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Título: José Ferre Clauzel
Autor: LUIS SEGURA

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José Ferre Clauzel

El arte contemporáneo se debate hoy entre el realismo y la abstracción. No es cierto,
por supuesto, que toda la pintura actual sea indeseable, pero el eco de las vanguardias todavía
pervive en nuestra época y las bellas artes no han sido capaces de desprenderse del todo de la
enfermedad terrible que las aqueja desde aquel entonces: la fealdad.
Las instituciones públicas han creado espacios donde este tipo de obras son enseñadas
al público junto a las grandes creaciones de los maestros del Renacimiento italiano o del
Barroco del Siglo de Oro español, o directamente en galerías independientes que, en algunos
casos, son más reconocidas que los museos de siempre. Pero cuando el público se enfrenta a
este tipo de obras, generalmente no piensa ni siente nada acerca de ellas. Y como estos
hombres y mujeres no sienten ni piensan nada cuando ven las pinturas de muchos artistas
presentes, se limitan a fingir, a fingir que sienten y piensan algo, a pesar de que esos cuadros
sean ininteligibles y decididamente antiestéticos. En cambio, entre los pintores realistas vivos,
aquellos que siguen valorando y enriqueciendo la tradición, existen hoy verdaderos maestros.
José Ferre Clauzel es uno de ellos. A mí, al menos, me lo parece. Su obra es un arrebato
lírico de episodios históricos, de bodegones extraordinarios, de paisajes deliciosos y
nostálgicos. Entre sus dones se encuentra desde luego el oficio de los pinceles. Pues sus
cuadros exhalan una especie de encantamiento que en seguida envuelve y estremece.
Nació en Toulouse, Francia, hace 53 años. Su madre, francesa pero de linaje portugués,
y su padre, español de pura cepa, pronto insuflaron en el pequeño José la pasión por sus
correspondientes países. Se impuso sin embargo la cultura española. Hoy Ferre Clauzel es uno
de los principales representantes europeos de la pintura militar, junto al sublime catalán
Augusto Ferrer Dalmau, con magníficas obras dedicadas a diversos episodios de la historia
castrense de España.
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Para entonces, antes de volcarse en las escenas de guerra, Ferre Clauzel era un niño
prodigio. A los 14 años ya exponía y comercializaba sus cuadros en Estados Unidos. Pero
jamás dejó de formarse. Ingresó en la escuela de bellas artes ABC de París, y más tarde en el
estudio Torrás, esta vez en España. Los resultados son hoy sobrecogedores.
El grupo de su obra se sustenta en cinco bellas columnas clásicas. Los temas
principales que ha trabajado Ferre Clauzel son el arte militar, el paisaje, el bodegón, el retrato,
y los dibujos al óleo sobre papel, dando lugar a un hermosísimo templo dedicado al color y
decorado con escenas exquisitamente dibujadas y de gran fuerza expresiva.
Su técnica realista testifica acerca del don del artista. En su obra prevalece el dibujo
sobre el color, aunque la presencia de éste también es determinante para forjar el encanto que
transmiten las pinturas de este genio ignorado por la mayoría. Son lienzos tal vez menos
detallados que los de Ferrer Dalmau pero a menudo más vaporosos y mágicos, más
melancólicos y románticos. Pinturas que hablan de un pintor apasionado capaz de hacer
estremecer con sus cuadros a los hombres y mujeres más sensibles que se acerquen a
contemplar este gran arte.
Entre su vasta obra de contenido militar destacan las escenas de batallas, los soldados
montados a caballo en marcos naturales, los personajes históricos más olvidados. La
influencia de su pintura militar, por otra parte, se remonta a pintores como Cusachs, Detaille o
Meisonier. En cualquier caso, hablamos de un pintor con un estilo muy personal y cuidado.
Los legendarios tercios españoles, por ejemplo, han sido inmortalizados por los pinceles de
Ferre Clauzel en varios de sus cuadros. De los cuales tal vez Los tercios en Albuch sea la mejor
obra dedicada por este pintor a los mejores soldados del mundo en el siglo XVI.
Con un punto de vista bajo, cinematográfico incluso, la famosa unidad avanza hacia el
frente con sus lanzas erizadas comunicando al espectador la tormenta que se avecina cuando
estos hombres entren en combate. Por encima de ellos, docenas de lanzas de alargada figura
se recortan contra el cielo agitado.

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Todas sus pinturas merecen un
estudio independiente. Regimiento de
Lusitania es una obra conmovedora. En ella
sobresalen todos aquellos elementos que
hacen de Ferre Clauzel un pintor único. La
maestría para pintar caballos, la elegancia de
sus composiciones, la gallardía del soldado a
lomos de la bestia, la expresividad de sus
pinturas de guerra, el detalle fotográfico, y
un entorno romántico elaborado a partir de
un bosque otoñal y brumoso de irresistibles
tonos pardos. Sus cuadros a veces parecen
escenas salidas del cine, historia viva traída
a los ojos y la mente. No son obras fáciles de
olvidar. Se graban en la frente como el
perfume de una mujer a la que se ama con
intensidad.
Húsar de Ontoría es un cuadro
similar. Tan precioso como su antecedente.
El entorno esta vez es invernal. La nieve
abriga los árboles de un bosque en el que se
encuentra un húsar a lomos de su corcel,
cuyas patas están hundidas en la nieve. La
escena parece surgida de un cuento donde se hable de hadas o duendes, y sin embargo se
trata de pintura histórica de estilo realista. Esta idealización me parece sublime. Apenas se fija
la mirada en los detalles del uniforme, de los más exuberantes que ha vestido la infantería
española. La expresión grave del soldado no lo permite. Éste nos está indicando que cumple
con una misión importante. Pero el fondo
inmaculado sirve de contraste para que se realce
el colorido de su bello uniforme. Y entre las ramas
desnudas de los silentes árboles del bosque,
aparece esa niebla fantástica que solo es capaz de
sugerir Ferre Clauzel.
La serie de 5 cuadros conocida como
Waterloo, conmemorando la célebre batalla de
1815 entre las tropas napoleónicas y las del resto
de Europa, denominadas la Séptima Coalición —
engrosada por soldados británicos, holandeses y
alemanes—, cuenta con algunos de los mejores
cuadros de este maestro hispano-francés.

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Magnífico es El cuadrado de Brunswick. Por su complejidad compositiva, el ardor
guerrero que transmite, apuntando el drama que poco a poco se resuelve delante nuestra, y la
serenidad que extrañamente proporciona ese momento álgido de la batalla. Si prestamos
atención, un chico se tapa con una mano su cara en medio de la formación, otro yace caído
delante de sus compañeros, asomando tan solo el sombrero y la mitad de su cuerpo. Justo
encima de él otro soldado, que apoya su mano sobre éste, grita al cielo doliéndose por la
muerte de su compañero; de rodillas, como el resto de la tropa, manteniendo su fusil erguido
a pesar de la rabia y la pena. Los que están de pie disparan en esos momentos sus armas a
derecha e izquierda, escupiendo fuego en todas direcciones. La formación viste de negro como
la muerte que viene a llevárselos en seguida.
Aún puede recrearse la vista con un cuadro de esta serie más alucinante que El
cuadrado de Brunswick. Se trata de Capitán Chasseur à Cheval. La escena es la misma, pero
desde otra perspectiva. Ahora nuestro pintor sitúa al espectador detrás de un capitán francés
que se lanza contra el cuadrado de Brunswick sobre un poderoso caballo marrón mientras se
gira hacia atrás y nos hiela la sangre con su mirada, manteniendo enhiesta y fuera de la vaina
su preciosa y mortífera espada. En los ojos del oficial se refleja la determinación de un soldado
de Napoleón, consciente de formar parte de los ejércitos de un semi-dios. No pueden ser
derrotados. Han sometido Francia, y media Europa está rendida a sus pies. Esa batalla
decidirá para siempre quién manda en el viejo continente. Y en consecuencia se abalanza
sobre la formación de soldados vestidos de negro que tiene delante, dispuestos los fusiles
para agujerear su maravillosa casaca verde, mientras atraviesa un campo de hierba lleno de
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cadáveres humanos y caballos agonizantes, en brazos de la fortuna y, suponemos, seguido de
sus hombres.
Los detalles de la pintura son espectaculares, como puede observarse. Algo más de la
mitad del lienzo está ocupado por el celaje, turbulento, agitado, belicoso, fatídico y triste. Las
columnas de humo y polvo ascienden, siendo su punto de fuga el sable del soldado que se
viene sobre la masa de hombres que tiene de frente; genialidad del pintor que ha trazado esas
líneas para que confluyan en el oficial francés, reforzando la acción que en esos momentos
está produciéndose. En consecuencia, el espectador solo puede mirar asombrado la belleza de
la escena que está contemplando, imantado por la fascinación inexplicable que producen la
guerra y la muerte.

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Los
soldados
uniformados
totalmente de negro forman parte de la
leyenda de la historia militar. A esta
tropa se la conoce como La banda
negra. Fueron creados expresamente
por el duque de Brunswick para hacer
frente a la infantería napoleónica. Al
parecer, a tal extremo llegaba el odio
del duque (Karl Wihelm Ferdinand)
hacia Napoleón, que instituyó esta unidad de infantería legendaria vistiéndolos de negro y
adoptando la calavera como distintivo principal del regimiento. La escena es irrepetible.
Pero José Ferre Clauzel no es solo un maestro pintando historia militar. El detalle y la
viveza que alcanzan sus retratos parece increíble. Todo su arte rebosa autenticidad. Sus
cuadros confiesan discretamente que su
creador es un hombre apasionado y con
algún tipo de herida en el corazón por la
que se vierten delicadamente gotas de
nostalgia. Nostalgia que el artista francés
trata de curar creando belleza. Sus
bodegones en este sentido son
transparentes. Hablan del autor del
mismo modo que una cara suele ser el
espejo del alma. En estas naturalezas
muertas todo es equilibrio y elegancia.
Ferrez Clauzel continúa la tradición y
vuelca en ella su personal aliento de
artista, lejos de los insultantes bodegones
vanguardistas. Uno no comprende cómo
el bodegón cubista de Juan Gris está
expuesto en el Museo Thyssen
Bornemisza de Madrid y las maravillosas creaciones de este artista no son reclamadas para
ser protagonistas en espacios ése. Aquí los manteles son tan exquisitos como los racimos de
uvas sabiamente dispuestos, las hermosas y fugaces flores que parecen querer inmortalizarse,
y los magníficos reflejos urdidos en el cristal de los jarrones. Son bodegones bellos que
consiguen sosegar el alma del espectador y acunarla en un mar de colores sugestivos y
maternales.
Pintar caballos es otro de sus dones. No en vano, el caballo es el animal más bello de la
Tierra, y según las mitologías más importantes, el animal preferido de los dioses. Cualquiera
de los hermosos corceles surgidos de los pinceles de Ferre Clauzel ilustraría nuestra
imaginación leyendo la Ilíada. Viendo sus cuadros pensamos en Janto, el caballo de Aquiles; en
Bucéfalo, el de Alejandro Magno. Bellísimas bestias que el artista francés inserta en fondos
etéreos y mágicos.
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No obstante, si me obligaran a elegir entre alguno de sus cuadros, si el genio oriental de
algún relato olvidado me concediera un deseo y me permitiera escoger una sola pintura de
este maestro francés para colgar en las paredes de mi casa, quizá me decidiría por un paisaje.
Hay en los paisajes de Ferre Clauzel una densidad cromática alucinante; virtuosismo en el
tratamiento de las cristalinas aguas, genialidad para llenar los espacios de bosque,
temperamento romántico al sugerir escenarios fantásticos, luz que se desintegra dando lugar
a nieblas sustraídas de antiguas leyendas celtas. Panorámicas, en definitiva, que trasportan al
espectador a mundos donde el alma olvida que está encerrada en la prisión de un cuerpo,
soñando con ese más allá en el que las religiones dicen que está nuestro verdadero hogar.
José Ferre Clauzel hace, por tanto, que las heridas de quienes contemplan su arte se
abran de par en par, manando por ellas la nostalgia guardada en lo más recóndito de nuestro
cuerpo, y que solo pueden ser restauradas precisamente por la belleza que brota de sus
pinturas y cuadros. Por eso el arte es una trampa. Una forma de magia. Una antena que nos
conecta con algo superior, situado para los mortales en lo más alto.

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