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Título: Relato oscuro de Gabriel
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∞Oscuridad∞
∞
Gabriel sumergió sus manos en la sangre caliente de su victima, agarrando sus
entrañas. Tiró fuerte intentando que no se desparramaran, no era fácil sacarlas todas
pero necesitaba un cuerpo limpio, vacío. Cortando los extremos que se agarraban al
cuerpo las puso a un lado, y giró el cuerpo para vaciar el lago de sangre de la cuenca de
su estomago abierto. Con el mismo cuchillo se puso a rascar el interior,
meticulosamente, dejando su pecho como una mera cáscara. La furia que le
acompañaba, esa rabia ciega que tenía en su interior había menguado, casi desaparecido,
escondiéndose en el interior de su alma como un pequeño lunar negro en el muslo de
una bailarina. Se encontraba en paz, tan en paz como podía estar, mientras continuaba
su habitual ritual sangriento, convirtiendo lo que fue una vida en un recipiente vacío,
vacío como Gabriel se sentía.
No siempre había sido así, Gabriel fue una vez un niño feliz, quizás extraño,
algo tímido y aislado, pero feliz. Su infancia fue como la de cualquier otro niño
afortunado, disfrutando del mundo protegido y cálido de la ignorancia. Sus padres se
ganaban bien la vida y los tres hermanos que completaban la familia gozaban de buena
salud, y todo transcurría con la normalidad esperada y buena de un Occidente satisfecho
de si mismo. Pero el tiempo, que ya sabemos que es como la arena, transcurrió
inexorable como si mismo y la duna de la tragedia se cernió sobre él.
Primero fue su padre, que enfermó de repente, de una de esas enfermedades que
antes no tenían nombre. No tardó en acabarse su hilo entre los dedos de las parcas y se
fue, dejándolos sólos. Gabriel no era un niño, ni un adolescente, estaba en esa edad que
no era ni una cosa ni la otra. Acusó el golpe, aunque como un niño no entendía el daño
del mismo en toda su dimensión. Él y sus hermanos tuvieron que mudarse, y así perdió
a su primer amor. La perdida de su padre y del amor, dejaron un poso negro en su
brillante alma de niño y bajo, muy profundo, nació una voz que se preguntaba porque.
Pero la vida sigue como el agua moja, así que Gabriel se adaptó a su nueva
realidad. Puede que fuera un poco más tímido, y que se sintiera un poco más aislado,
pero al cabo de un momento en la vida de un niño, al cabo de unos meses quizás un año,
volvió a ser feliz. No tenía las mismas zapatillas, las mejores, ni tenía los últimos
juegos, y su madre y su hermana mayor le parecían siempre ojerosas, casi siempre con
pocas ganas jugar con él, pero jugaba con sus nuevos amigos, pocos, y leía libros que le
llevaban a otros mundos. Así como os cuento siguió girando el mundo de Gabriel,
despacio y rápido a la vez.
Pero la infame duna no había pasado, en realidad la tenían justo encima, y los
ahogaba en toneladas de funesta y asfixiante arena aunque ni Gabriel ni su familia lo
sabían. El siguiente golpe, anónimo como el primero, lo recibió su hermano, aunque
todos lo sintieron como si lo recibieran en sus propios riñones. También se fue, como su
padre, pero a diferencia de él se fue de repente, victima del azar trucado de un accidente
de tráfico. El truco estaba en las copas que tomó el conductor que lo atropelló, parando
su reloj en dieciséis años, cuarenta días y seis horas, los segundos no los sé porque es
difícil saber cuando exactamente empieza y acaba la historia del hermano de Gabriel.
Pero acabó, y eso no lo podía cambiar ni la madre hundida ni la hermana
enfurecida ni Gabriel, que acusó el golpe aún más confundido en su confusa
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adolescencia. Una nueva capa de lodo negro recubrió su otrora brillante esencia infantil,
atrapada en el alquitrán negro de la desgracia, aunque todavía no sumergida por
completo. El grito soterrado, en busca de respuestas, se unía a una rabia roja, fuerte, con
la energía de la juventud. Pero como digo, todavía era joven, todavía estaba lejos de las
verdades que nos hacen adultos, y aún guardaba esperanza y fe en que toda cruz tiene su
cara. Así que, sin que nadie pudiera impedirlo Gabriel siguió creciendo, ahora sí
totalmente tímido, totalmente aislado, aferrado a sus libros y con un expediente
académico brillante y prometedor. No digo, estimado lector, que la esperanza resida en
la ignorancia, sólo digo que Gabriel la tenía como un sentimiento intrínseco de la
juventud.
Entonces el oxígeno del amor llegó en forma de compañera de estudios. Era
alta, guapa, voluptuosa como una mujer y caprichosa como un adolescente, con ojos
azules, profundos, que escondían para él respuestas a sus porqués. Gabriel era ya
entonces un chico guapo, alto y bien formado, con un alo de dolor oscuro y misterio que
lo hacía más popular entre sus compañeras de lo que él jamás hubiera imaginado en esa
época. Seguramente hubiera podido averiguar íntimamente si ella era lo que veía
cuando la miraba, entonces hubiera comprobado si lo era o no, pero nunca lo supo
porque nunca se lo preguntó, y otra capa negra se posó, esta vez de manera
imperceptible.
El tiempo siguió pasando, llegando a la universidad, separándole de ella y de la
luz de su imagen. Para entonces su hermana mayor ya no vivía con ellos, y aunque les
ayudaba a llegar a fin de mes no se ocupaba de Gabriel, si es que a esa edad tenemos
derecho a alguien que se ocupe de nosotros. Su madre hacía lo que podía, entre copas de
ginebra y amantes despiadados. Desde que su hermano murió no había conseguido
emerger y era como si no existiera. Gabriel seguía destacando en sus estudios, aunque
no le reportaban satisfacción alguna, la separación de su segundo amor le había dejado
vacío y se ahogaba en el lodo oscuro de un alma aún brillante, como según cuentan
brillan todas las almas.
Pero el grito rojo de la rabia enfurecida era ya una constante en su vida, que
apagaba con hachís, alcohol y otros entumecedores. Entre la niebla de la inconsciencia
voluntaria volvió a brillar el sol, y otra vez tuvo forma de mujer. Era menuda, preciosa
como una muñeca de porcelana con ojos negros como una noche oscura pero cálidos
como la arena de la playa después de un baño en un mar de junio. Conectaron de
inmediato, pues a ella la vida también le había golpeado con furia, y esta vez Gabriel no
pudo huir, aunque en honor de la verdad tampoco quiso. Ella era fuerte, como sólo lo
son las mujeres buenas, con una fuerza frágil e inquebrantable, capaz de absorber la
oscuridad de la vida e irradiar un amor quizás resignado pero puro, auténtico, maternal.
Gabriel se aferró a ella y después de mucho tiempo volvió a ser feliz. Su grito se
convirtió en susurro y el lodo se solidificó bajo los pies de su alma, que se pudo asentar
con firmeza. Pero traicionado por si mismo o por sus demonios, la perdió. O más bien la
despreció, adentrándose voluntariamente en la oscuridad de relaciones onerosas o no,
traicionando también su confianza y su afecto y causando un daño irreparable y sin
retorno. Para entonces ya se ganaba bien la vida, y vivía sólo. La pérdida buscada le
devolvió a la rabia, al grito y a la insatisfacción y a partir de entonces la oscuridad tomó
el control. Aunque si tenemos que especificar el momento concreto, fue cuando sucedió
lo que os voy a contar a continuación.
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Perdido y con rumbo, cumplía con sus obligaciones y pagaba sus facturas.
Pagaba también sus vicios de noche y fin de semana, buscando cada vez más y cada vez
más cerca de unos límites que en realidad no existen. Y entonces sucedió, una noche
como cualquier otra, en su apartamento, puesto de todo y consciente a la vez, en
compañía de otra alma a la deriva en cuerpo de prostituta callejera atrapada por las
drogas y quien sabe por quien más, practicando un sexo agresivo y animal, degradante
para ambos, cuando casi al final de una mamada de dientes sucios y saliva infectada,
Gabriel tocó un enorme herpes que recorría la espalda de la desdichada, con grandes
relieves en forma de granos y eyaculó. Pero la sensación del tacto le arruinó el clímax, y
esto le enfureció. La rabia roja y el lodo oscuro se apoderaron de él, o más bien él se
convirtió en ellos, golpeando a la mujer una y otra vez. Cuando acabó pensó que tenía
las manos rotas, de lo que le dolían, y la mujer yacía muerta y ensangrentada sin cara.
Gabriel no experimentó horror, ni repugnancia, tampoco satisfacción ni euforia.
Se sintió vacío, completamente hueco por dentro, así que pensó que si él estaba vacío
también ella iba ha estarlo, y se encargó de ello. La carcasa de la pobre mujer asesinada
que arrojó a un descampado muchas horas después fue la primera víctima de Gabriel,
aunque como ha estas alturas ya os podéis imaginar, no la última.
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