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CONTEXTO / 3
2 / EDITORIAL
Editorial
Tonio, Le Petit Grandulón
por Andrés Sobico
Con la palabra no basta
Ella se acerco primero tímida pero enseguida
franca y directa. Ella nos preguntó si sabíamos que
en la maestría en Tipografía de la Universidad de
Buenos Aires un grupo investiga en lenguas de pueblos originarios para desarrollar fuentes tipográficas
que permitan todas las variantes necesarias para
esas lenguas. La charla continuó y enseguida nombramos a Rubén Fontana.
Fontana, el gran diseñador gráfico argentino, ha
creado tipografías respetuosas de las lenguas, sus
hablantes y sus escribientes. Luego de reconocer
que el fonema /ch/ está presente en todas las lenguas latinoamericanas, que es un rasgo de identidad
de nuestros pueblos, desarrolló una letra especial
que unía de un solo trazo los caracteres c y h que
la constituían, pero pensada para computadoras e
imprentas. Así la pueden apreciar en las tipografías:
Fontana, Chaco, Palestina y Andralis.
Y si bien la “ch” perdió categoría de letra en estos
años, Fontana ha formado diseñadores de tipografías que mantienen el mismo respeto por la idiosincrasia de las lenguas.
Una de sus discípulas está acá presente, delante
de nosotras, pequeña y bien plantada, preguntando
qué decisiones tipográficas tomamos para la colección de libros bilingües de nuestra editorial. Y uno se
da cuenta de que no es menor lo que faltó. Que aun
cuando creímos haber acariciado con respeto cada
Directoras de Cultura LIJ
una de las culturas, cada leyenda, cada historia, cada
palabra; aun así hemos olvidado que si la lengua es
el cuerpo presente de una cultura, su forma física se
expresa en los garabatos que la imprimen al papel.
Esta edición se termina tarde y en forma urgente.
No fue posible seguir la planificación, la actualidad,
la necesidad de incluir y dar cuenta de lo que pasa,
de lo que se habla, de las experiencias, de tanta inteligencia y sensibilidad en movimiento, nos han llevado más allá de la agenda prevista.
Y este editorial no hace más que reflejar el deseo
insaciable de no dejar nada afuera, aunque quede
para el último número del año conocer mejor a la
Fundación Huerta Tipográfica.
Nada, dicen por allí, es casual. El espacio que dio
lugar al encuentro no era otro que la Biblioteca y
Centro de Documentación La Nube, bajo la bendición del maestro Pablo Medina.
Rubén Fontana y Pablo Medina tienen en común
pertenecer a ese tipo de maestros que, más que enseñarnos contenidos, nos invitan a pensar por nosotros mismos.
La tabla del tres y la rima asonante ya llegarán,
aunque también se irán de la memoria de la mayoría de los alumnos. La idea hecha carne (ya tipografía
esbelta, ya biblioteca grandiosa), el ejemplo de quien
piensa en su gente y trabaja por la justicia desde sus
función específica; eso no se borra.
Feliz día para todos.
Laura Demidovich y Valeria Sorín
Existen muchas formas de no crecer.
Y existen muchas formas de no querer crecer.
En el primer caso (pasivo) se sufre una extinción lenta, un bonsai
fracasado. Pero cuando uno sabe que no quiere crecer, ahí ya es otro
trabajo, un trabajo de toda la vida.
Primera parte. Los Cuatro Planes
Algunos planes (o trabajos) para no crecer:
Plan 1. Estudiar matemática, o cálculo como decía Antoine, que era un especialista en esa ciencia
ficticia.
Plan 2. Querer volar, y hacerlo, por siempre y para
siempre. “Si tuve algún mérito en la vida fue no olvidarme que una vez me pregunté, a los 11 años, cómo
se vería el mundo montado en un rayo de luz; todo lo
que hice después, hasta hoy, fue para responderme
esa pregunta”, dijo Einstein cuando le entregaron el
Premio Nobel.
Plan 3. Dibujar, como una manera de mejorar el
mundo; cuando Antoine ya era Tonio, a sus 45 años;
y después de una vida de dibujar planos, piezas de
aviones y motores, ¡y mapas desde el aire!; tuvo una
especie de epifanía aterradora: iba a tener que ilustrar él mismo el cuento sobre aquel hombrecito.
Fotógrafo, Escritor y Profesor de Tecnología
Plan 4. Escribir es el cuarto plan; pero existe un
problema, cuando una persona que no quiere crecer se pone a escribir, lo único que sabe es que escribe para cómplices, no escribe para grandes ni para
chicos.
Todos estos cuatro planes para no tener que crecer tienen un problema: requieren aprender técnicas, algunas complejas, que exigen a las neuronas
inteligencia e imaginación; otras más físicas, plagadas de gestos técnicos precisos y peligrosos, como
mover las palancas de mando para hacer un loop
con un avión biplano, o colorear un original con
acuarelas en plena noche e intoxicado con café, en
un original lleno de baobabs con sus malditas raíces
y con este pincelito que en cualquier momento se
pasa de la raya.
Las técnicas son saberes que vienen de antes,
dieron resultados, y aseguran éxito. Las técnicas te
exigen obediencia por una razón simple: te salvan la
vida. Supongamos que querés ser aviador y uno de
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los primeros días en los que te dejan pilotear a vos
solito se te ocurre no seguir una técnica “para ver
qué onda”. Te morís. Claro, uno no se muere si por
mala técnica con su pincel en un original el marrón
oscuro del planetita va a parar a una de las malditas
raíces del baobab. O sí, depende de cuanto café hayas tomado. Y de la fecha de entrega al editor.
Escribir y volar
Saint Exupéry escribía porque no lo podía evitar,
cuando era chico levantaba a sus hermanas a medianoche solo porque tenía que leerles la poesía o el
cuento que acababa de terminar. Y después, las cartas a su madre, a la que le escribía desde los colegios
en los que estaba internado, desde la colimba, y, después, desde donde fuese que estuviera en el mundo
como aviador raso de los flamantes correos aéreos.
Como todo escritor, pretendía trascender; pero
mucho mucho más necesitaba volar físicamente. “Voler avec le cul”. Volar lo constituyó como un
hombre del hacer.
Por eso, como escritor, vivía siempre desconfiando de las palabras: “Y pienso que inclusive el
más rústico, cuando la acción le impide elegir sus
palabras y deja pensar a su carne, no piensa con
un vocabulario, sino por fuera de las palabras, en
símbolos. Los olvida enseguida, como al salir de un
sueño, y los reemplaza por un idioma técnico, pero el
símbolo lo contenía todo; y no era literatura”.
Y esta carta de Saint Exupéry a su amigo Benjamín
Crémieux sigue contando un incidente de desorientación volando de noche. “La noche era sin luna, yo
navegaba entre la bruma de abajo y las nubes espesas que volvían la noche más negra aún. No había
nada material en el mundo para mí, salvo mi avión.
Estaba “por encima de todo”. Y he que vi, al ras del
horizonte, una primera luz; creí que era un faro. Usted
se imagina la alegría que da un pequeño mundo brillante que lo contiene todo; pero era una estrella, no
un faro; y así me pasó tres veces; de pronto sentí cólera y me encontré gritando ¡No encontraré nunca
entonces la estrella en la que vivo!”.
Segunda parte. Tonio/Antoine y sus
mujeres.
Cuando en 1906, los hermanos Wright demuestran en Francia con su Flyer que era posible volar
mediante un artefacto más pesado que el aire, en
un vuelo controlable y con motor, el petit Antoine
tenía en ese momento seis años.
Antoine Marie Jean-Baptiste Roger de SaintExupéry, dicen que esos eran todos sus nombres,
nombres de nobleza francesa venida a menos. El
petit Antoine fue criado por madre, tías y abuelas.
Grandes espacios, colegios agradables para la época,
vivió una infancia feliz: “Soy de mi infancia como de
un país”, dijo más de una vez, y no se sabe si plagiaba
a otro escritor, o simplemente decía algo evidente
para cualquier ser humano.
Pero todos sus nombres se convirtieron en Tonio
cuando en Buenos Aires conoció a Consuelo Suncín.
Esa misma noche la llevó a volar sobre Buenos Aires
y la hizo vomitar en el aire a pirueta limpia. Así la
enamoró, lo que habla muy bien de los dos.
Ella era veleidosa, pretenciosa, malcriada, una artista del vivir, una bon vivant que en las malas épocas
se hacía pagar los taxis por el conserje del hotel donde debían un mes de hospedaje. Cuando vivían en
un sucucho en París casi sin muebles hacía fiestas y
cuando los amigos llegaban los mandaba a comprar
el champagne, el queso y demás comestibles.
Su Tonio tuvo buenas y malas épocas económicas, y también vivió como piloto en lugares exóticos
y en lugares inhóspitos (a veces, eran las dos cosas a
la vez), y siempre juntos.
Tonio aterrizaba luego de su tarea de piloto de correos, en su mítica Aéropostale (o Aeroposta aquí en
Argentina), y su Consuelo ya lo hacía volar de nuevo.
Fue su Rosa.
Y otra vez las mujeres, con su novela Vol de Nuit
editada por Gallimard. Vuelo nocturno fue best-seller,
porque ganó el Premio Fémina, un premio literario
que ya existía desde 1904, con un jurado compuesto
solo por mujeres. Tonio lo ganó en 1931; con una
novela sobre aviación, pero no de guerra, plagada de
drama y contextos técnicos bien explicados.
Ese espaldarazo hizo que lo publicaran en Estados
Unidos y se vendieran también sus dos novelas anteriores; lo traducen al español, alemán y al italiano.
Aunque la realidad le demostraba a Tonio que se
podía vivir del escribir; nunca quiso bajarse de los
aviones.
Dos pequeñas princesas
Una tarde de 1929, en su época de Argentina con
el Correo Aeroposta, estaba en vuelo a la altura de
Concordia diseñando la ruta Buenos Aires-Asunción,
cuando decide chequear un campo como posible
pista de aterrizaje de emergencia. Todo muy bien
hasta que en los últimos metros su rueda derecha
cae en una vizcachera y se avería. Tonio se baja maldiciendo, nadie a la vista, se para con los brazos en
jarra, se recrimina no haberse acordado de aquellos
souris géante (ratones gigantes) que había conocido
por los gauchos de Bahía Blanca cuando hacía el correo hacia Río Gallegos.
Cuando de repente, escucha una risita que sale
desde el monte a sus espaldas y la voz de un niño
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—¿Quién ese hombrecito?
—No sé…
—Entonces ¿por qué no lo averiguás escribiendo un cuento sobre él?
—¡Un cuento para chicos! —agregó la esposa del editor—. ¡Tenemos que competir en Navidad con Travers y su
Mary Poppins!
—¿Les parece?… Es que ya bastante que me consideren
escritor, pero yo nunca escribí para chicos.
—¡Escribilo para él! —dijo señalando al hombrecito, que
parecía mirarlo desde el dibujo— ¡O escribilo para vos!
que dice en francés algo sobre lo tonto que ha sido
al no ver las vizcacheras.
Creyendo alucinar, como ya le había sucedido en
el desierto argelino, Tonio da un respingo y se voltea
a ver. No era un niño, eran dos niñas, eran Edda y
Suzanne Fuchs Vallon, hijas del propietario del lugar,
un francés instalado en la Argentina hacía mucho
tiempo.
Antoine no tuvo hijos, pero nunca perdió oportunidad de conversar con sus congéneres, más si estos
tenían de mascotas iguanas y mangostas, “y una vez
tuvimos un renard (zorrito), pero se quiso ir a vivir a
otro lado”.
Las niñas aparecerán dos veces en su producción;
primero, un artículo en la revista Marianne, llamado
“Las princesas de la Argentina”; luego, les dedica el
capítulo “Oasis” en su gran novela Tierra de hombres.
Ellas, las dos, fueron su Alicia Lidell, musa de otro
matemático que no quería crecer.
Quién es ese hombrecito
Al comienzo de la Segunda Guerra Mundial se presentó como piloto y le dijeron que ya estaba grande
(¡justo a él que no quería crecer!).
Fue a Estados Unidos e intentó convencerlos de
luchar contra Hitler. Esa misión autoimpuesta lo enfermó y su editor norteamericano supo que debía
darle algo que hacer. Una tarde en la que tomaban
café Antoine, su editor y la esposa de este, Tonio
conversaba y dibujaba un monigote en la servilleta.
Un año después de publicar Le Petit Prince, habiendo
logrado mediante presión mediática volver a volar por
Francia, y siendo el piloto más viejo, durante una de sus
últimas misiones lo derriba un aviador alemán, que había
entrado en la fuerza aérea embelesado por las novelas de
un tal Saint Exupéry.
Plan 2. Volar por siempre y para siempre. Objetivo
cumplido.
Lo demás ya lo saben, o búsquenlo en la web.
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