablar de ellas
sólo me acarrearía daño. Al parecer sintió que no había nada más que quisiera decir. Se levantó
y fue rumbo a su casa. Le dije que la situación me abrumaba. No era lo que yo había pensado ni
deseado.
Dijo que los temores son naturales; todos los sentimos y no podemos evitarlo. Pero por otra
parte, pese a lo atemorizante que sea el aprender, es más terrible pensar en un hombre sin aliado
o sin conocimientos.
24
III
Pasaron más de dos años entre el tiempo en que don Juan decidió instruirme acerca de los
poderes aliados y el tiempo en que me consideró listo para aprender sobre ellos en la forma
pragmática y partícipe que él consideraba aprendizaje; en dicho lapso definió gradualmente las
características generales de los dos aliados en cuestión. Me preparó para el corolario
indispensable de todas las verbalizaciones y la consolidación de todas las enseñanzas: los
estados de realidad no ordinaria.
Al principio, se refería de un modo muy casual a los poderes aliados. Las primeras menciones,
en mis notas, están intercaladas entre otros temas de conversación
Miércoles, 23 de agosto, 1961
-La yerba del diablo [toloache] era el aliado de mi bene factor. Podría haber sido también el
mío, pero no me gustó.
-¿Por qué no le gustó la yerba del diablo, don Juan?
-Tiene una desventaja seria.
-¿Es inferior a otros poderes aliados?
-No. No me estás entendiendo. La yerba del diablo es tan poderosa como el mejor de los
aliados, pero tiene algo que a mí en lo personal no me gusta.
-¿Me puede decir qué es?
-Malogra a los hombres. Los hace probar el poder de masiado pronto, sin fortificar sus
corazones, y los hace dominantes y caprichosos. Los hace débiles en medio de gran poder.
-¿No hay alguna manera de evitarlo?
-Hay una manera de superar todo esto, pero no de evitarlo. Quien se hace aliado de la yerba
debe pagar ese precio.
-¿Cómo puede uno superar ese efecto, don Juan?
-La yerba del diablo tiene cuatro cabezas: la raíz, el tallo y las hojas, las flores, y las semillas.
Cada una es diferente, y quien se haga su aliado tiene que aprenderlas en ese orden. La cabeza
más importante está en las raíces. El poder de la yerba del diablo se conquista por las raíces. El
tallo y las hojas son la cabeza que cura enfermedades; bien usada, esta cabeza es un don a la
humanidad. La tercera cabeza está en las flores y se usa para volver locos a los hombres, o para
hacerlos obedientes, o para ma tarlos. El hombre que tiene a la yerba de aliado nunca tor na las
flores, ni tampoco toma el tallo y las hojas, a no ser que esté enfermo, pero las raíces y las
semillas se toman siempre, sobre todo las semillas: son la cuarta cabe za de la yerba del diablo, y
la más poderosa de todas.
"Mi benefactor decía que las semillas son la 'cabeza sobria': la única parte capaz de fortificar
el corazón del hombre. La yerba del diablo es dura con sus protegidos, decía él, porque busca
matarlos aprisa, y por lo común lo logra antes de que puedan llegar a los secretos de la 'cabeza
sobria'. Sin embargo, por ahí dicen que hubo hombres que averiguaron los secretos de la cabeza
sobria. ¡Qué prueba para un hombre de conocimiento!"
-¿Averiguó su benefactor tales secretos?
-No, él no.
-¿Conoce usted a alguien que lo haya hecho?
-No. Pero vivieron en un tiempo en que ese saber era
importante.
-¿Conoce a alguien que sepa de gente así?
-No, yo no.
-¿Conocía a alguien su benefactor?
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-El sí,
-¿Por qué no llegó su benefactor a los secretos de la cabeza sobria?
-Domar la yerba del diablo para hacerla un aliado es una de las tareas más difíciles que
conozco. Ella y yo, por ejemplo, jamás nos hicimos alianza, quizá porque nunca le tuve cariño.
-¿Puede usted usarla todavía como aliado, aunque no le tenga cariño?
-Puedo, sólo que prefiero no hacerlo. Tal vez contigo sea diferente.
-¿Por qué se llama yerba del diablo?
Don Juan hizo un gesto de indiferencia, alzó los hombros y permaneció callado algún tiempo.
Finalmente dijo que "yerba del diablo" era su nombre de leche. Había, añadió, otros nombres
para la yerba del diablo, pero no debían usarse porque el pronunciar un nombre era asunto serio,
sobre todo si uno estaba aprendiendo a domar un poder aliado. Le pregunté por qué el
pronunciar un nombre era cosa tan grave. Dijo que los nombres se reservaban para usarse sólo
al pedir ayuda, en momentos de gran apuro y necesidad, y me aseguró que tales momentos ocurren tarde o temprano en la vida de quien busca el conocimiento.
Domingo, 3 de septiembre, 1961
Hoy en la tarde don Juan recogió del campo dos plantas Datura.
Inesperadamente trajo a colación el terna de la yerba del diablo, y luego me pidió acompañarlo
a los cerros a bus car una.
Fuimos en coche hasta las montañas cercanas. Saqué de la cajuela una pala y nos adentramos
por una de las caña das. Caminamos bastante rato, vadeando el chaparral que crecía denso en la
tierra suave, arenosa. Don Juan se detuvo junto a una planta pequeña con hojas de color verde
oscuro y flores grandes, blancuzcas, acampanadas.
-Esta -dijo.
Inmediatamente empezó a cava r. Traté de ayudarlo, pero él me rechazó con una vigorosa
sacudida de cabeza y siguió cavando un hoyo circular en torno a la planta: un hoyo de forma
cónica, hondo hacia el borde exterior, con un montículo en el centro del círculo. Dejando de
cavar, se arrodilló cerca del tallo y limpió con los dedos la tierra suave en torno, descubriendo
unos diez centímetros de una raíz grande, tuberosa, bifurcada, cuyo grosor contrastaba marcadamente con el del tallo, que parecía frágil por compa ración.
Don Juan me miró y dijo que la planta era "macho" porque la raíz se bifurcaba desde el punto
exacto en que se unía al tallo. Luego se levantó y echó a andar buscando algo.
-¿Qué busca usted, don Juan?
-Quiero hallar un palo.
Empecé a mirar en torno, pero él me detuvo.
-¡Tú no! Tú siéntate allí -señaló unas rocas como a seis metros de distancia-. Yo lo encontraré.
Volvió tras un rato con una rama larga y seca. Usándola a manera de coa, aflojó
cuidadosamente la tierra a lo largo de los dos ramales divergentes de la raíz. Limpió en torno a
ellos hasta una profundidad aproximada de medio metro. Cuanto más ahondaba, más apretada
estaba la tierra, hasta el punto de ser prácticamente impenetrable a la vara.
Dejó de cavar y se sentó a recobrar el aliento. Me senté junto a él. Pasamos largo rato sin
hablar.
-¿Por qué no la saca usted con la pala? -pregunté.
-Podría cortar y dañar a la planta. Tuve que conseguirme un palo de este sitio para que así, en
caso de pegarle a la raíz, el daño no fuera tanto como el que haría una pala o un objeto extraño.
-¿Qué clase de palo trajo usted?
-Cualquier rama seca de paloverde es buena. Si no hay ramas secas, tienes que cortar una
fresca.
-¿Pueden usarse las ramas de cualquier otro árbol?
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-Ya te dije: sólo de paloverde y de ningún otro.
-¿Por qué, don Juan?
-Porque la yerba del diablo tiene muy pocos amigos, y el paloverde es el único árbol de por
aquí que se lleva bien con ella: lo único que prende. Si dañas la raíz con una pala, no crecerá
cuando la vuelvas a plantar, pero si la lastimas con un palo de ésos, lo más probable es que ni lo
sienta.
-¿Qué va usted a hacer ahora con la raíz?
-Voy a cortarla. Debes dejarme. Vete a buscar otra planta y espera que te llame.
-¿No quiere que lo ayude?
-¡Sólo puedes ayudarme si te lo pido!
Alejándome, empecé a buscar otra planta, combatiendo el fuerte deseo de rondar a hurtadillas
y observar a don Juan. Tras un rato se me unió.
-Ahora vamos a buscar la hembra -dijo.
-¿Cómo los distingue usted?
-La hembra es más alta y crece por encima del suelo, así que realmente parece un arbolito. El
macho es grande y se extiende cerca del suelo y más parece un matorral espeso. Cuando
saquemos a la hembra verás que la raíz se hunde por un buen trecho antes de hacerse horcón. El
macho, en cambio, tiene el horcón de la raíz pegada al tallo.
Buscamos juntos por el campo de daturas. Luego, señalando una planta, dijo: "Esa es
hembra." Y procedió a cavar en torno de ella como había hecho antes. Apenas descubrió la raíz
pude ver que ésta se ajustaba a su predicción. Lo dejé nuevamente cuando se disponía a
cortarla.
Al llegar a su casa, abrió el bulto donde había puesto las daturas. Sacó primero la más grande,
el macho, y la lavó en una amplia bandeja de metal. Limpió cuidadosamente toda la tierra de la
raíz, el tallo y las hojas. Después de esa limpieza minuciosa, separó el tallo de la raíz haciendo
una incisión superficial en torno a su juntura con un cuchillo corto y serrado, y quebrando la
planta por allí. Tomó el tallo y separó cada una de sus partes haciendo montones individuales
con las hojas, las flores y las espinosas vainas de semilla. Tiró cuanto estaba seco o comido de
gusanos, y conservó sólo las partes intactas. Unió ambos ramales de la raíz atándolos con dos
trozos de cordel, los quebró por la mitad tras hacer un corte superficial en la juntura, y obtuvo
dos pedazos de raíz de igual tamaño,
Luego tomó un trozo de arpillera áspera y colocó en él los dos pedazos de raíz atados; encima
puso las hojas en un montón ordenado, luego las flores, las vainas y el tallo. Dobló la arpillera e
hizo un nudo con las puntas.
Repitió exactamente los mismos pasos con la otra planta, la hembra, sólo que al llegar a la
raíz, en vez de cortarla, dejó intacta la horqueta, como una letra Y invertida. Luego puso todos
los pedazos en otro bulto de tela. Cuando ter minó, ya había oscurecido.
Miércoles, 6 de septiembre, 1961
Hoy, al atardecer, volvimos al tema de la yerba del diablo.
-Creo que deberíamos empezar otra vez con esa planta -dijo de pronto don Juan.
Tras un silencio cortés pregunté:
-¿Qué va usted a hacer con las plantas?
-Las plantas que saqué y corté son mías -dijo-. Es como si fueran yo mismo; con ellas voy a
enseñarte la ma nera de domar a la yerba del diablo.
-¿Cómo lo hará usted?
-La yerba del diablo se divide en partes. Cada parte es distinta; cada una tiene su propósito y
su servicio únicos.
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Abrió la mano izquierda y midió sobre el piso desde la punta del pulgar hasta la del dedo
anular.
-Esta es mi parte. Tú medirás la tuya con tu propia mano. Ahora bien, para establecer dominio
sobre la yerba del diablo, debes empezar por tomar la primera parte de la raíz. Pero como yo te
he traído con ella, debes tomar la primera parte de la raíz de mi planta. Yo la he medido por ti,
de modo que en realidad es mi parte la que debes tomar al principio.
Entró en la casa y sacó uno de los bultos de arpillera. Se sentó y lo abrió. Advertí que era la
planta macho. También noté que sólo había un pedazo de raíz. Don Juan tomó el trozo restante
de los dos originales y lo sostuvo frente a mi cara,
-Esta es mi primera parte -dijo-. Yo te la doy. Yo mismo la he cortado para ti. La he medido
como mía; ahora te la doy.
Por un instante, se me ocurrió que debería masticar la raíz como una zanahoria, pero él la
metió en una bolsita blanca de algodón.
Fue a la parte trasera de la casa. Allí tomó asiento en el piso, cruzando las piernas, y con una
"mano" redonda empezó a macerar la raíz dentro de la bolsa. Trabajaba sobre una piedra lisa
que servía de mortero. De vez en vez lavaba las dos piedras, conservando el agua en un
pequeño recipiente plano, labrado en un trozo de madera.
Al golpear cantaba, en forma muy suave y monótona, una cantilena ininteligible. Cuando hubo
convertido la raíz en una pulpa blanda dentro de la bolsa, la colocó en el recipiente de madera.
Volvió a meter allí el metate y la mano, llenó de agua la palangana y después la llevó a una
especie de bebedero rectangular para cerdos colocado contra la cerca trasera.
Dijo que la raíz debía remojarse toda la noche y tenia que dejarse afuera de la casa para que
recibiera el sereno.
-Si mañana es día de sol y calor, será muy buena señal.
Domingo, 1° de septiembre, 1961
El jueves 7 de septiembre fue un día muy claro y caluroso. Don Juan parecía muy complacido
con el buen augurio y repitió varias veces que probablemente yo le había caído bien a la yerba
del diablo. La raíz se había remojado toda la noche, y a eso de las 10 a.m. fuimos detrás de la
casa.
El sacó la palangana de la artesa, la puso en el suelo y se sentó al lado. Tomó la bolsa y la
frotó contra el fondo. La alzó unos centímetros por encima del agua y la exprimió, para luego
dejarla caer. Repitió los mismos pasos tres veces más; luego desechó la bolsa, tirándola en la
artesa, y dejó la palangana bajo el sol ardiente.
Regresamos dos horas después. Don Juan sacó una tetera de tamaño mediano, con agua
amarillenta hirviendo. Ladeó la palangana con mucho tiento y vació el agua de encima,
conservando el sedimento espeso acumulado en el fondo. Vació el agua hirviendo sobre el
sedimento y dejó nuevamente la palangana en el sol.
Esta secuencia se repitió tres veces a intervalos de más de una hora. Finalmente, vació casi
toda el agua de la palangana, inclinó ésta a modo de que recibiera el sol del atardecer, y la dejó.
Cuando regresamos horas después, estaba oscuro. En el fondo de la palangana había una capa
de sustancia gomosa. Parecía almidón a medio cocer, blancuzco o gris claro. Había quizá toda
una cucharada cafetera de esa sustancia. Don Juan llevó la palangana a la casa, y mientras él
ponía agua a hervir, yo quité trozos de tierra que el viento había echado en el sedimento. Se rió
de mí.
-Ese poquito de tierra no le hace daño a nadie.
Cuando el agua hervía, virtió poco más o menos una taza en la palangana. Era la misma agua
amarillenta usada antes. Disolvió el sedimento formando una especie de sustancia lechosa.
-¿Qué clase de agua es ésa, don Juan?
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-Agua de flores y frutas de la cañada.
Vació el contenido de la palangana en un viejo jarro de barro que parecía florero. Todavía
estaba. muy caliente, de modo que sopló para enfriarlo. Tomó un sorbo y me pasó el jarro,
-¡Bebe ya! -dijo.
Lo tomé automáticamente, y sin deliberación bebí toda el agua. Era un poco amarga, aunque
su amargor era ape nas perceptible. Lo que resaltaba mucho era el olor acre del agua. Olía a
cucarachas.
Casi inmediatamente empecé a sudar. Me dio mucho calor y la sangre se me agolpó en las
orejas. Vi una mancha roja delante de mis ojos, y los músculos de mi estómago empezaron a
contraerse en dolorosos retortijones. Tras un rato, aunque ya no sentía dolor, empecé a
enfriarme; el sudor literalmente me empapaba.
Don Juan me preguntó si veía negrura o manchas negras frente a mis ojos. Le dije que lo veía
todo rojo,
Mis dientes castañeteaban a causa de un nerviosismo incontrolable que me llegaba en oleadas,
como irradiando del centro de mi pecho.
Luego me preguntó si tenía miedo. No encontraba yo sentido a sus preguntas. Le dije que
obviamente tenía miedo, pero él me preguntó nuevamente si tenía miedo de ella. No comprendí
a qué se refería y dije que sí. El rió y dijo que yo no tenía miedo en realidad. Me preguntó si
seguía viendo rojo. Todo lo que yo veía era una enorme mancha roja frente a mis ojos.
Tras un rato me sentí mejor. Gradualmente desaparecieron los espasmos nerviosos, dejando
sólo un cansancio doliente, agradable, y un intenso deseo de dormir. No podía tener los ojos
abiertos, aunque aún oía la voz de don Juan. Me dormí. Pero la sensación de estar sumergido en
un rojo profundo persistió toda la noche. Incluso soñé en rojo.
Desperté el sábado, alrededor de las 3 p.m. Había dormido casi dos días. Tenía una leve
jaqueca y el estómago revuelto, y dolores intermitentes, muy agudos, en los intestinos. A
excepción de eso, todo era como un despertar ordinario. Encontré a don Juan dormitando frente
a su casa. Me sonrió.
-Todo salió muy bien la otra noche -dijo-. Viste rojo y eso es todo lo que importa.
-¿Qué habría pasado si no hubiera visto rojo?
-Habrías visto negro, y eso es mala señal.
-¿Por qué es mala?
-Cuando un hombre ve negro, quiere decir que no está hecho para la yerba del diablo, y
vomita las entrañas, todas verdes y negras.
-¿Y se muere?
-No creo que nadie muera de esto, pero sí se puede enfermar por mucho tiempo.
-¿Qué les pasa a quienes ven rojo?
-No vomitan, y la raíz les produce un efecto de placer, lo cual significa que son fuertes y de
naturaleza violenta: eso le gusta a la yerba. Así es como incita. Lo único malo es que los
hombres terminan siendo esclavos suyos a cambio del poder que les da. Pero sobre esas cosas
no tenemos control. El hombre vive sólo para aprender. Y si aprende es porque ésa es la
naturaleza de su suerte, para bien o para mal.
-¿Qué debo hacer luego, don Juan?
-Luego debes plantar un brote que he cortado de la otra mitad de la primera parte de raíz. Tú la
otra noche tomaste la mitad, y ahora hay que meter en la tierra la otra mitad. Tiene que crecer y
dar semilla antes de que puedas emprender la verdadera tarea de domar a la planta.
-¿Cómo la domaré?
-La yerba del diablo se doma por la raíz. Paso a paso, debes aprender los secretos de cada
parte de la raíz. Debes tomarlas para aprender los secretos y conquistar el poder.
-¿Se preparan las distintas partes en la misma forma en que usted preparó la primera?
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-No, cada parte es distinta.
-¿Cuáles son los efectos específicos de cada parte?
-Ya te dije: cada una enseña una forma distinta de poder. Lo que tomaste la otra noche no es
nada todavía. Cualquiera puede con eso. Pero sólo el brujo puede tomar las partes más hondas.
No puedo decirte qué hacen porque todavía no sé si ella irá a tomarte. Hay que esperar. ,
-¿Cuándo me dirá, entonces?
-Cuando tu planta crezca y dé semilla.
-Si cualquiera puede tomar la primera parte, ¿para qué se usa?
-Diluida, es buena para todas las cosas de la hombría: gente vieja que ha perdido el vigor, o
jóvenes que buscan aventuras, o hasta mujeres que quieren pasión.
-Dijo usted que la raíz se usa sólo para el poder, pero veo que también se usa para otras cosas
aparte del poder. ¿Estoy en lo cierto?
Me miró durante un rato muy largo, con una mirada firme que me hizo sentir incómodo. Sentí
que mi pregunta lo había enojado, pero no podía comprender por qué.
-La yerba se usa sólo para el poder -dijo finalmente con tono seco, severo-. El hombre que
quiere recobrar su vigor, la gente joven que busca soportar la fatiga y el hambre, el hombre que
quiere matar a otro hombre, la mujer que quiere estar caliente: todos desean poder. ¡Y la yerba
se lo da! ¿Sientes que la quieres? -preguntó tras una pausa.
-Siento un vigor extraño -dije, y era verdad. Lo había advertido al despertar y lo sentía
entonces. Era una sensación muy peculiar de incomodidad, de amargura; todo mi cuerpo se
movía y se estiraba con ligereza y fuerza inusitadas. Tenía comezón en los brazos y en las
piernas. Mis hombros parecían henchirse; los músculos de mi espalda y de mi cuello me hacían
sentir deseos de empujar árboles o frotarme contra ellos. Me sentía capaz de demoler un muro.
No dijimos más. Estuvimos un rato sentados en el zaguán. Noté que don Juan se estaba
quedando dormido; cabeceó un par de veces y luego, sencillamente, estiró las piernas, se acostó
en el piso con las manos tras la cabeza y se durmió. Me levanté y fui detrás de la casa, donde
quemé mi energía física extra limpiando la basura; don Juan, recordaba yo, había dicho que le
gustaría que yo lo ayudase a limpiar detrás de su casa.
Más tarde, cuando él se despertó y vino al traspatio, yo me hallaba más relajado.
Nos sentamos a comer, y durante la comida me preguntó tres veces cómo me sentía. Siendo
esto una rareza, terminé por preguntar:
-¿Por qué le preocupa cómo me siento, don Juan? ¿Espera que tenga una mala reacción por
haber tomado el jugo?
Rió. Pensé que se estaba portando como un niño travieso que ha armado una jugarreta e
investiga los resultados de vez en cuando. Todavía riendo, dijo:
-No pareces enfermo. Hace rato-hasta me hablaste mal.
-No es cierto, don Juan -protesté-. No recuerdo haberle hablado nunca así.
Tomé muy en serio ese punto porque no recordaba haberme sentido molesto con él.
-Saliste en su defensa -dijo.
-¿En defensa de quién?
-Estabas defendiendo a la yerba del diablo. Ya parecías su amante.
Yo iba a protestar aún más vigorosamente, pero me contuve.
-De veras no me di cuenta de que estaba defendiéndola.
-Claro que no. Ni siquiera te acuerdas de lo que dijis te, ¿verdad?
-No, no me acuerdo. Tengo que admitirlo.
-Ya ves. Así es la yerba del diablo. Se te cuela como una mujer. Ni siquiera te das cuenta.
Todo lo que sabes es que te hace sentirte bien y con poder: los músculos se hinchan de vigor,
los puños dan comezón, las plantas de. los pies arden por perseguir a alguien. Cuando un
hombre la conoce es cuando de veras se llena de ansias. Mi benefactor decía que la yerba del
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diablo se queda con los hombres que quieren poder y se deshace de los que no pueden con ella.
Pero el poder era más común entonces; se buscaba con más ganas. Mi benefactor era un hombre
poderoso y, según lo que me dijo, su benefactor era todavía más dado a buscar poder. Pero en
esos días había razón para ser poderoso.
-¿Piensa usted que ya no hay razón para el poder en estos di as?
-El poder está bien para ti, ahora. -Eres joven. No eres indio. Acaso la yerba del diablo sea
buena en tus manos. Parece que te gustó. Te hizo sentirte fuerte. Yo mismo sentí todo eso. Y sin
embargo no me gustó.
-¿Puede decirme por qué, don Juan?
-¡No me gusta su poder! Ya no sirve de nada. En otros tiempos, como aquellos de los que mi
benefactor me contaba, había razón para buscar poder. Los hombres realizaban hazañas
fenomenales, eran admirados por su fuerza y temidos y respetados por su saber. Mi benefactor
me contaba historias de hazañas verdaderamente fenomenales que se realizaron hace mucho,
mucho. Pero ahora nosotros, los indios, ya no buscamos ese poder. Hoy en día, los indios usan
la yerba para darse friegas. Usan las hojas y las flores para otras cosas; hasta dicen que les curan
los granos. Pero no buscan su poder: un poder que actúa como un imán, más potente y más
peligroso de manejar cuanto más se ahonda la raíz en la tierra. Cuando uno llega a los cuatro
metros -dicen que algunos han llegado- encuentra el sitio del poder permanente, poder sin fin.
Muy pocos seres humanos han hecho esto en el pasado, y nadie lo hace hoy.
Te lo digo, nosotros los indios ya no necesitamos el poder de la yerba del diablo. Creo que
poco a poco he mos perdido el interés, y ahora el poder ya no importa. Yo mismo no lo busco, y
sin embargo una vez, cuando tenía tu edad, también sentía por dentro su hinchazón. Me sentía
como tú te sentiste hoy, sólo que quinientas veces más fuerte. Maté a un hombre con un solo
golpe de mi brazo. Podía aventar peñascos, peñascos enormes que ni veinte hombres podían
mover. Una vez salté tan alto que tronché las copas de los árboles más altos. ¡Pero todo eso fue
de ba lde! Lo único que hacía era asustar a los indios: nada más a los indios. Los demás, que no
sabían nada de eso, no lo creían. Veían un indio loco, o bien algo que se movía en las copas de
los árboles.
Estuvimos callados largo tiempo. Yo necesitaba decir algo.
-Era distinto cuando había gente en el mundo -prosiguió-, gente que sabia que, un hombre
podía convertirse en león de montaña o en pájaro, o que un hombre podía volar así nomás. Por
eso ya no uso la yerba del diablo. ¿Para qué? ¿Para asustar a los indios?
Y lo vi triste, y una honda simpatía me llenó. Quise decirle algo, aunque fuera una
perogrullada,
-Tal vez, don Juan, ése sea el destino de todos los hombres que quieren saber.
-Tal vez -dijo suavemente.
Jueves, 23 de noviembre, 1961
Al llegar en el auto, no vi a don Juan sentado en su za guán. Eso me pareció extraño. Lo llamé
en voz alta y su nuera salió de la casa.
-Está adentro -dijo.
Resultó que don Juan se había dislocado el tobillo varias semanas antes. Había hecho su
propio enyesado remojando tiras de tela en una papilla de cacto y hueso molido. Las tiras,
atadas estrechamente en torno del tobillo, habían formado al secarse un molde ligero, ajustado.
Tenía la dureza del yeso, pero no su amplitud de volumen.
-¿Cómo pasó? -pregunté.
La nuera, una yucateca, que lo estaba atendiendo, me contestó,
-Fue un accidente. ¡Se cayó y casi se rompe el pie!
Don Juan rió y esperó que la mujer saliera de la casa antes de responder.
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-¡Qué accidente ni qué nada! Tengo cerca una enemiga. ¡La Catalina! Me empujó en un
momento de debilidad y yo caí.
-¿Por qué hizo eso ella?
-Porque quería matarme, por eso.
-¿Estuvo aquí con usted?
-¡Sí!
-¿Por qué la dejó entrar?
-Yo no la dejé. Ella entró volando,
-¡Cómo dice!
-Es chanate. Y muy buena para eso. Me cogió desprevenido. Ha estado tratando de acabarme
desde hace mucho. Esta vez anduvo muy cerca.
-¿Dijo usted que es un chanate? Digo, ¿es la Catalina un pájaro?
-Ahí vas otra vez con tus preguntas. ¡Es un chanate! Igual que yo soy un cuervo. ¿Soy un
hombre o un pájaro?
Soy un hombre que sabe cómo volverse pájaro. Pero hablando otra vez de la Catalina: ¡es una
bruja del demonio! Su intención de matarme es tan fuerte que a duras penas logré quitármela de
encima. El chanate se metió hasta mi casa y no pude detenerlo.
-¿Puede usted convertirse en pájaro, don Juan?
-¡Sí! Pero eso es algo que veremos después.
-¿Por qué quiere matarlo?
-Oh, hay un viejo problema entre nosotros. Se pasó de la raya, y ahora parece que tendré que
acabar con ella antes de que ella acabe conmigo.
-¿Va usted a usar brujería? -pregunté con gran expec tación.
-No seas tonto. Ninguna brujería trabajaría contra ella. ¡Tengo otros planes! Algún día te los
diré.
-¿Puede su aliado protegerlo de ella?
-¡No! El humito nada más me dice qué hacer. Luego yo debo protegerme solo.
-¿Y Mescalito? ¿Puede protegerlo de ella?
-¡No! Mescalito es un maestro, no un poder que se use por motivos personales.
-¿Y la yerba del diablo?
-Ya te dije que debo protegerme solo, siguiendo las indicaciones de mi aliado el humito. Y
hasta donde yo sé, el humito puede hacer cualquier cosa. Si quieres saber de lo que sea, el humo
te dice. Y no sólo te da conocimiento, sino también los medios para proseguir. Es el aliado más
maravilloso que un hombre pueda tener.
-¿Es el humito el mejor alia do posible para todo el mundo?
-Todos nosotros no somos iguales. Muchos le tienen miedo y no lo tocan, ni siquiera se le
acercan. El humito es como todo lo demás; no se hizo para todos nosotros.
-¿Qué clase de humo es, don Juan?
-¡El humo de los adivinos!
había en su voz una reverencia perceptible; un estado de ánimo que yo nunca había notado
anteriormente,
-Empezaré por decirte exactamente lo que me dijo mi benefactor cuando empezó a enseñarme
acerca de él. Aunque en ese entonces, igual que tú ahora, yo no tenía modo de entender. "La
yerba del diablo es para los que quieren poder. El humito es para los que quieren observar y
ver." Y en mi opinión, el humito no tiene rival, Una vez que un hombre entra en su campo,
todos los otros poderes están a su disposic ión. ¡Es magnífico! Y por supuesto, requiere una vida
entera. Años nada más para familiarizarse con sus dos partes vitales: la pipa y la mezcla de
fumar. La pipa me la dio mi benefactor, y después de tantos años de acariciarla se ha vuelto
mía. Se ha hecho a mis manos. Pasarla a tus manos, por ejemplo, será una verdadera faena para
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mí, y una gran hazaña para ti, ¡si salimos con bien! La pipa sentirá la tensión de que alguien
más la manosee, y si alguno de nosotros comete un error no habrá manera de evitar que la pipa
se parta sola por su propia fuerza o se escape de nuestras manos para romperse, aunque se caiga
en un montón de paja. Si eso llega a suceder, será el fin de los dos. Sobre todo el mío. El humito
se volvería contra mí en formas increíbles.
-¿Cómo podría volverse contra usted si es su aliado?
Mi pregunta pareció alterar el curso de sus pensamientos. Pasó largo rato sin hablar.
La dificultad de los ingredientes -prosiguió de súbito- hace a la mezcla de fumar una de las
sustancias más peligrosas que conozco. Nadie puede prepararla sin que le enseñen. ¡Es veneno
mortal para cualquiera que no sea el protegido del humito! La pipa y la mezcla deben tratarse
con extremo cuidado. Y el hombre que trata de aprender debe prepararse llevando una vida
dura, tranquila. Los efectos son tan terribles que sólo un hombre fuerte puede soportar la más
pequeña fumada. Al principio todo es aterrador y confuso, pero cada fumada define más las
cosas. ¡Y de pronto el mundo se abre de nuevo! ¡Increíble! Cuando esto sucede, el humito se ha
hecho aliado de uno y le resolverá cualquier problema permitiéndole entrar en mundos
inconcebibles.
"Esta es la mayor propiedad del humito, su mayor don. Y lleva a cabo su función sin dañar en
lo más mínimo. ¡Yo llamo al humito un verdadero aliado!"
Como de costumbre, estábamos sentados frente a su casa, donde el suelo de tierra está siempre
limpio y bien apisonado. Don Juan se levantó de pronto y entró en la casa. Tras unos momentos
regresó con un bulto angosto y volvió a sentarse.
-Esta es mi pipa -dijo.
Se inclinó hacia mí para mostrarme una pipa que sacó de una funda de lienzo verde. Medía
unos veintidós o veinticinco centímetros. El tallo era de madera rojiza, sencillo, sin
ornamentación. El cuenco parecía también de madera, y era un poco voluminoso en
comparación con el delgado tallo. Tenía un acabado pulido y era de color gris oscuro, casi del
color del carbón.
Don Juan sostuvo la pipa frente a mi cara Pensé que me la estaba entregando. Alargué la mano
para tomarla, pero él la apartó rápidamente,
-Esta pipa me la dio mi benefactor -dijo-. A su tiempo yo te la pasaré a ti. Pero primero debes
conocerla. Cada vez que vengas te la daré. Empieza por tocarla. Agárrala un rato muy corto, al
principio, hasta que tú y la pipa se acostumbren el uno al otro. Luego métela en tu bolsa, o
acaso en tu camisa. Y finalmente póntela en la boca. Todo esto se hace poco a poco, despacio y
con tiento. Cuando la amistad está hecha, fumas en ella. Si sigues mi consejo y no te apuras, a
lo mejor el humito se hace también tu aliado preferido.
Me entregó la pipa, pero sin soltarla. Alargué hacia ella el brazo derecho.
-Con las dos manos -dijo él.
Toqué la pipa con ambas manos durante un momento muy breve. No me la acercó lo
suficiente para asirla, sino sólo lo bastante para tocarla, Luego la apartó,
-El primer paso es que la pipa te guste. ¡Eso lleva tiempo!
-¿Puedo yo disgustar, a la pipa, don Juan?
-No. No puedes disgustarle, pero debes aprender a que te guste para que, cuando te llegue la
hora de fumar, la pipa te ayude a no tener miedo.
-¿Qué fuma usted, don Juan?
-¡Esto!
Abrió el cuello de su camisa dejando ver una bolsita que llevaba colgada como un medallón.
La sacó, la desató, y con mucho cuidado virtió parte del contenido en la palma de su mano.
Hasta donde pude ver, la mezcla parecía hojas de té finamente deshebradas cuyo color variaba
del café oscuro al verde claro, con unas cuantas pizcas de amarillo brillante.
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Reintegró la mezcla a la bolsa, cerró la bolsa, la ató con una tirilla de cuero y la puso
nuevamente bajo su camisa.
-¿Qué clase de mezcla es?
-Lleva muchas cosas. Conseguir todos los ingredientes es empresa muy difícil. Hay que viajar
lejos. Los honguitos que se necesitan para preparar la mezcla crecen sólo en ciertas épocas del
año, y sólo en ciertos sitios.
-¿Tiene usted una mezcla diferente para cada tipo de ayuda que necesita?
-¡No! Sólo hay un humito, y no hay otro como él.
Señaló la bolsa colgada contra su pecho y alzó la pipa que descansaba entre sus piernas.
-¡Estas dos son una! Una no puede ir sin la otra. Esta pipa y el secreto de esta mezcla
pertenecían a mi benefactor. A él se los entregaron en la misma forma en que mi bene factor me
los dio a mi. Aunque la mezcla es difícil de preparar, uno puede volver a abastecerse. El secreto
está en los ingredientes, y en la manera como se tratan y se mezclan. En cambio, la pipa es para
toda la vida. Debe tratársela con cuidado infinito. Es resistente y fuerte, pero nunca hay que
golpearla ni hacerla rodar de aquí para allá. Hay que manejarla con las manos secas, nunca
cuando las manos están sudadas, y nada más debe usarse cuando se esté a solas. Y nadie,
absolutamente nadie debe verla nunca, a menos que uno quiera dársela a alguien. Así me
enseñó mi benefactor, y así he tratado a la pipa toda mi vida.
-¿Qué pasaría si usted perdiera o rompiera la pipa?
Meneó la cabeza, muy lentamente, y me miró.
-¡Me moriría!
-¿Son como la suya todas las pipas de los brujos?
-No todos tienen pipas como la mía. Pero conozco algunos que sí.
-¿Puede usted mismo hacer una pipa como ésta, don Juan? -insistí-. Suponga que no la
tuviera: ¿cómo podría darme una si quisiera?
-Si no tuviera la pipa, no podría ni querría darla. Te darla cualquier otra cosa.
Parecía algo hosco conmigo. Metió con mucho cuidado la pipa en la funda, que debía de estar
forrada de algún material suave, pues la pipa, que encajaba con justeza, se deslizó fácilmente al
interior. Don Juan entró en la casa para guardar su pipa.
-¿Está usted enojado conmigo, don Juan? -le pregunté cuando volvió. Pareció sorprenderse de
mi pregunta.
-¡No! ¡Nunca me enojo con nadie! Ningún ser huma no puede hacer nada lo bastante
importante para enojarme. Uno se enoja con la gente cuando siente que sus actos son
importantes. Yo ya no siento eso.
Martes, 26 de diciembre, 1961
El tiempo específico de replantar el "brote", como don Juan llamaba a la raíz, no estaba fijado,
aunque se suponía que era el siguiente paso para domar el poder vegetal.
Llegué a casa de don Juan el sábado 23 de diciembre, temprano por la tarde. Estuvimos un
rato sentados en silencio, como de costumbre. El día era cálido y nublado. Habían pasado meses
desde que don Juan me diera la primera parte.
-Es tiempo de devolver la yerba a la tierra -dijo de pronto-. Pero antes voy a prepararte una
protección. Tú la guardarás, y sólo tú debes verla. Como yo voy a prepa rarla, también yo la
veré. Eso no es bueno porque, como te dije, no le tengo buena voluntad a la yerba del diablo.
No somos uno. Pero mi recuerdo no vivirá mucho; soy demasiado viejo. Sin embargo, debes
guardarla de los ojos de otros porque, mientras dura su recuerdo de haberla visto, el poder de la
protección sufre daño.
Entró en su cuarto y sacó tres bultos-de arpillera debajo de un petate viejo. Volvió al zaguán y
tomó asiento.
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Tras largo silencio abrió uno de los bultos. Era la datura hembra que había recogido en mi
compañía; todas las hojas, flores y vainas apiladas con anterioridad estaban secas. Tomó el
trozo largo de raíz en forma de Y, y luego ató nuevamente el bulto.
La raíz se había secado y enjutado y las barras de la horqueta se hallaban más separadas y
contorsionadas. Puso la raíz en su regazo, abrió el morral de cuero y extrajo su cuchillo.
Sostuvo la raíz seca frente a mí.
-Esta parte es para la cabeza -dijo, e hizo la primera incisión en la cola de la Y, que vista al
revés semejaba la forma de un hombre con las piernas abiertas.
-Ésta es para el corazón -dijo, y cortó cerca del ángulo de la Y. Luego cortó las puntas de la
raíz, dejando unos siete centímetros en cada barra de la Y. Luego, con lentitud y paciencia, talló
la forma de un hombre.
La raíz era seca y fibrosa. Para tallarla, don Juan hacía dos incisiones y pelaba las fibras entre
ambas hasta la hondura de los cortes. Sin embargo, cuando se trataba de detalles, como dar
forma a brazos y manos, cincelaba la madera. El producto final fue una figurilla como de
alambre: un hombre con los brazos cruzados sobre el pecho y las manos en posición de aferrar.
Don Juan se levantó y fue hasta una agave azul que cre cía frente a la casa, junto al porche.
Asió la dura espina de una de las pulposas hojas centrales, la dobló y le dio dos o tres vueltas.
El movimiento circular casi separó la espina de la hoja, dejándola colgada. El la mordió, o más
bien la tomó entre los dientes, y dio un tirón. La espina salió de la pulpa, arrastrando consigo un
manojo de largas fibras: hebras de sesenta centímetros de largo unidas a la parte leñosa como
una cola blanca. Aún sosteniendo la espina con los dientes, don Juan trenzó las fibras entre las
palmas de sus manos e hizo un cordel que ató alrededor de las piernas de la figurilla, para
juntarlas. Envolvió la parte inferior del cuerpo hasta que el cordel se terminó; luego, con gran
pericia, utilizó la espina como una lezna dentro de la parte delantera del cuerpo, bajo los brazos
cruzados, hasta que la aguda punta salió, como brotando de las manos de la figurilla. Usó de
nuevo los dientes y, jalando con suavidad, sacó la espina casi por entero. Parecía una larga
lanza sobresaliendo del pecho de la figura. Sin mirar ya la estatuilla, don Juan la metió en su
morral.
Parecía exhausto por el esfuerzo. Se acostó en el piso y se quedó dormido.
Ya estaba oscuro cuando despertó. Comimos las provisiones que yo le había llevado y
estuvimos un rato más sentados en el zaguán. Luego don Juan caminó hacia la parte trasera de
la casa, llevando los tres bultos de arpillera- Cortó varias ramas secas y encendió una fogata.
Nos sentamos cómodamente frente a ella y don Juan abrió los tres bultos. Además del que
contenía los pedazos secos de la planta hembra, había otro con todo lo que aún quedaba de la
planta macho, y un tercero, voluminoso, que contenía pedazos verdes de datura, recién cortados.
Don Juan fue a la artesa y regresó con un mortero muy hondo, que más parecía una jarra con
el fondo en suave curva. Hizo un hoyo poco profundo y asentó firmemente el mortero en la
tierra- Echó más ramas secas en el fuego; después tomó los dos bultos con los pedazos secos de
las plantas macho y hembra y los vació juntos en el mortero. Sacudió la arpillera para
asegurarse de que todos los peda zos habían caído en el mortero. Del tercer bulto extrajo dos
trozos frescos de raíz de datura.
-Voy a prepararlos sólo para ti -dijo.
-¿Qué clase de preparación es, don Juan?
-Lino de estos pedazos viene de una planta macho, el otro de una planta hembra. Esta es la
única vez que se deben juntar las dos plantas. Los pedazos vienen de un me tro de hondo.
Los maceró con golpes parejos de la mano del mortero. Al hacerlo cantaba en voz baja: una
espe cie de zumbido monótono, sin ritmo. Las palabras me resultaron ininteligibles. Se hallaba
absorto en su tarea.
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Cuando las raíces estuvieron completamente maceradas, tomó del bulto algunas hojas de
datura. Estaban limpias y recién cortadas, todas intactas, sin cortes ni agujeros de gusano. Las
echó en el mortero una por una. Tomó un puñado de flores de datura y también las echó en el
mortero, en la misma forma deliberada. Conté catorce de cada cosa. Luego sacó un manojo de
vainas frescas, verdes: conserva ban sus espinas y no estaban abiertas. No pude contarlas porque
las echó todas juntas en el mortero, pero supuse que también eran catorce. Añadió tres tallos de
datura, sin hojas. Eran rojos oscuros y estaban limpios y, a juzgar por sus ramificaciones
múltiples, parecían haber pertenecido a unas plantas grandes.
Tras poner en el mortero todos estos ingredientes, los convirtió en una pulpa con los mismos
golpes parejos. En determinado momento inclinó el mortero y con la mano empujó la mezcla a
una olla vieja. Me alargó la mano; pensé que quería que se la secara. En vez de ello, tomó mi
mano izquierda y con un movimiento muy rápido separó los dedos medio y anular tanto como
pudo. Luego, con la punta de su cuchillo, me hirió entre ambos dedos y desgarró hacia abajo la
piel del anular. Actuó con tanta habilidad y rapidez que cuando retraje la mano ésta tenía una
cortada honda, y la sangre fluía en abundancia. Cogió nueva mente mi mano, la puso sobre la
olla y la apretó para forzar la salida de más sangre.
El brazo se me adormeció. Me hallaba en un estado de shock: extrañamente frío y rígido, con
una sensación opre siva en el pecho y en los oídos. Sentí que resbalaba sobre mi asiento. ¡Me
estaba desmayando! Don Juan soltó mi mano y agitó el contenido de la olla. Al recuperarme del
shock, me sentí realmente enojado con él. Tardé bastante tiempo en recobrar la compostura.
Colocó tres piedras en torno al fuego y puso encima la olla. A todos los ingredientes añadió
algo que me pareció ser un gran trozo de cola de carpintero, así como una olla de agua, y dejó
hervir la mezcla. Las plantas de datura tienen, por sí solas, un olor muy peculiar. Combinadas
con la cola, que produjo un fuerte olor cuando la mezcla empezó a hervir, creaban un vapor tan
acerbo que yo debía contenerme para no vomitar.
La mezcla hirvió largo rato mientras seguíamos inmóviles, sentados frente a ella. A ratos,
cuando el viento llevaba el vapor en mi dirección, la pestilencia me envolvía, y yo aguantaba el
aliento en un esfuerzo por evitarla.
Don Juan abrió su morral y sacó la figurilla; me la dio cuidadosamente y me indicó ponerla en
la olla sin quemarme las manos. La dejé resbalar suavemente hacia la papilla hirviente. El sacó
su cuchillo, y por un segundo creí que iba a cortarme de nuevo; en vez de ello, empujó la
figurita con la punta del cuchillo y la hundió.
Observó la papilla hervir durante un rato más, y luego empezó a limpiar el mortero. Lo ayudé.
Cuando terminamos, puso contra la cerca el mortero y la mano. Entramos en la casa, y la olla
quedó toda la noche sobre las piedras.
Al amanecer, don Juan me dio instrucciones de sacar la figurilla de la goma y colgarla del
techo mirando hacia el este, para que se secara al sol. A mediodía estaba tiesa como alambre. El
calor había sellado el pegame nto, y el color verde de las hojas se había mezclado con él. La
figurilla tenía un acabado brillante, extraño. Don Juan me pidió descolgarla. Luego me dio un morral pequeño que había hecho con una
vieja chaqueta de ante que yo le llevé tiempo atrás. El morral era igual al que él mismo tenía. La
única diferencia era que el suyo era de cuero café suave.
-Mete tu "imagen" en el morral y ciérralo -dijo,
No me miraba, y deliberadamente mantenía apartado el rostro. Una vez que tuve la figurilla
dentro del morral me dio una red para cargar y me indicó poner allí la olla de barro.
Caminó hasta mi coche, me quitó a red de las manos y la ató a la tapa abierta del
compartimiento de guantes.
-Ven conmigo -dijo.
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Lo seguí. Rodeó la casa, describiendo un círculo completo en el sentido de las manecillas del
reloj. Se detuvo en el zaguán y circundó la casa de nuevo, esta vez en dirección contraria,
regresando otra vez al zaguán. Permaneció inmóvil algún tiempo, y luego se sentó.
Estaba yo condicionado a suponer un significado en todo cuanto don Juan hacía. Me
preguntaba cuál podría ser el de dar vueltas a la casa, cuando él dijo:
-¡Caramba! Se me olvidó dónde lo puse.
Le pregunté qué buscaba. Dijo haber olvidado dónde dejó el brote que yo debía replantar.
Rodeamos la casa una vez más antes de que recordara el sitio.
Me mostró un pequeño frasco de vidrio sobre un pedazo de tabla clavado a la pared, debajo
del techo. El frasco contenía la otra mitad de la primera parte de la raíz de datura. El brote
mostraba un incipiente crecimiento de hojas en su extremo superior. El frasco contenía una
pequeña cantidad de agua, pero nada de tierra,
-¿Por qué no tiene tierra? -pregunté.
-No todas las tierras son la. misma, y la yerba del diablo debe conocer sólo la tierra en que
vivirá y crecerá. Y ahora es tiempo de devolverla a la tierra, antes que la dañen los gusanos.
-¿Podemos plantarla aquí cerca de la casa? -pregunté.
-¡No! ¡No! Cerca de aquí no. Debe regresar a un sitio de tu gusto.
-¿Pero dónde puedo encontrar un sitio de mi gusto?
-Eso yo no sé. Puedes plantarla donde quieras. Pero hay que velar por ella, porque debe vivir
para que tú tengas el poder que necesitas. Si muere, eso significa que no te quiere, y no debes
molestarla más. Significa que no tendrás poder sobre ella. Por eso debes cuidarla y velar por
ella, para que crezca. Pero no vayas a consentirla.
-¿Por qué no?
-Porque si no es su voluntad crecer, de nada sirve sonsacarla. Pero, eso sí, demuéstrale que te
preocupas. Tenla limpia de gusanos y dale agua cuando la visites. Esto debe hacerse cada cierto
tiempo hasta que tenga semilla. Después de que las primeras semillas germinen, estaremos
seguros de que te quiere.
-Pero, don Juan, no me es posible cuidar la raíz como usted dice,
-¡Si quieres su poder, debes hacerlo! ¡No hay otra manera!
-¿Puede usted cuidármela mientras no estoy aquí, don Juan?
-¡No! ¡Yo no! ¡No puedo! Cada quien debe alimentar su propio brote. Yo tuve el mío. Ahora
tú debes tener el tuyo. Y sólo cuando dé semillas, como te dije, podrás considerarte listo pa ra
aprender.
-¿Dónde piensa usted que debo replantarla?
-¡Eso es para que tú solo lo decidas! ¡Y nadie debe saber el lugar, ni siquiera yo! Así es como
hay que replantar. Nadie, pero nadie, puede saber dónde está tu planta. Si un extraño te sigue, o
te ve, toma el brote y corre para otro lado. Cualquiera podría causarte un- daño como no te
imaginas con sólo manosear el brote. Podría lisiarte o matarte. Por eso ni siquiera yo debo saber
dónde está tu planta.
Me alargó el frasquito con el brote.
-Agárralo ya.
Lo tomé. Entonces me llevó casi a rastras a mi coche.
-Ahora debes irte. Ve y escoge el sitio donde replantarás el brote. Escarba un agujero hondo
en tierra blanda, junto a un lugar con agua. Acuérdate: tiene que estar cerca del agua para
crecer. Haz el agujero con las puras manos, aunque sangren. Pon el brote en el centro del
agujero y haz un pilón alrededor, Luego remójalo con agua. Cuando el agua se hunda, llena el
hoyo con tierra blanda. Después escoge un sitio a dos pasos del brote, en esa dirección [señaló
hacia el sureste]. Haz allí otro agujero hondo, también con las manos, y tira en él lo que hay en
la olla. Luego quiebra la olla y entiérrala hondo en otro lugar, lejos del sitio donde está tu brote.
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Cuando hayas enterrado la olla, regresa con tu brote y riégalo otra vez. Entonces saca tu
imagen, sostenla entre los dedos donde está la cortada y, parad; en el sitio donde enterraste la
cola, toca apenas el brote con la punta de la aguja. Da tres vueltas al brote, parándote cada vez
en el mismo sitio a tocarlo.
-¿Tengo que seguir una dirección específica al dar vueltas a la raíz?
-Cualquier dirección- es buena. Pero debes siempre recordar en qué dirección enterraste la
cola y qué dirección tomaste al rodear el brote. Toca apenitas el brote con la punta todas las
veces menos la última: entonces la clavas hondo. Pero hazlo con cuidado; arrodíllate para
afirmar la mano, porque no debes romper la punta dentro del brote. Si la rompes, estás acabado.
La raíz no te servirá de nada.
-¿Tengo que decir algo mientras doy la vuelta al brote?
-No, eso lo haré yo por ti.
Sábado, 27 de enero, 1962
Apenas llegué a su casa esta mañana, don Juan me dijo que iba a enseñarme cómo se prepara
la mezcla de fumar. Caminamos hasta los cerros y nos adentramos bastante por una de las
cañadas. Se detuvo junto a un arbusto alto y esbelto cuyo color contrastaba marcadamente con
el de la vegetación circundante. El chaparral en torno era amarillento, pero el arbusto era verde
brillante.
-De este arbolito debes tomar las hojas y las flores -dijo-. El momento justo para cortarlas es el
día de las ánimas.
Sacó su cuchillo y tronchó la punta de uña rama delgada. Eligió otra rama similar y también le
tronchó la punta. Repitió esta operación hasta tener un puñado de puntas de rama. Luego se
sentó en el suelo.
-Mira -dijo-. Corté todas las ramas encima de la horqueta que hacen dos o más hojas y el tallo.
¿Ves? Todas son iguales. Nada más usé la punta de cada rama, donde las hojas están frescas y
tiernas. Ahora hay que buscar un lugar sombreado.
Caminamos hasta que pareció hallar lo que buscaba. Sacó del bolsillo un largo cordel y lo ató
al tronco y a las ramas bajas de dos arbustos, haciendo una especie de tendedero donde colgó de
cabeza las puntas de rama. Las ordenó con pulcritud a lo largo del cordel; enganchadas por la
horque ta entre las hojas y el tallo, parecían formar una larga fila de jinetes verdes.
-Hay que ver que las hojas se sequen en la sombra -dijo-. El sitio debe ser apartado y difícil de
alcanzar. Así las hojas están protegidas Hay que dejarlas a secar en un sitio donde sea casi
imposible encontrarlas. Después de que se secan, hay que ponerlas en un paquete y sellarlas.
Quitó las hojas del cordel y las tiró en los arbustos cercanos. Al parecer sólo había querido
mostrarme el procedimiento.
Seguimos caminando y don Juan cortó tres flores distintas, diciendo que eran parte de los
ingredientes y debían juntarse al mismo tiempo. Pero las flores se ponían en sendas vasijas de
barro y se secaban en la oscuridad; había que poner una tapa en cada vasija para que las flores
crearan moho dentro del recipiente. Dijo que la función de las hojas y las flores consistía en
endulzar la mezcla del humito.
Salimos de la cañada y nos encaminamos al lecho del río. Tras un largo rodeo volvimos a su
casa; En la noche estuvimos sentados hasta hora avanzada en su propio cuarto, cosa que rara
vez me permitía, y me habló del ingrediente final de la mezcla: los hongos.
-El verdadero secreto de la mezcla está en los honguitos -dijo-. Son el ingredie nte más difícil
de juntar. El viaje al sitio donde crecen es largo y peligroso, y seleccionar los buenos es todavía
más arriesgado. Hay otras clases de hongos que crecen allí mismo y que no sirven; echan a
perder a los buenos si se secan juntos. Requiere tiempo conocer bien los hongos, para no
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cometer un error. Hay daño grave si se usan los que no son: daño para el hombre y para la pipa.
Sé de hombres que cayeron muertos por usar el humo sucio.
"En cuanto los honguitos se cortan, se meten en un guaje, así que no hay modo de revisarlos.
Ves, hay que deshebrarlos para hacerlos pasar por el cuello del guaje."
-¿Cómo se puede prevenir un error?
-Teniendo cuidado y sabiendo escoger. Te dije que es difícil. No cualquiera puede domar el
humito; la mayoría de la gente ni siquiera hace el intento.
-¿Cuánto tiempo se dejan los hongos dentro del guaje?
-Un año. Todos los demás ingredientes también se sellan un año, Luego se miden por partes
iguales y se muelen por separado, hasta que quede un polvo muy fino. Los honguitos no
necesitan molerse porque ellos solos se convierten en polvo finito; nada más hay que
desmoronar los trozos. Cuatro partes de hongos se añaden a una parte de todos los demás
ingredientes juntos. Luego se mezclan y se ponen en una bolsa como la mía -señaló el saquito
colgado bajo su camisa.
-Entonces todos los ingredientes se juntan otra vez, y cuando se han puesto a secar ya estás
listo para fumar la mezcla que acabas de preparar. En tu caso, fumarás el año entrante. Y el año
después de ése, la mezcla será toda tuya porque la habrás juntado solo. La primera vez que
fumes, yo te encenderé la pipa. Fumas toda la mezcla del cuenco y esperas. El humito vendrá.
Lo sentirás. Te dará libertad de ver todo cuanto quieras ver. Hablando con propiedad, es un
aliado sin rival. Pero quien lo busque debe tener una intención y tina voluntad irreprochables.
Las necesita, porque si no tiene intención v voluntad de volver, el humito no lo dejará. Y
después, también, debe tener intención y voluntad de recordar lo que el humito le permita ver;
de otro modo no será más que una mancha de niebla en su mente.
Sábado, 8 de abril, 1962
En nuestras conversaciones, don Juan usaba a menudo la frase "hombre de conocimiento", o
se refería a ella, pero nunca explicaba qué quería decir. Inquirí al respecto.
-Un hombre de conocimiento es alguien que ha seguido de verdad las penurias de aprender –
dijo-. Un hombre que, sin apuro, sin vacilación ha ido lo más lejos que puede en desenredar los
secretos del poder y el conocimiento.
-¿Puede cualquiera ser un hombre de conocimiento?
-No, no cualquiera,
-¿Entonces qué debe hacer un hombre para volverse hombre de conocimiento?
-Debe desafiar y vencer a sus cuatro enemigos naturales.
-¿Será un hombre de conocimiento tras derrotar a estos cuatro enemigos?
-Si. Un hombre puede llamarse hombre de conocimiento sólo si es capaz de vencer a los
cuatro.
-Entonces, ¿puede cualquiera que venza a estos enemigos ser un hombre de conocimiento?
-Todo el que los venza se convierte en un hombre de conocimiento.
-¿Pero hay requisitos especiales que un hombre debe cumplir antes de luchar con estos
enemigos?
-No hay requisitos. Cualquiera puede tratar de llegar a ser hombre de conocimiento; muy
pocos llegan a serlo, pero eso es natural. Los enemigos que un hombre encuentra en el camino
para llegar a ser un hombre de conocimiento son de veras formidables, de verdad poderosos; y
la ma yoría, pues, se pierde.
-¿Qué clase de enemigos son, don Juan.
Se negó a hablar de los enemigos. Dijo que pasaría largo tiempo antes de que el tema tuviera
algún sentido para mí. Traté de mantener vivo ese tema, y le pregunté si pensaba que yo podía
volverme hombre de conocimiento. Dijo que nadie podía decir eso de seguro. Pero yo insistí en
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preguntar si había algunas pistas que él pudiera usar para determinar si yo tenía o no
oportunidad de convertirme en un hombre de conocimiento. Dijo que dependería de mi batalla
contra los cuatro enemigos -de si podía yo vencerlos o salía vencido- pero que era imposible
predecir el resultado de esa lucha.
Le pregunté si podía usar brujería o adivinación para ver el desenlace de la batalla. Dijo
terminantemente que los resultados de la contienda no podían anticiparse por nin gún medio,
porque volverse hombre de conocimiento era cosa temporal. Cuando le pedí explicar este punto,
replicó:
-Ser hombre de conocimiento no tiene permanencia. Uno no es nunca en realidad un hombre
de conocimiento. Más bien, uno se hace hombre de conocimiento por un ins tante muy corto,
después de vencer a las cuatro enemigos naturales.
-Debe usted decirme, don Juan, qué clase de enemigos son.
No respondió. Insistí de nuevo, pero él abandonó el tema y se puso a hablar de otra cosa.
Domingo, 15 de abril, 1962
Cuando me disponía a partir, decidí preguntarle una vez más por los enemigos de un hombre
de conocimiento. Aduje que no podría regresar en algún tiempo y serla buena idea escribir lo
que él dijese y meditar en ello mientras estaba fuera.
Titubeó un rato, pero luego comenzó a hablar.
-Cuando un hombre empieza a aprender, nunca sabe lo que va a encontrar. Su propósito es
deficiente; su intención es vaga. Espera recompensas que nunca llegarán, pues no sabe nada de
los trabajos que cuesta aprender.
"Pero uno aprende así, poquito a poquito al comienzo, luego más y más. Y sus pensamientos
se dan de topetazos y se hunden en la nada. Lo que se aprende no es nunca lo que uno creía. Y
así se comienza a tener miedo. El conocimiento no es nunca lo que uno se espera. Cada paso del
aprendizaje es un atolladero, y el miedo que el hombre experimenta empieza a crecer sin
misericordia, sin ceder. Su propósito se convierte en un campo de batalla.
"Y así ha tropezado con el primero de sus enemigos naturales: ¡el miedo! Un enemigo terrible:
traicionero y enredado como los cardos. Se queda oculto en cada recodo del camino, acechando,
esperando. Y si el hombre, aterrado en su presencia, echa a correr, su enemigo habrá puesto fin
a su búsqueda."
-¿Qué le pasa al hombre si corre por miedo?
-Nada le pasa, sólo que jamás aprenderá. Nunca llega rá a ser hombre de conocimiento.
Llegará a ser un ma leante, o un cobarde cualquiera, un hombre inofensivo, asustado; de
cualquier modo, será un hombre vencido. Su primer enemigo habrá puesto fin a sus ansias.
-¿Y qué puede hacer para superar el miedo?
-La respuesta es muy sencilla. No debe correr. Debe desafiar a su miedo, y pese a él debe dar
el siguiente paso en su aprendizaje, y el siguiente, y el siguiente. Debe estar lleno de miedo,
pero no debe detenerse. ¡Esa es la regla! Y llega un momento en que su primer enemigo se
retira. El hombre empieza a sentirse seguro de si. Su propósito se fortalece. Aprender no es ya
una tarea aterradora.
"Cuando llega ese momento gozoso, el hombre puede decir sin duda que ha vencido a su
primer enemigo natural."
-¿Ocurre de golpe, don Juan, o poco a poco?
-Ocurre poco a poco, y sin embargo el miedo se conquista rápido y de repente.
-¿Pero no volverá el hombre a tener miedo si algo nuevo le pasa?
-No. Una vez que un hombre ha conquistado el miedo, está libre de él por el resto de su vida,
porque a cambio del miedo ha adquirido la claridad: una claridad de mente que borra el miedo.
Para entonces, un hombre conoce sus deseos; sabe cómo satisfacer esos deseos. Puede prever
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los nuevos pasos del aprendizaje, y una claridad nítida lo rodea todo. El hombre siente que nada
está oculto,
"Y así ha encontrado a su segundo enemigo: ¡la claridad! Esa claridad de mente, tan difícil de
obtener, dispersa el miedo, pero también ciega.
"Fuerza al hombre a no dudar nunca de sí. Le da la segur idad de que puede hacer cuanto se le
antoje, porque todo lo que ve lo ve con claridad. Y tiene valor porque tiene claridad, y no se
detiene en nada porque tiene claridad. Pero todo eso es un error; es como si viera algo claro
peto incompleto. Si el hombre se rinde a esa ilusión. de poder, ha sucumbido a su segundo
enemigo y será torpe para aprender. Se apurará cuando debía ser paciente, o será paciente
cuando debería apurarse. Y tonteará con el aprendizaje, hasta que termine incapaz de aprender
nada más.
-¿Qué pasa con un hombre derrotado en esa forma, don Juan? ¿Muere en consecuencia?
-No, no muere. Su segundo enemigo nomás ha parado en seco sus intentos de hacerse hombre
de conocimiento; en vez de eso, el hombre puede volverse un guerrero impetuoso, o un payaso.
Pero la claridad que tan caro ha pagado no volverá a transformarse en oscuridad y miedo. Será
claro mientras viva, pero ya no aprenderá ni ansiará nada.
-Pero ¿qué tiene que hacer para evitar la derrota?
-Debe hacer lo que hizo con el miedo: debe desafiar su claridad y usarla sólo para ver, y
esperar con paciencia y medir con tiento antes de dar otros pasos; debe pensar, sobre todo, que
su claridad es casi un error. Y vendrá un momento en que comprenda que su claridad era sólo
un punto delante de sus ojos. Y así habrá vencido a su segundo enemigo, y llegará a una
posición donde nada puede ya dañarlo. Esto no será un error ni tampoco una ilusión. No será
solamente un punto delante de sus ojos. Ése será el verdadero poder.
"Sabrá entonces que el poder tanto tiempo perseguido es suyo por fin. Puede hacer con él lo
que se le antoje. Su aliado está a sus órdenes. Su deseo es la regla. Ve claro y parejo todo
cuanto hay alrededor. Pero también ha tropezado con su tercer enemigo: ¡el poder!
"El poder es el más fuerte de todos los enemigos. Y naturalmente, lo más fácil es rendirse;
después de todo, el hombre es de veras invencible. Él manda; empieza tomando riesgos
calculados y termina haciendo reglas, porque es el amo del poder.
"Un hombre en esta etapa apenas advierte que su tercer enemigo se cierne sobre él. Y de
pronto, sin saber, habrá sin duda perdido la batalla. Su enemigo lo habrá transfor mado en un
hombre cruel, caprichoso."
-¿Perderá su poder?
-No, nunca perderá su claridad ni su poder.
-¿Entonces qué lo distinguirá de un hombre de conocimiento?
-Un hombre vencido por el poder muere sin saber realmente cómo manejarlo. El poder es sólo
un carga sobre su destino. Un hombre así no tiene dominio de si mismo, ni puede decir cómo ni
cuándo usar su poder.
-La derrota a manos de cualquiera de estos enemigos ¿es definitiva?
-Claro que es definitiva. Cuando uno de estos enemigos vence a un hombre, no hay nada que
hacer.
-¿Es posible, por ejemplo, que el hombre vencido por el poder vea su error y se corrija?
-No. Una vez que un hombre se rinde, está acabado.
-¿Pero si el poder lo ciega temporalmente y luego él lo rechaza?
-Eso quiere decir que la batalla sigue. Quiere decir que todavía está tratando de volverse
hombre de conocimiento. Un hombre está vencido sólo cuando ya no hace la lucha y se
abandona.
-Pero entonces, don Juan, es posible que un hombre se abandone al miedo durante años, pero
finalmente lo conquiste,
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-No, eso no es cierto. Si se rinde al miedo nunca lo conquistará, porque se asustará de
aprender y no volverá a hacer la prueba. Pero si trata de aprender durante años, en medio de su
miedo, terminará conquistándolo porque nunca se habrá abandonado a él en realidad.
-¿Cómo puede vencer a su tercer enemigo, don Juan?
-Tiene que desafiarlo, con toda intención. Tiene que llegar a darse cuenta de que el poder que
aparentemente ha conquistado no es nunca suyo en verdad. Debe tenerse a raya a todas horas,
manejando con tiento, y con fe todo lo que ha aprendido. Si puede ver que, sin control sobre sí
mismo, la claridad y el poder son peores que los errores, llegará a un punto en el que todo se
domina. Entonces sabrá cómo y cuándo usar su poder. Y así habrá vencido a su tercer enemigo.
"El hombre estará, para entonces, al fin de su travesía por el camino del conocimiento, y casi
sin advertencia tropezará con su último enemigo: ¡la vejez! Este enemigo es el más cruel de
todos, el único al que no se puede vencer por completo; el enemigo al que solamente podrá
ahuyentar por un instante.
"Este es el tiempo en que un hombre ya no tiene miedos, ya no tiene claridad impaciente; un
tiempo en que todo su poder está bajo control, pero también el tiempo en el que siente un deseo
constante de descansar. Si se rinde por ente ro a su deseo de acostarse y olvidar, si se arrulla en
la fatiga, habrá perdido el último asalto, y su enemigo lo reducirá a una débil criatura vieja. Su
deseo de retirarse vencerá toda su claridad, su poder y su conocimiento.
"Pero si el hombre se sacude el cansancio y vive su destino hasta el final, puede entonces ser
llamado hombre de conocimiento, aunque sea tan sólo por esos momentitos en que logra
ahuyentar al último enemigo, el enemigo invencible. Esos momentos de claridad, poder y
conocimiento son suficientes."
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IV
Don Juan casi nunca hablaba abiertamente de Mescalito. Cada vez que yo lo interrogaba sobre
el tema se negaba a contestar, pero siempre decía lo suficiente para crear una impresión de
Mescalito: impresión que siempre era antropomórfica. Mescalito era masculino, no sólo por el
géne ro gramatical de su nombre, sino también por sus constantes cualidades de ser protector y
maestro. Don Juan reafirmaba estas características en formas diversas cada vez que
hablábamos.
Domingo, 24 de diciembre, 1961
-La yerba del diablo nunca ha protegido a nadie. Sólo sirve para dar poder. Mescalito, en
cambio, es manso, como un niñito.
-Pero dijo usted que Mescalito es a veces aterrador.
-Claro que es aterrador, pero una vez que lo conoces es manso y bondadoso.
-¿Cómo muestra su bondad?
-Es un protector y un maestro.
-¿Cómo protege?
-Puedes guardarlo contigo a toda hora y él verá que nada malo te ocurra.
-¿Cómo puede uno guardarlo consigo a toda hora?
-En una bolsita, amarrada con un cordón debajo del brazo o alrededor del cuello.
-¿Lo tiene usted consigo?
-No, porque yo tengo un aliado. Pero otra gente si.
-¿Qué enseña?
-Enseña a vivir como se debe.
-¿Cómo enseña?
-Enseña las cosas y te dice lo que son.
-¿Cómo?
-Tendrás que ver por ti mismo.
Martes, 30 de enero, 1962
-¿Qué ve usted cuando Mescalito lo lleva consigo, don Juan?
-De esas cosas no se platica. No puedo decirte eso.
-¿Le pasaría algo malo si me dijera?
-Mescalito es un protector, un protector manso y bueno, pero eso no quiere decir que pueda
uno burlarse de él. Por ser un protector bueno también puede ser el horror mismo para los que
no le gustan.
-No quiero burlarme de él. Sólo quiero saber qué hace hacer o ver a otras personas. Yo le
describí a usted todo cuanto Mescalito me hizo ver, don Juan.
-Contigo es diferente, a lo mejor porque no conoces sus modos. Hay que enseñarte sus modos
como se enseña a caminar a un niño.
-¿Cuánto tiempo más hay que enseñarme?
-Hasta que él mismo empiece a tener sentido para ti.
-¿Y entonces?
-Entonces comprenderás solo. Ya no tendrás que decir me nada.
-¿Puede usted decirme solamente a dónde lo lleva Mescalito?
-No puedo hablar de eso.
-Nada más quiero saber si hay otro mundo al cual lleva a la gente.
-Hay.
-¿Es el cielo?
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-Te lleva a través del cielo.
-Quiero decir, ¿es el cielo donde está Dios?
-Ya te estás haciendo el pendejo. No sé dónde está Dios.
-¿Es, Mescalito, Dios el único Dios? ¿O es uno de los dioses?
-Es sólo un protector y un maestro. Es un poder.
-¿Es un poder dentro de nosotros mismos?
-No. Mescalito no tiene nada que ver con nosotros mismos. Está fuera de nosotros.
-Entonces todo el que ve a Mescalito debe verlo en la misma forma.
-No, de ninguna manera. No es el mismo para todos.
Jueves, 12 de abril, 1962
-¿Por qué no me dice más sobre Mescalito, don Juan?
-No hay nada que decir.
-Ha de haber miles de cosas que yo debería saber antes de encontrarme de nuevo con él.
-No. A lo mejor para ti no hay nada que debas saber. Como ya te dije, no es el mismo para
todos.
-Lo sé, pero de cualquier modo me gustaría saber qué opinan otros acerca de él.
-La opinión de aquellos que se preocupan por hablar de él no vale mucho. Ya verás. Lo más
probable es que hables de él hasta cierto punto, y de allí en adelante no vuelvas a mencionarlo.
-¿Puede usted contarme de sus primeras experiencias?
-¿Para qué?
-Así sabré cómo portarme con Mescalito.
-Tú ya sabes más que yo, Jugaste de verdad con él. Algún día verás cuán bueno fue contigo el
protector. Estoy seguro de que esa primera vez te dijo muchas, muchas cosas, pero estabas
sordo y ciego.
Sábado, 14 de abril, 1962
-¿Toma Mescalito cualquier forma cuando se muestra?
-Sí, cualquier forma.
-Entonces, ¿cuáles son las formas más comunes que usted conoce?
-No hay formas comunes.
-¿Quiere usted decir, don Juan, que se aparece en cualquier forma hasta a los hombres que lo
conocen bien?
-No. Se aparece en cualquier forma a los que apenas lo conocen un poco, pero para quienes lo
conocen bien es siempre constante.
-¿Cómo es constante?
-A veces se les aparece como un hombre, igual que nosotros, o como una luz. Nada más una
luz.
-¿Cambia alguna vez Mescalito su forma permanente con quienes lo conocen bien?
-No que yo sepa.
Viernes, 6 de julio, 1962
Don Juan y yo iniciamos un viaje el sábado 23 de junio, al atardecer. Dijo que íbamos a buscar
honguitos en el estado de Chihuahua. Dijo que sería un viaje largo y duro. Tenía razón.
Llegamos a un pequeño pueblo minero en el norte de Chihuahua a las 10 p.m. del miércoles 27
de junio. Caminamos desde el sitio donde estacioné el coche, en las afueras del pueblo, hasta la
casa de sus amigos, un indio tarahumara y su esposa. Allí dormimos.
A la mañana siguiente, el hombre nos despertó a eso de las cinco. Nos llevó atole y frijoles.
Tomó asiento y habló con don Juan mientras comíamos, pero nada dijo sobre nuestro viaje.
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Después del desayuno, el hombre puso agua en mi cantimplora y dos panes de dulce en mi
mochila. Don Juan me entregó la cantimplora, se colgó la mochila a la espalda con un cordón,
agradeció al hombre su cortesía y, volviéndose hacia mi, dijo:
-Es hora de irse.
Anduvimos cosa de kilómetro y medio sobre el camino de tierra. Después cortamos a través
de los campos, y en dos horas nos hallamos al pie de los cerros al sur del pueblo. Ascendimos
las suaves laderas en dirección suroeste aproximada: Cuando llegamos a las pendientes más
abruptas, don Juan cambió de dirección y seguimos hacia el este, sobre un valle alto. Pese a su
edad avanzada, don Juan mantenía un paso tan increíblemente rápido que al mediodía yo estaba
agotado por completo. Nos sentamos y él abrió el saco de pan.
-Puedes comer todo si quieres -dijo,
-¿Y usted?
-No tengo hambre, y después no necesitaremos esta comida,
Yo estaba muy cansado y hambriento y acepté su oferta. Sentí que aquél era un buen momento
para hablar sobre el propósito de nuestro viaje, y como incidentalmente pregunté:
-¿Piensa usted que nos quedaremos aquí mucho tiempo?
-Estamos aquí para juntar un poco de Mescalito. Nos quedaremos hasta mañana,
-¿Dónde está Mescalito?
-En todo el rededor.
Cactos de muchas especies crecían en profusión por toda la zona, pero no pude ver peyote
entre ellos.
Echamos a andar de nuevo y a eso de las 3 llegamos a un valle largo y angosto, con empinadas
colinas a los lados.
Me sentía extrañamente excitado ante la idea de hallar peyote, que nunca había visto en su
medio natural. Entramos en el valle, y hemos de haber caminado unos ciento veinte metros
cuando de pronto localicé tres inconfundibles plantas de peyote. Estaban agrupadas, unos
centímetros por encima del terreno frente a mí, a la izquierda del sendero. Parecían rosas verdes
redondas y pulposas. Corrí hacia ellas, señalándolas a don Juan.
El no me hizo caso y deliberadamente me dio la espalda al alejarse. Me di cuenta que había
hecho lo que no debía, y durante el resto de la tarde caminamos en silencio, cruzando despacio
el suelo llano del valle, cubierto de piedras pequeñas y agudas. Pasábamos entre los cactos,
espantando multitudes de lagartijas y a veces un pájaro solitario. Y yo dejé atrás veintenas de
plantas de peyote sin decir una palabra.
A las 6 estábamos al pie de las montañas que marcaban el final del valle. Trepamos a una
saliente. Don Juan dejó su saco y se sentó.
Yo tenía hambre de nuevo, pero no nos quedaba comida; sugerí que recogiéramos el
Mescalito y volviéramos al pue blo. Pareció molestarse y chasqueó los labios. Dijo que íbamos a
pasar la noche allí.
Permanecimos sentados en silencio. Había una pared de roca a la izquierda, y a la derecha
estaba el valle recién atravesado. Se extendía una distancia considerable y pare cía ser más
ancho y menos llano de lo que yo pensaba. Desde esta perspectiva, se le veía lleno de cerritos y
protuberancias.
-Mañana echamos a andar de regreso -dijo don Juan sin mirarme y señalando el valle.
Caminamos de vuelta y lo recogemos al cruzar el campo. Es decir, lo recogeremos sólo cuando
se nos presente en nuestro camino. El nos encontrará y no al revés. El nos encontrará . . . si
quiere.
Don Juan se reclinó contra el farallón y, con la cabeza vuelta hacia un lado, continuó hablando
como si hubiera allí otra persona a parte de mi.
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-Otra cosa. Sólo yo puedo recogerlo. Tú a lo mejor puedas cargar la bolsa, o caminar delante
de mi; todavía no sé. Pero mañana ¡no vayas a señalarlo como hiciste hoy!
-Lo siento, don Juan.
-Está bien. No sabías.
-¿Le enseñó su benefactor todo esto sobre Mescalito?
-¡No! Nadie me ha enseñado sobre él. Mi maestro fue el mismo protector.
-¿Entonces mescalito es como una persona con quien se puede hablar?
-No, no es.
-¿Entonces cómo enseña?
Permaneció callado un rato.
-¿Te acuerdas de la vez que jugaste con él? Entendiste lo que quería decir, ¿no?
-¡SI!
-Así enseña. No lo sabías entonces, pero si le hubieras prestado atención te habría hablado.
-¿Cuándo?
-Cuando lo viste por primera vez.
Parecía muy molesto por mis preguntas. Le dije que tenia que preguntar todo esto porque
deseaba averiguar cuanto pudiese.
-¡No me preguntes a mí! -sonrió con malicia-. Pregúntale a él. La próxima vez que lo veas,
pregúntale todo lo que quieres saber.
-Entonces Mescalito es como una persona con quien se puede . . .
No me dejó terminar. Se dio vuelta, recogió la cantim plora, bajó de la saliente y desapareció al
rodear la roca. Yo no quería estar allí solo, y aunque no me había pedido acompañarlo fui tras
él. Caminamos unos ciento cincuenta metros hasta un arroyuelo. Se lavó manos y cara y llenó la
cantimplora. Hizo buches de agua, pero no la tra gó. Saqué un poco de agua en el hueco de mis
manos y bebí, pero él me detuvo y dijo que era innecesario beber.
Me dio la cantimplora y echó a andar de regreso a la saliente. Al llegar volvimos a sentarnos
mirando el valle, de espaldas contra el farallón. Pregunté si podíamos encender un fuego.
Reaccionó como si fuera inconcebible preguntar tal cosa. Dijo que por esa noche éramos
huéspedes de Mescalito y que él nos daría calor.
Ya anochecía. Don Juan extrajo de su saco dos delgadas cobijas de algodón, echó una en mi
regazo y, con la otra sobre los hombros, se sentó cruzando las piernas. Abajo, el valle estaba
oscuro, sus contornos ya difusos en la bruma del atardecer.
Don Juan estaba inmóvil, encarando el campo de peyote. Un viento continuo soplaba en mi
rostro.
-El crepúsculo es la raja entre los mundos -dijo él suavemente, sin volverse hacia mí.
No pregunté qué quería decir. Mis ojos se cansaron. De súbito me sentí exaltado, tenía un
deseo extraño y ava sallador de llorar.
Me acosté boca abajo. El piso de roca era duro e incómodo y yo tenía que cambiar de postura
cada pocos minutos. Finalmente me senté y crucé las piernas, poniendo la cobija sobre mis
hombros. Para mi sorpre sa, tal posición era perfectamente cómoda, y me quedé dormido.
Al despertar, oía don Juan hablarme. Estaba muy oscuro. No podía verlo bien. No comprendí
qué cosa decía, pero le seguí cuando empezó a descender de la saliente. Nos desplazamos
cuidadosamente, o al menos yo, a causa de la oscuridad. Nos detuvimos al pie del farallón. Don
Juan tomó asiento y con una seña me indicó sentarme a su izquierda. Desabotonó su camisa y
sacó una bolsa de cuero, la cual abrió y colocó en el suelo frente a él. Contenía botones secos de
peyote.
Tras una pausa larga tomó uno de los botones. Lo sostuvo en la mano derecha, frotándolo
varias veces entre pulgar e índice mientras canturreaba suavemente. De pronto dejó escapar un
grito tremendo,
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-¡Aíííí!
Fue sobrecogedor, inesperado. Me aterró. Vagamente lo vi poner el botón de peyote en su
boca y empezar a mascarlo. Tras un momento recogió el saco, se inclinó hacia mí y me susurró
que tomara el saco, cogiera un mescalito, volviera a poner el saco frente a nosotros, y luego
hiciera exactamente lo que él.
Tomando un botón de peyote, lo froté como él había hecho. Mientras tanto, don Juan
canturreaba, oscilando a un lado y a otro. Traté varias veces de meter el botón en mi boca, pero
me avergonzaba gritar. Entonces, como en un sueño, un alarido increíble salió de mí: ¡Aíííí! Por
un momento pensé que se trataba de alguien más. De nuevo sentí en el estómago los efectos de
un shock nervioso. Estaba cayendo hacia atrás. Me estaba desmayando. Metí en mi boca el
botón de peyote y lo masqué . Tras un rato don Juan tomó otro de la bolsa. Me sentí aliviado al
ver que lo ponía en su boca tras un canturreo corto. Me pasó la bolsa, y volvía dejarla frente a
nosotros después de sacar un botón. Este ciclo se repitió cinco veces antes de que yo notara algo
de sed. Recogí la cantimplora para beber, pero don Juan me dijo que sólo me lavara la boca, y
que no bebiera porque vomitaría.
Agité repetidamente el agua dentro de mi boca. En determinado momento la tentación de
beber fue formidable, y tragué un poco. Inmediatamente mi estómago empezó a convulsionarse.
Esperaba yo un fluir indoloro y fácil, como durante mi primera experiencia con el peyote, pero
para mi sorpresa tuve sólo la sensación común de vomitar. No duró mucho, sin embargo.
Don Juan cogió otro botón y me entregó la bolsa, y el ciclo se renovó y repitió hasta que hube
mascado catorce botones. Para entonces, todas mis sensaciones iniciales de sed, frío e
incomodidad habían desaparecido. En su lugar tenía una novedosa sensación de tibieza y
excitación. Tomé la cantimplora para refrescarme la boca, pero estaba vacía.
-¿Podemos ir al arroyo, don Juan?
En vez de proyectarse hacia afuera, el sonido de mi voz pegó en el velo del paladar, rebotó
hacia la garganta y resonó entre ambos en una y otra dirección. El eco era suave y musical, y
parecía aletear dentro de mi garganta. El roce de las alas me apaciguaba. Seguí sus movimientos
de ida y vuelta hasta que desapareció.
Repetí la pregunta. Mi voz sonó como si me hallase ha blando dentro de una bóveda.
Don Juan no respondió. Me levanté y me volví en direc ción del arroyo, Lo miré para ver si
venía, pero él parecía escuchar algo atentamente.
Hizo un ademán imperativo de guardar silencio.
-¡Abuhtol [?] ya está aquí! -dijo.
Yo nunca había oído esa palabra, y meditaba si preguntarle sobre ella cuando percibí un ruido
que parecía ser un zumbido dentro de mis orejas. El sonido se hizo gradualmente más fuerte,
hasta semejar la vibración causada por un enorme zumbador. Duró un momento breve y se fue
apagando ha sta que todo estuvo otra vez en silencio. La violencia y la intensidad del ruido me
aterraron. Temblaba tanto que apenas podía permanecer en pie; sin embargo, mi estado era
perfectamente racional. Si unos minutos antes me hallaba soñoliento, esta sensación había
desaparecido por entero, dando paso a una lucidez extrema. El ruido me recordó una película de
ficción científica en que las alas de una abeja gigantesca zumbaban al salir de un área de
radiación atómica. Reí de la idea. Vi a don Juan reclinarse para recuperar su postura relajada. Y
de pronto volvió a acosarme la imagen de una abeja gigantesca. La imagen era más real que los
pensamientos comunes. Estaba sola, rodeada de una claridad extraordinaria. Todo lo demás fue
expulsado de mi mente. Este estado de claridad mental, sin precedente en mi vida, produjo otro
momento de terror.
Empecé a sudar. Me incliné hacia don Juan para decirle que tenía miedo. Su rostro estaba a
unos centímetros del mío. Me miraba, pero sus ojos eran los ojos de una abeja. Parecían
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anteojos redondos, con luz propia en la oscuridad. Sus labios formaban una trompa y de ellos
surgía un ruido acompasado: "Pehtuh-peh-tuh-peh-tuh." Salté hacia atrás, casi chocando contra
el muro de roca. Durante un tiempo al parecer infinito experimenté un miedo insoportable. Jadeaba y gemía. El sudor se había congelado sobre mi piel, dándome una rigidez incómoda.
Entonces oí la voz de don Juan diciendo:
-¡Levántate! ¡Muévete! ¡Levántate!
La imagen se desvaneció y de nuevo pude ver su rostro familia r.
-Voy por agua -dije tras otro momento interminable. Mi voz se quebraba. Apenas me era
posible articular las palabras. Don Juan asintió. Mientras me alejaba, advertí que el miedo se
había ido en forma tan rápida y misteriosa como su llegada.
Al acercarme al arroyo noté que podía ver cada objeto en el camino. Recordé que acababa de
ver claramente a don Juan, cuando antes apenas podía distinguir sus contornos. Me detuve y
miré la distancia, y pude ver incluso el otro lado del valle. Algunos peñascos que había allí se
hicieron perfectamente visibles. Pensé que debería ser de madrugada, pero se me ocurrió que tal
vez hubiera perdido la noción del tiempo. Miré mi reloj. ¡Eran las 12 :10! Revisé el reloj para
ver si estaba funcionando. No podía ser mediodía: ¡tenía que ser medianoche! Planeaba correr
por el agua y volver a las rocas, pero vi acercarse a don Juan y lo esperé. Le dije que podía ver
en la oscuridad.
El se quedó mirándome largo rato sin decir palabra; si acaso habló, no lo oí, pues me hallaba
concentrado en mi nueva y única capacidad de ver en lo oscuro. Podía distinguir los guijarros
minúsculos en la arena. En momentos todo estaba tan claro que parecía ser madrugada o
atardecer. Luego se oscurecía; luego se aclaraba de nuevo. Pronto advertí que la luminosidad
correspondía a la diástole de mi corazón, y la oscuridad a la sístole. El mundo se hacía brillante
y oscuro y brillante de nuevo con cada latido de mi corazón.
Estaba absorto en este descubrimiento cuando el extraño sonido que había oído antes se hizo
audible otra vez. Mis músculos se tensaron.
-Anuhctal [según oí la palabra en esta ocasión] está aquí -dijo don Juan. Yo imaginaba el
bramido tan atronante, tan avasallador, que nada más importaba. Cuando amainó, percibí un
aumento súbito en el volumen de agua. El arroyo, que un minuto antes había tenido una anchura
de menos de treinta centímetros, se expandió hasta ser un lago enorme. Luz que parecía venir de
encima de él tocaba la superficie como brillando a través de follaje espeso. De tiempo en
tiempo el agua cintilaba un segundo: dorada y negra. Luego quedaba oscura, sin luz, casi fuera
de vista y sin embargo extrañamente presente.
No recuerdo cuánto tiempo permanecí allí, nada más que observando, acuclillado a la orilla
del lago negro. El rugido debió de calmarse mientras tanto, pues lo que me hizo regresar con
violencia (¿a la realidad?) fue otro zumbido aterrador. Me volví para buscar a don Juan. Lo vi
trepar y desaparecer tras la saliente de roca. Sin embargo, el sentimiento de estar solo no me
molestaba en absoluto; reposaba allí en un estado de abandono y confianza totales. El bramido
se hizo audible de nuevo; era muy intenso, como el ruido causado por un viento alto.
Escuchándolo con todo el cuidado posible, logré reconocer una melodía definida. Era un
conglomerado de sonidos agudos, como voces humanas, acompañado por un tambor bajo,
grave. Enfoqué toda mi atención en la melodía, y nuevamente noté que la sístole y la diástole de
mi corazón coincidían con el sonido del tambor y con la pauta de la música.
Me levanté y la melodía cesó. Traté de escuchar mi corazón, pero el latido no era localizable.
Me acuclillé de nuevo, pensando que acaso la posición de mi cuerpo había causado o inducido
los sonidos. ¡Pero nada ocurrió! ¡Ni un sonido! ¡Ni siquiera mi corazón! Pensé que ya era
bastante, pero al ponerme en pie para marcharme sentí un temblor de tierra. El suelo bajo mis
pies se estremecía. Perdí el equilibrio. Caí hacia atrás y quedé bocarriba mientras la tierra se
sacudía con violencia. Traté de aferrar una roca o una planta, pero algo se deslizaba debajo de
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mí. Me incorporé de un salto, estuve de pie un momento y volví a caer. El terreno donde me
hallaba se movía, deslizándose hacia el agua como una balsa. Permanecí inmóvil, atontado por
un terror que, como todo lo demás, era único, ininterrumpido y absoluto.
Surqué las aguas del lago negro encaramado en un fragmento de la ribera que parecía un
tronco de barro. Tenía la sensación de ir más o menos hacia el sur, transportado por la corriente.
Podía ver el agua moverse y arremolinarse en torno mío. Se sentía fría al tacto, y curiosamente
pesada. La imaginé viva.
No había orillas ni puntos de referencia discernibles, ni puedo evocar las ideas o sentimientos
que debieron de asaltarme durante aquel viaje. Tras lo que parecieron horas de ir a la deriva, mi
balsa dio un viraje en ángulo recto hacia la izquierda, el este. Siguió deslizándose sobre el agua
por una distancia muy corta, e inesperadamente chocó contra algo. El golpe me aventó hacia
adelante. Cerré los ojos y sentí un dolor agudo al golpear el suelo con las rodillas y con los
brazos extendidos. Después de un momento, alcé la mirada. Yacía sobre el polvo. Era como si
mi tronco de barro se hubiese fundido con la tierra. Me senté y volví la cara. ¡El agua
retrocedía! Se desplazaba hacia atrás, como una ola en la resaca, hasta desaparecer.
Quedé allí sentado largo tiempo, tratando de organizar mis pensamientos y de integrar en una
unidad coherente todo lo ocurrido. Mi cuerpo entero estaba adolorido. Sentía la garganta como
llaga viva; me había mordido los labios al "desembarcar". Me incorporé. El viento me dio
conciencia de tener frío, Mi ropa estaba mojada. Las manos y quijadas y rodillas me temblaban
con tal violencia que hube de acostarme nuevamente. Gotas de sudor resbalaban a mis ojos,
quemándolos hasta hacerme gritar de dolor.
Tras un rato recobré en cierta medida la estabilidad y me levanté. En el crepúsculo oscuro, la
escena era muy clara. Di unos pasos. Me llegó distintamente el sonido de muchas voces
humanas. Parecían estar hablando alto. Seguí el sonido; caminé menos de cincuenta metros y
me detuve de pronto. Había llegado al final del camino. El sitio donde me hallaba era un corral
formado por grandes peñascos. Podía yo distinguir otra fila, y otra, y otra, hasta que se fundían
con la montaña empinada. De entre ellos surgía la música más exquisita. Era un fluir sonoro
ágil, cons tante, extraño.
Al pie de un peñasco vi a un hombre sentado en el suelo, con el rostro vuelto casi de perfil.
Me acerqué hasta ha llarme quizá a tres metros de él; entonces volvió la cabeza y me miró. Me
detuve: ¡sus ojos eran el agua que yo acababa de ver! Tenían el mismo volumen enorme, el
cintilar de oro y negro. La cabeza del hombre era puntiaguda como una fresa; su piel era verde,
salpicada de innumera bles verrugas. A excepción de la forma en punta, su cabeza era
exactamente como la superficie de la planta del peyote. Me quedé inmóvil, mirándolo; no podía
apartar los ojos de él.
Sentí que me estaba presionando deliberadamente el pecho con el peso de sus ojos. Me
ahogaba. Perdí el equilibrio y me desplomé. Sus ojos se desviaron. Oí que me hablaba. Al
principio su voz fue como el manso crujir de una brisa ligera. Luego la percibí como música como una melodía cantada- y "supe" que estaba diciendo:
-¿Qué quieres?
Me arrodillé frente a él y hablé de mi vida. Luego lloré. Me miró de nuevo. Sentí que sus ojos
tiraban de mi y pensé que ese sería el momento de mi muerte. Me hizo seña de acercarme.
Vacilé un segundo antes de dar un paso. Mientras me acercaba, él apartó de mí los ojos y me
enseñó el dorso de su mano. La melodía dijo: "¡Mira!" En medio de la mano había un agujero
redondo. "¡Mira!", dijo otra vez la melodía. Me asomé al agujero y me vi a mí mismo. Estaba
muy viejo y débil y corría encorvado; chispas brillantes volaban en todo mi derredor. Luego tres
de las chispas me golpearon, dos en la cabeza y una en el hombro izquierdo. Mi figura, en el
agujero, se irguió por un momento hasta hallarse totalmente vertical, y luego desapareció junto
con el hoyo.
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Mescalito volvió de nuevo los ojos a mí. Estaban tan cerca que yo los "oía" retumbar
suavemente con ese sonido peculiar tantas veces oído esa noche. Fueron apaciguándose hasta
ser como un estanque quieto, ondulado por destellos de oro y negro.
Apartó los ojos una vez más y, saltando como grillo, se alejó cosa de cincuenta metros. Saltó
otra y otra vez, y desapareció en la lejanía.
Lo siguiente que recuerdo es haber echado a andar. Muy racionalmente, traté de reconocer
puntos de referencia, tales como montañas en la distancia, para orientarme. Durante toda la
experiencia me habían obsesionado los puntos cardinales, y creía yo que el norte debía estar a
mi izquierda. Caminé en esa dirección bastante rato antes de advertir que ya era de día y que ya
no estaba usando mi "visión noc turna". Recordé que tenía reloj y vi la hora. Eran las 8.
A eso de las 10 llegué a la saliente donde había estado la noche anterior. Don Juan yacía
dormido en el suelo.
-¿Dónde has estado? -dijo.
Me senté a tomar aire. Tras un largo silencio, don Juan preguntó:
-¿Lo viste?
Empecé a narrar la sucesión de mis experiencias desde el principio, pero me interrumpió
diciendo que todo cuanto importaba era si lo había yo visto o no. Me preguntó si Mescalito
había estado cerca de mí. Le dije que casi lo había tocado.
Esa parte de mi relato le interesó. Escuchó atentamente cada detalle, sin comentar,
interrumpiendo sólo para inquirir sobre la forma del ente que yo había visto, su talante, y otros
detalles acerca de él. Era como mediodía cuando don Juan pareció haber oído suficiente. Se
levantó y ama rró a mi pecho un saco de lona; me ordenó caminar tras él y dijo que él iba a
cortar a Mescalito y que yo debía recibirlo en mis manos y meterlo con delicadeza en el saco.
Bebimos un poco de agua y empezamos a caminar. Cuando llegamos al borde del valle, don
Juan pareció titubear un momento sobre la dirección a seguir. Una vez que hubo elegido
anduvimos en línea recta.
Cada vez que llegábamos a una planta de peyote, se acuclillaba frente a ella y muy
gentilmente cortaba la parte superior con su cuchillo corto y serrado. Hacía una incisión al nivel
del suelo y rociaba la "herida", como él la llamaba, con polvo puro de azufre que llevaba en una
bolsa de cuero. Sostenía el botón fresco en la mano izquierda y esparcía el polvo con la derecha.
Luego se ponía en pie para entregarme el botón, que yo recibía con ambas manos, como él
había prescrito, y colocaba dentro del saco.
-Mantente derecho y no dejes que la bolsa toque la tierra ni las matas ni ninguna otra cosa -me
decía repetidamente, como si pensara que yo lo olvidaría.
Recogimos sesenta y cinco botones. Cuando el saco estuvo completamente lleno, lo puso
sobre mi espalda y amarró otro a mi pecho. Al terminar de cruzar la meseta teníamos dos sacos
llenos, que contenían ciento diez botones de peyote. Los sacos eran tan pesados y voluminosos
que yo apenas podía caminar bajo su bulto y su peso.
Don Juan me susurró que las bolsas estaban pesadas porque Mescalito quería regresar a la
tierra. Dijo que la tristeza de dejar su morada era lo que hacía pesado a Mescalito; mi verdadera
tarea era no dejar que los sacos tocaran el suelo, porque si lo hacía, Mescalito jamás me
permitiría tomarlo de nuevo.
En un momento particular la presión de las correas sobre mis hombros se hizo insoportable.
Algo estaba ejerciendo una fuerza tremenda, tirando hacia abajo. Sentí mucha aprensión. Noté
que había empezado a caminar más rápida mente, casi a correr; iba por así decirlo trotando
detrás de don Juan.
De pronto disminuyó el peso sobre mi pecho y mi espalda. La carga se hizo esponjosa y
ligera. Corrí libremente para alcanzar a don Juan, que iba delante de mí. Le dije que ya no
sentía el peso. Me explicó que ya ha bíamos dejado la morada de Mescalito.
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