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ROBERT BLOCH - Biografia y Compilado De Relatos :
Robert Bloch, nacido en Chicago el 5 de abril de 1917, publicó su primer relato,
LILIES, en 1934 en la revista amateur Marvel Tales, y su primera venta profesional
fue ese mismo año para Weird Tales, con THE SECRET IN THE TOMB, aunque
aparecería impresa en primer lugar una historia posterior, THE FEAST IN THE
ABBEY. El joven Bloch era un entusiasta atraído por los temas fantásticos desde
que, a la edad de nueve años, contemplara a Lon Chaney interpretar la versión
muda de PHANTOM OF THE OPERA. Este feliz descubrimiento se vería
reforzado pronto con la lectura de Edgar Allan Poe y la revista Weird Tales, en
especial de las poderosas fantasías de H. P. Lovecraft, con el que empezó a
cartearse siendo todavía un adolescente.
Era inevitable que el novel escritor resultara deslumbrado por el maestro y muy pronto fue
absorbido en el llamado Círculo de Lovecraft. A la manera de August Derleth, Clark Ashton Smith y
Frank Belknap Long, contribuyó a los Mitos de Cthulhu con un nuevo libro maldito, DE VERMIS
MYSTERIIS, de Ludvig Prinn, y narraciones como THE FACELESS GOD (1936), THE DARK
DEMON (1936) o la tardía e interesante (por su redacción como diario infantil) NOTEBOOK
FOUND IN A DESERD HOUSE (1951). De cualquier forma, sus relatos más recordados del ciclo
son, hoy en día, los que protagonizaron un curioso juego literario con el mismo Lovecraft.
En 1935 Robert Bloch publicó en Weird Tales THE SHAMBLER FROM THE STARS, donde un
místico de Providence, fácilmente identificable como Lovecraft, tiene un horrible final tras recitar
imprudentemente un pasaje de DE VERMIS MYSTERIIS. Antes de ofrecer el relato a la revista,
Bloch había tomado la precaución de solicitar el permiso de Lovecraft para matarle, a lo que éste
accedió con muy pocos reparos, incluso por escrito:
A quien corresponda:
Certifico que Robert Bloch (...) queda plenamente autorizado para
retratar, matar, aniquilar, desintegrar, transfigurar, metamorfosear o bien
maltratar al abajo firmante en el cuento titulado THE SHAMBLER
FROM THE STARS.
Pese a esta autorización, Lovecraft no dudó en replicar a Bloch
haciéndole, a su vez, víctima de otra criatura sobrenatural, bajo la
trasparente identidad del escritor de relatos de terror Robert Blake. Eso
sucedía en THE HAUNTER OF THE DARK, publicado por Weird Tales
en diciembre de 1936. Ya muerto el maestro, y como homenaje, Robert
Bloch cerró este intercambio de truculentas imaginaciones con el relato THE SHADOW FROM
THE STEEPLE (1950). En esta ocasión Lovecraft ya aparece como tal, imbricado en la narración
como amigo del fallecido Robert Blake y cronista de su muerte.
Tras la desaparición o abandono de sus autores más carismáticos (H.P. Lovecraft, Robert E. Howard
y Clark Ashton Smith), Weird Tales entró en una lenta pero imparable decadencia y Bloch empezó a
explorar otros géneros y mercados. Ya en 1936 había escrito sus primeros guiones radiofónicos para
los cómicos Roy Atwel y la pareja Stoopnagle y Budd. Más tarde, en 1944, adaptó treinta y nueve
de sus historias para el programa Stay Tuned for Terror. También, como Kuttner, Long o Bradbury,
que empezaron a escribir profesionalmente con relatos macabros para Weird Tales, se sintió tentado
de probar el joven y vital género de la ciencia ficción.
Ya de joven publicó relatos en revistas pulp, y elaboró fanzines sobre ciencia ficción. Formó parte

del círculo de admiradores de H.P. Lovecraft, con quien se carteaba y por el que fue muy
influenciado en una primera época, si bien desarrolló posteriormente un estilo muy propio. Trabajó
como guionista cinematográfico y también como adaptador de sus propias novelas, siendo ejemplo
famoso la adaptación de Psicosis, que sería dirigida por Hitchcock. Logró numerosos premios a su
labor literaria, como el Hugo y el Bram Stoker. Fue presidente de la Asociación de Escritores de
Misterio de América.
Su producción se compone de numerosísimos relatos cortos y novelas. Cultivó los géneros de la
fantasía, terror y ciencia ficción.
En 1959, escribió la novela Psicosis. Es la historia de un joven (Norman Bates) dominado por su
madre, y comete unos asesinatos en el motel propiedad de su familia. La novela se inspiró en los
hechos reales sobre el asesino en serie de Wisconsin, Ed gein. La idea de que alguien tenia una
doble vida ser un asesino y además ser un joven introvertido fue la base para la novela de Bloch.
Con esta idea base, completó el primer borrador de la novela en 6 semanas. Después de pulirla, fue
vendida a Simon & Schuster.Novela de suspenso, bien servida gracias a la habilidad de Bloch de
causar estremecimientos al lector mediante un juicioso uso de las palabras.
La celebridad de Robert Bloch se debe principalmente de esta novela adaptada fielmente por Joseph
Stefano para el filme del mismo título dirigido por Alfred Hitchcock en 1960.
En 1960 se le publicó la novela The Dead Beat y relatos cortos Pleasant Dreams.Su guión propio
más conocido es el que escribió para la película The Night Walker (Amor entre sombras, 1964), del
director William Castle.Escribió guiones para la serie Star Trek, y trabajó para varias series de
televisión, como la presentada por el actor de cine de terror Boris Karloff, titulada Thriller.Intervino
en la antología de ciencia-ficción del escritor Harlan Ellison titulada Dangerous Visions ('Visiones
macabras'). Su relato A Toy for Juliette (Un juguete para Juliette) evocaba conjuntamente al
Marqués de Sade y a Jack el Destripador.
Muere el 23 de septiembre de 1994, siendo enterrado en el Cementerio Westwood Village Memorial
Park de Los Ángeles.
OBRAS DESTACADAS DE ROBERT BLOCH :
Amanecer
Carta Abierta A H P Lovecraft
Casi Humano
Colección libros
Colección libros de Robert Bloch
Como Un Dios
Cria Cuervos
Cuaderno Hallado En Una Casa Deshabitada
Cuentos De Humor Negro
Cuestion De Etiqueta
Cuestion De Suerte
Dulces Para Esa Dulzura
El Aprendiz De Brujo
El Beso Siniestro
El Cuarto De Goma
El Demonio En La Tierra
El Extraño Vuelo De Richard Clayton
El Hombre Que Se Parecia A Napoleon
El Homunculo

El Horror que Nos Acecha
El Ojo Implacable
El Que Cierra El Camino
El Terror Volvio A Holly
El vampiro estelar
En La Orilla Del Agua
En Los Limites De La Realidad
Enlace Con Otros Mundos
Ensayo Al Viejo Estilo
Escalofrrrios
Espej
Espons
Eternamente Y Amen
Hablame De Ho
Hielase La Sangre
Hierba Gatera
Hombre con manias
La Cabeza
La Guadaña
La Modelo
La Mueca Del Mons
La Nadadora Roja
La Noche Del Destripador
La Nueva Temporada
La Risa Del Vam
La Sombra Que Huyo Del Capitel
Las Figurillas De Barro
Las Lentes Engañosas
Lori
Los Yugoslavos
Madre De Serpientes 1964
Mi monstruo de ojos saltones
Mi Mounstruo De Ojos Saltones
Mundo Oscuro
Nadie Se Burla De Los Dioses
Piromano
Psicosis
Psicosis 2 El Regreso De Norman
Que Viene El Lobo
Reseña biografica
Sucedio Mañana
Suyo Afectisimo Jack El Destripador
Tal
Terror
Traicion
Tren Al Infierno
Tres Relatos
Un Crimen Fuera De Lo Corriente
Un hombre con una aficion
Un Juguete Para Juliette
Un Recuerdo Personal
Una Botella De Gin

Una Cuestion De Identidad
Ved Como Corren
Viaje Al Ego
LA RISA DEL VAMPIRO-EL VAMPIRO ESTELAR-ALGO LLAMADO ENOCH-CUADERNO
HALLADO EN UNA CASA DESHABITADA-UNA CUESTIÓN DE IDENTIDAD-EL
HOMUNCULO-EL DEMONIO EN LA TIERRA-EL BESO SINIESTRO-LA CAPA-LOS OJOS
DE LA MOMIA-ATENTAMENTE SUYO, JACK EL DESTRIPADOR-LOS ESCARABAJOSLOS CREADORES DE FANTASÍAS-MADRE DE SERPIENTESLA SOMBRA QUE HUYÓ
DEL CHAPITEL
LA RISA DEL VAMPIRO - The grinning Ghoul
El destino nos juega extrañas bromas, ¿no es así? Hace seis meses yo era un psiquiatra de fama, y
en la práctica de mi profesión gozaba de un éxito más que moderado; hoy soy un interno en un
sanatorio para enfermos mentales. En mi especialidad como alienista y médico, habla confiado
muchas veces a mis pacientes a la misma institución en la que hoy me encuentro confinado, y ahora
-¡ironía de las ironías!- soy su hermano en mi desgracia.
Y no obstante, en realidad no estoy loco. Me enviaron aquí porque quise decir la verdad, y no era la
clase de verdad que los hombres se atreven a revelar o a reconocer. Soy consciente de que mi papel
en el asunto me llevó a sufrir una fuerte depresión nerviosa, pero no me afectó demasiado. Mi
historia es cierta; lo juro -pero ellos no me creyeron. Naturalmente, no tenía pruebas suficientes que
ofrecer; no he visto al Profesor Chaupin desde aquella noche repleta de acontecimientos del pasado
Agosto, y mis subsiguientes investigaciones fallaron al acreditar su pretensión a un puesto en
Newberry College: Esto, no obstante, sólo atestigua la validez de mi declaración; una declaración
que me envió a este vergonzoso confinamiento, a una muerte en vida que aborrezco. Hay otra
prueba concreta que podría dar si me atreviera, pero sería demasiado horrible. No debo conducirles
al mismo lugar de aquel cementerio desconocido, indicarles el pasadizo que se abre bajo aquella
tumba. Es mejor que sufra solo, que el mundo se ahorre el conocimiento que destruye la cordura.
Con todo, es difícil para mi vivir así, y a la monotonía de mis días se añade el tormento sin fin de
mis sueños nocturnos. Es por esto que he decidido escribir este relato. Quizás el desarrollo de mi
historia servirá de algun modo a aliviar el difícil peso de mis recuerdos.
El asunto empezó un día del pasado Agosto en mi oficina de la ciudad. Aquella mañana había sido
una aburrida espera, y la larga y cálida tarde llegaba a su fin cuando la enfermera hizo entrar al
primer paciente. Era un caballero que venía a verme por primera vez; un hombre que se presentó
como el Profesor Alexander Chaupin, de Newberry College. Hablaba de una forma sibilante, con un
peculiar acento extranjero que me hizo presumir que no era natural de este país. Le invité a que se
sentara y procuré estudiarlo rápidamente mientras aceptaba mi invitación. Era alto y delgado. El
cabello comenzaba a blanquear, tirando a platino, aunque por su aspecto general aparentaba tener
unos cuarenta años. Sus ojos verdes, vacilantes, se hundían bajo una pálida frente protuberante, bajo
unas cejas largas y oscuras. La nariz era ancha, con sensuales ventanillas, pero sus labios eran
delgados, un contraste físico que en seguida llamó mi atención. Las huesudas manos que
descansaban sobre la mesa eran extraordinariamente pequeñas, con largos dedos rematados por uñas
afiladas, y pensé que se dedicaba a trabajos de consulta y al estudio. Su postura flexible era como la
de una pantera en reposo; tenía la desenvoltura de un aventurero y los modales refinados. A la luz
del sol pude observar su rostro, y vi que todo su semblante estaba cubierto con una red de finas
arrugas. También noté la extraña palidez de su piel, que indicaba alguna afección dermatológica.
Pero lo más extraño de él era su modo de vestir. La ropa, evidentemente nueva, era incongruente en
dos aspectos: demasiado elegante para presentarse a aquella hora y además, no parecía hecha para

él. Su traje era curiosamente holgado, los pantalones grises a rayas le pendían, y la chaqueta parecía
desplomarse sobre su cuerpo. Había barro seco en sus zapatos de cuero y no llevaba sombrero. Sin
duda, era un tipo excéntrico, quizás, un esquizofrénico, con tendencia a la hipocondría.
Me preparé para hacerle las preguntas de rutina, pero en seguida me interrumpió. Me dijo que era
un hombre de negocios, y que me iba a informar al instante de sus dificultades, sin necesidad de
preliminares o presentaciones. Se acomodó en el sillón, donde la luz del sol se diluía en sombras, se
aclaró la garganta y empezó. Dijo que estaba preocupado por ciertas cosas que había leido y oído; le
proporcionaban extraños sueños, y a menudo le procuraban periodos de incontrolable melancolía.
Esto interfería en su trabajo, y por consiguiente no podía hacer nada, pues sus obsesiones estaban
fundadas en la realidad. Finalmente había decidido venir a verme para hacer un análisis de sus
dificultades. Le pedí que me contara sus sueños e imaginaciones, esperando oír una de las usuales
descripciones del dispéptico. Mi suposición, sin embargo, demostró ser funestamente incorrecta.
El sueño más corriente sucedía en lo que llamaré el Cementerio de la Misericordia, por razones que
pronto se sabrán. Este se hallaba en un antiguo lugar, grande y medio abandonado en la parte más
vieja de la ciudad, que había sido próspera a Últimos del pasado siglo. El lugar exacto de sus
visiones nocturnas era dentro y en los alrededores de cierta bóveda recluida, situada en la parte más
arcaica y derruida del cementerio, y los incidentes del sueño siempre sucedían de noche, bajo una
pálida y sepulcral luna. Fantásticas visiones parecían acariciar lúgubremente el paisaje nocturno, y
habló vagamente de voces que oía a medias que le instaban a avanzar hasta que se encontraba en el
paseo de grava que conducía a las puertas de la tumba. Por lo general, sus sueños empezaban de
esta manera, en medio de un sueño tranquilo. De pronto, se hallaba caminando por la noche por un
sendero bordeado de árboles y entraba en esta tumba desatando las cadenas enmohecidas que
cerraban sus puertas. Una vez dentro, no hallaba dificultad en conducir sus pasos por la oscuridad,
sino que con misteriosa familiaridad se dirigía directamente a cierto nicho que estaba entre los
ataúdes. Entonces, se arrodillaba y apretaba un pequeño y escondido resorte o palanca entre las
desmenuzadas piedras del suelo. Un pivote mostrándole una pequeña entrada que conducía a una
caverna que se hallaba empotrada abajo. Al llegar aquí habló del húmedo salitre que emanaba de
este pasadizo y de los peculiares olores nauseabundos que salían de la profunda oscuridad. No
obstante, en sus sueños no se sentía repelido, sino que entraba rápidamente en la misma y después
descendía por una serie de interminables y largas escaleras cortadas en la piedra y la tierra, y
bruscamente se encontraba en el fondo.
Luego empezaba otro largo viaje a través de laberintos y bóvedas sepulcrales. Sucesivamente,
vagaba por cavas y criptas, túneles y horadados fosos abismales, todos envueltos en la negrura de la
noche inmemorable. Al llegar aquí se detuvo en su narración, y su voz se redujo a un estridente y
excitado susurro.
El horror venía siempre después. Se encontraba en una sucesión de cámaras oscuramente
iluminadas, y mientras permanecía encubierto en las sombras, veía cosas. Estos eran los moradores
de la cueva de abajo; los lívidos engendros que hacían presa en la muerte: éste era su botín.
Habitaban en cavernas oscuras construidas con huesos humanos y adoraban los dioses primitivos
ante altares en forma de cráneo. Había galerías que condudan a las tumbas y fosos aún más hondos
en donde estaban al acecho de sus presas vivas. Estos eran los espantosos seres nocturnos que
contemplaba en sus sueños: eran los vampiros.
Debió haber visto la expresión de mi cara, pero no titubeó. Su voz, mientras continuaba, se hacía
más tensa. No tenía intención de describir esos monstruos, excepto para decir que era horroroso
contemplarlos. Era fácil para él reconocerlos a causa de ciertos actos signnicativos que siempre
ejecutaban. Era la visión de estos actos, más que otra cosa, lo que lo horrorizaba. Hay cosas que no
deben siquiera insinuarse a mentes sanas, y entre ellas se encontraban las que le perseguían por las

noches. En sus visiones, esos seres no se le acercaban y parecían no preocuparse de su presencia;
continuaban entregándose a horrendos festines en las cámaras sepulcrales o a unirse en orgías sin
nombre. Pero de esto no diría más. Sus viajes nocturnos siempre acababan con el tránsito de una
vasta procesión de estas monstruosidades por una caverna aún más profunda, un viaje que veía
desde el borde superior. Una visión rápida y estremecedora de los reinos inferiores le recordaban el
Infierno de Dante, y gritaba en sus sueños, mientras veía la procesión demoníaca desde el borde,
había perdido pie precipitándose dentro del enjambre sepulcral que había abajo. Aquí, su sueño
terminaba afortunadamente y se despertaba bañado en sudor frío.
Noche tras noche, las visiones se sucedían, pero esto no era lo peor de sus preocupaciones. ¡Su
auténtica obsesión, su verdadero pavor consistía en el conocimiento de que estas visiones eran
ciertas! Al llegar aquí le interrumpí con impaciencia, pero él insistió en proseguir. ¿No había
visitado el cementerio desde sus primeros sueños y no había encontrado la misma bóveda que
reconocía a través de sus visiones? ¿Y qué había de los libros? Le habían enviado para que iniciara
una extensa investigación entre los libros particulares de la biblioteca de un colega antropólogo.
Seguramente, yo, como hombre instruido, debía admitir las veladas y sutiles verdades reveladas de
modo tan furtivo en tales libros como Los misterios del Gusano, de Ludvig Prinn, o el grotesco
Ritos Negros, del místico Luveh-Kerapht, el sacerdote del escondido Bast. Recientemente, había
emprendido algunos estudios en el loco y legendario Necronomicon de Abdul Alhazred. No pudo
impugnar el misterio que se halla detrás de todas esas cosas como el censurado e infame Fábula de
Nyarlathotep, o La leyenda de Elder Saboth.
Aquí irrumpió en un divagador discurso sobre los oscuros secretos míticos, con frecuencia alusiones
a las antiguas creencias, como el labuloso Leng, el oscuro N'ken y el diablo encantado Nis; también
habló de las blasfemias de la luna de Yiggurath y la secreta parábola de Byagoonae, el Sin Rostro.
Era evidente que estos desvaríos eran la llave que abría sus dificultades, y con este argumento
conseguí calmarle lo suficiente para explicárselo. Sus lecturas e investigaciones le habían producido
este ataque, y añadí que no debía someter su cerebro a estas meditaciones, y que estas cosas son
peligrosas para las mentes normales. Había leído y oído lo suficiente para saber que tales ideas no
estaban concebidas para que los hombres las buscaran o comprendieran. Además, no debía tomarse
demasiado en serio estos pensamientos. pues después de todo, estas leyendas eran únicamente
alegóricas. No existen vampiros ni demonios mitológicos, debía verse que estos sueños podían ser
interpretados simbólicamente. Cuando terminé, se sentó en silencio durante un momento. Dio un
suspiro y luego habló con mucha cautela. Para mí era muy fácil decirlo, pero él pensaba diferente.
¿No había reconocido el lugar de sus sueños?
Intervine con una observación sobre la influencia del subconsciente, pero él, sin hacer caso de mi
aseveración, continuó. Luego, me informó con una voz que vibraba con una excitación histérica, me
contaría lo peor. Aún no me había contado todo lo que sabía y lo que le había ocurrido cuando
descubrió la bóveda de su sueño en el cementerio. No se había detenido al ver corroborar sus
visiones. Hacía algunas noches, había llegado aún más lejos. Entró en la necrópolis y encontró el
nicho en la pared; descendió las escaleras y sorprendió el resto. Cómo se las arregló para regresar,
nunca lo supo, pero en todas estas excursiones, que habían sido tres, él había siempre regresado y
por lo visto se había ido a dormir, y a la mañana siguiente siempre estaba en la cama. Era cierto -me
dijo-, ¡había visto esos seres! Ahora, debía ayudarle en seguida, antes de que cometiera algún acto
irreflexivo. Le calmé con dificultad, mientras procuraba encontrar un método de tratamiento lógico
y eficiente. Se hallaba casi al borde de la locura. De nada serviría persuadirle o intentar convencerle
de que había soñado todos aquellos incidentes, de que su sistema nervioso le había llevado a
alucinaciones afines. No podía esperar que él se diera cuenta, en su estado presente, que los libros
responsables de su enfermedad habían sido escritos por mentes desordenadas y con el propósito de
producir locos delirios. Era evidente que el único camino abierto era alegrarle, y luego demostrarle

concretamente el completo engaño de sus creencias.
Por lo tanto, en respuesta a sus reiterados ruegos, cerramos un trato. El se comprometía a
conducirme al lugar donde pretendía que ocurrían sus sueños y viajes, y después, demostrarme la
verdad de lo que había manifestado. En resumidas cuentas, quedamos que a las diez de la noche del
día siguiente nos encontraríamos en el cementerio. Su satisfacción fue tan grande al saber que
estaba dispuesto a acompañarle, que casi era patético el verlo, y me sonrió como un chiquillo
cariñoso a quien le han regalado un nuevo juguete. Le prescribí un sedante suave para que lo tomara
aquella noche, arreglé los menores detalles de nuestra futura cita y nos despedimos hasta la noche
siguiente.
Su partida me dejó en un estado de gran excitación. ¡Por fin veía un caso digo de estudio: un
profesor inteligente, un colega bien educado, sujeto a grotescas pesadillas como un niño de tres
años! En el acto decidí escribir una monografía sobre los procedimientos que debía seguir. Estaba
seguro de que después de la noche siguiente podría demostrar de una manera concluyente la
falsedad de sus aberraciones y efectuar una cura inmediata. La noche la pasé en un frenesí de
investigaciones y meditaciones calculadas, y la mañana siguiente en una rápida lectura de la edición
expurgada del conde d'Erlette Cultes des Goules. El anochecer me encontró dispuesto para la tarea.
A las diez, provisto de altas botas, una chaqueta de lana gruesa y un casco de minero con una
lámpara en el extremo, me hallaba de pie en la entrada del cementerio. Estaba dispuesto a recibir al
Profesor Alexander Chaupin. Debo confesar que sentía una extraña inquietud y un espantoso terror
nocturno. No sentía ningún placer en seguir aquella desagradable tarea. De pronto, me hallé ansioso
esperando la llegada de mi paciente, aunque sólo fuera para tener una compañía.
Por fin llegó, vestido como el día anterior, y al parecer, de mejor humor. Juntos escalamos la baja
muralla que rodeaba la necrópolis. Luego, me condujo a través de un jardín de grava iluminado por
la luna y dentro de las sombras que se deslizaban, de un silencioso bosquecillo en el corazón del
cementerio. Aquí, las piedras de las tumbas parecían mirar de soslayo burlonamente en medio de la
oscuridad, y los rayos de la luna no penetraban hasta ese lugar. Un terror atávico me estremeció
involuntariamente, mientras mi mente insistía, desatada en su locura, en escuchar el tráfago de los
gusanos. No me preocupé en dejar que mis pensamientos descansaran sobre las sepulturas, o la
diabólica densidad de las sombras que las circundaban. Sentí un consuelo cuando Chaupin,
imperturbable, me condujo al fin por una larga avenida cubierta de árboles hasta los prohibidos
portales de la tumba que pretendía haber profanado. No voy a entrar en detalles sobre lo que siguió,
ni les contaré cómo desatamos las cadenas que cerraban la tumba, ni a describir el espantoso
interior del mausoleo. Es suficiente para mí declarar que la promesa de Chaupin fue ampliamente
cumplida, pues encontró el nicho a la luz de nuestros cascos de minero. Encontró el nicho y apretó
el botón secreto, hasta que se nos mostró el túnel que había abajo. Me quedé horrorizado ante esta
inesperada revelación, y una ráfaga de temor hirió mis sentidos manteniéndolos en un estado de
tensión sobrenatural. Debía de haber estado mirando dentro de aquel negro orificio durante varios
minutos. Ningu no de los dos decíamos nada.
Por primera vez vacilé. Ya no tenía duda respecto a la validez de las declaraciones del profesor. Me
las había demostrado más allá de toda duda. No obstante, esto no significaba que estuviera
completamente cuerdo; esto no lo curaba de su obsesión. Me di cuenta, con repulsión, que mi
trabajo estaba muy lejos de haber llegado a su fin, de que debíamos descender hasta aquellas
profundidades y dejar arregladas de una vez para siempre todas aquellas preguntas todavía sin
respuesta. No estaba preparado para creer en aquellas jerigonzas incoherentes de Chaupin sobre
imaginarios vampiros; la mera existencia de un pasaje hacia una tumba no conducía necesariamente
a demostrar sus otras pretensiones. Quizá si fuera con él hasta el fondo del foso, su mente podría al
fin descansar respecto a su singular sospecha. Pero aunque me horrorizaba reconocer la posibilidad,
¿por qué suponer que había realmente una malvada y retorcida verdad en su relato y que abajo algo

nos acechaba, esperándonos? ¿Alguna banda de refugiados? ¿Fugitivos que acaso huían de la ley?
¿Quién podía residir en aquel foso? Quizás accidentalmente habían encontrado aquel lugar
escondido. En este caso, ¿qué pasaría luego?
Aún así, algo me dijo que debíamos continuar y comprobarlo con nuestros ojos. A este impulso
interior, Chaupin añadió sus ruegos. “Déjeme que le muestre la verdad -dijo- y ya no dudará más.
Después de esto creería y sólo con la creencia podría ayudarle. Me rogaba que continuara, pero si
me negaba tendría que pedir a la policía que hiciera una investigación del lugar. Fue esto último lo
que me decidió. No podía permitir que mi nombre se viera envuelto en un escándalo. Si el hombre
estaba loco, ya sabría cuidar de mí. Si no lo estaba... bueno, pronto lo íbamos a ver. Por
consiguiente, le di mi consentimiento, aunque de mala gana, para continuar, y luego me puse a su
lado para que me enseñara el camino. La entrada parecía la boca de un monstruo mitológico.
Bajamos por una escalera en declive en forma de serpentina hasta el pasaje de piedra húmeda que
estaba socavado en la sólida roca. El túnel era caliente y húmedo y en el aire flotaba el olor de vida
putrefacta. Era como un viaje por el más fantástico reino de la pesadilla, un viaje que conducía a los
secretos desconocidos bajo los cadáveres enterrados. Aquí todo era secreto excepto para los
gusanos, y mientras continuábamos, empecé a desear que siguieran así. Estaba, en realidad, presa
del más espantoso pánico ,aunque Chaupin parecía extrañamente tranquilo.
Varios factores contribuían a mi creciente inquietud. No me gustaban las furtivas ratas que roían
incesantemente desde innumerables agujeros diminutos que se alineaban en la segunda espiral del
pasaje. Un enjambre de ellas invadió la escalera; blandas, gruesas y abotargadas. Empecé a
comprender la causa de aquella hinchazón y las probables fuentes de su alimentación. Luego,
también me di cuenta de que Chaupin parecía saber el camino perfectamente, ¿y si fuera cierto que
él había estado antes aquí, entonces, qué pasaba con el resto de su historia? Al mirar hacia abajo,
recibí todavía otra sorpresa. En las escaleras no había polvo. ¡Parecía como si las hubieran estado
usando constantemente! Durante un momento, mi mente rehusó comprender la importancia de este
descubrimiento, pero cuando al fin estalló claramente en mi cerebro, me sentí de pronto lleno de
asombro. No me atrevía a mirar otra vez, no fuera que mi imaginación evocara la probable imagen
de lo que podía subir de abajo y ascender por aquella escalera. Rápidamente, encubriendo mi terror
pueril, me apresuré a seguir a mi silencioso guía, cuya vela lanzaba extrañas sombras sobre los
agujeros de la pared. Me daba cuenta de lo nervioso que me ponía todo aquel asunto y en vano traté
de razonar conmigo mismo, ahuyentando los temores para concentrarme en algún objeto definido.
Mientras proseguíamos no había nada tranquilizador a nuestro alrededor. Las paredes
resquebrajadas del túnel parecían vacías y espantosas a la luz de la antorcha. Sentí de pronto que
este antiguo sendero no había sido construido para nada normal o parecido a la normalidad, y no
temí que mis pensamientos incidieran en las últimas revelaciones que podrían encontrarse más
adelante. Durante un buen rato nos deslizamos en el más absoluto silencio. Abajo, abajo, abajo,
nuestro camino cada vez se estrechaba más hacia una oscuridad más profunda y húmeda. Luego, la
escalera terminó bruscamente en una cueva. Había una luz azulada, fosforescente, como
ultravioleta, y me pregunté cuál sería su origen. Me mostró una extensión abierta pequeña y de
superficie lisa, de donde colgaban hileras de colosales estalactitas y varios pilares de gran anchura.
Al fondo, en la densa oscuridad, había unas aberturas que daban a otras excavaciones que
conducían a perspectivas sin fin de una noche olvidada. Un aire de horror heló mi corazón; parecía
que habíamos profanado con nuestra intrusión algunos misterios que hubiera sido mejor no ver.
Empecé a temblar, pero Chaupin me agarró fuertemente y hundió sus finos dedos en mis hombros
mientras me aconsejaba que guardara silencio.
Hablaba con voz bisbiseante mientras caminábamos juntos, uno al lado del otro, en aquella oscura y
sombría caverna bajo tierra; murmuraba aterradoramente lo que nos acechaba en la oscuridad.
Quería demostrar ahora que sus palabras eran ciertas; debía esperar aquí mientras él se adelantaba

en las tinieblas: al regresar, me traería las pruebas. Al decir esto, dio unos pasos rápidos hacia
delante, desapareciendo casi inmediatamente en una de las excavaciones que nos precedían. Me
dejó tan de repente que no tuve ni tiempo de decirle que me oponía a su propuesta. Me senté en la
oscuridad y esperé, sin atrever a preguntarme qué era lo que esperaba. ¿Volvería Chaupin? ¿Era
todo un monstruoso engaño? ¿Estaba Chaupin loco, o todo era cierto? En ese caso, ¿qué podría
sucederle en aquel laberinto del fondo? ¿Y qué me pasaría a mí? Había sido un loco en venir, todo
el asunto era una locura. Quizás aquellos libros no eran tan absurdos como pensaba: la tierra puede
abrigar los secretos más horribles en su pecho sin piedad.
La luz arrojaba sombras sobre las paredes de estalactitas y se estrechaba alrededor del oscuro
círculo luminescente que procuraba mi pequeña antorcha. No me gustaban esas sombras: eran
retorcidas, enfermizas, desconcertadamente profundas. El silencio era aún más potente; parecía
insinuar cosas sin nombre que aún debían venir: se burlaba de manera intolerable de mi creciente
miedo y soledad. Los minutos se arrastraban como larvas y nada rompía aquella mortal quietud.
Entonces llegó el grito: un grito rápido, que iba en aumento, de inenarrable locura, brotó sobre el
aire sepultado, y sentí que mi alma se partía, pues sabía muy bien lo que aquel grito significaba.
Ahora sabía -ahora, cuando era demasiado tarde- que las palabras de Chaupin eran ciertas. Pero no
me atreví a detenerme a reflexionar, pues en seguida oí unas suaves pisadas que llegaban de lo más
profundo de las tinieblas, el crujiente escarbar de frenéticos movimientos. Me volví y subí corriendo
la escalera subterránea con la velocidad que da la más profunda desesperación. No necesitaba mirar
atrás; mis horrorizados oídos captaron claramente la cadencia de unos pies que corrían. No oía nada
más que el clamor de esos pies o zarpas hasta que mi aliento raspaba en mis oídos cuando daba la
vuelta a la primera espiral de aquellas interminables escaleras. Me tambaleé hacia arriba, jadeando,
ahogándome: una verificación en mi alma que consumía cualquier pensamiento, excepto el del
miedo mortal y la risa de horror. ¡Pobre Chaupin!
Me parecía que los ruidos se acercaban cada vez más; luego brotó un ronco aullido en las escaleras
directamente debajo de mí. Un bestial aullido que me dejó extenuado con sus tonos infrahumanos,
acompañado de una risa nauseabunda y espantosa. ¡Estaban llegando! Seguí corriendo, al rítmico
trueno de los pasos de abajo. No me atrevía a mirar hacia atrás, pero sabía que se estaban acercando
al hueco de la escalera. Los cabellos se erizaron en mi nuca, mientras aceleraba el tramo de escalera
sin fin que se retorcía como una serpiente en la tierra. Me afanaba con dificultad y chillé con todas
mis fuerzas, pero los horrorosos aullidos me pisaban los talones. Arriba, arriba, arriba, más cerca,
más cerca, más cerca, mientras mi cuerpo ardía de angustia y espanto. Por fin se terminaron las
escaleras y yo trepaba locamente por la estrecha abertura mientras los monstruos corrían por la
oscuridad a pocos pasos de mí. Llegué cuando la luz de mi casco se apagaba; luego, atasqué la
piedra en su sitio, lleno aún de los rostros de los primeros horrores que se adelantaban. Pero al
hacerlo, la moribunda luz llameó por un segundo y pude ver al primero de mis perseguidores al
resplandor de la luz. Luego se apagó. Cerré de golpe el portal y pude llegar tambaleándome al
mundo de los mortales.
Nunca olvidaré aquella noche, por más que quisiera borrar aquellos espantosos recuerdos; nunca
más encontraré el sueño que tanto ansiaba. No me atrevo ni a matarme por temor a que me entierren
en lugar de ser quemado; aunque la muerte sería bien recibida por lo que he llegado a ser. Nunca lo
olvidaré, pues ahora conozco toda la verdad del asunto; pero hay un recuerdo por el que daría
incluso mi alma para conseguir borrarlo para siempre de mi cerebro, aquel momento loco cuando vi
a los monstuos a la luz de la antorcha: la risa, los babeantes horrores de abajo.
¡Pues el primero y principal de todos fue la risa del malvado monstruo conocido por los hombres
como el Profesor Chaupin!
EL VAMPIRO ESTELAR - The shambler from the stars

Dedicado a H.P. Lovecraft.
I.
Confieso que sólo soy un simple escritor de relatos fantásticos. Desde mi más temprana infancia me
he sentido subyugado por la secreta fascinación de lo desconocido y lo insólito. Los temores
innominables, los sueños grotescos, las fantasías más extrañas que obsesionan nuestra mente, han
tenido siempre un poderoso e inexplicable atractivo para mí. En literatura, he caminado con Poe por
senderos ocultos; me he arrastrado entre las sombras con Machen; he cruzado con Baudelaire las
regiones de las hórridas estrellas, o me he sumergido en las profundidades de la tierra, guiado por
los relatos de la antigua ciencia. Mi escaso talento para el dibujo me obligó a intentar describir con
torpes palabras los seres fantásticos que moran en mis sueños tenebrosos. Esta misma inclinación
por lo sinientro se manifestaba también en mis preferencias musicales. Mis composiciones favoritas
eran la Suite de los Planetas y otras del mismo género. Mi vida interior se convirtió muy pronto en
un perpetuo festín de horrores fantásticos, refinadamente crueles.
En cambio, mi vida exterior era insulsa. Con el transcurso del tiempo, me fuí haciendo cada vez
más insociable, hasta que acabé por llevar una vida tranquila y filosófica en un mundo de libros y
sueños. El hombre debe trabajar para vivir. Incapaz, por naturaleza, de todo trabajo manual, me
sentí desconcertado en mi adolescencia ante la necesidad de elegir una profesión. Mi tendencia a la
depresión vino a complicar las cosas, y durante algún tiempo estuve bordeando el desastre
económico más completo. Entonces fue cuando me decidí a escribir. Adquirí una vieja máquina de
escribir, un montón de papel barato y unas hojas de carbón. Nunca me preocupó la búsqueda de un
tema. ¿Qué mejor venero que las ilimitadas regiones de mi viva imaginación? Escribiría sobre
temas de horror y oscuridad y sobre el enigma de la Muerte. Al menos, en mi inexperiencia y
candidez, éste era mi propósito. Mis primeros intentos fueron un fracaso rotundo. Mis resultados
quedaron lastimosamente lejos de mis soñados proyectos. En el papel, mis fantasías más brillantes
se convirtieron en un revoltijo insensato de pesados adjetivos, y no encontré palabras de uso
corriente con que expresar el terror portentoso de lo desconocido. Mis primeros manuscritos
resultaron mediocres, vulgares; las pocas revistas especializadas de este género los rechazaron con
significativa unanimidad. Tenía que vivir. Lentamente, pero de manera segura, comencé a ajustar mi
estilo a mis ideas. Trabajé laboriosamente las palabras, las frases y las estructuras de las oraciones.
Trabajé, trabajé duramente en ello. Pronto aprendí lo que era sudar. Y por fin, uno de mis relatos fue
aceptado; después un segundo, y un tercero, y un cuarto. En seguida comencé a dominar los trucos
más elementales del oficio, y comencé finalmente a vislumbrar mi porvenir con cierta claridad.
Retorné con el ánimo más ligero a mi vida de ensueños y a mis queridos libros. Mis relatos me
proporcionaban medios un tanto escasos para subsistir, y durante cierto tiempo no pedí más a la
vida. Pero esto duró poco. La ambición, siempre engañosa, fue la causa de mi ruina.
Quería escribir un relato real; no uno de esos cuentos efímeros y estereotipados que producía para
las revistas, sino una verdadera obra de arte. La creación de semejante obra maestra llegó a
convertirse en mi ideal. Yo no era un buen escritor, pero ello no se debía enteramente a mis errores
de estilo. Presentía que mi defecto fundamental radicaba en el asunto escogido Los vampiros,
hombres-lobos, los profanadores de cadáveres, los monstruos mitológicos, constituían un material
de escaso mérito. Los temas e imágenes vulgares, el empleo rutinario de adjetivos, y un punto de
vista prosaicamente antropocéntrico, eran los principales obstáculos para producir un cuento
fantástico realmente bueno. Debía elegir un tema nuevo, una intriga verdaderamente extraordinaria.
¡Si pudiera concebir algo realmente teratológico, algo monstruosamente increíble!
Estaba ansioso por aprender las canciones que cantaban los demonios al precipitarse más allá de las
regiones estelares, por oír las voces de los dioses antiguos susurrando sus secretos al vacío preñado
de resonancias. Deseaba vivamente conocer los terrores de la tumba, el roce de las larvas en mi

lengua, la dulce caricia de una podrida mortaja sobre mi cuerpo. Anhelaba hacer mías las vivencias
que yacen latentes en el fondo de los ojos vacíos de las momias, y ardía en deseos de aprender la
sabiduría que sólo el gusano conoce. Entonces podría escribir la verdad, y mis esperanzas se
realizarían cabalmente. Busqué el modo de conseguirlo. Serenamente, comencé a escribirme con
pensadores y soñadores solitarios de todo el país. Mantuve correspondencia con un eremita de los
montes occidentales, con un sabio de la región desolada del norte, y con un místico de Nueva
Inglaterra. Por medio de éste, tuve conocimiento de algunos libros antiguos que eran tesoro y
reliquia de una ciencia extraña. Primero me citó con mucha reserva, algunos pasajes del legendario
Necronomicón, luego se refirió a cierto Libro de Eibon, que tenía fama de superar a los demás por
su carácter demencial y blasfemo. Él mismo había estudiado aquellos volúmenes que recogían el
terror de los Tiempos Originales, pero me prohibió que ahondara demasiado en mis indagaciones.
Me dijo que, como hijo de la embrujada ciudad de Arkham, donde aún palpitan y acechan sombras
de otros tiempos, había oído cosas muy extrañas, por lo que decidió apartarse prudentemente de las
ciencias negras y prohibidas.
Finalmente, después de mucho insistirle, consintió de mala gana en proporcionarme los nombres de
ciertas personas que a su juicio podrían ayudarme en mis investigaciones. Mi corresponsal era un
escritor de notable brillantez; gozaba de una sólida reputación en los círculos intelectuales más
exquisitos, y yo sabía que estaba tremendamente interesado en conocer el resultado de mi iniciativa.
Tan pronto como su preciosa lista estuvo en mis manos, comencé una masiva campaña postal con el
fin de conseguir libros deseados. Dirigí mis cartas a varias uiversidades, a bibliotecas privadas, a
astrólogos afamados y a dirigentes de ciertos cultos secretos de nombres oscuros y sonoros. Pero
aquella labor estaba destinada al fracaso. Sus respuestas fueron manifiestamente hostiles. Estaba
claro que quienes poseían semejante ciencia se enfurecían ante la idea de que sus secretos fuesen
develados por un intruso. Posteriormente, recibí varias cartas anónimas llenas de amenazas, e
incluso una llamda telefónica verdadramente alarmante. Pero lo que más me molestó, fue el darme
cuenta de que mis esfuerzos habían resultado fallidos. Negativas, evasivas, desaires, amenazas....
¡aquello no me servía de nada! Debía buscar por otra parte. ¡Las librerías! Quizá descubriese lo que
buscaba en algún estante olvidado y polvoriento. Entonces comencé una cruzada interminable.
Aprendí a soportar mis numerosos desengaños con impasible tranquilidad. En ninguna de las
librerías que visité habían oído hablar del espantoso Necronomicón, del maligno Libro de Eibon, ni
del inquietante Cultes des Goules.
La perseverancia acaba por triunfar. En una vieja tienda de South Dearborn Street, en unas
estanterías arrinconadas, acabé por encontrar lo que estaba buscando. Allí, encajado entre dos
ediciones centenarias de Shakespeare, descubrí un gran libro negro con tapas de hierro. En ellas,
grabado a mano, se leía el título, De Vermis Mysteriis , "Misterios del Gusano". El propietario no
supo decirme de dónde procedía el libro aquél. Quizá lo había adquirido hace un par de años en
algún lote de libros de segunda mano. Era evidente que desconocía su naturaleza, ya que me lo
vendió por un dólar. Encantado por su inesperada venta, me envolvió el pesado mamotreto, y me
despidió con amable satisfacción. Yo me marché apresudaramente con mi precioso botín debajo del
brazo. ¡Lo que había encontrado! Ya tenía referencias del libro. Su autor era Ludvig Prinn, y había
perecido en la hoguera inquisitorial, en Bruselas, cuando los juicios por brujería estaban en su
apogeo. Había sido un personaje extraño, alquimista, nigromante y mago de gran reputación;
alardeaba de haber alcanzado una edad milagrosa, cuando finalmente fue inmolado por el fiero
poder secular. De él se decía que se proclamaba el único superviviente de la novena cruzada, y
exhibía como prueba ciertos documentos mohosos que parecían atestiguarlo. Lo cierto es que, en
los viejos cronicones, el nombre de Ludvig Prinn figuraba entre los caballeros servidores de
Monserrat, pero los incrédulos lo seguían coniderando como un chiflado y un impostor, a lo sumo
descendiente de aquel famoso caballero.
Ludvig atribuía sus conocimientos de hechicería a los años en que había estado cautivo entre los

brujos y encantadores de Siria, y hablaba a menudo de sus encuentros con los djinns y los efreets de
los antiguos mitos orientales. Se sabe que pasó algún tiempo en Egipto, y entre los santones libios
circulan ciertas leyendas que aluden a las hazañas del viejo adivino en Alejandría. En todo caso,
pasó sus postreros días en las llanuras de Flandes, su tierra natal, habitando -lugar muy adecuadolas ruinas de un sepulcro prerromano que se alzaba en un bosque cercano a Bruselas. Se decía que
allí moraba en las sombras, rodeado de demonios familiares y terribles sortilegios. Aún se
conservan manuscritos que dicen , en forma un tanto evasiva, que era asistido por "compañeros
invisibles" y "servidores enviados de las estrellas". Los campesinos evitaban pasar la noche por el
bosque donde habitaba, no le gustaban cierton ruidos que resonaban cuando había luna llena, y
preferían ignorar qué clase de seres se prosternaban ante los viejos altares paganos que se alzaban,
medio desmoronados, en lo más oscuro del bosque. Sea como fuere, después de ser apresado Prinn
por los esbirros de la Inquisición , nadie vio las criaturas que había tenido a su servicio. Antes de
destruir el sepulcro donde había morado, los soldados lo registraron a fondo, y no encontraron nada.
Seres sobrenaturales, instrumentos extraños, pócimas.... todo había desaparecido de la manera más
misteriosa. Hicieron un minuciosos reconocimiento del bosque prohibido, pero sin resultado. Sin
embargo, antes de que terminara el proceso de Prinn, saltó sangre fresca en los altares, y también en
el potro de tormento. Pero ni con las más atroces torturas lograron romper su silencio. Por último,
cansados de interrogar, arrojaron al viejo hechicero a una mazmorra.
Y fue durante su prisión, mientras aguardaba la sentencia, cuando escribió ese texto morboso y
horrible, De Vermis Mysteriis, conocido hoy por los Misterios del Gusano. Nadie se explica como
pudo lograrlo sin que los guardianes lo sorprendieran; pero un año después de su muerte, el texto
fue impreso en Colonia. Inmediatamente después de su aparición, el libro fue prohibido. Pero ya se
habían distribuido algunos ejemplares, de los que se sacaron copias en secreto. Más adelante, se
hizo una nueva edición, censurada y expurgada, de suerte que únicamente se considera auténtico el
texto original latino. A lo largo de los siglos, han sido muy pocos los que han tenido acceso a la
sabiduría que encierra este libro. Los secretos del viejo mago sólo son conocidos hoy por algunos
iniciados, quienes, por razones muy concretas, se oponen a todo intento de propagarlos. Esto era, en
resumen, lo que sabía del libro que había venido a parar a mis manos. Aun como mero
coleccionista, el libro representaba un hallazgo fenomenal; pero, desgraciadamente, no podía juzgar
su contenido, porque estaba en latín. Como sólo conozco unas cuantas palabras sueltas de esa
lengua, al abrir sus páginas mohosas me tropecé con un obstáculo insuperable. Era exasperante
poseer aquel tesoro de saber oculto, y no tener la clave para desentrañarlo. Por un momento, me
sentí desesperado. No me seducía la idea de poner un texto de semejante naturaleza en manos de un
latinista de la localidad. Más tarde tuve una inspiración. ¿Por qué no coger el libro y visitar a mi
amigo para solicitar ayuda? Él era un erudito, leía en su idioma a los clásicos, y probablemente las
espantosas revelaciones de Prinn le impresionarían menos que a otros. Sin pensarlo más le escribí
apresudaramente y muy poco después recibí su contestación. Estaba encantado en ayudarme. Por
encima de todo, debía ir inmediatamente.
II.
Providence es un pueblo agradable. La casa de mi amigo era antigua, de un estilo georgiano
bastante caro. La planta baja era una maravilla de ambiente colonial. El piso alto, sombreado por las
dos vertientes del tejado e iluminado por una amplia ventana, servía de estudio a mi anfitrión. Allí
reflexionamos durante la espantosa y memorable noche del pasado abril, junto a la gran ventana
abierta a la mar azulada. Era una noche sin luna, una noche lívida en que la niebla llenaba la vacía
oscuridad de sombras aladas. Todavía puedo imaginar con nitidez la escena: la pequeña habitación
iluminada por la luz de la lámpara, la mesa grande, las sillas de alto respaldo... Los libros tapizaban
las paredes, los manuscritos se apilaban aparte, en archivadores especiales. Mi amigo y yo
estábamos sentados junto a la mesa, ante el misterioso volumen. El delgado perfil de mi amigo
proyectaba una sombra inquieta en la pared, y su semblante de cera adoptaba, a la luz mortecina una
apariencia furtiva. En el ambiente flotaba como el presagio de una portentosa revelación. Yo sentía

la presencia de unos secretos que acaso no tardarían en revelarse. Mi compañero era sensible
también a esta atmósfera expectante. Los largos años de soledad habían agudizado su intuición
hasta un extremo inconcebible. No era el frío lo que le hacía temblar en su butaca, ni era la fiebre la
que hacía llamear sus ojos con un fulgor de piedras preciosas. Aun antes de abrir aquel libro
maldito, sabía que encerraba una maldición. El olor a moho que desprendían sus páginas antiguas
traía consigo un vaho que parecía brotar de la tumba. Sus hojas descoloridas estaban carcomidas por
los bordes. Su encuadernación de cuero estaba roída por las ratas, acaso por unas ratas cuyo
alimento habitual fuera singularmnente horrible.
Aquella noche había contado a mi amigo la historia del libro, y lo había desempaquetado en su
presencia. Al principio parecía deseoso, ansioso diría yo, por empezar enseguida su traducción.
Ahora, en cambio, vacilaba. Insistía en que no era prudente leerlo. Era un libro de ciencia maligna.
¿Quién sabe qué conocimientos demoníacos se ocultaban en sus páginas, o qué males podían
sobrevenir al intruso que se atreviese a profanar sus secretos? No era conveniente saber demasiado.
Muchos hombres habían muerto por practicar la ciencia corrompida que contenían esas páginas. Me
rogó que abandonara mi investigación, ahora que no lo había leído aún, y que tratara de inspirarme
en fuentes más saludables. Fui un necio. Rechacé precipitadamente sus objeciones con palabras
vanas y sin sentido. Yo no tenía miedo. Podríamos echar al menos una mirada al contenido de
nuestro tesoro. Comencé a pasar hojas. El resultado fue decepcionante. Su aspecto era el de un libro
antiguo y corriente de hojas amarillentas y medio deshechas, impreso en gruesos caracteres
latinos... y nada más, ninguna ilustración, ningún grabado alarmante. Mi amigo no puedo resistir la
tentación de saborear semejante rareza bibliográfica. Al cabo de un momento, se levantó para echar
una ojeada al texto por encima de mi hombro; luego, con creciente interés, enpezó a leer en voz baja
algunas frases en latín. Por último, vencido ya por el entusiasmo, me arrebató el precioso volumen,
se sentó junto a la ventana y se puso a leer pasajes al azar. De cuando en cuando, los traducía al
inglés.
Sus ojos relampagueaban con un brillo salvaje. Su perfil cadavérico expresaba una concentración
total en los viejos caracteres que cubrían las páginas del libro. Cuando traducía en voz alta, las
frases retumbaban como una letanía del diablo; luego, su voz se debilitaba hasta convertirse en un
siseo de víbora. Yo tan sólo comprendía algunas frases sueltas porque, en su ensimismamiento,
parecía haberse olvidado de mí. Estaba leyendo algo referente a hechizos y encantamientos.
Recuerdo que el texto aludía a ciertos dioses de la adivinación, tales como el Padre Yig, Han el
Oscuro y Byatis, cuya barba estaba formada de serpientes. Yo temblaba, ya conocía esos nombres
terribles. Pero más habría temblado, si hubiera llegado a saber lo que estaba a punto de ocurrir. Y no
tardó en suceder. De repente, mi amigo se volvió hacia mí, preso de una gran agitación. Con voz
chillona y exitada me preguntó si recordaba las leyendas sobre las hechicerías de Prinn, y los relatos
sobre servidores invisibles que había hecho venir desde las estrellas. Dije que sí, pero sin
comprender la causa de su repentino frenesí. Entonces me explicó el motivo de su agitación. En el
libro, en un capítulo que trataba de los demonios familiares, había encontrado una especie de
plegaria o conjuro que tal vez fuera el que Prinn había empleado para traer a sus invisibles
servidores desde los espacios ultraterrestres. Ahora iba a escuchar, él me lo leería.
Yo permanecí sentado como un tonto, ignorante de lo que iba a pasar. ¿Por qué no gritaría entonces,
por qué no trataría de escapar o de arrancarle de las manos aquel códice monstruoso? Pero yo no
sabía nada, y me quedé sentado adonde estaba, mientras mi amigo, con voz quebrada por la violenta
excitación, leía una larga y sonora invocación: "Tibi, Magnum Innominandum, signa stellarum
nigrarum et bufaniformis Sadoquae sigillum"...
El ritual siguió adelante; las palabras se alzaron como aves nocturnas de terror y muerte; temblaron
como llamas en el aire tenebroso y contagiaron su fuego letal a mi cerebro. Los acentos atronadores
de mi amigo producían un eco infinito, más allá de las estrellas más remotas. Era como si su voz, a

través de enormes puertas primordiales, alcanzara regiones exteriores a toda dimensión en busca de
su oyente, y lo llamara a la tierra. ¿Era todo una ilusión? No me paré a reflexionar. Y aquella
llamada, proferida de manera casual, obtuvo respuesta. Apenas se había apagado la voz de mi amigo
en nuestra habitación, cuando sobrevino el terror. El cuarto se tornó frío. Por la ventana entró
aullando un viento repentino que no era de este mundo. En él cabalgaba como un plañido, como una
nota perversa y lejana; al oírla, el semblante de mi amigo se convirtió en una pálida máscara de
terror. Luego, las paredes crujieron y las hojas de la ventana se combaron ante mis ojos atónitos.
Desde la nada que se abría más allá de la ventana, llegó un súbito estallido de lúbrica brisa, unas
carcajadas histéricas, que parecían producto de la más completa locura. Aquellas carcajadas que no
profería boca alguna alcanzaron la última quintaescencia del horror. Lo demás ocurrió a una
velocidad pasmosa. Mi amigo se lanzó hacia la ventana y comenzó a gritar, manoteando como si
quisiera zafarse del vacío. A la luz de la lámpara vi sus rasgos contraídos en una mueca de loca
agonía. Un momento después, su cuerpo se levantó del suelo y comenzó a doblarse hacia atrás, en el
aire, hasta un grado imposible. Inmediatamente, sus huesos se rompieron con un chasquido horrible
y su figura quedó colgando en el vacío. Tenía los ojos vidriosos, y sus manos se crispaban
compulsivamente como si quisiera agarrar algo que yo no veía. Una vez más, se oyó aquella risa
vesánica, ¡pero ahora provenía de dentro de la habitación!
Las estrellas oscilaban en roja angustia, el viento frío silbaba estridente en mis oídos. Me encogí en
mi silla, con los ojos clavados en aquella escena aterradora que se desarrollaba ante mí. Mi amigo
empezó a gritar. Sus alaridos se mezclaban con aquella risa perversa que surgía del aire. Su cuerpo
combado, suspendido en el espacio, se dobló nuevamente hacia atrás, mientras la sangre brotaba de
su cuello desgarrado como agua roja de un surtidor. Aquella sangre no llegó a tocar el suelo. Se
detuvo en el aire, y cesó la risa, que se convirtió en un gorgoteo nauseabundo. Dominado por en
vértigo del horror, lo comprendí todo. ¡La sangre estaba alimentando a un ser invisible del más allá!
¿Qué entidad del espacio había sido invocada tan repentina e inconscientemente? ¿Qué era aquél
monstruoso vampiro que yo no podía ver? Después,aun tuvo lugar una espantosa metamorfosis. El
cuerpo de mi compañero se encogió, marchito ya y sin vida. Por último, cayó en el suelo y quedó
horriblemente inmóvil. Pero en el aire de la estancia sucedió algo pavoroso. Junto a la ventana, en el
rincón, se hizo visible un resplandor rojizo.... sangriento. Muy despacio, pero en forma contigua, la
silueta de la Presencia fue perfilándose cada vez más, a medida que la sangre iba llenando la trama
de la invisible entidad de las estrellas. Era una inmensidad de gelatina palpitante, húmeda y roja,
una burbuja escarlata con miles de apéndices, unas bocas que se abrían y cerraban con horrible
codicia... Era una cosa hinchada y obscena, un bulto sin cabeza, sin rostro, sin ojos, una especie de
buche ávido, dotado de garras, que había brotado del cielo estelar. La sangre humana con la que se
había nutrido revelaba ahora los contornos del comensal. No era espectáculo para presenciarlo un
humano.
Afortunadamente para mi equilibrio mental, aquella criatura no se demoró ante mis ojos. Con un
desprecio total por el cadáver fláccido que yacía en el suelo, asió el espantoso libro con un tentáculo
viscoso y retorcido, y se dirigió a la ventana con rapidez. Allí, comprimió su tembloroso cuerpo de
gelatina a través de la abertura. Desapareció, y oí su risa burlesca y lejana, arrastrada por las ráfagas
del viento, mientras regresaba a los abismos de donde había venido. Eso fue todo. Me quedé solo en
la habitación, ante el cuerpo roto y sin vida de mi amigo. El libro había desaparecido. En la pared
había huellas de sangre y abundantes salpicaduras en el suelo. El rostro de mi amigo era una
calavera ensagrentada vuelta hacia las estrellas. Permanecí largo rato sentado en silencio, antes de
prenderle fuego a la habitación. Después, me marché. Me reí, porque sabía que las llamas
destruirían toda huella de lo ocurrido. Yo había llegado aquella misma tarde. Nadie me conocía ni
me había visto llegar. Tampoco me vio nadie partir, ya que huí antes de que las llamas empezaran a
propagarse. Anduve horas y horas, sin rumbo, por las torcillas calles, sacudido por una risa idiota,
cada vez que divisaba las estrellas inflamadas, cruelmente jubilosas, que me miraban furtivamente a
través de los desgarrones de la niebla fantasmal.

Al cabo de varias horas, me sentí lo bastante calmado para tomar el tren. Durante el largo viaje de
regreso, estuve tranquilo, y lo he estado igualmente ahora, mientras escribía esta relación de los
hechos. Tampoco me alteré cuando leí en la prensa la noticia de que mi amigo había fallecido en un
incendio que destruyó su vivienda. Solamente a veces, por la noche, cuando brillan las estrellas, los
sueños vuelven a conducirme hacia un gigantesco laberinto de horror y locura. Entonces tomo
drogas, en un vano intento por disipar los recuerdos que me asaltan mientras duermo. Pero esto
tampoco me preocupa demasiado, porque sé que no permaneceré mucho tiempo aquí. Tengo la
certeza de que veré, una vez más, aquella temblorosa entidad de las estrellas. Estoy convencido de
que pronto volverá para llevarme a esa negrura que es hoy morada de mi amigo. A veces deseo
vivamente que llegue ese día, porque entonces aprenderé yo también, de una vez para siempre, los
Misterios del Gusano.
ALGO LLAMADO ENOCH.
Empieza siempre de la misma manera.
Ante todo, la sensación.¿No habéis notado nunca el paso de un pequeño pie que camina sobre
vuestro cráneo? ¿Un sonido de pasos sobre vuestra calavera, arriba y abajo, arriba y abajo? Empieza
siempre así. No podéis ver quién es el que camina. Después de todo, está encima de vuestra cabeza.
Si sois hábiles, esperáis el momento oportuno y pasáis súbitamente una mano por vuestros cabellos.
Pero nunca podréis atrapar a quien camina de esa manera, y él lo sabe. Aunque apretéis ambas
manos contra la cabeza, él siempre consigue escabullirse. O tal vez salta. Es terriblemente rápido. Y
no podéis ignorarlo. Si intentáis no escuchar sus pasos, hace más ruido. Se desliza hacia atrás, a lo
largo de vuestro cráneo, y os musita algo al oído. Podéis sentir su cuerpo, minúsculo y frío,
apretado, adherido a la base de vuestro cerebro. Sus garras deben de ser suaves, pues no hacen
daño, pero más tarde encontraréis pequeños arañazos en el cuello, que sangran y sangran.
Todo lo que sabéis es que algo minúsculo y frío está ahí adherido. Está pegado, y os susurra al oído.
Esto ocurre cuando quereis combatirlo. Intentáis no escuchar lo que dice. Porque Si lo escucháis,
estáis perdidos. Y luego tenéis que obedecerle. ¡Oh, es sabio y malvado!
Él sabe cómo luchar y amenazar si osáis oponerle resistencia. Pero yo mismo, alguna vez, lo
intento, aunque es mejor para mí escuchar y obedecer. Mientras esté dispuesto a escucharlo, por otra
parte, las cosas no marchan demasiado mal. Porque él sabe ser persuasivo, sabe tentar. ¡Cuántas
cosas ha prometido en sus pequeños, insinuantes cuchicheos! Y mantiene sus promesas.
La gente cree que soy pobre, porque nunca tengo un céntimo y porque vivo en una vieja choza a la
orilla del pantano. Pero él me ha hecho rico. Cuando hago lo que él quiere, me lleva consigo, fuera
de mí mismo, durante días y días. Hay otros lugares más allá de este mundo. Lugares donde yo soy
rey. La gente se burla de mí y dice que no tengo amigos: las chicas de la ciudad me llaman
"espantapájaros".A veces -después de que he cumplido sus órdenes- me trae reinas que comparten
mi lecho.¿Sueños? No creo. Es la otra vida la que sólo es un sueño; la vida en la choza a la orilla del
pantano. Esa vida no me parece real. Y tampoco los homicidios. ¡Sí, yo mato gente!
Enoch lo desea, ¿sabéis? Me lo ordena. Me pide que mate para él.
No me gusta matar. Alguna vez he intentado combatirlo, rebelarme -ya os lo he dicho, ¿os
acordáis?-, pero ahora ya no puedo. Él quiere que yo mate. Enoch. La cosa que vive encima de mi
cabeza. No puedo verlo, no puedo atraparlo. Sólo puedo notarlo, escucharlo. Sólo puedo
obedecerle. A veces me deja solo durante días y días. Luego, de pronto, lo noto ahí, rascando sobre
mi cerebro. Oigo su murmullo uniforme, y me habla de alguien que está atravesando el pantano. No

sé cómo hace para saberlo.
Él no puede haberlos visto, y, sin embargo, los describe perfectamente.
-Hay un vagabundo que pasea por la calle Aylesworthy. Un hombre bajo, grueso, de aspecto fiero.
Se llama Mike. Lleva un vestido marrón. Dentro de diez minutos, cuando se ponga el sol, estará en
el pantano y se detendrá bajo el gran árbol, cerca del depósito de desperdicios. Convendrá que te
escondas detrás del árbol. Espera hasta que empiece a buscar leña para el fuego. Después ya sabes
lo que tienes que hacer. ¡Ahora coge el hacha, corre!
A veces le pregunto a Enoch qué me va a dar. Me fío de él. Y sé que tengo que hacerle caso de todas
formas. Por tanto, me conviene hacerlo en seguida.
Enoch nunca se equivoca, nunca me compromete. Siempre ha sido así, hasta la última vez. Una
noche estaba en mi cabaña, comiendo sopa, cuando me habló de aquella chica.
-Vendrá aquí -me susurró-, Es una chica muy hermosa, vestida de negro. Tiene una magnífica
cabeza, con estupendos huesos. ¡Estupendos!
En un principio pensé que estaba hablando de una recompensa para mí. Pero Enoch hablaba de una
persona de verdad.
-Llamará a la puerta y te pedirá que la ayudes a arreglar su automóvil. Ha tomado este camino para
llegar antes a la ciudad. Ahora el coche está precisamente en el pantano. Hay que cambiar una
rueda.
Era gracioso oír a Enoch hablar de coches. Pero él lo sabe todo también de los coches. Lo sabe todo
de todo.
-Saldrás para ayudarla cuando te lo pida. No cojas nada. En el coche lleva una llave inglesa. Úsala.
Esa vez intenté rebelarme.
-No quiero hacerlo, no quiero hacerlo.
Se echó a reír. Luego me dijo lo que haría si yo me negaba. Habló y habló.
-Es mejor que se lo haga a ella y no a ti...,-dijo Enoch-. O acaso prefieres que yo...
-No –grité-. No. ¡Lo haré!
-¡Por fin! -musitó Enoch- No puedo evitarlo. Debe suceder a menudo. Para que yo pueda vivir, para
que sea fuerte. De este modo puedo servirte. Puedo darte todo lo que desees. Por eso debes
obedecerme. Si no quieres, quédate aquí y...
-¡No! -dije-. lo haré.
Y lo hice.
La chica llamó a mi puerta algunos minutos después, y sucedió exactamente lo que Enoch había
dicho. Era una hermosa chica, con el pelo rubio. Me gusta el pelo rubio. Mientras iba con ella hacia
el pantano, estaba contento de no tener que estropear sus cabellos. La golpeé en el cuello con la
llave inglesa. Enoch me dijo lo que tenía que hacer, paso a paso. Después usé el hacha y arrojé el
cuerpo a las arenas movedizas.

Enoch estaba conmigo y me aconsejó que no dejara huellas. Me deshice de los zapatos. Le pregunté
que tenía que hacer con el auto. Enoch me sugirió que lo empujara hasta la arena movediza con un
largo tronco. No estaba seguro de conseguirlo, pero lo logré. Incluso antes de lo que pensaba. Era
un alivio ver el coche hundirse en el pantano. Tiré también la llave inglesa. Luego Enoch me dijo
que volviera a casa. Empecé a notar una acolchada sensación de sueño. Noté vagamente que Enoch
me abandonaba, corriendo locamente hacia el pantano para tomar su recompensa...No sé cuanto
tiempo dormí. Creo que mucho. Todo lo que recuerdo es que por fin comencé a despertar. Sabía que
Enoch estaba de nuevo conmigo, pero presentí que algo no marchaba como era debido. Luego me
desperté por completo, pues comprendí que estaban llamando a la puerta. Esperé un momento.
Pensé que Enoch me habría sugerido lo que tenía que hacer. Pero Enoch dormía.
Él duerme siempre después de... Nada puede despertarlo durante días y días. Y durante ese tiempo,
yo estoy libre. Normalmente me gusta esa libertad. Pero no en aquel momento. ¡En aquel momento
necesitaba su ayuda! Los golpes en mi puerta se intensificaron, por lo que me levanté a abrir. Entró
el viejo sheriff Shelby.
-Vamos, Seth -me dijo-. Estás detenido.
No dije nada. Sus ojuelos negros rebuscaban por todos los rincones de la cabaña. Cuando me miró,
hubiera querido esconderme. Estaba muy asustado.
-La familia de Emily Robbins nos ha informado que la chica tenía que pasar por el pantano-me dijo
el sheriff-. Entonces hemos seguido el rastro de las ruedas hasta las arenas movedizas.
Enoch se había olvidado del rastro de los neumáticos... ¿Qué debía decir?
-Cualquier cosa que digas puede ser usada en tu contra -añadió el sheriff Shelby-. ¡Vamos Seth!
Fui con él. No podía hacer otra cosa. Fui con él a la ciudad, y una gran multitud corría tras el coche.
Había también mujeres, y les gritaban a los hombres que me colgasen. Pero el sheriff Shelby los
mantuvo alejados, y por fin llegué sano y salvo a la prisión. El sheriff me hizo pasar a la celda
central. Las dos celdas a ambos lados estaban vacías, y por tanto, estaba solo. Solo, sin contar a
Enoch, que seguía durmiendo a pesar de todo.
Todavía era temprano, y el sheriff salió con otros hombres. Me imaginé que irían a sacarlos cuerpos
de las arenas movedizas. Pero no pregunté nada, aunque me inspiraba curiosidad. Con Charley
Potter era otra cosa. Quería saberlo todo. El sheriff Shelby lo había dejado de guardia durante su
ausencia. Me trajo el desayuno y empezó a hacerme un montón de preguntas. Pero yo permanecí
callado. Sólo me faltaba ponerme a hablar con un chiflado como Charley Potter. Él pensaba que yo
estaba loco. Igual que la plebe de allí fuera. Mucha gente, en la ciudad, estaba convencida de mi
locura, posiblemente por lo de mi madre, y también porque vivía solo cerca del pantano.¿Qué le
podía decir a Charley Potter? Si le hubiera hablado de Enoch no me habría creído. Por eso no hablé.
Me limité a escuchar. Charley Potter me habló de la búsqueda de Emily Robbins. Me habló también
de las dudas que el sheriff albergaba sobre la desaparición de otras personas. Me dijo que habría un
gran proceso y que vendría el Procurador del Distrito desde Country Seat. Había oído decir también
que mandarían un médico para que me visitara. En efecto, era verdad. En cuanto terminé de
desayunar, llegó el doctor. Charley Potter lo vio llegar y salió a su encuentro. Le costó bastante
trabajo dispersar a la gente que quería entrar. Creo que querían lincharme.
El doctor era un hombre pequeño, con una ridícula barbita. Le dijo a Charley Potter que se alejara,
se sentó fuera de la celda y comenzó a hablarme. Se llamaba Silversmith. Hasta aquel momento yo

no había comprendido gran cosa. Había pasado todo demasiado de prisa y no había tenido tiempo ni
de pensar. Parecía un sueño: el sheriff, la multitud y aquella conversación sobre el proceso; el
linchamiento, el cuerpo en el pantano...Pero, de alguna manera, la visita del doctor Silversmith
cambió la situación. Era una persona de verdad. Era un médico que había intentado hacerme
internar cuando encontraron a mi madre. Ésa fue la primera cosa que el doctor Silversmith me
preguntó: qué le había pasado a mi madre. Parecía como si lo supiera casi todo sobre mí, y por eso
me resultó más sencillo hablar. Me puse a hablarle de mil cosas. De cómo mi madre y yo vivíamos
en la cabaña. Cómo fabricaba ella los filtros y los vendía. Le hablé de la gran olla, de cómo
recogíamos hierbas aromáticas por la noche. De cuando mi madre salió sola y de los extraños ruidos
que oí. No quería decirle más. Pero el doctor sabía que a mi madre la llamaban "bruja". Sabía
también cómo había muerto, cuando Sante Dinorelli había venido a nuestra choza aquella tarde y la
había apuñalado por hacer un filtro para su hija, que se había fugado con aquel hombre. Sabía que
vivía solo en el pantano. Pero no sabía de Enoch.
Enoch, que estaba durmiendo sobre mi cabeza, que no sabía lo que me estaba pasando...De alguna
manera le hablé de Enoch al doctor Silversmith. Quería explicarle que en realidad no había sido yo
quien había matado a la chica. Por eso tuve que hablar de Enoch y de cómo mi madre había hecho
el pacto en el bosque. No me llevó consigo, yo sólo tenía doce años; pero se llevó un poco de sangre
mía en un frasco. Cuando volvió, Enoch estaba con ella. Y sería mío para siempre, me aseguró mi
madre, y me ayudaría y protegería siempre. Dije estas cosas con mucha cautela, y expliqué por qué
no podía hacer nada solo: desde que había muerto mi madre, Enoch me había guiado siempre. Sí,
durante todos aquellos años, Enoch me había protegido siempre, como había acordado con mi
madre. Ella sabía que yo no podía quedarme solo.
Le expliqué esto al doctor Silversmith, porque me parecía un hombre sabio, capaz de
comprenderme. Pero me equivocaba. Me di cuenta en seguida. Porque mientras el doctor meneaba
la cabeza y repetía continuamente "sí, sí", yo notaba sus ojos sobre mí. La misma mirada de la
plebe. Ojos mezquinos. Ojos que no te creen cuando te miran. Ojos curiosos, furtivos. Me hizo un
montón de preguntas ridículas. Sobre Enoch, ante todo. Yo sabía que no creía en él. Me preguntó
cómo podía sentir a Enoch si no era capaz de verlo. Me preguntó si había oído otras voces. Me
preguntó qué había sentido mientras mataba a Emily Robbins y si yo...Pero yo no tenía la menor
intención de contestar a sus preguntas. Me hablaba como si estuviera loco. Me había engañado,
hablando de Enoch. Me lo demostró al preguntarme cuántas personas más había matado. Y además
quería saber dónde estaban sus cabezas. No podía engañarme otra vez. Me reí de él y me encerré en
mí mismo como una ostra. El doctor se marchó meneando la cabeza. Me reí de él porque sabia que
no había encontrado lo que buscaba. Él quería descubrir todos los secretos de mi madre, los míos y
los de Enoch. Pero no lo había conseguido y yo me reía. Luego me acosté. Dormí casi toda la tarde.
Cuando desperté había otra persona junto a mi celda. Tenía un rostro grande y sonriente y ojos
simpáticos.
-Hola Seth -dijo amigablemente-. ¿Has dormido bien?
Me toqué la cabeza. Enoch estaba allí y dormía. Se mueve incluso mientras duerme.
-No te asustes -dijo el hombre-. No quiero hacerte daño.
-¿Le ha mandado el doctor? -le pregunté.
El hombre rió.
-No, no te preocupes. Me llamo Cassidy. Edwin Cassidy. Soy el Procurador del distrito.¿Puedo
entrar?
-Estoy encerrado -le dije.

-Le he pedido la llave al sheriff -me informó.
Abrió la celda, entró y se sentó en la litera, junto a mí.
-¿No tiene miedo? -le pregunté-. Dicen que soy un asesino.
-¿Por qué, Seth? -Mr. Cassidy rió-. No tengo miedo de ti. Yo sé que tú no querías matar.
Apoyó su mano sobre mi hombro y yo no me aparté. Era una mano suave, blanda, gruesa.Llevaba
un enorme brillante en un dedo.
-¿Cómo es Enoch? -preguntó.
Me sobresalté.
-No te preocupes. El imbécil del doctor me ha hablado de él. No entiende estas cosas,¿no es así,
Seth? Pero tú y yo, sí.
-El doctor cree que estoy loco -musité.
-Bueno, Seth; hay que reconocer que es un asunto un poco difícil de entender. Yo vengo del
pantano, donde el sheriff Shelby y otros hombres están todavía trabajando. Han encontrado el
cuerpo de Emily Robbins hace unos minutos. Y también otros cuerpos. Un hombre grueso, un
muchacho, varios indios... Las arenas movedizas conservan los cuerpos, ¿lo sabías?
Miré sus ojos. Aún sonreían; podía fiarme de aquel hombre.
-Encontrarán más cuerpos, ¿no es cierto, Seth?
Asentí.
-Pero no me he quedado más tiempo en el pantano. He visto lo suficiente para comprender que
decías la verdad. Enoch te ha obligado a hacerlo, ¿verdad?
Asentí otra vez.
-Bien -dijo Mr. Cassidy, apretando mi hombro-. ¿Ves?, nosotros dos nos comprendernos. Por eso
quiero preguntarte algo.
-¿Qué quiere saber? -pregunté.
-Oh, muchas cosas. Me interesa Enoch, ¿sabes? ¿Cuántas personas te ha pedido que mataras?
-Nueve.
-¿Están todas en las arenas movedizas?
-Sí.
-¿Sabes sus nombres?
-Sólo alguno. -le dije los nombres que conocía-. A veces Enoch me las describe y yo voy a su
encuentro -le expliqué.
Mr. Cassidy me ofreció cigarrillos:
-¿Quieres fumar?
-No gracias, no me gusta. Mi madre no me permitía fumar.
Mr. Cassidy rió. Guardó los cigarrillos.
-Tú puedes ayudarme mucho, Seth -me susurró-. Supongo que sabes lo que debe hacer el

Procurador del distrito.
-Un proceso, con un abogado y cosas por el estilo, ¿no?
-Exacto. Y yo estaré en tu proceso, Seth. Tú no quieres hablar de lo que ha ocurrido delante de toda
esa gente, ¿verdad?
-No, no quiero. No ante la gente de la ciudad. Me odian.
-Bien. Entonces, lo que tienes que hacer es decírmelo todo y yo hablaré por ti. ¿Te parece un pacto
amistoso?
Esperé ardientemente que Enoch me ayudara. Pero dormía. Miré a Mr. Cassidy.
-Sí, le diré todo.
Le conté todo lo que sabía. Me miraba lleno de interés, limitándose a escucharme.
-Una cosa mas –dijo-. Hemos encontrado muchos cuerpos en el pantano. Hemos podido identificar
a Emily Robbins y a otros. Pero sería más sencillo si supiéramos más cosas. Debes decirmelas,
Seth. ¿Dónde están las cabezas?
Me levanté y le di la espalda.
-Quisiera decírselo, pero no lo sé.
-¿No lo sabes?
-Yo se las doy a Enoch –expliqué-, ¿no comprende? Es precisamente por eso que tengo que matar
para él. Quiere las cabezas.
Mr. Cassidy parecía perplejo.
-Él siempre me hace cortar las cabezas –proseguí-. Arrojo los cuerpos a las arenas movedizas, y
dejo las cabezas. Luego vuelvo a casa. Él me hace dormir para darme la recompensa. Luego se va.
Va donde están las cabezas. ¡Es eso lo que quiere!
-¿Para qué las quiere, Seth?
Se lo dije.
-No sería agradable para ustedes si las encontraran, ¿sabe? Probablemente no reconocerían
nada.
-¿Por qué le dejas a Enoch hacer estas cosas?
-No tengo más remedio. De lo contrario me lo haría a mí. Me amenaza constantemente. Y sé que lo
haría. Por eso tengo que obedecerle.
Mr. Cassidy me miraba, mientras caminaba arriba y abajo. No decía una palabra. Parecía muy
nervioso. Cuando me acerqué a él, casi me pareció que se apartaba de mí.
-¿Hablará de todo esto en el proceso? -le pregunté-. ¿De Enoch y de todo lo demás?
Negó con la cabeza.
-No hablaré de Enoch en el proceso, y tampoco de las demás cosas -me contestó-. Nadie creería que
Enoch existe.
-¿Por qué?
-Quiero ayudarte, Seth. ¿No sabes qué diría la gente si les hablara de Enoch? ¡Dirían que estás loco!
Y tú no quieres que eso ocurra, ¿verdad?

-No; pero ¿qué quiere usted hacer? ¿Cómo puede ayudarme?
Mr. Cassidy sonrió.
-Tú tienes miedo de Enoch, ¿verdad? Bien, he encontrado una solución. Supón que me das a
Enoch...
Me sobresalté.
-Sí, supón que me das a Enoch. Deja que me cuide de él durante el proceso. Ya no sería tuyo, y tú
no tendrías que hablar de él. Probablemente él no quiere que la gente sepa que existe.
-En efecto –admití-. Enoch es un secreto. Pero no puedo dárselo sin antes pedirle su opinión. Y
ahora está durmiendo.
-¿Está durmiendo?
-Sí, encima de mi cabeza. Tal vez usted pueda verlo.
Mr. Cassidy miró sobre mi cabeza y sonrió.
-Oh, yo puedo explicárselo todo cuando despierte. Cuando sepa que lo hemos hecho por su bien,
estoy seguro de que se pondrá contento.
-Bueno, supongo que tiene razón -suspiré-. Pero tiene que prometerme que cuidará de él.
-¡Por supuesto! -me aseguró Mr. Cassidy.
-¿Y le dará lo que le pida?
-Claro.
-¿Y no le dirá nada a nadie?
-A nadie.
-¿Sabe lo que le ocurriría si se negara a darle a Enoch lo que desea? -advertí a Mr. Cassidy-.
Él lo tomaría de usted a la fuerza.
-No te preocupes, Seth.
Quedé inmóvil algunos minutos. De pronto noté algo moverse sobre mi oreja.
-Enoch -susurré-, ¿me oyes?
Me oía. Le expliqué todo. Le expliqué por qué lo iba a dar a Mr. Cassidy. Enoch no dijo una
palabra. Mr. Cassidy callaba. Permanecía sentado, sonriendo. Debía de ser divertido verme hablar
con "nada".
-¡Ve con Mr. Cassidy! -Susurré-. ¡Ve con él, ahora!
Enoch fue con él. Noté que el peso abandonaba mi cabeza. Ninguna otra sensación, pero supe que
se había ido.
-¿Lo nota, Mr. Cassidy? -pregunté.
-Que... ¡Oh, por supuesto! -contestó mientras se levantaba.
-Cuide de Enoch.
-Lo cuidaré.
-No se ponga el sombrero -le advertí-. A Enoch no le gustan los sombreros.
-Perdona, no me había dado cuenta. Ahora me voy. Me has ayudado mucho. Desde este momento
podemos olvidarnos de Enoch y evitar hablar de él. Volveré a verte y hablaremos del proceso. El

doctor Silversmith dirá que estás loco. Creo que es mejor que niegues cuanto has dicho. Ahora
Enoch está conmigo.
Me pareció una buena idea. Mr. Cassidy sabía lo que se hacía.
-Como usted diga, Mr. Cassidy. Sea bueno con Enoch y él será bueno con usted.
Mr. Cassidy me dio la mano y se fue con Enoch.
Me sentí cansado. Tal vez por la tensión de todo el día, o acaso porque Enoch ya no estaba
conmigo. Volví a dormirme. Me desperté muy avanzada la noche. El viejo Charley Potter estaba
junto a la puerta de la celda. Me traía la cena. Dio un respingo cuando lo saludé, y se alejó dándome
la espalda.
-¡Asesino! -gritó-. ¡Han encontrado nueve cadáveres en el pantano! ¡Loco, demonio!
-Charley -le dije-, creía que eras mi amigo.
-¡Por todos los diablos! Me voy corriendo de aquí. Ya se encargará el sheriff, si quiere, deque nadie
te linche. Pero para mí que pierde el tiempo.
Charley apagó las luces y se marchó. Lo oí cerrar la puerta principal y correr el cerrojo. Estaba solo
en la cárcel. Me resultaba extraño estar solo. Era la primera vez, después de tantos años: solo, sin
Enoch. Pasé los dedos por mis cabellos. Noté mi cabeza desolada y vacía. La luna brillaba alta a
través de la ventana. Me quedé de pie mirando al exterior. Enoch amaba la luna. Se volvía vivaz,
inquieto... y glotón. Me pregunté cómo se sentiría con Mr. Cassidy. Permanecí largo tiempo
mirando la luna. Mis piernas estaban entumecidas cuando me volví al oír ruido en la puerta
principal. Luego se abrió la puerta de mi celda y Mr. Cassidy entró corriendo:
-¡Quítamelo de encima! –gritó-. ¡Quítamelo!
-¿Qué ocurre?- pregunté.
-Enoch... Creía que estabas loco... ¡Tal vez yo mismo esté loco! Pero quítamelo...
-¿Por qué, Mr. Cassidy? Yo le había dicho cómo era Enoch.
-Se está arrastrando sobre mi cabeza. Lo noto. Y oigo sus palabras, ¡las cosas que susurra!
-Ya se lo dije. Enoch quiere algo, ¿no es cierto? Usted sabe lo que quiere. Y debe dárselo.¡Lo ha
prometido!
-¡No puedo! ¡No quiero matar para él! ¡No puede obligarme!
-Sí puede. Él necesita eso.
Mr. Cassidy se asió a los barrotes de mi celda.
-¡Seth, tienes que ayudarme! Llama a Enoch. Hazlo volver contigo. ¡De prisa...
-Está bien, Mr. Cassidy.
Llamé a Enoch.
No contestó.
Lo volví a llamar.
Silencio.
Mr. Cassidy comenzó a gritar. Sentí escalofríos y me dio mucha pena. Pero no había querido
hacerme caso. ¡Sé lo que es capaz de hacer Enoch cuando susurra de esa manera! Primero intenta

persuadir, luego suplica, por fin amenaza...
-Es mejor que obedezca -le dije a Mr. Cassidy-. ¿Le ha dicho a quién tiene que matar?
-¡No quiero! –sollozó-. ¡No quiero, no quiero!
-¿Qué es lo que no quiere?
-No quiero matar al doctor Silversmith para darle su cabeza a Enoch. Me quedaré aquí en la celda,
donde estoy a salvo...
Se sentó, acurrucado, apretándose la cabeza con las manos.
-Es mejor que obedezca –grité-, de lo contrario Enoch hará algo. ¡Por favor, Mr. Cassidy, dese
prisa...!
Mr. Cassidy gimió débilmente y pensé que se había desmayado. No hablaba, no se movía. Lo llamé
varias veces, pero no me contestó. ¿Qué podía hacer? Me senté en un rincón y miré la luna.
La luna siempre vuelve violento a Enoch.
Mr. Cassidy comenzó a gritar. No en voz alta, sino en lo profundo de su garganta. No se movía:
gritaba tan sólo. Supe que era Enoch: ¡estaba tomando de él lo que deseaba! ¿Qué podía hacer yo?
No podía detener a Enoch. Había advertido a Mr. Cassidy. Permanecí sentado y me tapé los oídos
con las manos hasta que hubo acabado todo. Cuando me volví, Mr. Cassidy seguía agarrado a los
barrotes. No se oía ningún ruido. ¡Oh, sí! ¡Sí, se oía un ruido! Un ronroneo. Un dulce y lejano
ronroneo. El ronroneo de Enoch después de haber comido. Luego percibí como un ligero raspar.
¡Las garras de Enoch, cuando da saltitos de satisfacción! Los ruidos procedían del interior de la
cabeza de Mr. Cassidy. Era Enoch, claro, y estaba contento.
Yo también estaba contento.
Cogí lentamente las llaves del bolsillo de Mr. Cassidy. Abrí la celda y fui otra vez libre. No hacía
ninguna falta que yo me quedara allí, ahora que Mr. Cassidy estaba muerto. Y tampoco
Enoch quería quedarse allí. Lo llamé:
-¡Aquí, Enoch!
Vi una especie de luz blanca surgir del gran agujero rojo en el que había comido. Luego sentí el
blando, frío, ligero peso posarse otra vez sobre mi cabeza: ¡Enoch había vuelto a casa!
Atravesé los pasillos y abrí la puerta de la prisión. Sentí los pasitos de Enoch arriba y abajo sobre
mi cráneo, sobre mi cerebro. Caminamos juntos en la noche. La luna brillaba. Todo era silencio.
Sólo oía el parloteo y las ahogadas risitas de Enoch junto a mi oído.
CUADERNO HALLADO EN UNA CASA DESHABITADA.
Ante todo, quiero afirmar que yo no he hecho nunca nada malo. A nadie. No tienen ningún derecho
a encerrarme aquí, sean quienes fueren. Y no tienen ningún motivo para hacer lo que presiento que
van a hacer. Creo que no tardarán en entrar, porque hace ya mucho tiempo que se han marchado.
Supongo que estarán excavando en el pozo viejo. He oído que buscan una entrada. No una entrada
normal, por supuesto, sino algo distinto.
Tengo una idea concreta de lo que pretenden, y estoy asustado. Esos sueños sobre el ser negro que
era como un árbol, que andaba por los bosques y echaba raíces en un determinado lugar para

ponerse a rezar con todas aquellas bocas... a rezar a ese viejo dios de debajo del suelo. No sé de
dónde saqué la idea de cómo rezaba: pegando sus bocas al suelo. Tal vez porque vi el limo verde.
¿O es que lo presencié en realidad? Nunca volví a aquel lugar a mirar. Tal vez no eran más que
figuraciones mías, la historia de los druidas y ellos y la voz que decía «shoggoth» y todo lo demás.
Pero entonces, ¿dónde estaban Primo Osborne y Tío Fred? ¿Y qué asustó al caballo para venir de
esa manera y morirse al día siguiente?
Los pensamientos me seguían dando vueltas y más vueltas en la cabeza, cada uno expulsando al
otro, pero todo lo que sabía era que no estaríamos aquí la noche del 31 de octubre, víspera de Todos
los Santos. Porque la noche del 31 de octubre caía en jueves, y Cap Pritchett vendría y podríamos
irnos al pueblo con él. La noche antes hice que Tía Lucy recogiera unas cuantas cosas y lo dejamos
todo preparado, y entonces me eché a dormir. No hubo ruidos, y por primera vez me sentí un poco
mejor. Sólo que volvieron los sueños. Soñé que un puñado de hombres venían en la noche y
entraban por la ventana de la habitación donde dormía Tía Lucy y la cogían. La ataban y se la
llevaban en silencio, a oscuras, porque tenían ojos de gato y no necesitaban luz para ver. El sueño
me asustó tanto que me desperté cuando ya despuntaba el día. Bajé corriendo a buscar a Tía Lucy.
Había desaparecido. La ventana estaba abierta de par en par, como en mi sueño, y había algunas
mantas desgarradas. El suelo estaba duro, fuera de la ventana, y no vi huellas de pies ni nada. Pero
había desaparecido. Creo que grité entonces. Es difícil recordar lo que hice a continuación. No quise
desayunar. Salí gritando «Tía Lucy» sin esperar ninguna respuesta. Fui al granero y encontré la
puerta abierta, y que las vacas habían desaparecido. Vi una huella o dos que se dirigían al camino,
pero no me pareció prudente seguirlas.
Poco después fui al pozo y entonces grité otra vez, porque el agua estaba verdosa de limo en el
nuevo, igual que el agua del viejo. Cuando vi aquello supe que estaba en lo cierto. Debieron de
venir ellos por la noche y ya no trataron de ocultar sus fechorías. Porque estaban seguros de las
cosas. Esta era la noche del 31 de octubre, víspera de Todos los Santos. Tenía que marcharme de
aquí. Si ellos vigilaban y esperaban, y no podía confiar en que Cap Pritchett apareciese esta tarde.
Tenía que intentar bajar al camino, así que era mejor que me fuera ahora, por la mañana, mientras
había luz para llegar al pueblo. Con que me puse a revolver y encontré un poco de dinero en el
cajón de la mesa de Tío Fred y la carta de Primo Osborne, con el remite de Kingsport, desde donde
escribió. Ahí es adonde yo habría ido después de contar a la gente lo sucedido. Debo tener familia
allí. Me preguntaba si me creerían en el pueblo cuando les contara la forma en que Tío Fred había
desaparecido, y Tía Lucy, y el robo del ganado para un sacrificio y lo del limo verde en el pozo
donde algún animal se había parado a beber. Me preguntaba si se enterarían de los tambores, y las
fogatas que habría en los montes esta noche y si formarían una partida y vendrían esta noche para
tratar de cogerlos a todos ellos y a lo que se proponían hacer salir de la tierra. Me preguntaba si
sabrían qué era un «shoggoth».
Bueno, tanto si iban a venir como si no, yo no iba a quedarme a averiguarlo Así que hice mi
pequeña maleta y me dispuse a marcharme. Debía ser alrededor de mediodía y todo estaba
tranquilo. Fui a la puerta y salí sin molestarme en cerrarla con llave después. ¿Para qué, si no había
nadie en muchos kilómetros a la redonda? Entonces oí el ruido abajo en el camino. Era ruido de
pasos. Alguien benía por el camino, exactamente por la curva. Me quedé quieto un minuto,
esperando a ber, esperando para echar a correr. Entonces apareció.
Era alto y delgado, y se parecía un poco a Tío Fred, sólo que mucho más joven y sin barba, y vestía
una especie de traje elegante como de ciudad y un sombrero de copa. Sonrió al verme y vino hacia
mí como si me conociera.
-Hola, Willie -dijo.

Yo no dije nada, estaba muy confundido.
-¿No me conoces ? -dijo-. Soy Primo Osborne. Tu primo Frank -me tendió la mano para
estrecharme-. Pero supongo que no te acuerdas de mí, ¿verdad? La última vez que te vi eras sólo un
bebé.
-Pero yo creía que tenías que venir la semana pasada -dije-. Te esperábamos el 25.
-¿No recibisteis mi telegrama? -preguntó-. Tuve que hacer.
Negué con la cabeza.
-Nosotros no recibimos nada, aparte del correo que nos traen los jueves. A lo mejor está en la
estación.
Primo Osborne hizo una mueca.
-Estáis bastante lejos del bullicio, desde luego. Este mediodía no había nadie en la estación. He
esperado a Fred para que me recogiera en su calesa, así no me habría dado la caminata, pero no he
tenido suerte.
-¿Has venido a pie todo el trayecto? -pregunté.
-Desde luego.
-¿Y has venido en tren?
Primo Osborne asintió.
-Entonces, ¿dónde está tu maleta?
-La he dejado en el apeadero -me dijo-. Está demasiado lejos para traerla en la mano. Pensé que
Fred me puede llevar en su calesa para recogerla -notó mi equipaje por primera vez-. Pero, un
momento, ¿adónde vas con esa maletita, hijo?
Bueno, no me quedaba otro remedio que contarle todo lo que había sucedido. Así que le dije que
fuéramos a la casa a sentarnos, y se lo explicaría. Volvimos y él preparó un poco de café y yo hice
un par de bocadillos y comimos, y entonces le conté que Tío Fred había ido al apeadero y no había
vuelto, y lo del caballo, y lo que le ocurrió luego a Tía Lucy. Me callé lo que me pasó a mí en el
bosque, naturalmente, y ni siquiera le insinué lo de ellos. Pero le dije que estaba asustado y que me
disponía a irme hoy mismo antes de que oscureciese. Primo Osborne me escuchaba, asentía y no
decía nada ni me interrumpía.
-Así que por eso, tenemos que irnos de aquí.
Primo Osborne se levantó.
-Puede que tengas razón, Willie -dijo-. Pero no dejes correr demasiado la imaginación, hijo. Trata
de separar los hechos de las fantasías. Tus tíos han desaparecido. Eso es un hecho. Pero esa otra
tontería sobre unos seres de los bosques que vienen por ti... eso es fantasía. Me recuerda todas
aquellas estupideces que contaban en casa, en Arkham. Y por alguna razón, me lo recuerdan más en
este tiempo, ya que es 31 de octubre. Porque, cuando me marché...
-Perdona, Primo Osborne -dije-. Pero ¿no vives en Kingsport?
-Pues claro -me contestó-. Pero antes vivía en Arkham, y conozco a la gente de por aquí. No me
extraña que te asusten los bosques y que imagines cosas. De hecho, admiro tu valentía. Para tus
doce años, te has portado con mucha sensatez.
-Entonces pongámonos en camino -dije-. Son casi las dos, y lo más prudente es que nos vayamos si
queremos llegar al pueblo antes de la puesta del sol.
-Aún no, hijo -dijo Primo Osborne-. No me iré tranquilo sin echar antes una ojeada y ver qué
podemos averiguar sobre este misterio. Al fin y al cabo, debes comprender que no podemos
marcharnos al pueblo y contarle al sheriff cualquier disparate sobre extrañas criaturas de los
bosques que vinieron y se llevaron a tus tíos. La gente sensata no cree en esas cosas. Podrían pensar
que estoy mintiendo y se reirían de mí. Podrían creer que has tenido algo que ver con... bueno, con
la desaparición de tus tíos.
-Por favor -dije-. Vámonos ahora mismo.
Negó con la cabeza. No dije nada más. Podía haberle dicho un montón de cosas, lo que había

soñado y oído y visto y lo que sabía... pero pensé que no serviría de nada. Además, había cosas que
yo no quería decirle ahora que había hablado con él. Me sentía asustado otra vez. Primero dijo que
era de Arkham y luego, cuando le pregunté me dijo que era de Kingsport pero a mí me sonaba a
mentira. Luego dijo algo sobre que yo tenía miedo en los bosques, pero ¿cómo podía saber eso él?
Yo no le había contado ese detalle. Si queréis saber qué es lo que yo pensaba de verdad, pensaba
que tal bez no era Primo Osborne. Y si no era él, entonces ¿quién era?
Me puse de pie y me dirigí al vestíbulo.
-¿Adónde vas, hijo ? -preguntó.
-Afuera.
-Iré contigo.
Con toda seguridad, me vigilaba. No iba a perderme de vista. Vino a mí y me cogió del brazo
amistosamente... pero yo no podía soltarme. No, se pegó a mi lado. Sabía que yo me proponía echar
a correr. ¿Qué podía hacer? Estaba a solas en la casa del bosque con este hombre, y de cara a la
noche, víspera de Todos los Santos, y ellos aguardando fuera. Salimos, y noté que ya empezaba a
oscurecer, aun en plena tarde. Las nubes habían ocultado el sol, y el viento agitaba los árboles de
forma que alargaban las ramas como si trataran de retenerme. Hacían un ruido susurrante, como si
cuchichearan cosas sobre mí, y él levantó la vista como para mirarlos y escucharlos. A lo mejor
comprendía lo que decían. A lo mejor le estaban dando órdenes. Luego casi me eché a reír, porque
se puso a escuchar algo, y yo lo oí también. Era un golpear en el camino.
-Cap Pritchett -dije-. Es el cartero. Ahora podremos irnos al pueblo en su calesa.
-Deja que hable con él -dijo-. Y sobre tus tíos, no hay por qué alarmarle y no vamos a armar
escándalo, ¿no te parece? Corre adentro.
-Pero, Primo Osborne -dije-. Tenemos que decir la verdad.
-Pues claro que sí, hijo. Pero eso es cosa de mayores. Ahora corre. Ya te llamaré.
Hablaba con mucha amabilidad y hasta sonrió, pero de todos modos me llevó a la fuerza hasta el
porche y me metió en la casa y cerró con un portazo. Me quedé en el vestíbulo a oscuras y pude oír
a Cap Pritchett y llamarle, y que él subía a la calesa y hablaba, y luego oí un murmullo muy bajo.
Miré por una raja de la puerta y los vi. Cap Pritchett le hablaba amistosamente, con humor, y no
pasaba nada. Después, al cabo de un minuto o dos, Cap Pritchett hizo un gesto de despedida y cogió
las riendas, ¡y la calesa se puso en marcha otra vez! Entonces me di cuenta de lo que tenía que
hacer, pasara lo que pasase. Abrí la puerta y eché a correr, con la maletita y todo, sendero abajo, y
luego por el camino, detrás de la calesa. Primo Osborne trató de cogerme cuando pasé por su lado,
pero lo esquivé y grité:
-¡Espéreme, Cap, quiero irme, lléveme al pueblo!
Cap se detuvo y miró hacia atrás, realmente desconcertado.
-¡Willie! -dijo-. Creía que te habías ido. El me ha dicho que te habías marchado con Fred y con
Lucy.
-No le haga caso -dije-. No quería que me fuera. Lléveme al pueblo. Tengo que contarle lo que ha
pasado. Por favor, Cap, tiene que llevarme.
-Claro que sí, Willie. Sube.
Salté arriba. Primo Osborne vino en seguida a la calesa.
-Baja ahora mismo -dijo con astucia-. No puedes marcharte así como así. Te lo prohibo. Estás bajo
mi custodia.
-No le escuche -supliqué-. Lléveme, Cap. ¡Por favor!
-Muy bien -dijo Primo Osborne-. Si insistes en no ser razonable, iremos todos. No puedo consentir
que te vayas solo.
Sonrió a Cap.

-Como ve, el chico está trastornado -dijo-. Espero que no le molesten sus desvaríos. El vivir aquí
como él... bueno, usted me comprende, no es el mismo. Se lo explicaré todo camino del pueblo.
Se encogió de hombros e hizo un gesto como de golpearse la cabeza con los dedos. Luego sonrió
otra vez, y se dispuso a subir y tomar asiento junto a nosotros. Pero Cap no le correspondió.
-No, usted, no -dijo-. Este chico, Willie, es un buen chico. Yo lo conozco. A usted no le conozco.
Parece que ya me ha explicado bastante, señor, al decirme que Willie se había ido.
-Pero sólo quería evitar que hablase; escuche, me han llamado como médico para que atienda al
muchacho... está mentalmente desequilibrado.
-¡Maldita sea! -Cap disparó un escupitajo de jugo de tabaco a los pies de Primo Osborne-. Nos
vamos.
Primo Osborne dejó de sonreír.
-Entonces insisto en que me lleve con usted -dijo y trató de subir a la calesa.
Cap se metió la mano en la chaqueta y cuando la sacó otra vez, tenía una enorme pistola en ella.
-¡Baje! -gritó-. Señor, está hablando con el Correo de los Estados Unidos, y usted no manda en el
Gobierno, ¿entiende? Ahora baje, si no quiere que le esparza los sesos en el camino.
Primo Osborne arrugó el ceño, pero se apartó en seguida de la calesa. Me miró a mí y encogió los
hombros.
-Cometes una gran equivocación, Willie -dijo.
Yo no le miré siquiera. Cap dijo: «Vamos», y salimos al camino. Las ruedas de la calesa rodaron
más y más de prisa, y no tardamos en perder de vista la casa y Cap se guardó la pistola y me palmeó
en el hombro.
-Deja de temblar, Willie -dijo-. Ahora estás a salvo. Nadie te molestará. Dentro de una hora o así
estaremos en el pueblo. Ahora sosiégate y cuéntale al viejo Cap todo lo que ha pasado.
Se lo conté. Tardé mucho tiempo. Corríamos a través de los bosques, y antes de que me diera
cuenta, casi había oscurecido. El sol se deslizó furtivamente detrás de los montes. La oscuridad
empezaba a invadir los bosques a ambos lados del camino, y los árboles empezaban a susurrar,
diciéndoles a las sombras que nos siguiesen. El caballo corría y brincaba y muy pronto oímos otros
ruidos a lo lejos. Podían ser truenos o podían ser otra cosa. Pero lo que era seguro es que se
avecinaba la noche y que era víspera de Todos los Santos. La carretera cruzaba entre los montes
ahora, y no beías adónde te iba a llevar la siguiente curva. Además, oscurecía muy de prisa.
-Sospecho que nos va a caer un chaparrón -dijo Cap, mirando hacia el cielo-. Eso son truenos, creo.
-Tambores -dije yo.
-¿Tambores?
-Por la noche pueden oírse en los montes -dije-. Los he oído todo este mes. Son ellos, se están
preparando para el sabbath.
-¿El sabbath? -Cap me miró-. ¿Dónde has oído hablar del sabbath?
Entonces le conté algo más sobre lo que había ocurrido. Le conté todo lo demás. No dijo nada, y al
poco tiempo no pudo haber contestado tampoco porque los truenos sonaban alrededor nuestro, y la
lluvia azotaba la calesa, la carretera, todo. Ahora había oscurecido completamente, y sólo podíamos
ver cuando surgía algún relámpago. Tenía que gritar para hacerme oír, contarle a voces los seres que
se habían apoderado de Tío Fred y habían venido por Tía Lucy, los que se habían llevado nuestro
ganado y luego enviaron a Primo Osborne por mí. Le conté a gritos también lo que había oído en el
bosque. A la luz de los relámpagos pude ber la cara de Cap. Sonreía o arrugaba el ceño... parecía
que me creía. Y noté que había sacado otra vez la pistola y que sostenía las riendas con una mano a
pesar de que corríamos muy de prisa. El caballo estaba tan asustado que no necesitaba que lo

fustigaran para mantenerse al galope. La vieja calesa saltaba y daba bandazos y la lluvia silbaba en
el viento y era todo como un sueño espantoso, pero real. Era real cuando le conté a gritos a Cap
Pritchett lo que oí aquella vez en el bosque.
-Shoggoth -grité-. ¿Qué es un shoggoth?
Cap me cogió el brazo, y luego surgió un relámpago y pude ver su cara con la boca abierta. Pero no
me miraba a mí. Miraba el camino y lo que teníamos delante. Los árboles se habían como juntado
cubriendo la siguiente curva, y en la oscuridad parecía como si estuviesen vivos... se movían y se
inclinaban y se retorcían para cerrarnos el paso. Surgió un relámpago y pude verlos con claridad, y
también algo más. Era algo negro que estaba en el camino, algo que no era árbol. Algo negro y
enorme, agachado, esperando con unos brazos como cuerdas extendiéndose y contorsionándose.
-¡Shoggoth! -gritó Cap. Pero yo apenas le oí porque los truenos retumbaban ahora y el caballo soltó
un relincho y sentí un tirón de la calesa hacia un lado y el caballo se encabritó y casi caímos sobre
aquello negro. Pude notar un olor espantoso, y Cap apuntó con la pistola y soltó un disparo casi tan
fuerte como el trueno y casi tan ruidoso como el estampido que se produjo cuando herimos a
aquella negra monstruosidad.
Entonces sucedió todo en un momento. El trueno, la caída del caballo, el tiro, y nuestro choque al
pasar la calesa por encima. Cap debía llevar las riendas atadas alrededor de su brazo, porque cuando
cayó el caballo y se volcó la calesa salió de cabeza por encima del guardafango y fue a parar sobre
la agitada confusión que era el caballo... y la monstruosidad negra que lo había atrapado. Yo sentía
que salía despedido hacia la oscuridad, y luego que aterrizaba en el barro y la grava del camino.
Hubo truenos y gritos y otro ruido que yo había oído antes una vez, en los bosques... un zumbido
como de una voz. Por eso no miré hacia atrás. Por eso ni se me ocurrió pensar en el daño que me
había hecho al caer... me puse de pie y eché a correr por la carretera lo más de prisa que podía, en
medio de la tormenta y la oscuridad, mientras los árboles se contorsionaban y retorcían y agitaban
sus cabezas y me apuntaban con sus ramas y se reían. Por encima de los truenos oí el relincho del
caballo y oí el alarido de Cap, también, pero no me volví a mirar. Los relámpagos se sucedían a
intervalos, y yo corría entre los árboles ahora porque el camino no era más que un cenagal que me
sujetaba y me sorbía las piernas. Al cabo de un rato comencé a gritar yo también, pero no podía ni
oírme yo mismo debido a los truenos. Y más que truenos. Oía tambores.
De repente, salí del bosque y llegué a los montes. Corrí hacia arriba y el rumor de los tambores se
hizo más fuerte, y no tardé en ver un poco medianamente, aunque no ya por los relámpagos. Porque
había fogatas encendidas en el monte; y el percutir de los tambores venía de allí. Me extravié en el
ruido; el viento gemía y los árboles se reían y los tambores palpitaban. Pero me detuve a tiempo.
Me detuve cuando vi con claridad las fogatas; eran unos fuegos rojos y verdes que ardían aun con
toda la lluvia. Vi una gran piedra blanca en el centro de un claro que había en lo alto de una colina.
Había fuegos rojos y verdes detrás y a su alrededor, de modo que todo se recortaba contra las
llamas. Había hombres junto al altar, hombres de largas barbas grises y rostros arrugados, hombres
que echaban al fuego unos polvos que olían espantosamente mal y hacían las llamas rojas y verdes.
Y tenían cuchillos en las manos, y podía oírles aullar por encima de la tormenta. De espaldas,
acuclillados en el suelo, había más hombres que hacían sonar los tambores. Poco después llegó algo
más a la loma: dos hombres conduciendo ganado. Podría asegurar que eran nuestras vacas lo que
conducían y las llevaron derecho al altar y luego los hombres de los cuchillos las degollaron como
sacrificio.
Todo esto lo pude ver por los relámpagos y las llamas de las hogueras, y yo me agazapé en el suelo
de modo que no me pudieran descubrir. Pero en seguida dejé de ver bien, debido a la forma de echar
polvos en el fuego. Se levantó un humo muy espeso. Cuando este humo se lebantó los hombres

empezaron a cantar y a rezar más alto. Yo no podía oír las palabras, pero sonaba como lo que
escuché en los bosques la otra vez. No podía ver muy bien, pero sabía lo que iba a pasar. Dos
hombres que habían conducido el ganado bajaron por el otro lado de la loma y cuando volvieron a
subir traían nuevas víctimas para el sacrificio. El humo no me dejaba ver bien, pero las víctimas
tenían dos piernas, no cuatro patas. Tal vez hubiera podido ver mejor en ese momento, pero me tapé
la cara cuando las arrastraron ante el altar blanco y lebantaron los cuchillos y el fuego y el humo se
avivaron de pronto y los tambores resonaron y cantaron todos y llamaron en voz muy alta a alguien
que aguardaba en el otro lado de la loma. El suelo empezó a estremecerse. Creció la tormenta y
redoblaron los relámpagos y los truenos y el fuego y el humo y los cánticos y yo estaba medio
muerto de miedo, pero una cosa podría jurar: que el suelo empezó a estremecerse. Se sacudió y
tembló, y ellos llamaron a alguien y ese alguien acudió como al cabo de un minuto.
Acudió arrastrándose cuesta arriba hasta el altar y el sacrificio, y era negro como aquella
monstruosidad de mis sueños, como aquella cosa negra con cuerdas y en forma de árbol y con una
gelatina verdosa de los bosques. Y subió con sus pezuñas y bocas y brazos serpeantes. Y los
hombres se inclinaron y retrocedieron y entonces aquello se acercó al altar donde había algo que se
retorcía encima, que se retorcía y chillaba. La monstruosidad negra se inclinó sobre el altar y
entonces oí un zumbido por encima de los gritos al agacharse. Sólo miré un minuto, pero en este
tiempo la negra monstruosidad empezó a inflarse y a crecer. Eso pudo conmigo. Perdí todo sentido
de la prudencia. Tenía que correr. Me lebanté y corrí y corrí y corrí, gritando a voz en cuello sin
importarme que me oyeran.
Seguí corriendo y gritando en medio de los bosques y la tormenta y huyendo de aquella loma y
aquel altar y entonces de repente supe dónde estaba y que había vuelto aquí a la casa de mis tíos. Sí,
eso es lo que había hecho: correr en círculo y regresar. Pero ya no podía continuar, no podía seguir
soportando la noche y la tormenta. Así que corrí adentro. Al principio, después de cerrar la puerta
me dejé caer en el suelo, cansado de tanto correr y gritar. Pero al cabo de un rato me levanté y
busqué clavos y un martillo y unas tablas de Tío Fred que no estuvieran hechas astillas. Primero
clavé la puerta y luego todas las ventanas. Hasta la última. Creo que estuve trabajando varias horas.
Al terminar, la tormenta se había disipado y todo quedó tranquilo. Lo bastante tranquilo como para
poderme echar en la cama y quedarme dormido. Me he despertado hace un par de horas. Era de día.
He podido ver la luz a través de las rajas. Por la forma de entrar el sol, he comprendido que ya es
por la tarde. He dormido toda la mañana y no ha venido nadie.
Calculaba que tal vez podía abrir y marcharme a pie al pueblo como había planeado ayer. Pero
calculaba mal. Antes de ponerme a quitar los clavos, le he oído. Era Primo Osborne, naturalmente.
El hombre que dijo que era Primo Osborne quiero decir. Ha entrado en el cercado gritando.
«¡Willie!» Pero yo no he contestado. Luego ha intentado abrir la puerta y después las ventanas. Le
he oído golpear y maldecir. Eso ha estado mal. Pero entonces se ha puesto a murmurar, y eso ha
sido peor. Porque significaba que no estaba solo. He echado una ojeada por una raja, pero se habían
ido a la parte de atrás de la casa, así que no he visto quiénes estaban con él. Creo que da lo mismo,
porque si estoy en lo cierto, es mejor no berlos.
Ya es bastante desagradable oírlos. Oír ese ronco croar, y luego oírle a él hablar y después croar otra
vez. El olor es un olor espantoso, como el limo verde de los bosques y del pozo. El pozo... han ido
al pozo de atrás. Y he oído a Primo Osborne decir algo así como: «Esperad hasta que oscurezca.
Podemos utilizar el pozo si encontráis la entrada. Buscad la entrada.»
Ahora ya sé lo que significa. El pozo debe de ser una especie de entrada al lugar que tienen bajo
tierra, que es donde esos druidas viven. Y esa monstruosidad negra. He estado escribiendo de un
tirón y ya la tarde se va yendo. Miro por las rajas y veo que está oscureciendo otra vez. Ahora es
cuando vendrán por mí; cuando oscurezca.

Romperán la puertas y las ventanas y entrarán y me cogerán. Me bajarán al pozo, me llevarán a los
negros lugares donde están los shoggoths. Debe de haber todo un mundo debajo de los montes, un
mundo donde se ocultan y esperan para salir por más víctimas, por más sacrificios. No quieren que
haya seres humanos por aquí, salvo los que necesitan para los sacrificios.
Yo vi lo que esa monstruosidad negra hizo en el altar. Sé lo que me va a pasar. Tal vez echen de
menos a Primo Osborne en su casa y envíen a alguien a averiguar qué le ha pasado. Puede que las
gentes del pueblo echen de menos a Cap Pritchett y vengan a buscarle. Puede que vengan y me
encuentren. Pero si no vienen pronto, será demasiado tarde.
Por eso he escrito esto. Es verdad lo que digo, con la mano sobre el corazón, cada palabra. Y si
alguien encuentra este cuaderno donde yo lo escondo, que vaya y se asome al pozo. Al pozo viejo,
que está detrás. Que recuerde lo que he dicho de ellos. Que ciegue el pozo y seque las charcas. No
tiene sentido que me busquen... si no estoy aquí. Quisiera no estar tan asustado. No lo estoy tanto
por mí como por otras gentes; los que pueden venir a vivir por aquí, y les pase lo mismo... o peor.
Tenéis que creerme. Id a los bosques, si no. Id a la loma. A la loma donde ellos hicieron los
sacrificios. Puede que ya no estén las manchas y la lluvia haya borrado las huellas. Puede que no
encontréis ningún rastro de fuego. Pero la piedra del altar tiene que estar allí. Y si está, sabréis la
verdad. Debe haber unas manchas redondas y grandes en esa piedra. Manchas de medio metro de
anchas.
No he hablado de ellas. Al final, miré hacia atrás. Vi a la monstruosidad negra aquella que era un
shoggoth. La vi cómo se hinchaba y crecía. Creo que he dicho ya que podía cambiar de forma, y
que se hacía enorme. Pero no podéis ni imaginar el tamaño ni la forma y yo no lo quiero decir. Lo
único que digo es que miréis. Que miréis y veréis lo que se esconde debajo de la tierra en estos
montes, esperando salir para celebrar su festín y matar a alguien más. Esperad. Ya vienen. Se está
haciendo de noche y puedo oír sus pasos. Y otros ruidos. Voces. Y otros ruidos. Están aporreando la
puerta. Y estoy seguro de que deben tener un tronco o tablón para derribarla. Toda la casa se
estremece. Oigo hablar a voces a Primo Osborne, y también ese zumbido. El olor es espantoso. Me
estoy poniendo enfermo, y dentro de un minuto...
Mirad el altar. Luego comprenderéis qué estoy tratando de decir. Mirad las grandes manchas
redondas, de medio metro de anchas, a cada lado. Es donde la enorme monstruosidad negra se
agarró. Mirad las marcas, y sabréis lo que vi, lo que me da miedo, lo que espera para atraparos, a
menos que lo sepultéis para siempre bajo tierra. Marcas negras de medio metro de anchas. Pero no
son manchas. En realidad, son ¡huellas de dedos!
Han derribado la puerta d...
UNA CUESTIÓN DE IDENTIDAD.
Mis miembros eran de plomo. Mi corazón era como un reloj que pulsaba en vez de latir, muy
lentamente. Mis pulmones eran como esponjas de metal, mi cabeza un cuenco de bronce lleno de
lava fundida que se movía como mercurio, atrás y adelante, en ardientes oleadas. Atrás y adelante...
mientras la conciencia y el inconsciente jugaban entremezclados contra un fondo de lento y sordo
dolor. Sentía eso, nada más. Tenía corazón, pulmones, y cuerpo... pero no sentía nada externo; mi
cuerpo no "tocaba" nada. No estaba sentado, ni de pie, andando o tendido, ni haciendo nada que
pudiera sentir. Sólo tenía corazón, pulmones, cuerpo y cabeza en las tinieblas que estaban llenas de
la pulsación de una muda agonía. Esto era yo.
Pero, ¿quién era yo?

Me asaltó la idea: la primera idea real, ya que antes sólo había estado enterado de existir. Me
pregunté cuál sería la naturaleza de mi ser. ¿Quién era yo? Era un hombre. La palabra "hombre"
evocó ciertas asociaciones que lucharon por surgir de entre el dolor, de entre la pulsación del
corazón y la sensación jadeante de los pulmones. Si era un hombre, ¿qué estaba haciendo? ¿Y
dónde estaba yo?
Como respuesta a la idea, mí conocimiento aumentó. Yo poseía un cuerpo, por tanto, tenía manos,
orejas, ojos Debía pues, tratar de sentir, oír y ver. Pero no podía. Mis brazos estaban agarrotados
como masas de hierro inamovibles. Mis oídos sólo captaban el sonido del silencio y la pulsación
que resonaba dentro de mi torturado cuerpo. Mis ojos estaban sellados por el peso plúmbeo de mis
enormes párpados. Comprendí esto y sentí pánico. ¿Qué había sucedido? ¿Qué me pasaba? ¿Por
qué no podía sentir, ver y oír? Había sufrido un accidente y me hallaba tendido en un lecho de
hospital bajo los efectos del éter. Esta era una explicación. Tal vez estuviese tullido: ciego, sordo,
mutilado. Sólo mi alma existía débilmente, como el susurro de las ráfagas de viento por entre las
ruinas de una casa muy antigua.
¿Pero qué accidente? ¿Dónde me hallaba antes del mismo? Claro, debía haber vivido. ¿Cuál debía
ser mi nombre? Me resigné a la oscuridad mientras forcejeaba por aclarar estos enigmas, y la
oscuridad era grata. Mi cuerpo y la oscuridad parecían hallarse igualmente separadas, pero
mezclándose entre sí. Era sosegado... demasiado sosegado para los pensamientos que zumbaban en
mi cerebro. Los pensamientos luchaban y gritaban, y finalmente atronaron mi mente hasta que me
desperté. Sentí la sensación que recordaba vagamente de tener "un pie dormido". Pero ahora esta
sensación se extendía por todo mi cuerpo, de forma que una ligera picazón me dio la sensación,
poco a poco, de tener unos brazos, unas manos, un pecho y unas piernas y pies. Sus líneas fueron
"emergiendo", quedando definidas por aquella picazón. Algo taladró mi espinazo, como si la broca
del dentista la estuviese atravesando. Simultáneamente, tuve conocimiento de que mi corazón era
un tambor congoleño dentro de mi pecho, mis pulmones hinchadas calabazas que se elevaban y
descendían a un ritmo frenético. Me gocé en el dolor, ya que por él sentía. La sensación de
separación desapareció y comprendí que yo, completo, intacto, yacía sobre algo blando. Pero
¿dónde?
Esta fue la pregunta siguiente y de súbito tuve las suficientes energías como para solucionar el
problema. Abrí los ojos. No vieron nada más que la continuación de la negrura que se agitaba tras
mis entornados párpados. Si acaso, una oscuridad más profunda, más mórbida. No podía divisar
nada de mi cuerpo y, sin embargo, tenía los ojos abiertos. ¿Estaba ciego? Mis oídos no captaban
otro sonido que el de la misteriosa inspiración de mis pulmones. Mis manos se movieron tan
lentamente en mis costados, rozando una tela, que me dijeron que mis miembros estaban arropados,
pero no abrigados. Unos centímetros... Mis manos tropezaron con superficies sólidas, seguras, a
cada lado. Alcé las manos hacia arriba, impulsado por el temor. Veinte centímetros y otra sólida
superficie de madera. Extendí los pies y a través de las puntas de los zapatos toqué madera. Abrí la
boca y surgió un sonido. Fue sólo un estertor, aunque yo había querido gritar. Por entre mis ideas
giraba vertiginosamente un nombre..., un nombre que se abrió paso a través de la bruma y se elevó
como un símbolo de mi irrazonable miedo. Yo sabía un nombre y quise proclamarlo.
"Edgar Alan Poe".
Entonces, mi ronca voz susurró lo que yo temía estaba en relación con este nombre:
-¡El entierro prematuro! -susurré-. Poe lo escribió. ¡Yo soy... un ser vivo!
Estaba en un ataúd de madera, con el aire viciado de mi propia corrupción penetrando en mis
pulmones, quemándolos, a través de mi olfato. Me hallaba en un ataúd, enterrado en la tierra y, sin

embargo, estaba vivo. Entonces hallé fuerzas. Mis manos comenzaron a arañar y empujar
frenéticamente la superficie que tenía sobre mi cabeza. Logré aferrar los costados de mi prisión y
empujé con todas mis fuerzas, en tanto mis pies golpeaban el extremo inferior de la caja. Pegué
puntapiés, vigorosos puntapiés. Una nueva fuerza, la fuerza de los locos, penetró en mi sangre. Con
salvaje frenesí, en una agonía nacida del hecho de no poder gritar y darle expresión, golpeé con
ambos pies el extremo del ataúd, y por fin sentí cómo cedía la madera, astillándose. Los lados
también crujieron, mis ensangrentados dedos se aferraron a la tierra y rodé sobre mi mismo,
escarbando la húmeda y blanda tierra. Seguí escarbando hacia arriba, en una especie de
desesperación y anhelo incontenibles mientras trabajaba. Sólo el instinto combatía el insano horror
que se había apoderado de mi ser y lo transformaba en la actividad que sólo podía salvarme.
Debieron enterrarme apresuradamente, ya que había poca tierra sobre mi tumba. Medio asfixiado y
sofocado, me abrí camino hacia arriba después de interminables siglos de delirio, durante los cuales
el polvo de mi sepultura me cubrió, en tanto yo me escurría como un gusano hacía la superficie. Mis
manos lograron por fin formar una cavidad. Ascendí vigorosamente y salí al exterior. Me arrastré a
la luz de la luna que inundaba un mundo compuesto de hongos de mármol, que surgían
abundantemente de los montones de hierba que me rodeaban. Algunas de las fantásticas losas tenían
forma de cruz, otras lucían cabezas o grandes bocas como urnas. Eran las lápidas de las sepulturas,
naturalmente, pero sólo las veía como hongos, gordos, bajos, de una palidez mortal, que extendían
sus raíces bajo tierra para buscar su alimento. Me quedé tendido, mirándolo todo, así como el pozo
por el que acababa de pasar de la muerte a la vida nuevamente.
No podía, no quería pensar. Las palabras "Edgar Allan Poe" y Entierro prematuro, habían asaltado
imprevistamente mi cerebro y ahora, por un desconocido motivo, empecé a susurrar con una voz
ronca, rasposa, que por fin sonó más clara:
-¡Lázaro, Lázaro, Lázaro...!
Gradualmente, mi jadeo cesó y logré aspirar grandes bocanadas de aire fresco que cantó al hundirse
en mis agotados pulmones. Volví a contemplar la sepultura..., mi sepultura. No tenía lápida. Era una
tumba miserable, en un sector miserable del cementerio. Probablemente un Campo de Alfarero.
Estaba cerca de los límites de la necrópolis, y la maleza asediaba aquellas míseras tumbas. No había
lápidas, lo cual me recordó mi pregunta. ¿Quién era yo?
Era un problema único. Antes de morir yo había sido alguien, pero ¿quién? Seguramente se trataba
de un nuevo caso de amnesia. El retorno a una nueva vida en el verdadero sentido de la frase.
¿Quién era yo? Era gracioso que pudiese recordar palabras como "amnesia" y, sin embargo, no
pudiese asociarlas con algo personal de mi pasado. Mi mente estaba completamente en blanco. ¿Era
el resultado de la muerte? ¿Era algo permanente o mi mente despertaría al cabo de unas horas, lo
mismo que había sucedido con mi cuerpo? De lo contrario, me vería en un terrible apuro... Ignoraba
mi nombre, mi estado, lo que había sido. A través de mi cerebro pasaron alocadamente los nombres
de diversas ciudades: Chicago, Milwaukee, Los Angeles, Washington, Bombay, Shangai, Cleveland,
Chichen Itzá, Pernambuco, Angkor Wat, Roma, Omks, Cartago... No pude asociar ni una sola
conmigo, ni explicar cómo conocía tales nombres. Recordé calles: Mariposa Boulevard y Michigan
Avenue, Broadway, Center Street, Park Lane y Champs Elisées. Nada significaban para mí. Pensé
nombres propios: Felix Kennaston, Ben Blue, Ralph Waldo Emerson, Studs Lonigan, Arthur
Gordon Pym, James Gordon Bennet, Samuel Butler, Igor Stravinsky... y no forjaron ninguna
imagen en mi cerebro. Podía ver todas las calles, visualizar a toda la gente, imaginarme todas las
ciudades, pero no podía asociarme con ninguno de tales nombres.
Comedia, tragedia, drama: era una triste escena para ser interpretada en un cementerio a la caída de
la noche. Me había escurrido de una tumba sin lápida, y lo único que sabía era que yo era un
hombre. Pero ¿quién? Mis ojos se pasearon por mi persona, tendida en la hierba. Bajo el barro y el

polvo distinguí un traje oscuro, desgarrado en varios lugares, y descolorido. Cubría el cuerpo de un
hombre de alta estatura; un cuerpo delgado, poco musculado y un pecho aplastado. Mis manos, al
recorrer mi persona, eran largas y extrañamente delgadas; no eran manos de campesino. No pude
saber nada de mi cara, aunque pasé mis manos por todas sus facciones. De una cosa estaba seguro:
fuese cual fuese la causa de mi aparente muerte, yo no estaba físicamente mutilado. La fuerza me
impulsó a levantarme. Me puse de pie y me tambaleé sobre la hierba. Durante unos minutos sentí la
ebria sensación de flotar, pero gradualmente el terreno se tomó sólido bajo mis pies, y trabé
conocimiento con la frialdad de la noche y del viento que azotaba mi frente, al tiempo que
escuchaba con indecible gozo el chirrido de los grillos en un próximo lodazal. Di una vuelta por las
tumbas, contemplé el encapotado cielo y sentí caer el rocío y la humedad.
Pero mi cerebro estaba solo, separado, luchando con los invisibles demonios de la duda. ¿Quién era
yo? ¿Qué iba a hacer? No podía vagar por las calles en mi desordenado estado físico. Si me
presentaba a las autoridades me encerrarían por loco. Además, no quería ver a nadie. De pronto
comprendí esto. No quería ver luces ni gente. Yo era... diferente.
"Tenía en mi la sensación de la muerte". ¿Estaría aún...?
Incapaz de soportar esta idea, busqué pistas frenéticamente. Traté por todos los medios de despertar
mi dormida memoria. Caminando incansablemente durante la noche, combatiendo el caos y la
confusión, batallando contra las nubes tenebrosas que rodeaban mi cerebro, anduve arriba y abajo
por los más apartados rincones del cementerio. Exhausto, miré el iluminado cielo. Y entonces mis
ideas se alejaron, y también mi confusión. Sólo estaba seguro de una cosa, de la necesidad de
descansar, de tener paz, olvido. "¿Era un deseo de muerte? ¿Había salido de la tumba sólo para
volver a ella?"
No lo supe ni me importaba. Movido por un impulso tan inexplicable com6 arrollador, me arrastré
hacia las ruinas de mi sepultura, entré, envolviéndome en las tinieblas como un agradecido gusano,
y la tierra me cayó encima. Había suflciente aire para permitirme respirar mientras estuviese
tendido en mi ataúd. Mi cabeza cayó hacia atrás y me instalé en mi ataúd para dormir...
Los rumores y ruidos de mis sueños murieron sin poder recordarlos. Se alejaron de mis sueños y
volví a la realidad hasta que me incorporé y empecé a empujar la tierra que me oprimía. ¡Estaba en
la tumba! Otra vez el terror. Había albergado la esperanza de que todo fuese un sueño, y que el
despertar me traería a la bella realidad. Pero estaba en la tumba, y la tormenta reinaba en lo alto. Me
arrastré al exterior. Todavía era de noche, o más bien, el instinto me hizo comprender que volvía a
ser de noche. Debí dormir todo el día. Esta tormenta mantenía a la gente lejos del cementerio y por
esto no habían podido darse cuenta del estado de mi tumba. Me icé a la superficie y la lluvia me
azotó desde el cielo con inusitada furia. Y sin embargo me sentí feliz; feliz por la vida que ya
conocía. Bebí la lluvia; el trueno me maravilló como si fuese una sinfonía. Me admiró la
esmeraldina belleza del relámpago. ¡Yo estaba vivo!
A mi alrededor, los cadáveres corrompidos y putrefactos no podían, a pesar del furor desencadenado
de todos los elementos, alimentar una chispa de existencia o de memoria. Mis pobres pensamientos,
mi pobre vida, eran infinitamente preciosos en comparación con aquellos desdichados. Yo había
engañado a los gusanos y las larvas. ¡Que aullara la tormenta! Yo aullaría con ella, compartiendo
aquella cósmica majestad. Vitalizado en el verdadero sentido de la palabra, eché a andar. La lluvia
se llevaba las manchas de mis ropas y mi cuerpo. Singularmente, no sentía frío ni la humedad que
me rodeaba. Estaba enterado de todo ello, pero no penetraban en mi cuerpo. Por primera vez
comprendí otra cosa extraña: no estaba hambriento ni tenía sed. Al menos, no parecía tenerlos.
¿Habría muerto mi apetito con mi memoria? Reflexioné. Memoria..., el problema de la identidad
todavía me apremiaba. Seguí andando, impulsado por la tormenta. Aún meditando, los pies me

condujeron más allá de los confines del cementerio. La galerna parecía guiar mis pasos por la acera
de una calle desierta. Anduve, casi sin darme cuenta.
¿Quién era yo? ¿Cómo había fallecido? ¿Cómo podía revivir? Anduve bajo la lluvia, por la oscura
calle, solo en el mojado terciopelo de la noche. ¿Quién era yo? ¿Cómo había fallecido? ¿Cómo
podía revivir?
Atravesé una calle, penetré en otra más estrecha, aún empujado por el viento y la risotada de los
truenos que se burlaban de mi asombro. ¿Quién era...? Lo sabia. Mi nombre... la calle me lo dijo.
Summit Street. ¿Qulén vivía en Summit Street? Arthur Derwin, de Summit Street. Yo era Arthur
Derwin. Era... algo que no podía recordar. Había vivido muchos años y, sin embargo, sólo
conseguía recordar mi nombre. ¿Cómo había muerto?
Había acudido a una sesión espiritista; se apagaron las luces y la señora Price invocó a alguien. Dijo
algo sobre las influencias del mal y las luces se encendieron.
Pero no se encendieron.
Y debían de haberse encendido.
Sí, estaban encendidas, pero no para mí.
Yo había muerto. Muerto en la oscuridad de la sesión. ¿Qué me mató? ¿Tal vez el espanto? ¿Qué
sucedió después? La señora Price había callado. Yo vivía solo en la ciudad; me habían enterrado
apresuradamente en una tumba de pobre.
-Un ataque al corazón -sentenció el coroner. Nada más.
Esto fue todo. Y, sin embargo, yo era Arthur Derwin, y seguramente a alguien le habría importado
mi muerte. "Bramin Street", anunció la enseña de la calle a la luz del relámpago. Bramin Street... A
alguien le habría importado: a Viola. Viola era mi prometida. Habla amado a Arthur Derwin. ¿Cuál
era su apellido? ¿Dónde la conocí? ¿Cómo era?
"Bramin Street".
Otra vez la enseña. Inconscientemente, mis pies continuaron su camino. Estaba recorriendo Bramin
Street sin pensar en la tormenta. Bien. Dejé que mis pies me guiasen. No quería pensar. Mis pies me
conducirían, por costumbre, a casa de Viola... Allí sabría... Bien, no debía pensar. Sólo andar en
medio de la tormenta. Anduve, con los ojos cerrados ante las tinieblas que azotaba el trueno. Me
alejaba de la muerte y ahora tenía hambre. Tenía hambre y sed en la noche, hambre de ver a Viola y
sed de sus labios. Por ella regresaba de la muerte..., ¿o era esto demasiado poético?
Salí de la tumba y volví a dormir en ella y de nuevo me levanté y sondeé el mundo sin memoria.
Era algo grotesco, fúnebre, macabro. Yo fallecí en la sesión. Mis pies iban chapoteando en la calle
inundada por la lluvia. No sentía frio ni la humedad. Por dentro estaba ardiendo, ardiendo con el
recuerdo de Viola, de sus labios, de su cabello. Era rubia. Tenía una cabellera como la luz del sol,
ojos azules y tan profundos como el mar, y una tez con la blancura de los flancos de un unicornio.
Recordé habérselo dicho mientras la tenía entre mis brazos. Sabía que su boca era como una
hendidura escarlata que producía el éxtasis. Ella era el hambre que yo sentía, ella el ardíente deseo
que me conducía a su puerta a través de las nieblas de mi memoria. Jadeaba, pero sin saberlo.
Dentro de mí giraba como una rueda que había sido antaño mi cerebro y ahora era sólo un volante
verde que giraba dejándome ver imágenes caleidoscópicas de Viola, de la tumba, de una sesión de
espiritismo, de presencias perversas y de una muerte inexplicable. Viola estaba interesada en el
misticismo. Fuimos juntos a la sesión. La señora Price era una médium famosa. Yo me morí en la
sesión y me desperté en la tumba. Y ahora regresaba para ver a Viola. Regresaba para averiguar algo
de mí mismo. Ahora sabía quién era yo y cómo había muerto. ¿Pero cómo revivía?

"Cómo revivía". "Bramin Street». Mis pies chapoteaban.
Luego, el instinto me condujo hacia el porche. Fue el instinto el que hizo que mi mano se dirigiese
al familiar picaporte sin llamar, y el instinto quien me hizo cruzar el umbral. Me quedé en el pasillo,
un pasillo desierto. Había un espejo y por primera vez iba a poder verme. Tal vez me asombraría mi
completo reconocimiento, mi completo recuerdo. Me contemplé, pero el espejo se tornó borroso
ante mi mirada. Me sentí debilitado, mareado. Pero esto se debía al hambre que me atenazaba, el
hambre que me consumía. Era tarde. Viola nn estaría abajo, sino arriba, en su dormitorio. Subí la
escalera, goteando a cada paso y andando silenciosamente, apartándome de los diminutos charcos
de agua que mis ropas iban dejando. De repente me abandonó la debilidad y volví a sentirme
vigoroso. Tuve la sensación de estar ascendiendo por la escalinata del Destino. Como si al llegar a
lo alto fuese a conocer la verdad de mi futuro.
Algo me había traído desde la tumba a casa de Viola. Algo se movía detrás de esta misteriosa
resurrección. La respuesta estaba arriba. Llegué a lo alto y me interné por el oscuro y familiar
pasillo. La puerta del dormitorio se abrió a la presión de mi mano. Junto a la cama ardía una vela,
nada más. Entonces divisé a Viola tendida en su lecho. Dormía, como una encarnada belleza.
Dormía. Era muy joven y adorable en aquel momento. Me apiadé de ella, por lo que sabría al
despertar. Llamé suavemente:
-Viola...
Repetí el nombre suavemente, mientras mi cerebro daba vueltas a la última de mis tres acuciantes
preguntas.
"¿Cómo revives?", preguntaba mi cerebro.
-¡Viola! -gritó mi voz.
Abrió los ojos y la vida los inundó. Me vio.
-¡Arthur...! -jadeó-. ¡Estás muerto!
Por fin chilló.
-Sí -dije en voz baja.
¿Por qué contesté "sí"?
"¿Cómo revives?", volvió a insistir mi cerebro.
La joven se incorporó, temblando.
-¡Estás muerto! ¡Eres un fantasma! Nosotros te enterramos. La señora Price tenía miedo. Falleciste
en la sesión. ¡Vete, Arthur, vete...! ¡Estás muerto!
Gimió una y otra vez. Miré su beldad y sentí hambre. Mil recuerdos de la última noche me asaltaron
de golpe. La sesión, y la señora Price invocando a los espíritus del mal; la frialdad que se apoderó
de mi en la oscuridad y mi súbito hundimiento en el olvido. Después mi despertar y mi búsqueda en
pos de Viola para que apaciguase mi hambre. No de comida. No de bebida. No de amor. Un nuevo
apetito. Un nuevo apetito que sólo conocía de noche. Un nuevo apetito que me hacía evitar a los
hombres y olvidarme de mí mismo. Un nuevo apetito que odiaba los espejos.
Apetito... de Viola.
Avancé hacia ella lentamente, y mis mojadas prendas susurraron cuando extendí mis brazos
tranquilizadoramente y la cogí entre mis brazos. Por un instante lo sentí por ella, pero el apetito se
presentó más agudo e incliné la cabeza. La última pregunta volvió a cruzar fugazmente por mí
cerebro.
"¿Cómo revives?"

La sesión, la amenaza de los malos espíritus, contestaron a esta pregunta. La contesté yo mismo.
Ya sabía por qué me había levantado de la tumba, quién y qué era, cuando cogí en brazos a Viola.
Sí, la cogí entre mis brazos y clavé mis colmillos en su garganta. Esto contestó la pregunta.
Yo era un vampiro.
EL HOMÚNCULO - The Mannikin
Háganse a la idea de que no puedo jurar que mi historia sea cierta. Pudiera haber sido un sueño; o
peor aún, un síntoma de algún severo desorden mental. Pero yo creo que es cierta. Despues de todo,
¿Cómo podemos estar seguros de todas las cosas que hay sobre la tierra? Aún existen
monstruosidades extrañas, y espantosas e increibles perversiones. Cada año que pasa, cada nuevo
descubrimiento geográfico o científico, saca a la luz algún nuevo fragmento de la macabra
evidencia de que el mundo no es, exactamente, el lugar que imaginamos. En ocasiones ocurren
incidentes peculiares, que rozan la locura más absoluta.
¿Cómo podemos estar seguros de la validez de nuestras patéticas concepciones de la realidad? A
cada hombre entre un millón, le es revelado un espantoso conocimiento, y el resto de nosotros
permanecemos piadosamente ignorantes. Ha habido viajeros que jamás regresaron, y trabajadores
de minería que desaparecieron. Y algunos de los que regresaron, fueron considerados locos, debido
a lo que contaron, y otros prefirieron ocultar la sabiduría que tan horriblemente les había sido
revelada. Ciegos como somos, sabemos muy poco de aquello que acecha más allá de nuestra vida
normal. Ha habido relatos sobre serpientes marinas y criaturas de las profundidades; leyendas de
enanos y gigantes; informes de raros horres médicos y partos antinaturales. Asombrosas pesadillas
de la personalidad humana, han salido a la luz bajo el espantoso estímulo de la guerra, de la plaga o
de la hambruna. Ha habido caníbales, necrófilos, y gules, ritos impíos de adoración y sacrificio;
maniacos homicidas, y crímenes blasfemos. Y cuando pienso, entonces, en lo que he visto y oído, y
lo comparo con otras grotescas e increibles realidades, comienzo a temer por mi razón.
Pero si existe alguna explicación cuerda de este asunto, le imploro a Dios que se me diga, antes de
que sea demasiado tarde. El Doctor Pierce me dice que debo calmarme; me aconsejó que escribiera
esta narración con el fín de mitigar mi aprensión. Pero no estoy calmado, y nunca me calmaré hasta
que sepa la verdad de una vez por todas; hasta que esté enteramente convencido de que mis miedos
no están fundados en una espantosa realidad.
Ya era un hombre nervioso, cuando acudí a descansar a Bridgetown. Había sido una dura prueba,
aquel año en la escuela, y me hallaba muy feliz de apartarme de la tediosa rutina de las clases. El
éxito de mis cursos de lectura aseguraban mi puesto en la facultad para el próximo año, y en
consecuencia, aparté de mi mente cualquier especulación académica, cuando decidí tomarme unas
vacaciones. Elegí ir a Bridgetown debido a las excelentes posibilidades que el lago me brindaba
para la pesca de trucha. Las instalaciones que elegí, de entre toda la voluminosa literatura sobre
hoteles, consistían en un lugar tranquilo y pacífico, según anunciaba el sencillo folleto. No ofrecía
un campo de golf, un paseo, o una piscina cubierta. No hacía mención de ningún enorme salón de
bolos, una orquesta de dieciocho piezas, o una cena formal. Y lo mejor de todo, el anuncio ni
siquiera ensalzaba la grandeza escénica del lago y el bosque. No proclamaba, polisilábicamente, que
el Lago Kane era "Un eterno paraiso de la Naturaleza, en el que cerúleos cielos y frondosa
vegetación impelen al gozoso visitante a saborear los gozos de la juventud". Por aquel motivo, hice
la reserva, llené mi maleta, preparé un par de pipas y salí.
Quedé más que satisfecho con el lugar, cuando llegué. Bridgetown es un pueblo pequeño y rústico;
un apartado superviviente de días más antiguos y sencillos. Situado en el mismo Lago Kane, se

halla por completo rodeado de bosques, y de suaves prados bañados por el sol en los que la gente de
las granjas vive en serena felicidad. El peso de la civilización moderna ha caído muy débilmente
sobre esta gente y sus maneras tranquilas. Son pocos los automóviles, tractores y demás. Hay
algunos teléfonos, y a unas cinco millas de distancia, la Autovía del Estado proporciona un cómodo
acceso al pueblo. Eso es todo. Las casas son viejas, las calles rectas. Los artistas, diletantes
suburbanos y ascetas profesionales aún no han invadido aquel bucólico escenario. El número de
veraneantes es pequeño y selecto. Unos cuandos cazadores y aficionados a la pesca, pero nada de
ese gentío ordinario que sale a cazar por placer. Las familias de por allí no comparten esos gustos;
ignorantes y poco sofisticados como son, reconocen fácilmente la vulgaridad.
Así que mi entorno era ideal. El lugar en el que me hospedaba era un hostal de tres plantas junto al
mismo lago -la Casa Kane, regentada por Absolom Gates. Era un personaje de la vieja escuela; un
vigoroso y encanecido veterano cuyo padre se había dedicado a la pesca hasta finales de los sesenta.
Él mismo era un apasionado de todo lo referente a la pesca; pero sólo desde la ventana del salón
Waltonian. Su instalación era algo así como la Meca de los pescadores. Las habitaciones eran
grandes y aireadas; la comida abundante y excelentemente preparada por la hermana viuda de
Gates. Tras mi primera inspección, me preparé a disfrutar de una estancia notablemente placentera.
Entonces, en mi primera visita al pueblo, me topé con Simon Maglore por la calle.
Conocí por primera vez a Simon Maglore durante mi segundo curso como instructor en la Escuela.
Incluso entonces, me había impresionado enormemente. Y no sólo debido a sus características
físicas, aunque eran bastante inusuales. Era alto y delgado, con unos hombros enormemente
grandes, y la espalda ligeramente inclinada. No se trataba de una joroba, en el sentido habitual de la
palabra, pero parecía sufrir un peculiar abultamiento tumoroso junto a su hombro izquierdo.
Intentaba disimular aquel bulto, con gran vergüenza, pero su prominencia hacía que dichos intentos
resultaran estériles. De todos modos, aparte de su desafortunada deformidad, Maglore había sido un
tipo muy bien parecido. De cabello negro, ojos grises, piel suave, parecía ser un fino especimen de
hombre inteligente. Y fue esa inteligencia lo que tanto me había impresionado de él. Su trabajo en
clase era rotundamente brillante, y en ocasiones alcanzaba calidades que rondaban el puro genio.
Pese al deje peculiarmente mórbido de su trabajo en poesía y ensayo, era imposible ignorar el poder
y la imaginación que podían producir tan salvajes escenarios y delirantes colores. Uno de sus
poemas -La Bruja está Ahorcada -le hizo merecedor del Premio Edsworth Memorial de aquel año, y
algunas de sus obras principales, fueron reeditadas en ciertas antologías privadas.
Desde el principio, sentí un gran interés hacia ese joven y su inusual talento. Al principio, no había
respondido a mis intentos por llegar a él; me supuse que era un alma solitaria. Hasta qué punto era
ésto debido a su peculiaridad física o a su actitud mental, es algo que no puedo decir. Había vivido
solo en el pueblo, y se decía que tenía grandes metas. No se mezclaba con los demás estudiantes,
aunque le habrían aceptado de buena gana, por su ánimo dispuesto, su encantadora disposición, y su
vasto conocimiento del arte y la literatura. De cualquier modo, gradualmente, conseguí imponerme
a su natural reticencia, y me gané su amistad. Me invitó a sus habitaciones, y hablamos.
Y fue entonces cuando averigüé sus firmes creencias en lo oculto y esotérico. Me habló de sus
antepasados en Italia, y del interés que habían mostrado por la brujería. Uno de ellos había sido
agente de los Medici. Habían emigrado a América en épocas tempranas, debido a ciertos cargos
lanzados contra ellos por la Santa Inquisición. También me habló de sus propios estudios en los
reinos de lo desconocido. Sus habitaciones estaban plagadas de extraños dibujos que había
confeccionado a partir de sueños, e imágenes de arcilla, aún más extrañas. Sus estanterías contenían
multitud de libros raros y antiguos. Observé la obra de Ranfts, "De Masticatione Mortuorum in
Tumulis" (1734); la valiosísima "Cábala de Saboth" (traducción griega, circa 1686); los
"Comentarios sobre la Brujería", de Mycroft; y el infame "Los Misterios del Gusano", de Ludvig

Prinn.
Realicé numerosas visitas a sus apartamentos, antes de que Maglore abandonara la Escuela,
repentinamente, en el otoño del año 33. La muerte de sus padres le hizo acudir al Este, y partió sin
despedirse. Pero en el fondo, había aprendido a respetarle bastante, y sentía un profundo interés por
sus planes futuros, que incluían un libro sobre la historia de la pervivencia de los cultos de brujas en
América, y una novela que trataba sobre el efecto psicológico de la superstición sobre la mente.
Nunca me escribió, y no volví a saber nada más de él hasta este encuentro casual en la calle del
pueblo.
Me reconoció. Dudo mucho que yo hubiera sido capaz de identificarle a él. Había cambiado.
Mientras nos estrechábamos la mano, noté su apariencia desastrada y poco cuidada. Parecía más
viejo. Su rostro era más delgado, y mucho más pálido. Tenía oscuras sombras en torno a sus ojos -y
en ellos. Sus manos temblaban; su rostro forzaba una sonrisa sin vida. Su voz era más profunda al
hablar, pero preguntó por mi salud del mismo modo encantador que siempre lo había hecho.
Rápidamente le expliqué el motivo de mi presencia allí, y comencé a preguntarle.
Me informó de que vivía allí, en la pequeña ciudad; había vivido allí desde la muerte de sus padres.
Estaba trabajando de lleno en sus libros, pero sentía que el resultado de su labor justificaba de sobra
cualquier inconveniente físico que pudiera sufrir. Se disculpó por su desaseado aspecto y sus
maneras cansadas. Deseaba tener una larga charla conmigo alguna de estas noches, pero iba a estar
muy atareado durante los próximos días. Posiblemente, a la semana siguiente, podría ir a visitarme
al hotel -en aquel momento había salido a comprar papel al colmado del pueblo y se disponía a
regresar a su casa. Con una precipitada despedida, me volvió la espalda y se alejó.
Y al hacerlo, recibí otro sobresalto. El bulto de su espalda había crecido. Ahora era virtualmente el
doble de grande de lo que era cuando le conocí, y no había ya posibilidad alguna de ocultarlo.
Indudablemente, el trabajo duro se había cobrado un precio severo en las energías de Maglore.
Pensé en un sarcoma, y me estremecí. Caminando de vuelta al hotel, estuve dándole vueltas a la
cabeza. La apariencia de Simon me preocupaba. No era saludable para él, el trabajar tan duro, y la
elección de sus temas puede que no fuera la adecuada. El constante aislamiento y la tensión
nerviosa se habían combinado para minar su constitución de un modo alarmante, y tomé la
determinación de ofrecerme como mentor de sus actos. Resolví visitarle a la menor oportunidad, sin
esperar a una invitación formal. Algo tenía que hacer.
A mi llegada al hotel se me ocurrió otra idea. Le preguntaría a Gates qué era lo que sabía sobre
Simon y su trabajo. Quizás hubiera algo interesante aparte de su actividad, que pudiera explicar su
curiosa transformación. De modo que busqué al entrañable caballero y le expuse la cuestión.
Lo que aprendí de él me dejó perplejo. Por lo visto, a los habitantes no le gustaban ni el Amo
Simon, ni su familia. Sus antepasados habían sido bastante adinerados, pero su nombre había sido
enturbiado por una dudosa reputación, incluso desde los primeros días. Brujas y hechiceros, tanto
unos como otros, constituían su árbol genealógico. Sus oscuras actividades habían sido
cuidadosamente ocultadas al principio, pero la gente de su entorno podía atestiguarlo. Por lo visto,
casi todos los Maglore habían poseído ciertas malformaciones físicas que les habían hecho
sospechosos. Algunos habían nacido con velos en los ojos; otros con pies palmeados. Uno o dos
habían sido enanos, y todos ellos habían sido acusados, en algún momento, de poseer el popular
"mal de ojo". Algunos de ellos habían sido nictálopes, podían ver en la oscuridad. Simon no era, por
lo visto, el primer jorobado de la familia. Su abuelo lo había sido, y antes que él, su tatarabuelo.
Había también, muchos indicios de endogamia y de ser un clan cerrado. Eso, en opinión de Gates y
de su gente, apuntaba claramente a una cosa... Brujería. Y tampoco era la única evidencia. ¿Acaso

los Maglore no evitaban el publo y permanecían recluidos en su vieja casa de las colinas? Además,
ninguno de ellos iba a la iglesia. ¿No se sabía de ellos, además, que daban largos paseos al ponerse
el sol, y de noche, cuando toda la gente decente y respetable estaba durmiendo? Probablemente,
tenían sus buenas razones para no mostrarse sociables. Quizás tenían cosas que deseaban ocultar en
su vieja casa, y puede que tuvieran miedo de que esas cosas se supieran por allí. La gente sabía que
aquel lugar estaba repleto de libros embrujados e impíos, y había una vieja historia que decía que
toda la familia era fugitiva de algún lugar del extranjero, debido a algo que habían hecho. Despues
de todo, ¿Quién podía decirlo? Parecían sospechosos; actuaban de un modo raro; quizás lo eran.
Desde luego, nadie podía decirlo a ciencia cierta. La histeria en masa de la quema de brujas y los
rumores de posesiones satánicas no habían penetrado hasta esta parte de la región. No había indicios
de altares en los bosques, ni las espectrales presencias forestales de los mitos indios. Ninguna
desaparición -bovina o humana- podía ser imputada a la familia Maglore. Legalmente, su historial
estaba limpio. Pero la gente les temía. Y éste último -Simon- era el peor.
Nunca se había comportado como es debido. Su madre murió al nacer él. Habían tenido que traerse
a un doctor de fuera del pueblo -ningún hombre de la localidad habría tratado un caso así. El bebé,
además, había nacido casi muerto. Durante algunos años nadie le había visto. Su padre y su tío
habían dedicado todo su tiempo a cuidar de él. Cuando tenía siete años, el muchacho había sido
enviado a una escuela privada. Regresó una vez, cuando tenía casi doce años. Fue cuando murió su
tío. Se volvió loco, o algo así. En cualquier caso, tuvo una especie de ataque, que acabó
desembocando en una hemorragia cerebral, según dijo el doctor.
Simon era por entonces, un muchacho muy apuesto -excepto por la giba, claro está. Pero no parecía
estar muy desarrollada en aquel tiempo -de hecho, era bastante pequeña. Se quedó algunas semanas,
y luego regresó de nuevo a la escuela. No había vuelto a aparecer hasta la muerte de su padre, hacía
dos años. El anciano había muerto a solas en su gran casa, y el cuerpo no había sido descubierto
hasta varias semanas después. Un vendedor ambulante había llamado; entró en el abierto vestíbulo,
y encontró al viejo Jeffrey Maglore muerto en su gran butacón. Sus ojos estaban abiertos, y velados
por una mirada de espantoso temor. Ante él, había un gran libro de hierro, cubierto de extraños e
indescifrables caracteres.
Un médico, convocado apresuradamente, pronunció que su muerte se debía a un fallo cardíaco.
Pero el vendedor, tras escrutar aquellos ojos cubiertos de pavor, y mirando las grotescas e
inquietantes figuras del libro, no estaba tan seguro de ello. No tuvo oportunidad de curiosear por
allí, de todos modos, pues aquella noche llegó el hijo. La gente le miró de un modo extraño cuando
vino, pues aún no se le había enviado aviso alguno sobre la muerte de su padre. Callaron, también,
cuando él les mostró una carta de hacía dos semanas, con la escritura del viejo, que anunciaba una
premonición de muerte inminente, y aconsejaba al joven que regresara a casa. Las cuidadosas y
contenidas frases de aquella carta, parecían tener un significado secreto; pues el joven nunca llegó a
preguntar sobre las circunstancias de la muerte de su padre. El funeral fue privado; y el consiguiente
entierro tuvo lugar en la cripta familar, junto a la casa.
Los insólitos y peculiares eventos que rodearon el regreso al hogar de Simon Maglore, pusieron
inmediatamente en guardia a la gente. Tampoco ocurrió nada que alterara su opinión original acerca
del muchacho. Permanecía solo todo el tiempo, en aquella casa silenciosa. No tenía criados, y no
hizo amigos. Sus poco frecuentes viajes al pueblo, los hacía con el único propósito de obtener
vituallas. Se las llevaba él mismo, en su coche. Compraba una buena cantidad de carne y pescado.
De vez en cuando paraba por la farmacia, donde compraba sedantes. No parecía nada comunicativo,
y contestaba a todas las preguntas con monosílabos. Aún así, era obviamente, una persona bien
educada. En general, se rumoreaba que estaba escribiendo un libro. Gradualmente, sus visitas se
hicieron cada vez menos frecuentes.

Entonces, la gente empezó a comentar su cambio de apariencia. De un modo sutil, pero evidente, se
había alterado inquietantemente. En primer lugar, se notó que su deformidad se había incrementado.
Se veía obligado a llevar un amplio gabán para ocultar su volumen. Caminaba con una ligera
inclinación, como si su peso le diera problemas. Además, no iba nunca al médico, y nadie, de entre
la gente del pueblo, tenía el valor de hacerle comentario alguno, o preguntarle sobre su estado.
También estaba envejeciendo. Comenzaba a parecerse a su tío Richard, y sus ojos habían adoptado
ese guiño especial que denotaba un poder nictalópico. Todo aquello excitaba los rumores entre la
gente, para quien la familia Maglore había sido tema para interesantes conjeturas durante
generaciones.
Más tarde, dichas especulaciones se habían basado en hechos más tangibles. Pues recientemente,
Simon había aparecido por varias de las granjas aisladas de la región, paseando furtivamente.
Preguntaba sobre todo a la gente de edad avanzada. Estaba escribiendo un libro, según les decía,
acerca del folklore. Deseaba preguntarles sobre las antiguas leyendas de los alrededores. Preguntaba
si alguno de ellos, había oído alguna vez relatos concernientes a cultos locales, o rumores sobre
rituales en el bosque. ¿Había alguna casa encantada o lugar embrujado en la espesura? ¿Habían oído
alguna vez el nombre "Nyarlathotep", o referencias a "Shub-Niggurath" o al "Mensajero Negro"?
¿Podían recordar algo de los antiguos mitos de los Indios Pasquantog, acerca de los
"hombres-bestia", o recordaban alguna historia sobre oscuros encapuchados que sacrificaban
terneros en las montañas? Estas y otras preguntas similares, pusieron en guardia a los granjeros, ya
de por sí suspicaces por naturaleza. Si hubieran poseido tales conocimientos, éstos habrían sido de
una naturaleza decididamente impía, y no se habrían atrevido a revelarlos a aquel forastero tan
pagado de sí mismo. Algunos de ellos, sabían algo de esas cosas, debido a antiguos relatos que les
habían llegado desde la costa, más al norte, y otros habían escuchado pesadillas susurradas por
reclusos, acerca de las montañas del este. Había un montón de cosas en torno a esas materias, que
ellos, francamente, no sabían, y que sospechaban que ningún forastero debería escuchar. Fuera
donde fuera, Maglore se encontraba con evasivas o con reacciones escandalizadas, y partía tras
haber dado una impresión decididamente mala.
Las historias sobre sus visitas comenzaron a multiplicarse. Adoptaron el tópico de una elaborada
discusión. Un anciano lugareño en particular... un granjero llamado Thatcherton, que vivía solo en
una pequeña parcela al oeste del lago, por debajo de la autovía... tenía una historia singularmente
interesante que contar. Maglore había aparecido una noche, alrededor de las ocho, y llamó a la
puerta. Persuadió a su anfitrión para que dialogara con él, y entonces intentó engatusarle,
prometiendo revelarle cierta información concerniente a la presencia de un cementerio abandonado,
que se rumoreaba existía en algún lugar de los alrededores.
El granjero contó que su invitado estaba en un estado próximo a la histeria, que afirmaba con la
cabeza una y otra vez, del modo más melodramático, y hacía frecuentes alusiones a un montón de
estupideces mitológicas sobre "los secretos de la tumba", "el decimotercer servidor", "la Fiesta de
Ulder", y "los cantos de los Dholes". También hablaba de "el ritual del Padre Yig", y ciertos
nombres que pronunció, relaccionados con raras ceremonias en el bosque, que decía tenían lugar
cerca de aquel cementerio. Maglore preguntó si le había desaparecido algún ternero, y si su
anfitrión había escuchado alguna vez "voces en el bosque, haciéndole proposiciones". El hombre
dijo que no, a todas aquellas cosas, y se negó a permitir que su invitado regresara a inspeccionar la
zona por el día. En aquel momento, el inesperado visitante se mostró muy enfadado, y estaba a
punto de objetar acaloradamente, cuando ocurrió algo muy extraño. Maglore empalideció de
repente, y pidió que se le excusara. Parecía estar sufriendo fuertes dolores internos, pues se inclinó
hacia delante y se dirigió a trompicones hasta la puerta. Y mientras lo hacía, ¡Thatcherton recibió la
enloquecedora impresión de que la joroba de su espalda se estaba moviendo! Parecía agitarse, y
agarrarse a los hombros de Maglore, ¡como si éste tuviera un animal escondido bajo su gabán! En
aquella situación, Maglore se giró bruscamente, y se dirigió de espaldas hacia la salida, como

intentando ocultar aquel inusual fenómeno. Salió rápidamente, sin mediar palabra, y corrió por el
camino en dirección a su coche. Corrió como un mono, se introdujo frenéticamente en el interior del
coche, y lo puso en marcha precipitadamente, haciendo que las ruedas rechinaran, mientras se
alejaba del patio a toda prisa. Desapareció en la noche, dejando detrás a un hombre entristecido e
intrigado, que no tardó en difundir entre sus amigos, el relato de su fantástico visitante.
Desde entonces, sus paseos habían cesado bruscamente, y hasta aquella misma tarde, Maglore no
había vuelto a aparecer en el pueblo. Pero la gente seguía hablando, y no era bienvenido. Le hacían
el vacío a ese hombre, fuera lo que fuera. Ésta era, en resumen, la historia de mi amigo Gates.
Cuando terminó, me retiré a mi alcoba sin hacer comentarios, para meditar sobre el relato. No me
inclinaba a apoyar las supersticiones locales. Mi larga experiencia en tales materias me hacían
desacreditar automáticamente la mayoría de sus detalles. Sabía lo bastante de la psicología rural
como para darme cuenta de que cualquier cosa fuera de lo ordinario es mirada siempre con
sospecha. Supongamos que la familia Maglore vivía recluida: ¿Y qué? Cualquier grupo de
procedencia extranjera tendería a vivir apartado. Parecía garantizada una predisposición racial a la
deformidad... lo cual no les convertía en brujos. La masa ha perseguido a mucha gente acusándoles
de brujería, cuando su único crimen consistía en poseer algún defecto físico. Incluso la endogamia
era algo fácil de esperar cuando se sufría de ostracismo social. Pero ¿Qué había de mágico en todo
aquello? Esas cosas son bastante comunes entre la gente del campo, no sólo entre los extranjeros.
Además. ¿Libros raros? Seguramente. ¿Nictalopía? Era algo bastante común en todo el mundo.
¿Locura? Quizás... una mente solitaria suele degenerar. Simon era brillante, de todos modos.
Desafortunadamente, su atracción hacia lo místico y lo desconocido le estaban conduciendo a la
abstacción. Había sido una mala idea el buscar información para su libro entre la analfabeta
población de aquel sitio. Naturalmente, eran intolerantes y desconfiados. Y su paupérrima condición
física conseguía una importancia exagerada ante los ojos de aquellos crédulos pueblerinos.
Aún así, probablemente había la suficiente verdad en aquella narración distorsionada como para
hacer que fuera imperativo el hablar al momento con Maglore. Debía salir de aquella atmósfera
insana, y ver a un médico eficiente. Su genio no debía ser malgastado o destruído por tal obstáculo
ambiental. Le asfixiaba, mental y físicamente. Me decidí a visitarle a la mañana siguiente. Tras
aquella resolución, bajé a cenar, di un corto paso por el embarcadero del lago, a la luz de la luna, y
me retiré a dormir.
A la tarde siguiente, me dispuse a cumplir mi propósito. La Mansión Maglore se alzaba en una
explanada a una media milla de Bridgetown, y se reflejaba fantasmalmente sobre el lago. No era un
lugar agradable; era demasiado viejo, y demasiado descuidado. Imaginé el aspecto que tendrían sus
destartaladas ventanas en una noche sin luna, y me estremecí. Aquellas aberturas vacías me
recordaban a un murciélago ciego. El tejado a dos aguas parecía su embozada cabeza, y las amplias
habitaciones laterales, coronadas con torrecillas, bien podían servir de alas. Cuando me percaté del
camino que seguían mis pensamientos me sentí sorprendido e inquieto. Mientras caminaba por el
largo paseo, a la sombra de los árboles, me esforcé en reprimir mi imaginación. Estaba allí por un
motivo concreto.
Me hallaba casi calmado cuando llamé al timbre. Su espectral sonido arrancó ecos por los
serpenteantes corredores del interior. Sonaron pasos débiles y vacilantes, y entonces, con un
chasquido, la puerta se abrió. Allí, recortado contra el umbral, estaba Simon Maglore. Maglore se
asomaba al crepúsculo gris, y la distorsionada forma de su cuerpo quedaba piadosamente sumergida
en una oleada de sombras. Había algo siniestro en el repelente ángulo que adoptaba al inclinarse así,
y no me atreví a mirar fijamente a su abultada espalda o a sus brazos, que colgaban lacios a los
lados. Tan sólo su rostro resultaba visible por completo. Era una máscara mortuoria de cera, con una
expresión vacía que parecía no reconocerme.

Sólo sus ojos estaban vivos. Sus pupilas dilatadas brillaban en la oscuridad con una intensidad
felina. Le observé, intentando dominar la inexplicable repulsión que surgía en mi interior.
-Simon,-le dije, -He venido a...
Sus labios se apretaron. ¿Fue una ilusión debida a la luz, o sus labios me parecieron gusanos
blancos que se arrastraban por su rostro? ¿Fue una ilusión o su boca me pareció una negra caverna
de la cual surgieron sus palabras?
No pude saberlo. No tuve certeza de nada, excepto de una cosa; la voz que se arrastró débilmente
hasta mis oídos no era la voz del Simon Maglore que yo conocía. Era más débil, chillona, y cargada
de una oculta sorna.
-Vete. No puedo verte hoy -susurró.
-Pero quería ayudarte. Yo...
-Vete, estúpido... ¡Vete!
La puerta se cerró con un portazo ante mi atónita cara, y me encontré solo. Pero no estuve solo en
mi camino de vuelta al pueblo. Mis pensamientos se hallaban hechizados por la presencia de otro...
aquella presencia agresiva, ajena, que una vez fue mi amigo, Simon Maglore.
Aún me hallaba aturdido cuando regresé al pueblo. Pero después de llegar a mi cuarto del hotel,
comencé a razonar conmigo mismo. Mi romántica imaginación me había jugado una mala pasada.
El pobre Maglore estaba enfermo... probablemente era víctima de algún severo trastorno nervioso.
Recordé que acostumbraba a comprar sedantes en la farmacia local. En mi estúpido arranque
emotivo, había confundido tristemente su desafortunada dolencia. ¡Qué crío había sido! Debía
regresar al día siguiente y disculparme. Después, Maglore debía ser persuadido para marcharse, y
volver de nuevo a su ser original. Parecía estar francamente mal, y además, su temperamento le
estaba dominando. ¡Cómo había cambiado ese hombre!
Aquella noche dormí poco. Por la mañana temprano volví a salir. En esta ocasión evité
cuidadosamente las inquietantes imágenes mentales que la vieja casa sugería a mi susceptible
cerebro. En ello estaba cuando toqué el timbre. Fue un Maglore diferente el que me recibió.
También él había cambiado para bien. Parecía viejo y enfermo, pero había una luz normal en sus
ojos y una sana entonación en su voz mientras me hacía entrar cortésmente, y se disculpaba por su
delirante espasmo del día anterior. Era víctima de frecuentes ataques, según dijo, y planeaba
marcharse en breve y tomarse unas largas vacaciones. Estaba ansioso por terminar su libro... ya le
quedaba muy poco... y regresar al trabajo de la Universidad. Y de aquel asunto, cambió
abruptamente la conversación a una serie de nostálgicos interludios. Recordaba nuestra mutua
asociación en el campus, cuando nos sentábamos a charlar, y parecía ansioso por enterarse de los
asuntos de la Escuela. Durante casi una hora, vitualmente monopolizó la conversación y la mantuvo
de ese modo, para así evitar cualquier pregunta directa de naturaleza personal por mi parte.
De cualquier modo, me resultó fácil ver que estaba muy lejos de encontrarse bien. Parecía estar
trabajando bajo una intensa presión; sus palabras parecían forzadas, su actitud tensa. Una vez más,
noté lo pálido que estaba; como desprovisto de sangre. Su malformada espalda parecía inmensa; y
su cuerpo, en consecuencia, parecía encogido. Recordé mis temores sobre un tumor canceroso, y me
pregunté si no sería el caso. Mientras tanto, se agitaba, obviamente incómodo. Su charla parecía
casi vacía; las estanterías estaban desordenadas, y los espacios vacíos estaban cubiertos de polvo.
No había papeles ni manuscritos visibles sobre la mesa. Una araña había construido su tela en el
techo. Durante una pausa en su conversación, le pregunté por su trabajo. Respondió vagamente que
era muy absorbente, y que le estaba robando casi todo su tiempo. De todos modos, había realizado

algunos descubrimientos sorprendentes, que resultaban un pago generoso por sus esfuerzos. Le
resultaría emocionalmente agotador, en su actual estado, entrar en detalles sobre lo que estaba
haciendo, pero podía anticiparme que ya sólo sus hallazgos en el campo de la brujería abrirían
nuevos capítulos a la historia antropológica y metafísica. Estaba particularmente interesado en la
vieja tradición acerca de los "familiares"... las diminutas criaturas que se decía que eran los
emisarios del diablo, y que se suponía que ayudaban a la bruja o el hechicero bajo la forma de un
pequeño animal... una rata, un gato, un ave o un reptil. En ocasiones se representaban como
pertenecientes al cuerpo del mismo brujo, o nutriéndose de él. La idea de una "tetilla del diablo" en
los cuerpos de las brujas, allí donde sus familiares succionaban los nutrientes de su sangre, quedaba
plenamente iluminada por los hallazgos de Maglore. Su libro tenía también un aspecto médico;
tenía la firme convicción de presentar tales hechos sobre bases científicas. Los efectos de
desórdenes glandulares en los casos denominados de "posesión demoniaca" eran también
estudiados.
Y con aquello, Maglore terminó abruptamente. Se sentía muy cansado, me dijo, y necesitaba algo
de reposo. Pero confiaba en ver terminado en breve su trabajo, y entonces le gustaría marcharse
para un largo descanso. No era saludable para él, el vivir solo en aquella vieja casa, y en ocasiones
le asaltaban pensamientos extraños, y tenía raros lapsus de memoria. De todos modos, no tenía
alternativa en aquellos momentos, dado que la naturaleza de sus investigaciones demandaban tanto
privacidad como soledad. En ocasiones, sus experimentos requerían de ciertas vías y cursos para los
que era mejor no ser molestado, y no estaba muy seguro de cuánto tiempo podría seguir aguantando
la presión. De todos modos, lo llevaba en la sangre... probablemente yo ya estaba al corriente de que
procedía de una larga saga de necromantes. Pero basta de tales cosas. Me rogó que me fuera al
momento. Volvería a escucharle de nuevo, a primeros de la semana siguiente.
Mientras me levantaba, noté de nuevo lo débil y agitado que parecía Simon. Ahora caminaba con
una excesiva inclinación, y la presión sobre su espalda debía de ser enorme. Me condujo por el
largo vestíbulo hasta la puerta, y mientras guiaba el camino, noté el temblor de su cuerpo, mientras
se delimitaba contra el llameante crepúsculo que penetraba a través de los paños de las ventanas.
Sus hombros se movían con una lenta y suave ondulación, como si la giba de su espalda estuviera
latiendo de vida. Recordé el relato de Thatcherton, el viejo granjero, que clamaba haber visto
realmente tal movimiento. Durante un momento, me asaltó una poderosa náusea; entonces me di
cuenta de que la menguante luz estaba creando una ilusión óptica de lo más común.
Al alcanzar la puerta, Maglore se esforzó por despedirme apresuradamente. Ni siquiera extendió su
mano para un apretón de despedida, sino que se limitó a murmurar un breve "buenas noches", con
voz tensa y dubitativa. Le observé en silencio unos instantes cuán desmejorado parecía su rostro,
antaño apuesto, incluso ante la luz de rubí del ocaso. Entonces, mientras observaba, una sombra
reptó por su cara. Parecía ser púrpura y oscura, en una súbita y escalofriante metamorfosis. El
oscurecimiento aquel, se hizo más pronunciado, y leí el pánico en sus ojos. Incluso mientras me
forzaba a mí mismo a responder a su despedida, el horror se arrastró hasta su rostro. Su cuerpo cayó
en aquella peculiar y encogida postura que ya antes había notado, y sus labios se curvaron en una
macabra expresión. Por un momento, pensé de verdad que aquel hombre estaba a punto de
atacarme. En lugar de ello, se rió... una risa chillona, aguda, que ascendió oscuramente hasta mi
cerebro. Abrí la boca para hablar, pero él retrocedió hacia la oscuridad del vestíbulo y cerró la
puerta.
Me quedé estupefacto por la sorpresa, no del todo desprovista de miedo. ¿Estaría enfermo Maglore,
o en realidad era un demente? Cosas así de grotescas no parecían posibles en un hombre normal.
Me apresuré, avanzando en el brillante crepúsculo. Mi mente, embrujada, estaba inmersa en
profundas deliberaciones, y el distante sonido de los cuervos se mezclaba con mis pensamientos,
como una letanía malvada.

A la mañana siguiente, tras una noche de turbulentas deliberaciones, tomé una decisión. Funcionara
o no, Maglore debía marcharse, y al momento. Estaba a punto de sufrir un serio colapso físico y
mental. Sabiendo lo inútil que me iba a resultar, el regresar allí y dscutir con él, decidí que podía
emplear algunos métodos más fuertes para hacerle ver la luz. De modo que, aquella tarde, me
entrevisté con el Doctor Carstairs, el médico local, y le conté todo lo que sabía. Enfaticé
particularmente, el inquietante suceso de la tarde anterior, y le dije con franqueza lo que
sospechaba. Tras una larga discusión, Carstairs accedió a acompañarme al momento hasta la casa de
los Maglore, y allí tomar las medidas que fueran necesarias para sacarle de allí. En respuesta a mi
petición, el doctor trajo consigo los materiales necesarios para un completo examen físico. Una vez
que pudiera persuadir a Simon para que se sometiera a un diagnóstico médico, estaba seguro de que
vería que los resultados hacían necesario que se pusiera en tratamiento al instante.
El sol se ocultaba cuando me acomodé en el asiento del copiloto del Ford del Doctor Carstairs y nos
dirigimos a las afueras de Bridgetown por la carretera del sur, donde los cuervos emitían sus
peculiares sonidos. Nos movíamos lentamente, y en silencio. De modo que fuimos capaces de
escuchar claramente aquel singular y agudo alarido desde la vieja casa de la colina. Agarré el brazo
del doctor sin mediar palabra, y un segundo más tarde abandonábamos la carretera y nos
introducíamos en el patio de entrada. "Dese prisa", musité mientras recorría a toda prisa el paseo y
me disponía a subir de un salto los escalones hasta la cerrada puerta principal.
Golpeamos la madera con el puño, inútilmente, y entonces nos dirigimos a las ventanas del ala
izquierda. La luz del ocaso menguaba en una tensa y expectante oscuridad, mientras trepábamos por
la abertura y nos dejábamos caer sobre el suelo del interior. El Doctor Carstairs accionó una linterna
de bolsillo, y nos pusimos de pie. El corazón me retumbaba en el pecho, pero ningún otro sonido
rompió el silencio sepulcral mientras abríamos la puerta de la estancia y avanzábamos por el oscuro
vestíbulo hasta el estudio. A nuestro alrededor, sentí una horrible Presencia; un demonio al acecho
que vigilaba nuestro avance con ojos de insana burla, y cuya maligna alma se agitó con una risa
infernal mientras abríamos la puerta del estudio y descubríamos lo que yacía en su interior.
Entonces, ambos gritamos. Simon Maglore yacía a nuestros pies, con la cabeza girada, y sus
apretados hombros descansando sobre un pequeño lago de cálida sangre fresca. Estaba boca abajo,
y se había quitado la ropa de cintura para arriba, de modo que toda su espalda era visible. Cuando
vimos lo que allí descansaba, casi enloquecimos, y entonces comenzamos a hacer lo que debíamos,
intentando apartar nuestra mirada, en la medida de lo posible, de aquella cosa absolutamente
monstruosa del suelo.
No me pidan que lo describa con detalle. No puedo hacerlo. Hay ocasiones en las que los sentidos
se nublan piadosamente, debido a que una completa percepción podría ser fatal. Incluso ahora, hay
ciertas cosas que desconozco acerca de aquella abominación, y no me atrevo a permitirme
recordarlas. Tampoco les hablaré sobre los libros que encontramos en aquella habitación, o sobre el
terrible documento que había sobre la mesa, y que constituía la Obra Maestra inacabada de Simon
Maglore. Lo quemamos todo en la chimenea antes de llamar al pueblo solicitando un forense; y si el
doctor se hubiera salido con la suya, también habríamos destruído a la Cosa. Y fue entonces, cuando
apareció el forense para hacer su examen, cuando los tres juramos guardar silencio en lo
concerniente al modo exacto en el que Simon Maglore había hallado la muerte. Entonces nos
fuimos, pero antes de que yo hubiera quemado el otro documento... la carta dirigida a mí, que
Maglore se hallaba escribiendo en el momento de morir.
Y así, como ven, nadie lo supo jamás. Más tarde me encontré con que la propiedad me había sido
donada, y la casa está siendo demolida mientras escribo estas líneas. Pero debo hablar, aunque sólo
sea para aliviar mi propio tormento. No me atrevo a reproducir la carta por entero; pero sí puedo

incluir una parte de aquella increible blasfemia:
"...y por ello, claro está, es por lo que comencé a estudiar brujería. Aquello me impelía a hacerlo.
¡Dios, si sólo pudiera hacer que comprendieras ese horror! El nacer de este modo... con esta cosa,
este homúnculo, ¡ese monstruo! Al principio era pequeño; todos los doctores decían que era un
siamés no desarrollado. ¡Pero estaba vivo! Tenía un rostro y dos manos, pero con unas piernas se
adentraban en mi carne, y que le conectaban a mi cuerpo..."
"Durante tres años lo mantuvieron bajo sigiloso estudio. Yacía con el rostro inclinado hacia abajo,
apoyado en mi espalda, y sus manos se agarraban a mis hombros. Los hombres decían que contaba
con su propio par de diminutos pulmones, pero que carecía de estómago y de sistema digestivo.
Aparentemente, obtenía sus nutrientes a través del tubo carnoso que lo unía a mi cuerpo. ¡Y crecía!
Pronto, abrió los ojos, y comenzó a desarrollar unos pequeños dientes. En una ocasión, mordió en la
mano a uno de los doctores... De modo que decidieron mandarme de nuevo a casa. Era obvio que no
podía ser extirpado. Juré mantener en secreto todo el asunto, y ni siquiera mi padre lo supo, casi
hasta el final. Vestía ropas anchas, y aquello no crecía demasiado, al menos hasta que regresé...
¡Entonces se produjo aquel cambio infernal!"
"Me hablaba, te digo, ¡Me hablaba!... aquel rostro pequeño y arrugado, como el de un monito... el
modo en que movía aquellos diminutos ojos rojizos... esa vocecita chillona decía "más sangre,
Simon... Quiero más"... y entonces crecía; debía alimentarle dos veces al día, y cortar las uñas de
sus pequeñas manos negras..."
"Pero nunca predije esto; ¡Jamás me dí cuenta de que estaba tomando el control! Antes me habría
suicidado. ¡Lo juro! El año pasado comenzó a darse a conocer durante algunas horas y a darme
algunos datos. Dirigía la redacción de mi libro, y en ocasiones me obligaba a salir de noche en
extraños vagabundeos... Tomaba cada vez más y más sangre, y yo me debilitaba más y más. Cuando
volvía en mí, intentaba combatirlo. Busqué todo aquel material sobre las leyendas de los familiares,
e investigué, intentando zafarme de su dominio. Pero fue en vano. Y mientras tanto, él crecía y
crecía; se hizo más fuerte, más atrevido y más sabio. Ahora hablaba conmigo, y en ocasiones me
tanteaba. Supe que deseaba que le escuchara y obedeciera todo el tiempo. ¡Las promesas que me
hizo aquella horrible boquita! Convocaría al Oscuro y me uniría a un Culto. Entonces tendríamos
poder para mandar, y para llamar a la tierra a una nueva Maldad."
"No deseaba obedecer... ya lo sabes. Pero me estaba volviendo loco, y perdía tanta sangre... ahora,
Eso tomaba el control casi todo el tiempo, y ello hizo que yo temiera volver a la ciudad, porque esta
Cosa diabólica podría pensar que yo estaba intentando escapar, y podría moverse en mi espalda y
asustar a la gente... Cuando tenía los lapsus, y Eso controlaba mi mente, escribía sin parar... y
entonces viniste."
"Sé que quieres que me vaya, pero Eso no me dejará. Es demasiado tozudo para permitirlo. Incluso
mientras intento escribir estas líneas, puedo sentirle, lanzando órdenes a mi mente para que me
detenga. Pero no me detendré. Te lo contaré todo, mientras aún tenga oportunidad; antes de que me
domine para siempre y cumpla su negra voluntad con mi pobre cuerpo, y domine mi alma
indefensa. Deseo que sepas dónde se halla mi libro, para que puedas destruirlo si algo ocurriera.
Quiero decirte cómo disponer de esos espantosos volúmenes viejos de la librería. Y por encima de
todo. Deseo que me mates, si llegaras a ver que el homúnculo ha ganado el control absoluto. ¡Dios
sabe lo que intentará hacer cuando me haya doblegado!... ¡Qué duro me está resultando luchar, pues
en todo momento me está ordenando que baje mi pluma y queme esta hoja! Pero le combatiré...
debo hacerlo, hasta que pueda contarte qué fue lo que me dijo la criatura... lo que planea dejar
suelto por el mundo cuando me tenga totalmente esclavizado... Te lo diré... No puedo pensar... Lo
escribiré, ¡Maldito seas! ¡Para!... ¡No! ¡No hagas eso! Mantén tus manos........."

Eso es todo. Maglore se detuvo allí, debido a su muerte; porque aquella Cosa no deseaba que se
revelara su secreto. Es espantoso pensar en aquel horror, propio de una pesadilla, pero ese
pensamiento no es el peor. Lo que me turba es lo que vi cuando abrimos aquella puerta... la imagen
que explicaba cómo había muerto Maglore.
Allí estaba Maglore, en el suelo, cubierto de sangre. Estaba desnudo hasta la cintura, como ya he
dicho; y yacía boca abajo. Pero en su espalda estaba aquella Cosa, tal como la había descrito. ¡Y fue
aquel pequeño monstruo, temiendo que sus secretos fueran revelados, quien trepó un poco más alto
por la espalda de Simon Maglore, y quien, apretando sus diminutas zarpas negras en torno a su
desprotegido cuello, las hundió en la carne hasta matarle!
EL DEMONIO EN LA TIERRA-Hell on Earth
I. El Instituto.
—Permita que le haga una pregunta —me espetó mi visitante—. ¿Quisiera ir usted al infierno por
diez mil dólares?
—Amigo mío, enséñeme el dinero y dígame cuándo sale el primer tren —repliqué.
—Hablo en serio —repuso con gravedad el profesor Keith.
Al cabo de un instante cerré la boca, que había abierto de par en par.
—Un momento —pedí—. Usted no posee pezuñas ni se aparece entre nubes de azufre, ni está loco
ni toma drogas. Usted es el profesor Phillips Keith, director asociado del Instituto Rocklynn. Y me
ofrece diez mil dólares por ir al infierno.
El hombrecillo que estaba ante mí se ajustó los lentes y sonrió. Su aspecto era de obispo apacible.
—Si alguien ha de ir al infierno en mi lugar, deseo que sea usted —declaró muy solemne.
—Muy amable, profesor y le agradezco la deferencia. Pero quisiera que se explicara mejor y
entonces tai vez me decidiese. Un hombre no recibe este ofrecimiento todos los días.
Por toda respuesta me tendió un recorte de periódico.
—Lea esto.
INSTITUTO CIENTÍFICO A PUNTO DE CONVERTIRSE EN UN ANTRO DE BRUJERÍA
El mundialmente famoso Instituto Rocklynn se transformará en un lugar de reunión de demonios y
duendes, según los proyectos de Thomas M. Considine, el famoso filántropo. Considine ha donado
cincuenta mil dólares para quese utilicen en lo que él califica de "estudio científico de la hechicería
y la magia negra". El profesor Phillips Keith ha anunciado hoy que el Instituto Rocklynn se propone
estudiar seriamente las posibilidades del proyecto. Las bases científicas de los miagas antiguos son
Los vendedores de gatos negros, sapos disecados y filtros de amor, hallarán muy ventajoso entablar
relaciones con el Instituto Rocklynn.
—¡Es repugnante que hablen así del Instituto! —exclamé, devolviendo el recorte a Keith—.Ahora,
cuénteme la verdad.
Keith se puso de pie.
—¿Por qué no me acompaña y lo averigua por sí mismo?
—Encantado.

Salimos de mi casa y, subiendo al coche del profesor, nos internamos entre el tráfico callejero.
—Por lo visto, no se trata de ninguna exageración periodística —comenté—. ¿De veras proyecta
semejante experimento?
—Nunca he pensado nada con mayor seriedad —replicó el profesor—. Yo fui quien convenció a
Considine para que donase ese dinero. Durante muchos años ha sido mi ambición llevar a cabo un
experimento de esa clase. Lamento que los periódicos se hayan enterado del asunto; pero, de ahora
en adelante, ya no habrá más publicidad. Nadie debe saber que el Instituto Rocklynn intenta
resucitar lo muerto y conjurar a los demonios en la ciudad más moderna de la tierra.
—Bien —quise saber—, ¿cuál es mi papel en este asunto?
—Muy sencillo. Me citaron su nombre como el de un escritor de novelas terroríficas o fantásticas.
Por tanto, pensé que usted se hallaría más capacitado que otros para comprender esas verdades.
—Pero yo no creo en esas patrañas —objeté.
—Naturalmente. A eso voy. Usted se halla capacitado para comprender lo que intentamos; pero es
escéptico; no cree en lo que escribe; por ello se le ha elegido como testigo oficial e historiador de
nuestros experimentos. O sea que le contratamos como testigo.
—¿Quiere decir que me pagarán diez mil dólares por verles hacer brujerías? ¿Por acompañarles
montado en una escoba?
Keith se echó a reír.
—Es usted demasiado incrédulo. Venga, necesita un ejemplo inmediatamente.
Entramos en el rascacielos, subimos en el ascensor particular, cruzamos el vestíbulo del Instituto
Rocklynn, situado en el ático, y atravesamos una puerta señalada como "Privado". Si alguna vez
esta palabra ha estado bien empleada era en esta ocasión, pues era la simple barrera que separaba la
cordura de la demencia. Una demencia negra en una habitación tapizada enteramente de negro.
Iluminada por las rojas llamas de un brasero, cuyas ascuas eran como parpadeantes ojos infernales y
llena de perfumes de especias, humedad y tumba. Era una estancia que pertenecía al siglo XV,
arrancada a los sueños de los hechiceros y alquimistas. Cierto que las mesas y estantes eran
modernos, pero gemían bajo el peso de viejos horrores.
Una hilera de tubos de ensayo, de moderno cristal Pyrex, pero con etiquetas tan infernales como
éstas: "Sangre de murciélago", "Raíz de mandrágora", "Polvo de momio", "Grasa de cadáver", y
aún otras peores. En un rincón se veían unas neveras modernísimas, que contenían innumerables
cuerpos. Junto a un fuego de leña, sobre unos trébedes, veíanse extraños calderos. Un estante
contenía instrumentos de alquimia. Frascos con hierbas se hallaban junto a otros que contenían
huesos pulverizados. El suelo estaba cruzado por dibujos pentagonales y signos del zodíaco, hechos
con pintura azul fosforescente, y alguna otra materia que emitía radiaciones rojizas.
Una pared estaba cubierta de libros. La luz se reflejaba en polvorientos y resecos volúmenes, que en
un tiempo estuvieron en contacto con las manos de las brujas y los nigromantes. Por un momento,
permanecí junto al profesor Keith, en tanto la férrea puerta que acabábamos de cruzar se cerraba
detrás de nosotros. Unos ojos, de pronto, se fijaron en los dibujos y horrores de aquella habitación.
De repente algo se movió en un extremo de la estancia y avanzó hacia mí. De momento, sólo era
una sombra blanca, pero luego... Di un salto que por poco me obliga a chocar mi cabeza con el
techo.
—Le presento al doctor Ross —le presentó el profesor.
—¡Ejem! —carraspeé.

El ovalado rostro del doctor Ross se inclinó hacia delante. Una fina mano estrechó la mía y, con
deliciosa voz, el doctor declaró:
—Tengo un gran placer en conocerle.
—¡Ejem! —repetí.
—¿Sólo sabe decir "ejem"? —preguntó muy curioso el doctor Ross.
—Creo que también usted perdería la voz si le metiesen en un cuarto lleno de horrores, y cuando
esperase encontrarse delante de un fantasma viese avanzar hacia usted a la muchacha más
hermosa...
Me interrumpí. Sin embargo, no me arrepentía de mi desliz, pues el doctor Ross era en realidad la
doctora Ross, una joven bellísima. Su cabello rubio no estaba oculto por ninguna gorrita médica y
sus atractivas facciones estaban debidamente maquilladas, y su cuerpo esbelto quedaba bien
modelado por la bata blanca.
—Muchas gracias —dijo la doctora Ross sin ningún embarazo—. Bien venido al Instituto
Rocklynn. Supongo qué se interesa por la magia negra ¿verdad?
—Si todas las brujas son como usted...
—Lily Ross no es ninguna Circe —me interrumpió el profesor Keith—, y a usted no se le contrata
para que la piropee. Hay mucho trabajo que hacer. Esta tarde invocaremos a un demonio.
—¡Demonio! —exclamé en broma—. ¿Habla en serio?
Keith sacó del bolsillo unos papeles y los colocó sobre la mesa, junto a un crucifijo invertido en el
que estaba clavado un murciélago, cabeza abajo. Sacando una pluma estilográfica me lo tendió.
—Firme.
—¿Qué he de firmar?
—El contrato que compromete sus servicios por tres meses. Diez mil dólares. Cinco mil ahora y
otros cinco mil al término de nuestro ¡experimento. ¿Conforme?
—Desde luego —asentí.
Con mano temblorosa firmé el contrato, recibiendo del profesor Keith el cheque extendido por él
mismo.
—Bien —sonrió Keith, guardando los documentos—. ¿Podemos empezar ya, Lily?
—Todo está dispuesto, profesor —replicó la joven.
—Entonces, trace el pentagrama —murmuró Keith—. En la nevera encontrará la sangre
perfectamente conservada. Recite la invocación y encienda los fuegos. Yo la protegeré con los
revólveres. Si ocurriese algo dispararía a matar.
Con una amable sonrisa, Keith sacó dos revólveres que llevaba en sus fundas sobaqueras y los
empuñó fuertemente.
II. La Aparición.
—Están cargados con balas de plata —me explicó el profesor—. Son excelentes contra los
vampiros, los hombres-lobo y los vrykolas. No sé lo eficaces que puedan ser contra los dracónibus...
—¿Qué?
—Un dracónibu es un cacodemonio de la noche. Una especie de íncubo. Si el abate Richalmus no
se engaña. Empleamos su invocación del libro Líber revelatonium de insídiate versutiis daemonum
adversus homines. Dice que esos seres son negros, escamosos, de aspecto casi humano, aparte de
las alas y los colmillos, pero de un orden inferior de inteligencia. Son algo semejantes a los
elementales. Si las balas nada pueden contra ellos, siempre queda el pentagrama. Ya sabe qué es:

una estrella de cinco puntas, que representa a Satanás, el macho cabrío del sábado.
—Oiga ¿está loco? —le pregunté a mi pesar.
—Un momento —se enojó Keith—. Desde el principio aclaremos una cosa: nada me importa su
escepticismo. Y le ruego que no dude de mi buen juicio ni de la sinceridad de mis actos.
—¡Pero todo esto es demasiado pueril y absurdo! —me quejé—. ¡Mezclar la ciencia con la brujería!
—¿Por qué no? —inquirió Keith—. La magia de ayer es la ciencia de hoy. Los brujos de los siglos
precedentes al nuestro trataban de alejar los demonios del cuerpo humano de que se habían
apoderado. Actualmente, los psiquiatras curan la locura mediante el hipnotismo, casi de igual
forma. Hubo un tiempo en que los alquimistas trataban de convertir en oro otros metales más bajos.
Actualmente, ese mismo esfuerzo se continúa sobre la base de las mismas investigaciones. ¿No
intentan en la actualidad los médicos obtener el elixir de larga vida empleando sangre humana y
animal, como antes hacían los magos? ¿No se quiebran los cascos nuestros sabios con los vitales
problemas de la Vida y la Muerte? ¿No conservan, vivas, cabezas de perros y gallinas a pesar de
haber sido ya cercenadas? En otras épocas, esos trabajos costaban la hoguera. Aquellos sabios
morían por enfrentarse con los problemas que hoy atacan abiertamente nuestros hombres de ciencia.
Pero estoy convencido de que los sabios de antaño obtuvieron en algunos casos un éxito mayor que
los de ahora.
—Entonces ¿cree que los hechiceros consiguieron resucitar a los muertos e invocar los espíritus
elementales?
—Quiero decir que lo intentaron y que tal vez tuvieron éxito. Que sus teorías no eran erróneas, pero
que quizás lo fueron sus sistemas y métodos de trabajo. Y opino que la ciencia moderna puede
hacerse con las mismas teorías, aplicar los 'debidos métodos y obtener un éxito mayor. Y eso es lo
que me dispongo a hacer.
—Pero...
—Observe.
Obedecí. Observé. La grácil figura de Lily Ross iba de un lado a otro de la estancia. Sus dedos, al
acercarse al brasero, parecían poblarse de llamitas. De una bolsa que llevaba a la cintura sacó unos
polvos que derramó sobre las ascuas, de las cuales se elevaron unas llamas verdes, azules y
purpúreas. Un calidoscopio de diabólica luminosidad inundó la amplia estancia. Rojas llamas
brotaban de las velas y saltaban de los pabilos a la oscuridad. Lily inclinóse al suelo y trazó un
dibujo plateado. Una estrella de cinco puntas. El espacio interior de la estrella se llenó con un
líquido rojo.
—Sangre —susurró Keith—. Sangre tipo B.
—¿Cómo?
—Sí, tipo B. ¿No le he contado que utilizábamos métodos científicos modernos? El hechicero de la
Edad Media era casi un charlatán. Algunos rondaban por las cortes de los nobles o príncipes,
pasando por astrólogos, por lectores quirománticos y halagando en todo a sus amos. Otros no hacían
más que solicitar dinero para conseguir la transmutación del plomo en oro, lograr el elixir de la
juventud o encontrar la piedra filosofal. Charlatanes y sólo charlatanes. Otra clase de vividores eran
los que vendían filtros de amor, prometían echar mal de ojo a los enemigos de sus clientes y
pretendían curar los males, desde la epilepsia al cólera. Mezclados entre esos impostores se hallaban
los psicópatas. Los demonomaníacos que danzaban desnudos en los cerros y colinas durante el
Walpurgis, afirmando cabalgar sobre escobas voladoras, conversar con los muertos y tener amantes
infernales. Pero siempre existieron hombres que tomaron en serio los estudios de esa ciencia. De
sus escritos, de sus hechizos e invocaciones, nos valemos ahora.
Keith hizo una pausa para indicar las estancias.
—Me costó largo tiempo reunir esta colección. Manuscritos, pergaminos, fragmentos de tratados,
documentos secretos de todos los países y edades. Valiosos incunables que cuestan una fortuna.

Pero la valen.
—¿Y no están llenos de las mismas necedades que los demás? —quise saber—. He leído algunos de
tales libros y más parecen obra de algunos locos.
—Entre las solemnes necedades puede haber verdades enormes. Se descubren fácilmente. Algunas
invocadas están equivocadas, otras son auténticas.
—¿O sea que si lee un conjuro aparecerá un demonio, un vampiro o un fantasma?
—Sí, si se lee correctamente —asintió Keith—. Ésa es la base. Ahí es donde interviene la ciencia.
En muchos casos, por temor, no se ha escrito la invocación completa. En otros el conjuro tiene
palabras cambiadas debido a una traducción incorrecta. La Iglesia quemó tolos los manuscritos y
libros de esa clase que pudo hallar. Lo hizo durante varios siglos. Y tuvimos que emplear varios
meses en los preparativos, seleccionando lo bueno entre lo malo, uniendo fragmentos sueltos,
estudiando las fuentes de origen. Ha sido un trabajo muy arduo para la doctora Ross y para mí. No
obstante, podemos hoy asegurar que poseemos en nuestras manos casi un centenar de conjuros
legítimos para la invocación de las fuerzas sobrenaturales. Si se recitan como es debido, se obtiene,
como con las oraciones corrientes, un resultado inmediato. Además, algunas de las invocaciones
exigen ceremonias como ésta. Hemos gastado una enorme cantidad de dinero para reunir el
instrumental y los materiales necesarios para estos experimentos. Cuesta mucho encontrar sangre de
mandril y obtener los cadáveres necesarios. Es repulsivo, bien lo sé, pero imprescindible.
—Pero sangre del tipo B... —repetí, encogiéndome de hombres.
—Es una simple demostración de lo cuidado de nuestro método de trabajo. Atacaremos lo natural
con métodos modernos. Tenga en cuenta los fracasos de nuestros antecesores. Ya he dicho que la
mayoría de los hechiceros eran unos farsantes. Los que trabajaban seriamente utilizaban, a veces,
traducciones equivocadas, como ya he demostrado. Como es natural, no triunfaban. Otras veces,
carecían de los materiales debidos. Si el conjuro exigía el empleo de sangre de mandril, ellos
utilizaban otra clase de sangre y, por simple reacción química, el conjuro quedaba destruido. Al
utilizar sangre humana hay que tener en cuenta la cantidad tan variada de tipos existentes y, por
consiguiente, un hechizo que surtiría efecto empleando la sangre debida, puede fracasar con el uso
de otra sangre. Si ahora nos hallamos con una receta que exige el empleo de polvos de cuerno de
unicornio, la echamos al cesto de los papeles pues sabemos que es un fraude. En fin, tal vez a usted
todo eso le parezcan detalles sin valor, pero en ellos puede residir el triunfo, como resultado de un
razonamiento científico. Hemos repasado bien nuestros hechizos e invocaciones, hemos
comprobado las fórmulas, reuniendo los ingredientes más auténticos. En tales condiciones no
podemos fracasar, si existe alguna verdad en las historias sobrenaturales que han privado en el
mundo durante las edades anteriores a la nuestra. Hoy, empleando la sangre de tipo B, vamos a
poner en práctica la invocación de Richalmus para evocar un dracónibus. La doctora Ross ha
trazado el pentagrama y ha alimentado los fuegos con los tres colores. Ahora leerá la invocación en
su original latino. Si las condiciones se producen exactamente como está mandado, pronto veremos
al alado demonio de la noche que el buen abad describió tan gráficamente. Quizás lo podamos
capturar y lo ofrezcamos como prueba viviente al mundo.
—¿Quiere capturarlo? —murmuré. Keith sonrió.
—¿Por qué no? Esa es la prueba que necesitamos para confundir a los escépticos. El mismo Tom
Considine, cuando me dio el dinero, se rió de mí. Me gustaría ver su expresión cuando le enviase el
dracónibus.
Keith soltó una carcajada y señaló al techo.
—Si la cosa aparece y es peligrosa, tengo siempre a mano las balas de plata para dominarlo, pero
preferiría mucho más capturarla viva. Hay que tener en cuenta la importancia científica.
Miré hacia donde señalaba con el dedo. Suspendida por cadenas, en el techo, se veía como una
cabina de cristal. Pendía directamente encima del espacio en que se veía el pentagrama.


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