CUENTO GANADOR DEL XIII CONCURSO DE NARRATIVA BREVE TIRANT LO BLANC 2013 .pdf



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CUENTO GANADOR DEL XIII CONCURSO DE
NARRATIVA BREVE TIRANT LO BLANC 2013
ORFEÓ CATALÀ

SAÎD

Mientras miraba el mapa de América, Saîd lanzó un dilatado
suspiro. Lo había recortado en una revista de viajes de una
peluquería del Boulevard Anessens. Enseguida volvió a
pegarlo con un imán sobre la nevera. Luego puso su dedo
índice sobre el punto donde estaba Chicago. Abrió la puerta
de metal de la nevera para ver si hallaba algo de comer. Sólo
encontró un poco de humus, atestado de moho. Mientras
tanto, Hârûn tenía la mirada puesta en el televisor. Saîd no
podía saber en dónde estaba su padre. Así es la enfermedad,
pensó, un remplazo de uno mismo por uno mismo. Visto de
espaldas, su padre emanaba un insólito sentimiento de
soledad. De seguir las cosas así, en poco tiempo, Saîd
también terminaría siendo un anciano. El volumen del
televisor estaba demasiado alto. Un canal de televisión
francés transmitía imágenes de multitudes de jóvenes
destruyendo monumentos, bustos y banderas en Libia.
A Saîd le gustaba mirar escenas televisadas de la
guerra, sobre todo en Medio Oriente. Pero no por tener un
espíritu bélico, sino por los paisajes montañosos donde
sucedían esas guerras.
−¿Qué está pasando ahí? −preguntó Hârûn.
−Quieren derrocar a Gadafi –respondió Saîd y,
enseguida, apagó el televisor, regresando el espacio al
mismo mutismo de antes.
−¿A quién quieren derrocar?
−Papá, ¿te acuerdas que vamos a salir de viaje?
−¿De viaje? ¿Adónde vamos?
−A pasar un día libre, tú y yo, solos.
−¿Qué hoy no trabajas? ¿Qué día es?
−No, papá, hoy no trabajo. Hoy es sábado.
En realidad, Saîd tenía dos años sin trabajar, se lo
había repetido a Hârûn casi todos los días desde lo habían
despedido.
−¿Vamos a ir al alminar?

−No, papá, tú no has ido a un alminar en muchos
años.
−Entonces, ¿en dónde vamos a orar? ¿En la mezquita?
−Tú también dejaste de orar hace algún tiempo.
−Eso no es posible –respondió Hârûn, contrariado.
Saîd puso una bolsa de pañales, dos frazadas,
calcetines, un sombrero, un pequeño paraguas y el Corán en
la maleta de Hârûn. Después, le echó encima un grueso
jersey y una bufanda. El abrigo lo llevaría en la mano.
−¿Y todo esto para qué? –preguntó Hârûn−. Ni
siquiera hace tanto frío. ¿En qué estación del años estamos?
−En otoño.
−¿Otoño?
Saîd recordó el calendario que le habían regalado en
aquel restaurante chino. Tenía algunas imágenes otoñales.
Le habló despacio, moviendo muy grande la boca. Y le
mostró una imagen que incorporaba un lugar común del
otoño miles de veces representado en todo el mundo. Hârûn
asintió y esbozó una timorata sonrisa. Saîd no lo había visto
sonreír de esa manera desde hacía mucho tiempo.
Entonces le descubrió un bulto en los pantalones.
−¿Qué tienes ahí, papá?
Hârûn se atemorizó y, por un instante, Saîd temió que
se pusiera agresivo.
−¡Ponte de pie, papá!
Al desabrocharle los pantalones le encontró un
montón de envolturas de comida y servilletas sucias dentro.
Revisó debajo del cojín de la dormilona donde estaba
sentado Hârûn. También estaba lleno de porquerías. Saîd
echó todo en el bote de basura. Cogió el dinero que había
guardado dentro de una vasija de cerámica y algunas viejas
fotografías donde aparecían su madre, su hermano Gassane
y Saîd cuando eran niños; habían roto las imágenes donde
salía Ipek. Colocó todas en el bolsillo del abrigo de su padre.
De último momento había vacilado en hacer aquel
viaje, pero todavía percibía el tufo que Hârûn había dejado
la semana pasada al defecar en la alfombra.
En el corredor se encontraron con una vecina. Le dijo
a Saîd que había encontrado a su padre en la en la
madrugada, en pijama y a mitad del corredor, exánime como
un espectro.
−¡Me llevé un susto! –dijo.

Saîd no dijo nada, sólo pensó en el sobresalto que él se
llevaría también si la viera a ella, a esas mismas horas,
envuelta en la penumbra, con el velo negro que llevaba
puesto en la cabeza.
Entraron en un local de pitas. Pero Saîd no logró que
su padre comiera. Hârûn no quiso hablar más.
−¿Quieres hablarme de Estambul, papá? De Es-tambul, le repitió más despacio.
−¿Adónde vamos? Quiero ir a casa –dijo Hârûn.
−Vamos a visitar a Ipek.
−¿A quién?
−A Ipek, tu hija.
−Ah, sí, a mi Ipek, mi bella flor. Pero, ¿es que hoy no
trabajas?
−No, papá, hoy es sábado.
Desde que empezara a actuar de manera estrambótica,
Ipek había vuelto a cobrar un lugar en la mente de Hârûn.
Subieron al tranvía en Lemmonier, descendieron
cerca de Les Marolles y, maleta en mano, entraron en un
café. Saîd contó el dinero que le quedaba y pensó que
tendría que cuidarlo. El dinero del paro se había terminado,
ya no recibiría más. Con lo que quedaba no podrían comer
los dos.
Ordenó cafés turcos y baklavas.
−Papá, ¿por qué no me hablas de Estambul?
Hârûn se había ido otra vez, aunque su cuerpo
siguiera ahí. La ausencia estaba en su mirada, hueca,
diáfana, vacía de todo contenido.
En ese mismo café Hârûn les había hablado decenas
de veces, a Saîd y a Gassane, de la hermosa Estambul. De la
primavera descendiendo bruscamente sobre la ciudad; de
los días soleados y de las repentinas e inexplicables lluvias
torrenciales; de la sensación de estar en oriente y en
occidente al mismo tiempo; del aroma de las flores de
azafrán; del Ramadán, de todo eso que formaba partede su
esencia. En uno de sus paseos por el Bósforo había conocido
a Dhuha, la madre de Saîd. Cuando Saîd y su hermano eran
muy jóvenes, sus padres los enviaron a Bélgica a buscar un
futuro mejor, al cabo del tiempo obtuvieron una residencia
legal. Ipek, su hermana, se había casado con Jâlal y se
quedó en la región de Kars. Pero algunos años después Jâlal
la acusó de adulterio y no volvieron a saber de ella. El

adulterio en Turquía era algo que aislaba y sumía en la
vergüenza y en la soledad a las mujeres. Sus padres no la
habían vuelto a buscar. Hârûn prohibió que se hablara de
ella en casa. Saîd había soñado muchas veces con viajar a
Turquía para verla. Mucho tiempo después llegaron Dhuha y
Hârûn a Bélgica, pero no consiguieron legalizar sus
situación migratoria. Pasaron en ese país europeo muchos
años. Dhuha había muerto hacía cuatro años y, a partir de
entonces, Hârûm se fue para abajo con mayor rapidez.
Entonces, Gassane se fue a América, donde ahora trabajaba
como DJ en el Bar Ahab de Chicago, un café lounge muy
exclusivo, donde mezclaba música de DJ Zoru, DJ Müzik,
DJ Dream. Saîd y Gassane se hablaban por teléfono una vez
a la semana. Las cosas que le decía de la windy city y de su
vida en esa ciudad a Saîd le parecían fabulosas. Gassan y
Saîd ya habían crecido en un mundo libre, en una cultura
cosmopolita, a pesar de haber heredado la tradición turca de
sus padres. Gassane vivía con una típica mujer americana,
de alguna pequeña ciudad de Illinois. Sherryl, así se
llamaba.
Enseguida, Saîd extrajo de la maleta de su padre el
Corán, le dio un trago a su café y leyó un párrafo a Hârûn.
Eligió la parte del libro sagrado que habla del «Hüzün» o la
«amargura». Pero mientras le leía, podía ver que su padre
no estaba. Parecía no percatarse de que él estaba ahí. Era
como estar en presencia de la ausencia. Hârûn parecía
tranquilo y en sus facciones no se percibía ningún rastro de
sufrimiento.
Al salir del metro Art Loi, Hârûn se negó a continuar
caminando. Saîd le pasó el brazo por detrás y lo ayudó a
desplazarse.
−Anda, papá, anda. ¿Es que no sabes adónde vamos?
Hârûn se detuvo y lo miró, intrigado.
−¿Adónde?
−A Estambul, papá.
A Hârûn le brillaron los ojos grises.
Pero en Turquía no quedaba nadie. Ni familia ni
amigos; los habían perdido a todos.
Cuando cruzaron las puertas de los Jardines Reales ya
era medio día. Caminaron por uno de los senderos de la
periferia, hasta que pudieron ver las doradas puntas de lanza
que sobresalían del enrejado de la rue Royale.

−Aquí, papá; aquí. Vamos a descansar un poco en este
banco.
Se sentaron. Saîd colocó la maleta de Hârûn entre los
dos. Sólo entonces recordó que era la misma maleta vieja y
raída con la que sus padres habían llegado al país muchos
años antes. Hârûn y Dhuha nunca aprendieron a hablar
francés, como él y Gassane, que lo hablaban con fluidez. En
todos esos años, Hârûn casi nunca había salido del quartier
Midi, donde trabajó en algunos comercios árabes. Aunque
nunca tuvo un empleo estable. Hizo algunos amigos que lo
ayudaron a encontrar trabajo y que iban con él a beber té de
manzana y a fumar tabaco aromático en narguile. Con
Dhuha iba a orar cada semana a la mezquita de la rue de la
Buanderie. Saîd y Gassane fueron a la escuela, luego
trabajaron como negros en la construcción y, finalmente,
Gassane encontró trabajo de portero y camorrista en los
bares del quartier Mont des Arts, donde aprendió a mezclar
música house.
Saîd miró hacia arriba. «El cielo cae sobre nosotros»,
pensó, «al menos no creo que vaya a llover».
−¡Karpuz! −dijo Hârûn, inesperadamente. Después no
dijo nada más.
A saber qué es lo que estaría pensando, se dijo Saîd.
Tal vez sólo se le había antojado comer sandía.
Saîd miró en derredor. Al llegar habían encontrado
personas corriendo, en chándales y zapatillas deportivas.
Pero ahora el lugar estaba vacío. Se puso de pie y se colocó
un gorro negro de tela, de rapero, con un escudo de los
Raiders enfrente. Se encorvó para estar casi a la altura del
rostro de Hârûn. Le tomó la cara con las manos. Lo miró a
los ojos claros. Luego tomó sus manos rollizas y envejecidas.
Las acarició y las soltó. «Te quiero, papá», le dijo, «te
quiero», repitió.
Mientras Saîd se alejaba por Art Loi trataba de no
pensar. Se concentraba sólo en el suelo y en caminar. O en
pensar en ese futuro que le esperaba. Algunas veces iba por
la calle, y otras, subía a la acera.
Juan Saravia
 


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