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Título: E
Autor: Fundaci Rafael Campalans

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PAPERS DE LA FUNDACIÓ/88

Un matrimonio mal avenido: hacia una unión más progresiva
entre marxismo y feminismo.
Heidi Hartmann

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PAPERS DE LA FUNDACIÓ/88

Este artículo defiende la tesis de que la relación entre marxismo y feminismo ha sido
siempre desigual en todas las formas que ha tomado hasta ahora. Aunque tanto el
método marxista como el análisis feminista son necesarios para comprender las
sociedades capitalistas y la posición de la mujer dentro de éstas, de hecho el
feminismo ha sido constantemente subordinado. Este artículo pone en tela de juicio la
labor tanto del marxismo como del feminismo radical en torno a la “cuestión de la
mujer” y mantiene que lo que hay que analizar es la combinación de patriarcado y
capitalismo. Espero que éste sea un artículo que suscite grandes polémicas.
El “matrimonio” entre marxismo y feminismo ha sido como el matrimonio según el
derecho consuetudinario inglés: marxismo y feminismo son una sola cosa, y esta
cosa es el marxismo1. Los recientes intentos de integrar marxismo y feminismo son
insatisfactorios para nosotras como feministas porque en ellos la lucha feminista
queda subsumida en la lucha “más amplia” contra el capital. Prosiguiendo con nuestro
símil, es preciso un matrimonio más saludable o el divorcio.
Las desigualdades en este matrimonio, como en la mayoría de los fenómenos
sociales, no son accidentales. Muchos marxistas suelen afirmar que, en el mejor de
los casos, el feminismo es menos importante que la lucha de clases y que, en el peor,
divide a la clase obrera. Esta postura política da lugar a un análisis en el que el
feminismo se absorbe en la lucha de clases. Además, el poder analítico del marxismo
con respecto al capital ha hecho que pasaran inadvertidas sus limitaciones con
respecto al sexismo. Aquí mantendremos que si bien el análisis marxista aporta una
visión esencial de la leyes del desarrollo histórico, y de las del capital en particular, las
categorías del marxismo son ciegas al sexo. Sólo un análisis específicamente
feminista revela el carácter sistemático de las relaciones entre hombre y mujer. Sin
embargo, el análisis feminista por sí solo es insuficiente, ya que es ciego a la historia y
no es lo bastante materialista. Hay que recurrir tanto al análisis marxista, y en
particular a su método histórico y materialista, como al análisis feminista, y en especial
a la identificación del patriarcado como estructura social e histórica, si se quiere
entender el desarrollo de las sociedades capitalistas occidentales y la difícil situación
de la mujer dentro de ellas. En este ensayo proponemos una nueva orientación para
el análisis feminista marxista.
En la primera parte de nuestro análisis se examinan varios enfoques marxistas a la
“cuestión de la mujer”. Luego nos centramos, en la segunda parte, en el trabajo de las
feministas radicales. Tras observar las limitaciones de las definiciones que da el
feminismo radical del patriarcado, ofrecemos las nuestras. En la tercera parte
tratamos de utilizar la fuerza tanto del marxismo como del feminismo para hacer
algunas sugerencias sobre el desarrollo de las sociedades capitalistas y sobre la
actual situación de la mujer. Intentamos utilizar la metodología marxista para analizar
los objetivos feministas, corrigiendo el desequilibrio de la reciente labor del feminismo
socialista y proponiendo un análisis más completo de nuestra actual formación
socioeconómica. Defendemos la tesis de que un análisis materialista demuestra que
el patriarcado no es simplemente una estructura psíquica, sino también social y
económica. Sugerimos que nuestra sociedad puede ser mejor comprendida si se
reconoce que está organizada sobre bases tanto capitalistas como patriarcales. Al
tiempo que indicamos las tensiones entre los intereses patriarcales y los capitalistas,

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mantenemos que la acumulación del capital se acomoda a la estructura social
patriarcal y contribuye a perpetuarla. Sugerimos en este contexto que la ideología
sexista ha asumido una forma peculiarmente capitalista en la actualidad, que ilustra
una de las maneras en que las relaciones patriarcales tienden a apuntalar el
capitalismo. Defendemos la tesis, en resumen, de que se ha producido una
colaboración entre patriarcado y capitalismo.
En la cuarta parte, para terminar, mantenemos que las relaciones políticas entre
marxismo y feminismo explican el predominio del marxismo sobre el feminismo en la
concepción de la “cuestión de la mujer” por parte de la izquierda. Así pues, una unión
más progresiva entre marxismo y feminismo requiere no sólo una mejor comprensión
intelectual de las relaciones de clase y sexo, sino también que la alianza reemplace al
predominio y la subordinación en la política de la izquierda.

El marxismo y la cuestión de la mujer
La “cuestión de la mujer” no ha sido nunca la “cuestión feminista”. La cuestión
feminista se refiere a las causas de la desigualdad sexual entre hombres y mujeres,
del predominio del hombre sobre la mujer. La mayoría de los análisis marxistas de la
posición de la mujer parten de la relación de la mujer con el sistema económico, y no
de la relación de la mujer con el hombre, suponiendo al parecer que esta última
quedará explicada en su análisis de la primera. El análisis marxista de la cuestión de
la mujer ha adoptado tres formas principales. Todas ellas ven la opresión de la mujer
en nuestra conexión (o en nuestra falta de conexión) con la producción. Al definir a la
mujer como parte de la clase obrera, estos análisis subsumen la relación del obrero
con el capital. En primer lugar, los primitivos marxistas, incluidos Marx, Engels,
Kautsky y Lenin, pensaban que el capitalismo arrastraría a todas las mujeres hacia el
trabajo asalariado y que este proceso destruiría la división sexual del trabajo. En
segundo lugar, los marxistas contemporáneos han incluido a la mujer en el análisis de
la “vida cotidiana” en el capitalismo. Dentro de este punto de vista se supone que
todos los aspectos de nuestra vida reproducen el sistema capitalista, y que dentro de
este sistema todas somos trabajadoras. Y en tercer lugar, las feministas marxistas se
han centrado en el trabajo doméstico y su relación con el capital, manteniendo
algunas que el trabajo doméstico produce plusvalor y que las amas de casa trabajan
directamente para los capitalistas.
Estos tres enfoques son examinados
sucesivamente.
Engels, en El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, reconocía la
posición de inferioridad de la mujer y la atribuía a la institución de la propiedad
privada2. En la familia burguesa, afirmaba Engels, la mujer tenía que servir a su amo,
ser monógama y dar herederos que heredaran la propiedad. Entre los proletarios,
proseguía Engels, la mujer no era oprimida porque no había propiedad privada que
legar. Engels continuaba diciendo que, a medida que la extensión del trabajo
asalariado destruía la pequeña propiedad campesina y que las mujeres y los niños se
incorporaban a la fuerza de trabajo asalariado junto con los hombres, se socavaba la
autoridad del cabeza de familia y se destruían las relaciones patriarcales3. Para
Engels, la participación de la mujer en el trabajo era la clave de su emancipación. El
capitalismo aboliría las diferencias de sexo y trataría a todos los trabajadores por

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igual. La mujer se haría económicamente independiente del hombre y participaría en
pie de igualdad con él en la realización de la revolución proletaria. Tras la revolución,
cuando todos fueran trabajadores y la propiedad privada hubiera sido abolida, la mujer
quedaría emancipada del capital al igual que el hombre. Los marxistas eran
conscientes de las penalidades que la participación de la mujer en el trabajo suponía
para la mujer y su familia, al hacer que la mujer realizase un doble trabajo: el
doméstico y el asalariado. Sin embargo, no hacían tanto hincapié en la continua
subordinación de la mujer en el hogar como en el carácter progresivo de la “erosión”
de las relaciones patriarcales por el capitalismo. El socialismo liberaría a la mujer de
su doble carga colectivizando el trabajo doméstico.
Las implicaciones políticas de este primer enfoque marxista son obvias. La liberación
de la mujer requiere, en primer lugar, que ésta se convierta en una trabajadora
asalariada como el hombre, y en segundo lugar, que se una a éste en la lucha
revolucionaria contra el capitalismo. El capital y la propiedad privada, decían los
primitivos marxistas, son las causas de la peculiar opresión de la mujer, del mismo
modo que el capital es la causa de la explotación de los trabajadores en general.
Aunque eran conscientes de la deplorable situación de la mujer en su época, los
primitivos marxistas no se preocuparon de las diferencias entre las experiencias del
hombre y las de la mujer en el capitalismo. No se preocuparon de la cuestión
feminista: cómo y por qué es oprimida la mujer como mujer. No reconocieron, pues,
el interés personal que tenía el hombre en que continuara la subordinación de la
mujer. Como mantendremos en la tercera parte de este artículo, el hombre se
beneficiaba de no tener que hacer el trabajo doméstico, de tener a su mujer y su hija a
su servicio y de tener los mejores puestos en el mercado de trabajo. Las relaciones
patriarcales, lejos de ser reliquias atávicas, de quedar rápidamente pasadas de moda
con el capitalismo, tal como sugerían los primeros marxistas, han sobrevivido y
prosperado a su lado. Y dado que el capital y la propiedad privada no son la causa de
la opresión de la mujer como mujer, su fin no provocará por sí solo el fin de la opresión
de la mujer.
Tal vez el más popular de los últimos artículos que ilustran el segundo enfoque
marxista, la escuela de la vida cotidiana, sea la serie de Eli Zaretsky en Socialist
Revolution4. Zaretsky está de acuerdo con el análisis feminista cuando afirma que el
sexismo no es un nuevo fenómeno producido por el capitalismo, aunque subraya que
la forma particular que toma ahora el sexismo ha sido configurada por el capital. Se
centra en las diferentes experiencias del hombre y la mujer bajo el capitalismo. Un
siglo después de Engels, cuando el capitalismo ya ha madurado, Zaretsky señala que
el capitalismo no ha supuesto la incorporación de la mujer al trabajo en un plano de
igualdad con el hombre. Lo que ha hecho el capital ha sido más bien crear una
separación entre el hogar, la familia y la vida personal, por un lado y el lugar de
trabajo, por otro5.
El sexismo se ha vuelto más virulento bajo el capitalismo, según Zaretsky, a causa de
esta separación entre el trabajo asalariado y el trabajo en el hogar. La creciente
opresión de la mujer tiene por causa su exclusión del trabajo asalariado. Zaretsky
mantiene que mientras el hombre está oprimido por tener que hacer un trabajo
asalariado, la mujer está oprimida porque no se le permite hacer un trabajo asalariado.

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La exclusión de la mujer del trabajo asalariado es debida primordialmente al
capitalismo, porque éste crea el trabajo asalariado fuera del hogar al tiempo que exige
que la mujer trabaje en el hogar a fin de reproducir trabajadores asalariados para el
sistema capitalista. La mujer reproduce la mano de obra, proporciona cuidados
psicológicos a los trabajadores y procura una isla de intimidad en un mar de
alienación. En opinión de Zaretsky, la mujer trabaja para el capital y no para el
hombre; es sólo la separación entre el hogar y el lugar de trabajo y la privatización del
trabajo doméstico provocada por el capitalismo lo que crea la apariencia de que la
mujer trabaja para el hombre de forma privada en el hogar. La diferencia entre la
apariencia de que la mujer trabaja para el hombre y la realidad de que la mujer trabaja
para el capital ha dado lugar a que las energías del movimiento de la mujer estén mal
encaminadas. La mujer debería reconocer que también forma parte de la clase obrera,
aun cuando trabaje en casa.
En opinión de Zaretsky, “el ama de casa y el proletario son los dos trabajadores
característicos de la sociedad capitalista desarrollada”6, y la segmentación de sus
vidas oprime tanto al marido-proletario como a la mujer-ama de casa. Sólo una nueva
conceptualización de la “producción” que incluya el trabajo de la mujer en el hogar y
todas las otras actividades socialmente necesarias permitirá a los socialistas luchar
por establecer una sociedad en la que se supere esta separación destructiva. Según
Zaretsky, el hombre y la mujer deben luchar juntos (o por separado) a fin de reunir las
esferas divididas de sus vidas y crear un socialismo humano que satisfaga todas
nuestras necesidades privadas y públicas. Al reconocer al capital como raíz de su
problema, el hombre y la mujer lucharán contra el capital y no entre sí. Puesto que el
capitalismo es la causa de la separación entre nuestras vidas, pública y privada, el fin
del capitalismo pondrá fin a esta separación, reunirá nuestras vidas y terminará con la
opresión tanto del hombre como de la mujer.
El análisis de Zaretsky toma prestados muchos elementos del movimiento feminista,
pero en última instancia está a favor de una reorientación de este movimiento.
Zaretsky acepta el argumento feminista de que el sexismo es anterior al capitalismo,
acepta buena parte del argumento feminista marxista de que el trabajo doméstico es
crucial para la reproducción del capital; reconoce que el trabajo doméstico es un
trabajo duro y no lo minimiza, y utiliza los conceptos de supremacía masculina y
sexismo. Pero su análisis se basa en última instancia en la idea de separación, en el
concepto de división como el quid del problema, división atribuible al capitalismo. Al
igual que el argumento de las “esferas complementarias” de principios del siglo XX,
que mantenía que las esferas del hombre y de la mujer eran complementarias,
distintas pero igualmente importantes, Zaretsky niega en buena medida la importancia
y la existencia de la desigualdad entre el hombre y la mujer. Lo que le preocupa es la
relación de la mujer, la familia y la esfera privada con el capitalismo. Además, aunque
el capitalismo creara la esfera privada, como afirma Zaretsky, ¿cómo es que la mujer
trabaja en ella y el hombre fuera? Indudablemente, esto no puede explicarse sin hacer
referencia al patriarcado, al predominio sistemático del hombre sobre la mujer. Desde
nuestro punto de vista, el problema de la familia, el mercado de trabajo, la economía y
la sociedad no es simplemente una división del trabajo entre el hombre y la mujer, sino
una división que sitúa al hombre en una posición de superioridad y a la mujer en una
posición subordinada.

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Del mismo modo que Engels ve en la propiedad privada la contribución capitalista a la
opresión de la mujer, Zaretsky la ve en la esfera privada. La mujer está oprimida
porque trabaja en el hogar de forma privada. Zaretsky y Engels idealizan la familia y la
comunidad preindustrial, donde hombres, mujeres, adultos y niños trabajan juntos en
una empresa centrada en la familia y participaban todos en la vida comunitaria. El
socialismo humano de Zaretsky reunirá a la familia y recreará este “taller feliz”.
Si bien afirmamos que el socialismo interesa al hombre y a la mujer, no está del todo
claro que todos estemos luchando por el mismo tipo de “socialismo humano”, o que
tengamos la misma concepción de la lucha requerida para llegar a él, y mucho menos
que el capital sea el único responsable de nuestra actual opresión. Mientras que
Zaretsky piensa que la mujer parece trabajar para el hombre, pero en realidad trabaja
para el capital, nosotras pensamos que la mujer trabaja en la familia realmente para el
hombre, aunque evidentemente reproduce también el capitalismo. Una nueva
conceptualización de la “producción” puede ayudarnos a reflexionar sobre el tipo de
sociedad que deseamos crear, pero de aquí a su creación la lucha entre el hombre y
la mujer tendrá que continuar junto con la lucha contra el capital.
Las feministas marxistas que han examinado el trabajo doméstico también han
subsumido la lucha feminista en la lucha contra el capital. El análisis teórico de
Mariarosa Dalla Costa acerca del trabajo doméstico parte de la relación del trabajo
doméstico con el capital y del lugar del trabajo doméstico en la sociedad capitalista, y
no de las relaciones entre el hombre y la mujer, tal como se dan en el trabajo
doméstico7. Sin embargo, la postura política de Dalla Costa de que la mujer debería
exigir un salario por el trabajo doméstico ha despertado una mayor conciencia de la
importancia del trabajo doméstico entre las mujeres del movimiento feminista. Los
grupos de mujeres de todos los Estados Unidos debatieron y siguen debatiendo la
necesidad de esta reivindicación8. Al pretender que la mujer en el hogar no sólo
proporciona servicios esenciales al capital reproduciendo la fuerza de trabajo, sino
que también crea plusvalor a través de este trabajo9, Dalla Costa despertó también en
la izquierda una mayor conciencia de la importancia del trabajo doméstico, y dio lugar
a un largo debate sobre la relación entre el trabajo doméstico y el capital10.
Dalla Costa utiliza la concepción feminista del trabajo doméstico como un trabajo real
para reivindicar su legitimidad bajo el capitalismo, afirmando que debería ser un
trabajo asalariado. La mujer debería reivindicar un salario por el trabajo doméstico, en
lugar de dejarse incorporar al trabajo tradicional, donde, al hacer una “doble jornada”,
la mujer seguiría suministrando trabajo doméstico al capital gratuitamente al mismo
tiempo que trabajo asalariado. Dalla Costa sugiere que las mujeres que recibieran un
salario por el trabajo doméstico serían capaces de organizar este trabajo doméstico
colectivamente, atendiendo de forma comunitaria al cuidado de los niños, la
preparación de la comida, etcétera. Si reivindicara un salario y lo obtuviera, la mujer
tendría mayor conciencia de la importancia de su trabajo, vería su significación social,
así como su necesidad privada, primer paso obligado hacia un cambio social más
amplio.

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Dalla Costa mantiene que lo socialmente importante del trabajo doméstico es su
necesidad para el capital. En esto estriba la importancia estratégica de la mujer. Al
reivindicar un salario por el trabajo doméstico y negarse a participar en el mercado de
trabajo, la mujer puede encabezar la lucha contra el capital. Las organizaciones
comunitarias de mujeres pueden ser subversivas para el capital y sentar las bases no
sólo para la resistencia a los abusos del capital, sino también para la formación de una
nueva sociedad.
Dalla Costa reconoce que el hombre se opondrá a la liberación de la mujer (que se
producirá cuando las mujeres organicen sus comunidades) y que la mujer tendrá que
luchar contra él, pero esta lucha es complementaria de la que debe ser librada para
lograr el fin último del socialismo. Para Dalla Costa, las luchas de las mujeres son
revolucionarias no porque sean feministas, sino porque son anticapitalistas. Dalla
Costa hace sitio en la revolución a la lucha de las mujeres, convirtiendo a las mujeres
en productoras de plusvalor y, por consiguiente, en parte de la clase trabajadora. Esto
legitima la actividad política de la mujer11.
El movimiento de la mujer nunca ha dudado de la importancia de la lucha de las
mujeres, ya que para las feministas el objetivo es la liberación de la mujer, que sólo
puede ser conseguida a través de esta lucha. La contribución de Dalla Costa a una
mejor comprensión de la naturaleza social del trabajo doméstico ha supuesto un
avance incalculable. Pero, al igual que los otros enfoques marxistas aquí examinados,
el suyo se centra en el capital, no en las relaciones entre el hombre y la mujer. El
hecho de que el hombre y la mujer tengan diferentes intereses, objetivos y estrategias
queda oscurecido por su convincente análisis del modo en que el sistema capitalista
nos oprime y del importante y tal vez estratégico papel del trabajo de la mujer en el
sistema. El lenguaje del feminismo está presente en la obra de Dalla Costa (la
opresión de la mujer, la lucha con el hombre), pero no lo está el meollo del feminismo.
Si lo estuviera, Dalla Costa podría mantener, por ejemplo, que la importancia del
trabajo doméstico como relación social estriba en el papel esencial que desempeña en
la perpetuación de la supremacía masculina. El hecho de que la mujer haga el trabajo
doméstico, de que realice un trabajo para el hombre, es crucial para el mantenimiento
del patriarcado.
Engels, Zaretsky y Dalla Costa no examinan suficientemente el proceso de trabajo
dentro de la familia. ¿Quién se beneficia del trabajo de la mujer? Sin duda, el
capitalista, pero también sin duda el hombre, que, como marido y padre, recibe unos
servicios personalizados en casa. El contenido y la extensión de los servicios puede
variar según las clases o los grupos étnicos o raciales, pero el hecho de que son
recibidos no varía. El hombre tiene un nivel de vida más alto que la mujer por lo que
se refiere al consumo de artículos de lujo, al tiempo de ocio y a los servicios
personalizados12. Un enfoque materialista no debería ignorar este punto crucial13. De
aquí se desprende que el hombre tiene un interés material en que continúe la opresión
de la mujer. A largo plazo, ésta puede ser una “falsa conciencia”, ya que la mayoría de
los hombres podrían beneficiarse de la abolición de la jerarquía dentro del patriarcado.
Pero a corto plazo esto equivale a controlar el trabajo de otra gente, control al que el
hombre no está dispuesto a renunciar voluntariamente.

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Mientras que el enfoque de los primeros marxistas ignoraba el trabajo doméstico y
hacía hincapié en la participación de la mujer en el mercado de trabajo, los dos
enfoques más recientes subrayan el trabajo doméstico hasta tal punto que ignoran el
papel habitual de la mujer en el mercado de trabajo. Sin embargo, los tres intentan
incluir a la mujer en la categoría de la clase trabajadora y comprender la opresión de
la mujer como otro aspecto de la opresión de clase. De este modo todos ellos pasan
por alto el objetivo del análisis feminista: las relaciones entre el hombre y la mujer.
Nuestros “problemas” han sido las relaciones de clase; el objetivo del análisis marxista
ha sido la comprensión de las leyes de la sociedad capitalista. Creemos que la
metodología marxista puede ser utilizada para formular una estrategia feminista, pero
evidentemente los enfoques marxistas analizados hasta ahora no lo han sido; en ellos,
el marxismo predomina claramente sobre el feminismo.
Como ya hemos indicado, esto se debe en parte a la fuerza analítica del propio
marxismo. El marxismo es una teoría del desarrollo de la sociedad clasista, del
proceso de acumulación en las sociedades capitalistas, de la reproducción del
dominio de clase y del desarrollo de las contradicciones y de la lucha de clases. Las
sociedades capitalistas se rigen por las exigencias del proceso de acumulación, que
pueden resumirse muy sucintamente en el hecho de que la producción está orientada
hacia el cambio, no hacia el uso. En un sistema capitalista, la producción es
importante sólo en la medida en que contribuye a la realización de ganancias, y el
valor de uso de los productos no es sino una consideración incidental. Las ganancias
provienen de la capacidad de los capitalistas para explotar la fuerza de trabajo y pagar
a los trabajadores menos del valor de lo que producen. La acumulación de las
ganancias transforma sistemáticamente la estructura social a medida que transforma
las relaciones de producción. El ejército de reserva del trabajo, la pobreza de gran
número de personas y la situación cercana a la pobreza de un número todavía mayor;
estos reproches humanos al capital son subproductos del propio proceso de
acumulación. Desde el punto de vista capitalista, la reproducción de la clase obrera
debe “ser abandonada confiadamente a sí misma”14. Al mismo tiempo, el capital crea
una ideología que crece a su lado, de individualismo, competividad, dominación y, en
nuestros días, consumo de un determinado tipo. Cualquiera que sea la teoría de la
génesis de la ideología de la que se parte, hay que reconocer que éstos son los
valores dominantes de las sociedades capitalistas.
El marxismo nos permite comprender muchas cosas de las sociedades capitalistas: la
estructura de la producción, la generación de una determinada estructura ocupacional
y la naturaleza de la ideología dominante. La teoría de Marx del desarrollo del
capitalismo es una teoría del desarrollo de los “puestos vacantes”. Marx predijo, por
ejemplo, el crecimiento del proletariado y la defunción de la pequeña burguesía.
Braverman, entre otros, ha explicado más precisamente y con más detalle la creación
de “puestos” de trabajo administrativos y en el sector servicios en las sociedades
capitalistas avanzadas15. Del mismo modo que el capital crea estos puestos al margen
de los individuos que los ocupan, las categorías del análisis marxista, tales como
“clase”, “ejercito de reserva del trabajo”, “trabajador asalariado”, nos explican por qué
determinadas personas ocupan determinados puestos. No dan ninguna pista sobre
por qué la mujer está subordinada al hombre dentro y fuera de la familia y por qué no
es al revés. Las categorías marxistas, como el propio capital, son ciegas al sexo. Las
categorías del marxismo no pueden decirnos quién ocupará los “puestos vacantes”. El

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análisis marxista de la cuestión de la mujer ha adolecido hasta ahora de este fallo
básico.

Hacia un feminismo marxista más útil
El marxismo es también un método de análisis social, el materialismo histórico y
dialéctico. Juliet Mitchell y Shulamith Firestone han puesto este método al servicio de
las cuestiones feministas, abriendo así nuevas vías al feminismo marxista. Mitchell
afirma, en nuestra opinión correctamente, que
la cuestión no debe nunca ser “nuestra relación” con el socialismo,
sino el uso del socialismo científico (que nosotras denominamos
método marxista), como método para analizar la naturaleza
específica de nuestra opresión y, por consiguiente, nuestro papel
revolucionario. Este método necesita, creo yo, comprender el
feminismo radical, del mismo modo que antes desarrolló las teorías
socialistas16.
Como escribía Engels:
Según la teoría materialista, el factor decisivo en la historia es, en fin
de cuentas, la producción y la reproducción de la vida inmediata.
Pero esta producción y reproducción son de dos clases. De una
parte, la reproducción de medios de existencia, de productos
alimenticios, de ropa, de vivienda y de los instrumentos que para
producir todo eso se necesitan; de otra parte, la producción del
hombre mismo, la continuación de la especie. El orden social en que
viven los hombres en una época o en un país dado está
condicionado por esas dos especies de producción17.
Este es el tipo de análisis que ha intentado hacer Mitchell. En su primer ensayo,
Women: the longest revolution, Mitchell examina tanto el mercado de trabajo como el
trabajo de la reproducción, la sexualidad y la crianza de los hijos18.
Mitchell no logra todos sus objetivos, tal vez porque para ella no todo el trabajo de la
mujer es considerado producción; las otras esferas (vagamente englobadas en la
familia) en las que trabaja la mujer son consideradas ideológicas. El patriarcado, que
organiza en buena parte la reproducción, la sexualidad y la crianza de los hijos, no
tiene ninguna base material para Mitchell. Women’s estate, donde Mitchell amplía este
ensayo, se centra mucho más en el desarrollo del análisis del trabajo de la mujer que
en el desarrollo del análisis del trabajo de la mujer dentro de la familia. El libro se
preocupa mucho más por la relación de la mujer con el capital y su trabajo para él que
por la relación de la mujer con el hombre y su trabajo para el; está mucho más influido
por el marxismo que por el feminismo radical. En una obra posterior, Psychoanalysis
and feminism, Mitchell explora un importante campo para estudiar las relaciones entre
el hombre y la mujer: la formación de las diferentes personalidades, basadas en el
género, de la mujer y el hombre19. El patriarcado actúa primordialmente, parece estar
diciendo Mitchell, en el ámbito psicológico, donde los niños, hembras y varones,

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aprenden a ser mujeres y hombres. Aquí Mitchell se centra en las esferas que
inicialmente desdeñó - la reproducción, la sexualidad y la crianza de los hijos -, pero al
colocarlas en el ámbito ideológico mantiene los puntos flacos de su análisis anterior.
Presenta claramente al patriarcado como la estructura ideológica fundamental, del
mismo modo que el capitán es la estructura económica fundamental:
Dicho sea esquemáticamente (...) nos estamos refiriendo a dos
áreas autónomas: el modo económico del capitalismo y el modo
ideológico del patriarcado20.
Aunque Mitchell analiza su interacción, no da al patriarcado una base material en la
relación entre la fuerza de trabajo del hombre y la de la mujer, ni tampoco señala los
aspectos materiales del proceso de formación de la personalidad y de creación de los
géneros, con lo que limita la utilidad de su análisis.
Shulamith Firestone tiende un puente entre marxismo y feminismo al aplicar al
patriarcado el análisis materialista21. Su uso del análisis materialista no es tan
ambivalente como el de Mitchell. La dialéctica del sexo, dice, es la dialéctica histórica
fundamental, y la base material del patriarcado es el trabajo que hacen las mujeres al
reproducir la especie. La importancia de la obra de Firestone al usar el marxismo para
analizar la posición de la mujer y afirmar la existencia de una base material del
patriarcado nunca será demasiado elogiada. Pero hace excesivo hincapié en la
biología y la reproducción. Lo que necesitamos entender es cómo el sexo (hecho
biológico) se convierte en género (fenómeno social). Es necesario situar todo el
trabajo de la mujer en su contexto social e histórico, no centrarse sólo en la
reproducción. Aunque la obra de Firestone ofrece un nuevo uso feminista de la
metodología marxista, su insistencia en la primacía del dominio del hombre sobre la
mujer como piedra angular sobre la que se basa toda otra opresión (clase, edad, raza)
indica que su libro ha de ser clasificado más bien entre los feministas radicales que
entre los feministas marxistas. Su obra sigue siendo la exposición más completa de la
postura del feminismo radical.
El libro de Firestone ha sido despachado con demasiada premura por los marxistas.
Zaretsky, por ejemplo, lo llama “canto a la subjetividad”. Sin embargo, lo interesante
para las mujeres del libro de Firestone era su análisis del poder del hombre sobre la
mujer y su saludable irritación ante esta situación. Su capítulo sobre el amor era y
sigue siendo fundamental para comprender esto. No es sólo una “ideología machista”
que los marxistas pueden afrontar (una mera cuestión de actitudes), sino una
exposición de las consecuencias subjetivas del poder del hombre sobre la mujer, de lo
que se siente al vivir en un patriarcado. Decir que “lo personal es político” no es,
como supone Zaretsky, un canto a la subjetividad, al sentimiento:
es una
reivindicación de que se reconozca el poder del hombre y la subordinación de la mujer
como realidad social y política.

Feminismo radical y patriarcado
El gran esfuerzo de los escritos feministas radicales se ha encaminado a documentar
la consigna de que “lo personal es político”. El descontento de la mujer, afirman, no

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es el lamento neurótico de una inadaptada, sino la respuesta a una estructura social
en la que la mujer es sistemáticamente dominada, explotada y oprimida. La posición
de inferioridad de la mujer en el mercado de trabajo, la estructura emocional centrada
en el hombre del matrimonio de clase media, el uso de la mujer en la publicidad, la
supuesta interpretación de la psique femenina como una psique neurótica popularizada por la psicología académica y clínica - son algunos de los aspectos de la
vida de la mujer en la sociedad capitalista avanzada sucesivamente investigados y
analizados. La bibliografía feminista radical es muy amplia y no se presta fácilmente a
un resumen. Al mismo tiempo su interés por la psicología se mantiene. El documento
que aglutinó a las feministas radicales de Nueva York fue “The politics of the ego”. “Lo
personal es político” significa, para las feministas radicales, que la división de clase
original y básica es la división entre los sexos, y que el motor de la historia es el
esfuerzo del hombre por conseguir el poder y la dominación sobre la mujer, la
dialéctica del sexo22.
De acuerdo con esto, Firestone hizo una nueva lectura de Freud para interpretar la
conversión de los niños y niñas en hombres y mujeres en función del poder23. Su
descripción de los caracteres “masculino” y “femenino” es típica de la literatura
feminista radical. El macho busca el poder y la dominación, es egocéntrico e
individualista, competitivo y pragmático; el modo “tecnológico”, según Firestone, es
masculino. La hembra es nutricia, artística y filosófica; el modo estético es femenino.
No hay duda de que la idea de que el “modo estético” es femenino habría
escandalizado a los antiguos griegos. Aquí estriba el error del análisis feminista
radical: la “dialéctica del sexo”, tal como la presentan las feministas radicales,
proyecta las características “masculinas” y “femeninas” que aparecen en la actualidad
retrospectivamente sobre toda la historia. El análisis feminista radical resulta más
convincente cuando examina el presente. Su mayor fallo es su interés por lo
psicológico, que le hace ser ciego a la historia.
La razón de esto estriba no sólo en el método feminista radical, sino también en la
naturaleza del propio patriarcado, ya que el patriarcado es una forma notablemente
elástica de organización social. Las feministas radicales usan la palabra ”patriarcado”
para referirse a un sistema social caracterizado por la dominación del hombre sobre la
mujer. La definición de Kate Millet es clásica:
Nuestra sociedad (...) es un patriarcado.
El hecho se pone
inmediatamente de manifiesto si se recuerda que el ejército, la
industria, la tecnología, las universidades, la ciencia, los cargos
políticos, las finanzas; en resumen, toda vía de poder dentro de la
sociedad, incluida la fuerza coercitiva de la policía, está por entero en
manos masculinas24.
Esta definición feminista radical del patriarcado se aplica a la mayoría de las
sociedades que conocemos, sin hacer distinciones entre ellas. El uso de la historia por
las feministas radicales se suele limitar a proporcionar ejemplos de la existencia del
patriarcado en todos los tiempos y lugares25. Tanto para los marxistas como para los
científicos sociales anteriores al movimiento de la mujer, el patriarcado fue un sistema
de relaciones entre los hombres que configuró el perfil de la sociedad feudal y de

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algunas sociedades prefeudales en las que la jerarquía seguía unas determinadas
características. En cuanto a las sociedades capitalistas, los científicos sociales
burgueses las consideran meritocráticas, burocráticas e impersonales, y los marxistas
ven en ellas sistemas de dominación de clase26. Para ambos tipos de científicos
sociales, ni las sociedades patriarcales históricas ni las sociedades capitalistas
occidentales de hoy son sistemas de relaciones entre los hombres que les permiten
dominar a las mujeres.
Hacia una definición del patriarcado
Podemos definir el patriarcado como un conjunto de relaciones sociales entre los
hombres que tienen una base material y que, si bien son jerárquicas, establecen o
crean una interdependencia y solidaridad entre los hombres que les permiten dominar
a las mujeres. Si bien el patriarcado es jerárquico y los hombres de las distintas
clases, razas o grupos étnicos ocupan distintos puestos en el patriarcado, también les
une su común relación de dominación sobre sus mujeres; dependen unos de otros
para mantener esta dominación. Las jerarquías “funcionan” al menos en parte porque
crean un interés personal en mantener el status quo. Los que están situados en los
niveles superiores pueden “comprar” a los que están en los inferiores ofreciéndoles
poder sobre los que están aún más abajo. En la jerarquía del patriarcado, todos los
hombres, sea cual fuere su rango en el patriarcado, son comprados mediante la
posibilidad de controlar al menos a algunas mujeres. Hay indicios de que cuando se
institucionalizó por vez primera el patriarcado en las sociedades estatales, los
dirigentes en alza hicieron literalmente a los hombres cabezas de su familia
(imponiendo el control sobre sus mujeres e hijos) a cambio de que éstos cedieran
algunos de sus recursos tribales a los nuevos dirigentes27. Los hombres dependen
unos de otros (a pesar de su ordenamiento jerárquico) para mantener su control sobre
las mujeres.
La base material sobre la que se asienta el patriarcado estriba fundamentalmente en
el control del hombre sobre la fuerza de trabajo de la mujer. El hombre mantiene este
control excluyendo a la mujer del acceso a algunos recursos productivos esenciales
(en las sociedades capitalistas, por ejemplo, los trabajos bien pagados) y restringiendo
la sexualidad de la mujer28. El matrimonio heterosexual y monógamo es una forma
relativamente reciente y eficaz que parece permitir al hombre controlar ambos
campos. El hecho de controlar el acceso de la mujer a los recursos y a su sexualidad,
a su vez, permite al hombre controlar la fuerza de trabajo de la mujer, con objeto tanto
de que le preste diversos servicios personales y sexuales como de que críe a sus
hijos. Los servicios que la mujer presta al hombre, y que libran al hombre de tener que
hacer muchas tareas ingratas (como limpiar retretes), se realizan tanto dentro como
fuera del marco familiar. Entre los ejemplos que se dan fuera de la familia están la
persecución de trabajadoras y alumnas por patronos y profesores, y el uso habitual de
las secretarias para hacer recados personales, preparar café y proporcionar un
ambiente “sexy”. La crianza de los hijos (sea o no la fuerza de trabajo de éstos de
inmediato provecho para sus padres) es, sin embargo, una tarea crucial para
perpetuar el patriarcado como sistema. Así como la sociedad clasista debe
reproducirse a través de las escuelas, los centros de trabajo, los normas de consumo,
etcétera, así también deben hacerlo las relaciones sociales patriarcales. En nuestra
sociedad, los hijos son por lo general criados en casa por las mujeres, socialmente

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definidas y reconocidas como inferiores a los hombres, mientras que éstos sólo
aparecen rara vez en el cuadro doméstico. Los niños criados de esta forma aprenden
a conocer sus puestos en la jerarquía de los géneros. Sin embargo, en este proceso
son fundamentales ciertos campos ajenos al hogar donde se enseñan los
comportamientos patriarcales y se impone y refuerza la posición de inferioridad de la
mujer: iglesias, escuelas, deportes, clubs, sindicatos, ejército, fábricas, oficinas,
centros sanitarios, medios de comunicación, etc.
La base material del patriarcado no se asienta, pues, únicamente en la crianza de los
hijos en la familia, sino en todas las estructuras sociales que permiten al hombre
controlar el trabajo de la mujer. Los aspectos de las estructuras sociales que
perpetúan el patriarcado son teóricamente identificables y, por consiguiente,
separables de sus otros aspectos. Gayle Rubin nos ayuda enormemente a identificar
el elemento patriarcal de estas estructuras sociales al identificar los “sistemas de
género/sexo”:
Un “sistema de género/sexo” es un conjunto de dispositivos
mediante los cuales una sociedad transforma la sexualidad biológica
en productos de la actividad humana y con los cuales se satisfacen
estas necesidades sexuales transformadas29.
Nacemos hembra y varón, sexos biológicos, pero nos crean mujer y hombre, géneros
socialmente reconocidos. La forma en que nos crean es ese segundo aspecto del
modo de producción del que hablaba Engels: “La producción del hombre mismo, la
continuación de la especie”.
La forma en que se propaga la especie está socialmente determinada. Por ejemplo, si
las personas fueran biológicamente polimorfas en el plano sexual, la reproducción
sería accidental. La estricta división del trabajo por sexos, invento social común a
todas las sociedades conocidas, crea dos géneros muy distintos y una necesidad de
que hombres y mujeres se unan por razones económicas. Esto contribuye así a dirigir
sus necesidades sexuales hacia la realización heterosexual. Aunque es teóricamente
posible una división sexual del trabajo que no implique desigualdad entre los sexos, en
la mayoría de las sociedades conocidas la división del trabajo por sexos socialmente
aceptable es aquella que otorga un status inferior al trabajo de la mujer. La división
sexual del trabajo es también el puntal de las subculturas sexuales en las que
hombres y mujeres experimentan la vida de formas diferentes; es la base material del
poder masculino que se ejerce (en nuestra sociedad) no sólo para no hacer el trabajo
doméstico y conseguir mejores empleos, sino también psicológicamente.
La forma en que la gente satisface sus necesidades sexuales, la forma en que
reproduce, la forma en que inculca las normas sociales a las nuevas generaciones, la
forma en que aprende el género, la forma en que se siente hombre o mujer, se
desarrollan en el ámbito de lo que Rubin denomina el sistema de género/sexo. Rubin
subraya la influencia del parentesco (que nos enseña con quién podemos satisfacer
las necesidades sexuales) y el desarrollo de personalidades de un género específico a
través de la educación de los hijos y de la “máquina edípica”. Además, podemos usar
el concepto de sistema de género/sexo para examinar todas las demás instituciones
sociales en cuanto al papel que desempeñan en la definición y el reforzamiento de las

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jerarquías de género. Rubin señala que teóricamente un sistema de género/sexo
podría ser de predominio masculino, de predominio femenino o igualitario, pero
renuncia a calificar a los diversos sistemas de género/sexo conocidos o a periodizar la
historia de acuerdo con ellos. Nosotras optamos por calificar a nuestro actual sistema
de género/sexo de patriarcado, porque este término conlleva las nociones de jerarquía
y predominio masculino que consideramos centrales en el actual sistema.
La producción económica (a la que los marxistas suelen referirse como el modo de
producción) y la producción del hombre mismo en el sistema de género/sexo
determinan conjuntamente “el orden social en que viven los hombres en una época o
en un país dados”. Así pues, sólo se puede entender el conjunto de la sociedad si se
considera ambos tipos de producción y reproducción, la de los hombres y la de las
cosas30. No hay un “capitalismo puro”, como tampoco hay un “patriarcado puro”, ya
que los dos deben coexistir necesariamente. Lo que sí hay es un capitalismo
patriarcal, o un feudalismo patriarcal, o sociedades cazadoras/recolectoras
igualitarias, o sociedades hortícolas matriarcales, o sociedades hortícolas patriarcales,
etcétera. No parece haber una conexión necesaria entre los cambios en un aspecto de
la producción y los cambios en otro. Una sociedad puede sufrir una transición del
capitalismo al socialismo, por ejemplo, y seguir siendo patriarcal31. El sentido común,
la historia y nuestra experiencia nos enseñan, sin embargo, que estos dos aspectos
de la producción están tan estrechamente interrelacionados que los cambios en el uno
crean habitualmente movimientos, tensiones o contradicciones en el otro.
En este contexto se pueden entender también las jerarquías raciales. Es posible afinar
más definiendo los “sistemas de color/raza” como campos de la vida social que toman
un color biológico y lo convierten en una categoría social: la raza. Las jerarquías
raciales, como las jerarquías de género son aspectos de nuestra organización social,
de la forma en que la gente produce y se reproduce. No son fundamentalmente
ideológicas; constituyen ese segundo aspecto de nuestro modo de producción, la
producción y reproducción de los hombres. Sería, pues, tal vez más exacto referirnos
a nuestras sociedades no como sociedades simplemente “capitalistas”, por ejemplo,
sino como “sociedades capitalistas patriarcales basadas en la supremacía blanca”. En
la tercera parte de este artículo citamos un caso de capitalismo que se adapta y hace
uso del orden racial y varios ejemplos de las interrelaciones entre capitalismo y
patriarcado.
El desarrollo capitalista de lugar a una jerarquía de trabajadores, pero las categorías
marxistas tradicionales no pueden decirnos quién ocupará cada puesto. Las jerarquías
raciales y de género determinan quiénes ocupan los puestos vacantes. El patriarcado
no es simplemente una organización jerárquica, sino una jerarquía en la que
determinadas personas ocupan determinados puestos. Al estudiar el patriarcado
aprendemos por qué y cómo es la mujer la dominada. Aunque creemos que la
mayoría de las sociedades conocidas han sido patriarcales, no consideramos el
patriarcado como un fenómeno universal e invariable. Creemos más bien que el
patriarcado, como conjunto de relaciones entre los hombres que les permiten dominar
a las mujeres, ha cambiado de forma e intensidad a lo largo del tiempo. Es
fundamental examinar la relación de la interdependencia de los hombres con su
capacidad de dominar a las mujeres en las sociedades históricas. Es fundamental
examinar la jerarquía entre los hombres y su diferente acceso a los beneficios del

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patriarcado. No hay duda de que aquí entran en juego la clase, la raza, la nacionalidad
e incluso el estado civil y la orientación sexual, así como la edad. Y las mujeres de
diferentes clases, razas, nacionalidades, estados civiles y orientaciones sexuales
están sometidas a diferentes grados de poder patriarcal. En la jerarquía patriarcal, las
mujeres pueden ejercer un poder clasista, racial, nacional o incluso patriarcal (a través
de sus relaciones familiares) sobre los hombres inferior al de sus parientes
masculinos.
En resumen, definimos el patriarcado como un conjunto de relaciones sociales que
tiene una base material y en el que hay unas relaciones jerárquicas y una solidaridad
entre los hombres que les permiten dominar a las mujeres. La base material del
patriarcado es el control del hombre sobre la fuerza de trabajo de la mujer. Este
control se mantiene negando a la mujer el acceso a los recursos productivos
económicamente necesarios y restringiendo la sexualidad de la mujer. El hombre
ejerce su control al hacer que ésta le preste servicios personales, al no tener que
realizar el trabajo doméstico o criar a los hijos, al tener acceso al cuerpo de la mujer
por lo que respeta al sexo y al sentirse y ser poderoso. Los elementos cruciales del
patriarcado, tal como los experimentamos habitualmente, son: el matrimonio
heterosexual (y la consiguiente homofobia), la crianza de los hijos y el trabajo
doméstico a cargo de la mujer, la dependencia de la mujer con respecto al hombre
(impuesta por los dispositivos del mercado de trabajo), el Estado y numerosas
instituciones basadas en las relaciones sociales entre los hombres: clubs, deportes,
sindicatos, profesiones, universidades, iglesias, corporaciones y ejército. Todos estos
elementos han de ser examinados si se quiere comprender el capitalismo patriarcal.
Tanto la jerarquía y la interdependencia entre los hombres como la subordinación de
las mujeres son elementos integrantes del funcionamiento de nuestra sociedad, es
decir, estas relaciones forman parte del sistema. Dejamos a un lado la cuestión de la
creación de estas relaciones y nos preguntamos: ¿podemos reconocer relaciones
patriarcales en las sociedades capitalistas? Dentro de las sociedades capitalistas
podemos descubrir esos lazos entre los hombres que, según los científicos sociales,
burgueses o marxistas, no existan ya o son, como máximo, reliquias sin importancia.
¿Podemos saber cómo se perpetúan estas relaciones entre los hombres en las
sociedades capitalistas? ¿Podemos identificar la forma en que el patriarcado ha
configurado el curso del desarrollo capitalista?
La colaboración entre el patriarcado y el capital
¿Cómo podemos reconocer las relaciones sociales patriarcales en las sociedades
capitalistas? Parece como si cada mujer fuera oprimida sólo por su propio hombre; su
opresión parece asunto privado. Las relaciones entre los hombres y entre las familias
parecen igualmente fragmentarias. Es difícil reconocer las relaciones entre los
hombres, y entre el hombre y la mujer, como relaciones sistemáticamente patriarcales.
Afirmamos, sin embargo, que en el capitalismo existe el patriarcado sistemáticamente
como sistema de relaciones entre el hombre y la mujer, y que en las sociedades
capitalistas existe una fuerte y provechosa colaboración entre el patriarcado y el
capital. Sin embargo, si partimos de la producción, reconoceremos inmediatamente
que la colaboración entre el patriarcado y el capital no es inevitable, puesto que los
hombres y los capitalistas a menudo tienen intereses opuestos, sobre todo por lo que

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respeta al uso de la fuerza de trabajo femenina. He aquí una forma en que puede
manifestarse este conflicto: la inmensa mayoría de los hombres desean que sus
mujeres estén en casa a su servicio personal. Sólo un pequeño número de hombres,
que son capitalistas, desean que las mujeres (aunque no las suyas propias) trabajen
como asalariadas en el mercado de trabajo. Si examinamos las tensiones de este
conflicto en torno a la fuerza de trabajo de la mujer desde el punto de vista histórico,
podremos identificar la base material de las relaciones patriarcales en las sociedades
capitalistas, así como la base de la colaboración entre el capital y el patriarcado.
La industrialización y el desarrollo del salario familiar
Los marxistas hicieron una serie de deducciones muy lógicas de los fenómenos
sociales que presenciaron en el siglo XIX, pero en última instancia subestimaron la
solidez de las fuerzas sociales patriarcales preexistentes con las que tuvo que luchar
el capital en ciernes, así como la necesidad del capital de acomodarse a estas
fuerzas. La revolución industrial arrastró a todo el mundo, incluidas las mujeres y los
niños, hacia el mercado de trabajo; de hecho, las primeras fábricas emplearon
exclusivamente mano de obra femenina e infantil32. El hecho de que las mujeres y los
niños pudieran ganar un salario al margen de los hombres socavó las relaciones de
autoridad (tal como se analiza en la primera parte, supra, de este artículo), a la vez
que redujo los salarios de todos. Kautsky describía de esta forma el proceso en 1892:
(Cuando) la mujer y los hijos del obrero (...) son capaces de cuidarse
de sí mismos, el salario del hombre puede ser reducido
tranquilamente hasta el nivel de sus necesidades personales sin el
riesgo de interrumpir la constante oferta de mano de obra.
El trabajo de las mujeres y los niños, además, tiene la ventaja
adicional de que éstos son menos capaces de resistir que los
hombres (sic), y su incorporación a las filas de los trabajadores
incrementa enormemente la cantidad de trabajo que se ofrece a la
venta en el mercado (...).
Por consiguiente, el trabajo de las mujeres y los niños (...) disminuye
también la capacidad de resistencia (del obrero), por cuanto que
satura el mercado; debido a ambas circunstancias, reduce los
salarios de los obreros33.
Los marxistas reconocieron los terribles efectos de los bajos salarios y la participación
forzada de todos los miembros de la familia en el mercado del trabajo sobre la vida
familiar de la clase obrera. Kautsky escribió:
El sistema capitalista de producción en la mayoría de los casos no
destruye el hogar del obrero, pero le priva de todo lo que no sean
sus rasgos más desagradables. La actividad de la mujer hoy en las
empresas industriales (...) significa incrementar su antigua carga con
una nueva. No se puede servir a dos amos. El hogar del obrero se
resiente siempre que su mujer tiene que ayudar a ganar el pan de
cada día34.

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Tanto Kautsky como los obreros reconocían las desventajas del trabajo asalariado
femenino. No sólo las mujeres eran “competencia barata”, sino que, además, eran sus
propias esposas, y no podían “servir a dos amos”.
Los trabajadores se opusieron a la entrada en bloque de las mujeres y los niños en el
mercado del trabajo y trataron de excluirlos de los sindicatos y de los puestos de
trabajo. En 1846, el Ten-Hours’ Advocate afirmaba:
Ni que decir tiene que todos los intentos de mejorar la situación física
y moral de las trabajadoras fabriles serán inútiles a menos que sus
horas de trabajo sean materialmente reducidas. De hecho, nos
atreveríamos a decir que la mujer casada estaría mucho mejor
ocupada en realizar las faenas domésticas del hogar que siguiendo
el incesante movimiento de una máquina. Esperamos, pues, que no
esté lejos el día en que el marido pueda mantener a su mujer y a su
familia sin tener que enviarlos a soportar el duro trabajo de una
fábrica de tejidos de algodón35.
En los Estados Unidos, la National Typographical Union decidió en 1854 “no alentar
con su acción el empleo de cajistas femeninos”. Los sindicalistas no deseaban que el
sindicato protegiera a la mujer trabajadora y trataron de excluirla. En 1879, Adolph
Strasser, presidente de la Cigarmakers International Union, afirmaba: “No podemos
expulsar a las mujeres del gremio, pero sí podemos restringir su cuota de trabajo
diario a través de las leyes laborales”36.
Mientras que el problema de la competencia barata podía resolverse organizando a
las mujeres y a los jóvenes asalariados, el problema de la vida familiar rota era
irresoluble. Los hombres reservaban la protección del sindicato a los hombres y
abogaban por leyes laborales que protegieran a las mujeres y los niños37. Si bien
estas leyes laborales protectoras mejoraban algunos de los abusos más flagrantes de
la mano de obra femenina e infantil, también limitaban la participación de las mujeres
adultas en muchos trabajos “masculinos”38. El hombre trataba de reservar los trabajos
bien pagados para sí mismo y de elevar los salarios masculinos en general. Abogaba
por un salario suficiente para mantener con su exclusivo trabajo a su familia. Este
sistema del “salario familiar” se convirtió gradualmente en la norma de las familias
estables de la clase obrera a finales del siglo XIX y principios del XX39. Varios
observadores han declarado que el hecho de que la esposa no realizara un trabajo
asalariado formaba parte del nivel de vida del trabajador40. En lugar de luchar por la
igualdad de salarios para hombres y mujeres, el trabajador pedía el “salario familiar”,
puesto que deseaba retener los servicios de su esposa en el hogar. De no haber
existido el patriarcado, la clase obrera unificada podría haberse enfrentado al
capitalismo, pero las relaciones sociales patriarcales dividieron a la clase obrera,
permitiendo que una parte (los hombres) fuera comprada a expensas de la otra (las
mujeres). Tanto la jerarquía como la solidaridad entre los hombres fueron
fundamentales en este proceso. El “salario familiar” puede ser interpretado como una
solución al conflicto en torno a la fuerza de trabajo femenina que se produjo entre los
intereses patriarcales y los capitalistas en aquella época.

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El salario familiar, para la mayoría de los hombres adultos, significa la aceptación y la
connivencia de los hombres para reservar los salarios más bajos a jóvenes, mujeres y
hombres socialmente definidos como inferiores (irlandeses, negros, etc..., los grupos
que ocupan los puestos inferiores en la jerarquía patriarcal, a quienes se niegan
muchos de los beneficios patriarcales). Para reservar salarios más bajos a mujeres,
niños y hombres inferiores se recurre a la segregación de los puestos de trabajo en el
mercado, perpetuada a su vez tanto por los sindicatos y la patronal como por
instituciones auxiliares, tales como la escuela, los programas de formación e incluso
de familia. La segregación de los puestos de trabajo por sexos, al hacer que la mujer
tenga los trabajos peor pagados, asegura también la dependencia económica de la
mujer con respecto al hombre y refuerza la idea de que hay una esfera adecuada para
el hombre y otra para la mujer. Así pues, para la mayoría de los hombres la creación
de un salario familiar aseguró la base material de la dominación masculina en dos
formas. En primer lugar, la mujer gana un salario más bajo que el hombre. El salario
más bajo que recibe la mujer en el mercado del trabajo perpetúa las ventajas
materiales del hombre sobre la mujer e incita a la mujer a escoger la carrera de
esposa. En segundo lugar, la mujer hace el trabajo doméstico, se ocupa de los hijos y
realiza otros servicios en el hogar que benefician directamente al hombre41. Las
responsabilidades de la mujer en el hogar refuerzan a su vez su posición de
inferioridad en el mercado de trabajo42.
La solución que se encontró a principio del siglo XX puede parecer beneficiosa tanto
para los intereses capitalistas como para los patriarcales. Los capitalistas, se afirma
con frecuencia, reconocieron que en las condiciones penosas que existían en la
industrialización de comienzos del siglo XIX las familias de la clase obrera no podían
reproducirse debidamente. Se dieron cuenta de que el ama de casa producía y
mantenía trabajadores más sanos que la esposa asalariada, y que los niños que
habían recibido una instrucción se convertían en mejores trabajadores que los que no
la habían recibido. El trato, consistente en pagar un salario familiar al hombre y
mantener a la mujer en casa, convino tanto a los capitalistas de la época como a los
trabajadores. Aunque los condiciones del trato se han alterado con el tiempo, todavía
sigue siendo cierto que la familia y el trabajo de la mujer en la familia sirven al capital
al proporcionar una fuerza de trabajo y servir al hombre como el espacio en el que
puede ejercer sus privilegios. La mujer, al trabajar al servicio de su marido y de su
familia, sirve también al capital como consumidora43. La familia es también el lugar
donde se aprenden el dominio y la sumisión, como han explicado Firestone, la
Escuela de Francfort y otros muchos44. Los niños obedientes se convierten en
trabajadores obedientes, y niños y niñas aprenden sus respectivos papeles.
Mientras que el salario familiar demuestra que el capitalismo se adapta al patriarcado,
el nuevo status de los hijos demuestra que el patriarcado se adapta al capital. El niño,
como la mujer, fue excluido del trabajo asalariado. Cuando la capacidad de ganar
dinero del niño disminuyó, su relación legal con sus padres cambió. A comienzos de la
era industrial, en los Estados Unidos se consideraba crucial, e incluso primordial, para
el feliz desarrollo del niño que su padre cubriera sus necesidades; el padre tenía la
prioridad legal en caso de disputarse su custodia. Carol Brown ha demostrado que
cuando la capacidad del niño de contribuir al bienestar económico de la familia
disminuyó, la madre empezó a ser considerada cada vez más crucial para el feliz
desarrollo del niño y a obtener la prioridad legal en casos de disputarse su custodia45.

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Aquí el patriarcado se adaptó al nuevo papel económico del niño; cuando el niño era
productivo, el hombre los reclamaba; cuando se hizo improductivo, fue cedido a la
mujer.

La colaboración en el siglo XX
La predicción de los marxistas del siglo XIX de que el patriarcado se desvanecería
ante la necesidad del capitalismo de proletarizar a todo el mundo no ha resultado
cierta. No sólo subestimaron la fuerza y la flexibilidad del patriarcado, sino que
también sobreestimaron la fuerza del capital. Creyeron que la nueva fuerza social del
capitalismo, que había acabado con las relaciones feudales, era prácticamente
todopoderosa. Los observadores contemporáneos están en mejores condiciones para
ver la diferencia entre las tendencias del capitalismo “puro” y las del capitalismo “real”,
tal como se enfrenta a las fuerzas históricas en la práctica cotidiana. Los análisis de la
“colaboración” entre el capital y el orden racial, así como de la segmentación del
mercado de trabajo, ofrecen ejemplos suplementarios de cómo las fuerzas capitalistas
“puras” hacen frente a la realidad histórica. En este proceso, el capitalismo ha hecho
gala de una gran flexibilidad.
Los marxistas que han estudiado la situación de Sudáfrica afirman que, si bien el
orden racial puede no permitir una proletarización por igual de todo el mundo, esto no
significa que las barreras raciales impidan la acumulación de capital46. En abstracto,
los analistas podrían discutir sobre los mecanismos que permiten a los capitalistas
extraer “el máximo” de plusvalor. Sin embargo, en una situación histórica determinada,
los capitalistas deben hacer frente al control social, la resistencia de los grupos de
trabajadores y la intervención del Estado. El Estado puede intervenir a fin de asegurar
la reproducción de la sociedad en su conjunto; puede ser necesario vigilar a algunos
capitalistas, frenar las tendencias más nefastas del capital. Teniendo en cuenta estos
factores, los capitalistas maximizan la mayor ganancia realizable. Si, con vistas al
control social, los capitalistas organizan el trabajo de una forma determinada, no hay
nada en el propio capital que determine quién (es decir, qué individuo con qué
características) debe ocupar los puestos más altos y quién debe ocupar los puestos
más bajos en el mercado de trabajo. A ello contribuye el que los capitalistas sean
probablemente el grupo social dominante y, por consiguiente, racista (y sexista). El
capitalismo hereda las características primordiales del grupo dominante, así como las
de los subordinados.
Los recientes estudios de la tendencia del capital monopolista a crear una
segmentación en el mercado de trabajo confirman esta interpretación47. Allí donde los
capitalistas segmentan deliberadamente a la mano de obra, usando unas
características determinadas para dividir a la clase obrera, esto se debe más a las
necesidades de control social que a los imperativos de la acumulación propiamente
dicha48. Y con el tiempo no todos los intentos de división tienen éxito ni son rentables.
La capacidad del capital para configurar la fuerza del trabajo depende tanto de los
imperativos particulares de la acumulación propiamente dicha (por ejemplo: ¿está
organizada la producción de tal forma que requiera una comunicación entre un gran
número de trabajadores? En tal caso es preferible que todos ellos hablen inglés)49
como de las fuerzas sociales dentro de la sociedad que pueden incitar/obligar al

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capital a adaptarse (el mantenimiento de wc separados para blancos y para negros en
Sudáfrica sólo puede ser interpretado como un coste económico para los capitalistas,
pero en cualquier caso menor que el coste social de obligar a los sudafricanos blancos
a compartirlos con los negros).
Si el primer elemento de nuestro argumento acerca del rumbo del desarrollo capitalista
es que el capital no siempre es todopoderoso, el segundo es que el capital es
tremendamente flexible. Cuando la acumulación del capital se encuentra con formas
sociales preexistentes, las destruye y se adapta a ellas. La “adaptación” del capital
puede ser considerada como un reflejo de la fuerza de estas formas preexistentes que
perduran en un medio nuevo. Sin embargo, aun cuando perduren no permanecen
invariables. La ideología con que se interpretan la raza y el sexo hoy, por ejemplo,
está en gran medida configurada por el reforzamiento de las divisiones raciales y
sexuales en el proceso de acumulación.
La familia y el salario familiar hoy
Antes afirmamos que la mutua adaptación del capitalismo y el patriarcado tomó la
forma de creación de un salario familiar a comienzos del siglo XX. El salario familiar
cimentó la colaboración entre el patriarcado y el capital. Pese a la mayor participación
de la mujer en el mercado de trabajo, especialmente rápida desde la segunda guerra
mundial, el salario familiar sigue siendo, afirmamos, la piedra angular de la actual
división sexual del trabajo, en la que la mujer es primordialmente responsable del
trabajo doméstico y el hombre lo es primordialmente del trabajo asalariado. El salario
más bajo de la mujer en el mercado de trabajo (unido a la necesidad de que los niños
estén al cuidado de alguien) asegura la existencia continuada de la familia como
unidad global de ingresos. La familia, apuntalada por el salario familiar, facilita pues el
control del trabajo de la mujer por el hombre tanto dentro como fuera de la familia.
Aunque el incremento del trabajo asalariado de la mujer pueda crear tensiones en la
familia (similares a las tensiones que Kautsky y Engels detectaron en el siglo XIX),
sería erróneo pensar que, como consecuencia de esto, pronto desaparecerán el
concepto y la realidad de la familia y la división sexual del trabajo. La división sexual
del trabajo reaparece en el mercado de trabajo, donde la mujer realiza labores
femeninas, a menudo las mismas que solía hacer en casa: preparar y servir comidas,
limpiar, cuidar personas, etcétera. Todos estos trabajos están mal considerados y mal
pagados, por lo que las relaciones patriarcales permanecen intactas, aunque su base
material cambie algo al pasar de la familia a las diferencias salariales. Carol Brown,
por ejemplo, mantiene que estamos pasando de un patriarcado “de base familiar “a un
patriarcado “de base industrial” dentro del capitalismo50.
Las relaciones patriarcales de base industrial se imponen de diversas formas. Los
contratos sindicales que especifican salarios más bajos, beneficios menores y
oportunidades de promoción más escasas para la mujer no son sólo reliquias atávicas
-mera cuestión de actitudes sexistas o de ideología machista-, sino que mantienen la
base material del sistema patriarcal. Si bien algunos llegan a afirmar (véase, por
ejemplo, Stewart Ewen, Captains of consciusness51) que ya no existe patriarcado en la
familia, nosotras no compartimos esa opinión. Aunque los términos del compromiso
entre el capital y el patriarcado estén cambiando a medida que se capitalizan las

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tareas adicionales antiguamente localizadas en la familia y cambia la localización del
despliegue de la fuerza de trabajo de la mujer52, lo cierto es, sin embargo, que, como
antes afirmamos, las diferencias salariales, provocadas por la extrema segregación de
los puestos de trabajo en el mercado, refuerzan la familia y, por consiguiente, la
división doméstica del trabajo, al incitar a la mujer a casarse. El “ideal” del salario
familiar -que un hombre pueda ganar lo suficiente para mantener a toda la familiapuede estar dando paso a un nuevo ideal: que tanto el hombre como la mujer
contribuyan con su salario a los ingresos de la familia. Las diferencias salariales
serán, pues, cada vez más necesarias para perpetuar el patriarcado, el control
masculino de la fuerza de trabajo de la mujer. Las diferencias salariales ayudarán a
definir el trabajo de la mujer como secundario para el hombre al mismo tiempo que
servirán para prolongar la dependencia económica de la mujer con respecto al
hombre. La división sexual del trabajo en el mercado y en otras partes debe ser
entendida como una manifestación del patriarcado que sirve para perpetuarlo.
Mucha gente ha afirmado que aun cuando ahora exista una colaboración entre el
capital y el patriarcado, ésta puede resultar a la larga intolerable para el capitalismo; el
capital puede terminar por destruir tanto las relaciones familiares como el patriarcado.
La lógica de este argumento estriba en que las relaciones sociales capitalistas (de las
que la familia no es un ejemplo) tienden a universalizarse, en que, a medida que la
mujer sea cada vez más capaz de ganarse la vida, se negará cada vez más a
someterse a esa subordinación en la familia y en que, dado que la familia es opresiva,
sobre todo para las mujeres y los niños, se hundirá tan pronto como éstos puedan
mantenerse al margen de ella.
Nosotras no pensamos que las relaciones patriarcales encarnadas en la familia
puedan ser destruidas tan fácilmente por el capital, y vemos pocos signos de que el
sistema familiar se esté desintegrando en la actualidad. Aunque la creciente
participación de la mujer en el trabajo ha hecho más factible el divorcio, los incentivos
para divorciarse no son irresistibles para la mujer. Son pocas las mujeres a las que su
salario les permite mantenerse a sí mismas y mantener a sus hijos de forma adecuada
e independiente. Los signos de decadencia de la familia tradicional son todo lo más
muy débiles. Más que aumentar, el índice de divorcios se ha igualado entre las
distintas clases; además, el índice de divorciados que se casan de nuevo es muy alto
también. Hasta el censo de 1970, el índice de matrimonios en primeras nupcias
proseguía su decadencia histórica. A partir de 1970, la gente pareció posponer el
matrimonio y los hijos, pero a partir de entonces el índice de natalidad comenzó a
crecer de nuevo. Es cierto que sectores más amplios de la población viven ahora al
margen de las familias tradicionales. Los jóvenes, en especial, dejan la casa de sus
padres y establecen su propio hogar antes de casarse y fundar una familia tradicional.
La gente mayor, y en especial las mujeres, se siente sola en su propia casa cuando
sus hijos crecen, tras la separación o la muerte del cónyuge. Sin embargo, todo indica
que las nuevas generaciones de jóvenes tienden a formar familias nucleares en algún
momento de su vida adulta en mayor proporción que antes. Los grupos de personas
nacidas a partir de 1930 arrojan un índice de nupcialidad y natalidad mayor que los
grupos de personas nacidas de esa fecha. La duración del matrimonio y la crianza de
los hijos pueden acotarse, pero su incidencia sigue en aumento53.

21

PAPERS DE LA FUNDACIÓ/88

El argumento de que el capital “destruye” la familia pasa también por alto las fuerzas
sociales que hacen atractiva la vida familiar. Pese a las críticas de que la familia
nuclear es psicológicamente destructiva, en una sociedad competitiva la familia sigue
satisfaciendo las necesidades reales de mucha gente. Esto es aplicable no sólo a la
monogamia a largo plazo, sino aún más a la educación de los hijos. Los padres
separados soportan unas cargas financieras y psíquicas. Para la mujer de la clase
obrera, en especial, estas cargas pueden hacer ilusoria la “independencia” de su
participación en el mercado de trabajo. Las familias de un solo progenitor han sido
consideradas recientemente por los analistas políticos como una formación familiar
transitoria, que se convierte en una familia de dos progenitores tras un nuevo
matrimonio54.
Es posible que los efectos de la creciente participación de la mujer en el mercado de
trabajo puedan verse más en el debilitamiento de la división sexual del trabajo dentro
de la familia que en el aumento de los divorcios, pero tampoco hay pruebas de que
esto sea así. Las estadísticas sobre quién realiza el trabajo doméstico, incluso en las
familias donde la mujer gana un salario, muestran pocos cambios en los últimos años;
las mujeres siguen haciendo la mayor parte de éste55. La “doble jornada” es una
realidad para la mujer asalariada. Esto no es de extrañar si se piensa que la división
sexual del trabajo fuera de la familia, en el mercado de trabajo, mantiene la
dependencia financiera de la mujer con respecto al hombre, aun en el caso de que
aquélla gane un salario. El futuro patriarcado no depende, sin embargo, únicamente
de las relaciones familiares, ya que el patriarcado, como el capital, puede ser
sorprendentemente flexible y adaptable.
Sea o no la división patriarcal del trabajo, dentro y fuera de la familia, intolerable “en
última instancia” para el capital, lo que sí es cierto es que está configurando al
capitalismo hoy. Como pusimos antes de manifiesto, el patriarcado legitima el control
capitalista al tiempo que ilegitima ciertas formas de lucha contra el capital.

La ideología en el siglo XX
El patriarcado, al establecer y legitimar una jerarquía entre los hombres (al permitir
que los hombres de todos los grupos controlen al menos a algunas mujeres), refuerza
el control capitalista, y los valores capitalistas configuran la definición de utilidad
patriarcal.
Los fenómenos psicológicos que Firestone describe son ejemplos concretos de lo que
sucede en unas relaciones de dependencia y dominación. Estos fenómenos son
consecuencia de la realidad del poder social del hombre -que se le niega a la mujer-,
pero están configurados por el hecho de que acontecen en el contexto de una
sociedad capitalista56. Si examinamos las características de los hombres tal como los
describen las feministas radicales -competitivos, racionalistas, dominantes-, vemos
que coinciden en buena parte con nuestra descripción de los valores predominantes
en la sociedad capitalista.
Esta “coincidencia” puede explicarse de dos formas. En primer lugar, los hombres,
como trabajadores asalariados, están inmersos en unas relaciones sociales

22

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capitalistas de trabajo, son obligados a competir en la forma prescrita por estas
relaciones y asimilan los valores correspondientes57. La descripción que hacen las
feministas radicales de los hombres no está del todo desencaminada en las
sociedades capitalistas. En segundo lugar, incluso cuando los hombres y las mujeres
no se comportan realmente tal como prescriben las normas sexuales, los hombres
reclaman para sí aquellas características que son más valoradas en la ideología
predominante. Así, por ejemplo, los autores de Crestwood Heights descubrieron que
aun cuando los hombres que ejercían una profesión se pasaran el tiempo
manipulando a sus subordinados (utilizando a menudo técnicas que apelaban a
motivos fundamentalmente irracionales para conseguir el comportamiento deseado),
hombres y mujeres describían a los hombres como “racionales y pragmáticos”. Y aun
cuando las mujeres dedicaran grandes energías a estudiar métodos científicos sobre
la crianza y el desarrollo de los hijos, hombres y mujeres de Crestwood Heights
describían a las mujeres como “irracionales y emocionales”58.
Esto ayuda a explicar no sólo las características “masculinas” y “femeninas” en las
sociedades capitalistas, sino también la forma especial que reviste la ideología sexista
en las sociedades capitalistas. Así como el trabajo de la mujer sirve al doble propósito
de perpetuar la dominación masculina y la producción capitalista, así también la
ideología sexista sirve al doble propósito de glorificar los valores capitalistas y las
características femeninas. Si la mujer es denigrada o privada de poder en otras
sociedades, la razón (racionalización) de los hombres para hacerlo es muy diferente.
Sólo en una sociedad capitalista tiene sentido considerar a la mujer emocional o
irracional. Estos calificativos no habrían tenido sentido en el Renacimiento. Sólo en
una sociedad capitalista tiene sentido considerar a la mujer “dependiente”. El
calificativo de “dependiente” no tendría sentido en una sociedad feudal. Dado que la
división del trabajo hace que la mujer, como esposa y madre, se ocupe sobre todo de
la producción de valores de uso en la familia, la denigración de estas actividades hace
olvidar que el capital no puede satisfacer las necesidades socialmente determinadas
al mismo tiempo que degrada a la mujer a los ojos del hombre, proporcionando una
excusa para el dominio masculino. Un ejemplo de esto puede verse en la peculiar
ambivalencia de los anuncios en la televisión. Por una parte, hay unos obstáculos
reales para satisfacer unas necesidades socialmente determinadas: detergentes que
destrozan la ropa e irritan la piel, porquerías de todo tipo. Por otra parte, hay que
denigrar la preocupación por estos problemas; esto se consigue burlándose de las
mujeres, las trabajadoras que deben hacer frente a estos problemas.
Se podría esgrimir un argumento paralelo para demostrar la colaboración entre el
patriarcado y el capitalismo hablando de la división sexual en los centros de trabajo.
La división sexual del trabajo coloca a la mujer en los puestos peor pagados y en las
tareas supuestamente apropiadas al papel de la mujer. Las mujeres son maestras y
asistentes sociales, y son también mayoría entre el personal sanitario. Los papeles
educativos que la mujer desempeña en estos puestos de trabajo están mal
considerados en parte porque el hombre denigra el trabajo de la mujer. Están también
mal considerados porque el capitalismo hace hincapié en la independencia personal y
en la capacidad de la empresa privada de satisfacer las necesidades sociales, lo que
se contradice con la necesidad de unos servicios sociales colectivos. Mientras la
importancia social de las tareas educativas pueda ser denigrada porque es la mujer la
que la desempeña, la confrontación de la prioridad que concede el capital a los

23

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valores de cambio con una demanda de valores de uso podrá ser evitada. Así pues,
no es el feminismo, sino el sexismo lo que divide y debilita a la clase trabajadora.

Hacia una unión más progresista
Nos quedan aún por explorar muchos problemas. El término “patriarcado”, tal como lo
hemos utilizado aquí, resulta más descriptivo que analítico. Si pensamos que el
marxismo por sí solo es inadecuado y el feminismo radical insuficiente, necesitamos
desarrollar nuevas categorías. Lo que hace nuestra tarea difícil es que los mismos
rasgos, tales como la división del trabajo, a menudo refuerzan tanto el patriarcado
como el capitalismo, y en una sociedad profundamente capitalista y patriarcal es difícil
aislar los mecanismos del patriarcado. Esto es, sin embargo, lo que debemos hacer.
Ya hemos señalado algunos puntos de partida: considerar quién se beneficia de la
fuerza de trabajo de la mujer, descubrir la base material del patriarcado, investigar los
mecanismos de la jerarquía y la solidaridad entre los hombres. Las cuestiones que
debemos plantearnos son infinitas.
¿Podemos hablar de leyes del sistema patriarcal? ¿Cómo engendra el patriarcado la
lucha feminista? ¿Qué tipos de política sexual y de lucha entre sexos podemos ver
fuera de las sociedades capitalistas avanzadas? ¿Cuales son las contradicciones del
sistema patriarcal y cuál es su relación con las contradicciones del capitalismo?
Sabemos que las relaciones patriarcales dan lugar al movimiento feminista y que el
capital engendra la lucha de clases, pero ¿cómo se ha desarrollado la relación entre
feminismo y lucha de clases en los distintos contextos históricos? En este apartado
intentamos dar una respuesta a esta última cuestión.
Históricamente y en la actualidad, la relación entre feminismo y lucha de clases ha
consistido en seguir caminos totalmente separados (el feminismo “burgués”, por una
parte, y la lucha de clases, por otra) o, dentro de la izquierda, en el predominio del
marxismo sobre el feminismo. Esto último ha sido consecuencia tanto del poder
analítico del marxismo como del poder de los hombres dentro de la izquierda, lo que
ha dado lugar tanto a una lucha abierta en la izquierda como a la posición
contradictoria de las feministas marxistas.
Muchas de las feministas que se consideran radicales (antisistema, anticapitalistas,
antiimperialistas, socialistas, comunistas, marxistas de todo tipo) coinciden en que el
ala radical del movimiento de la mujer ha perdido impulso, mientras que el sector
“burgués” parece haberse aprovechado de la ocasión para avanzar. Nuestro
movimiento no está ya en ese período excitante y activo en el que, hiciéramos lo que
hiciéramos, todo valía: despertar una conciencia, arrastrar a más mujeres (más de las
que podían incorporarse fácilmente) al movimiento, incrementar el conocimiento de las
cuestiones femeninas en la sociedad mediante métodos que a menudo ponían en tela
de juicio tanto las relaciones patriarcales como las capitalistas dentro de la sociedad.
Ahora nos damos cuenta de que algunos sectores del movimiento están siendo
asimilados y de que el “feminismo” está siendo usado contra las mujeres, por ejemplo
en los tribunales cuando los jueces dictaminan que las mujeres que se divorcian tras
un largo matrimonio durante el cual desempeñaron el papel de amas de casas no
necesitan pensión alimenticia porque todo el mundo sabe que ahora las mujeres están

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emancipadas. El hecho de no haber conseguido que se aprobara la Enmienda de la
Igualdad de Derechos indica que muchas mujeres sienten un legítimo miedo a que el
“feminismo” siga siendo usado contra la mujer, e indica una necesidad real de que
reforcemos nuestro movimiento y analicemos por qué ha sido asimilado como lo ha
sido. Es lógico que nos volvamos al marxismo en busca de ayuda para este
reforzamiento, puesto que el marxismo es una teoría desarrollada del cambio social.
La teoría marxista está muy desarrollada en comparación con la teoría feminista, y en
nuestro intento de usarla a veces nos hemos desviado de los objetivos feministas.
La izquierda se ha mostrado siempre ambivalente en lo que respeta al movimiento de
la mujer, considerándolo a menudo peligroso para la causa de la revolución socialista.
El que una mujer de izquierdas se adhiera al feminismo puede ser personalmente
amenazador para el hombre de izquierdas. Y, por supuesto, muchas organizaciones
de izquierdas se benefician del trabajo de la mujer. Así pues, muchos análisis de
izquierdas (ya sean progresistas o tradicionales) buscan el propio provecho, tanto
teórica como políticamente. Tratan de inducir a la mujer a abandonar sus intentos de
desarrollar una visión independiente de su situación y a adoptar su propia visión de la
situación. En cuanto a nuestra respuesta a esa presión, es natural que, dado que nos
hemos vuelto hacia el análisis marxista, tratemos de sumarnos a la “fraternidad”
usando este paradigma, y podemos acabar tratando de justificar nuestra lucha ante la
fraternidad en lugar de tratar de analizar la situación de la mujer para mejorar nuestra
práctica política. Finalmente, muchos marxistas se contentan con el tradicional análisis
marxista de la cuestión de la mujer. Ven en la clase el marco adecuado para entender
la posición de la mujer. La mujer debe ser entendida como parte de la clase obrera; la
lucha de clase obrera contra el capitalismo debe prevalecer sobre cualquier conflicto
entre el hombre y la mujer. No se debe permitir que el conflicto de sexos se interponga
en la solidaridad de clase.
A medida que la situación empeoraba en los Estados Unidos en los últimos años, el
análisis marxista tradicional se reafirmaba. En la década de los sesenta, el movimiento
de los derechos civiles, el movimiento estudiantil por la libertad de expresión, el
movimiento contra la guerra, el movimiento de la mujer, el movimiento ecologista y la
militancia cada vez mayor de profesionales y administrativos plantearon a los
marxistas nuevos problemas. Pero ahora, el retorno de problemas económicos tan
obvios como la inflación y el desempleo ha hecho que se olvide la importancia de
estas reivindicaciones y la izquierda vuelva a lo “fundamental”: la política de la clase
obrera (estrictamente definida). Las sectas marxistas-leninistas cada vez más
numerosas son profundamente antifeministas, tanto en la doctrina como en la práctica.
Y hay indicios de que el interés por los problemas feministas en la izquierda
académica está también en decadencia. Está dejando de haber servicios de guardería
en las conferencias de la izquierda. A medida que el marxismo o la economía política
resultan intelectualmente aceptables, la antigua red de jóvenes de ideas liberales
encuentra su réplica en una red de jóvenes marxistas y radicales, machistas en cuanto
a afiliación y opiniones pese a su juventud y radicalismo.
Las presiones para que las mujeres radicales abandonen estas estupideces y se
conviertan en revolucionarias “serias” también han aumentado. Nuestro trabajo parece
una pérdida de tiempo en comparación con la “inflación” y el “desempleo”. Es
sintomático de la dominación masculina que nuestro desempleo no fuera nunca

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considerado una crisis. En la última de las grandes crisis económicas, la de la década
de los treinta, el desempleo se subsanó en parte excluyendo a la mujer de todo tipo de
trabajos: si había de haber un solo empleo remunerado por familia, ese empleo era
para el hombre. El capitalismo y el patriarcado salieron reforzados de la crisis. Del
mismo modo que las crisis económicas cumplen una función restauradora para el
capitalismo al corregir los desequilibrios, pueden también desempeñarla para el
patriarcado. Los años treinta pusieron a la mujer en su sitio.
La lucha contra el capital y el patriarcado no tendrá éxito si se renuncia al estudio y a
la práctica de las cuestiones del feminismo. Una lucha dirigida sólo contra las
relaciones capitalistas de opresión estará condenada al fracaso, ya que se pasarán
por alto las relaciones patriarcales de opresión que le sirven de base. Y el análisis del
patriarcado es esencial para una definición del tipo de socialismo capaz de destruir el
patriarcado, el único tipo de socialismo útil para la mujer. Aunque hombres y mujeres
compartan la necesidad de acabar con el capitalismo, siguen conservando los
intereses propios de su género. Ni nuestro bosquejo, ni la historia, ni los socialistas de
género masculino ponen en claro si el socialismo por el que luchan hombres y mujeres
es el mismo. Porque un “socialismo humano” requeriría no sólo un consenso sobre
cómo debería ser la nueva sociedad y cómo debería ser una persona sana, sino más
concretamente que los hombres renunciaran a sus privilegios.
Como mujeres, no debemos permitir que nos hablen de la urgencia y la importancia de
nuestras tareas como nos han hablado tantas veces en el pasado. Debemos luchar
contra los intentos de coacción, más o menos sutil, para que abandonemos los
objetivos feministas.
Esto implica dos consideraciones estratégicas. En primer lugar, una lucha por
establecer el socialismo debe ser una lucha en la que se alíen grupos con distintos
intereses. La mujer no debe confiar en que la “libere” el hombre “después de la
revolución”, en parte porque no hay razón alguna para creer que sabría hacerlo, y en
parte porque éste no tiene necesidad alguna de hacerlo; de hecho su interés
inmediato radica en que continúe nuestra opresión. En lugar de esto, debemos tener
nuestras propias organizaciones y nuestra propia base de poder. En segundo lugar,
pensamos que la división sexual del trabajo dentro del capitalismo ha dado a la mujer
una práctica en la que hemos aprendido a comprender lo que son las necesidades y la
interdependencia humana. Estamos de acuerdo con Lise Vogel en que, mientras que
el hombre ha luchado durante mucho tiempo contra el capital, la mujer sabe por qué
ha de luchar59. En general, la posición del hombre en el patriarcado y el capitalismo le
impide reconocer tanto las necesidades humanas de educación, cooperación y
desarrollo como las posibilidades de satisfacer estas necesidades en una sociedad no
jerárquica ni patriarcal. Pero aunque le hagamos tomar conciencia de ello, el hombre
puede sopesar los pros y los contras y elegir el status quo. El hombre tiene algo más
que perder que sus cadenas.
Como socialistas feministas, debemos organizar una práctica que dirija la lucha contra
el patriarcado y la lucha contra el capitalismo. Debemos insistir en que la sociedad que
queremos crear es una sociedad en la que el reconocimiento de la interdependencia
sea liberación y no temor, en la que la educación sea una práctica universal y no una

26

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práctica opresiva, y en la que la mujer no siga soportando tanto las falsas como las
concretas libertades del hombre.

1

El derecho inglés, a menudo en los términos “marido y mujer son una sola cosa, y esta cosa es el
marido”, mantenía que “por el matrimonio, marido y mujer son una sola persona ante la ley, es decir, que
la existencia legal de la mujer queda en suspenso durante el matrimonio o al menos es incorporada y
consolidada en la del marido”, I. Blackstone, Commentaries, 1765, pp. 442-445, citado en Kenneth M.
Davidson, Ruth B. Ginsburg y Herma H. Kay, Sex based discrimination, St. Paul (Minnesota), West
Publishing Co., 1974, p. 117.
2
Friedrich Engels, The origin of the family, private property and the State, con una introducción de Eleanor
Burke Leacock, Nueva York, International Publishers, 1972 (El origen de la familia, la propiedad privada y
el Estado, en Marx y Engels, Obras escogidas, 2 vols., Madrid, 1975, II, pp. 177-345).
3
Friedrich Engels, The condition of the working class in England, Stanford (California), Stanford University
Press, 1958; véanse especialmente páginas 162-66 y 296 (La situación de la clase obrera en Inglaterra,
en Obras de Marx y Engels, vol. 6, Barcelona, Crítica, 1978).
4
Eli Zaretsky, “Capitalism, the family and personal life”, Socialist Revolution, núms. 13/14 (enero-abril de
1973, pp. 66-125) y 15 (mayo-junio de 1973, pp. 19-70). Véase también Zaretsky, “Socialist politics and
the family”, Socialist Revolution (ahora Socialist Review), 19, enero-marzo de 1974, páginas 83-98, y
Capitalism, the family and personal life, Nueva York, Harper & Row, 1976 (Familia y vida personal,
Barcelona, Anagrama, 1978). En la medida en que afirman que sus análisis están relacionados con la
mujer, Bruce Brown, Marx, Freud and the critique of everyday life, Nueva York, Monthly Review Press,
1973 (Marx, Freud y la crítica de la vida cotidiana, Buenos Aires, Amorrortu, 1975), y Henri Lefebvre,
Everyday life in the modern world, Nueva York, Harper & Row, 1971 (La vida cotidiana en el mundo
moderno, Madrid, Alianza, 1972), pueden ser incluidos en el mismo grupo que Zaretsky.
5
En esto, Zaretsky sigue los pasos de Margaret Benston (“The polical economy of women’s liberation”,
Monthly Review, vol. 21, 4, septiembre de 1969, pp. 13-27 (“La economía política de la liberación de la
mujer”, en María José Ragué, comp., Hablan las Women’s Lib, Barcelona, Kayrós, 1972)), quien hace de
la tesis de que la mujer mantiene con el capitalismo una relación diferente que el hombre la piedra angular
de su análisis. Afirma que la mujer en el hogar produce valores de uso, y el hombre en el mercado de
trabajo, valores de cambio, y califica el trabajo de la mujer de precapitalista (y descubre en el trabajo
común a todas las mujeres la base de su unidad política). Zaretsky se basa en esta diferencia esencial
entre el trabajo del hombre y el de la mujer, pero los califica a ambos de capitalistas.
6
Zaretsky, “Personal life”, I, p. 114.
7
Mariarosa Dalla Costa, “Women and the subversion of the community”, en Mariarosa Dalla Costa y
Selma James, The power of women and the subversion of the community, Bristol, Falling Wall Press,
1973 (“Las mujeres y la subversión de la comunidad”, en El poder de la mujer y la subversión de la
comunidad, México, Siglo XXI, 1975).
8
Es interesante señalar que en el artículo original (citado en nota 7 supra) Dalla Costa sugiere que el
pago de un salario por el trabajo doméstico no hará sino institucionalizar el papel de la mujer como ama
de casa (pp. 32, 34), pero en una nota (nota 16, pp. 52-53) explica la popularidad de la reivindicación y su
uso como instrumento para lograr una toma de conciencia. Desde entonces ha apoyado activamente la
reivindicación. Véase Dalla Costa “A general strike”, en Wendy Edmond y Suzie Fleming, comps., All
work and no pay: women, housework and the wages due, Bristol, Falling Wall Press, 1975.
9
El texto del artículo dice así: “Tenemos que dejar claro que, dentro del salario, el trabajo doméstico no
sólo produce valores de uso, sino que es esencial para la producción de plusvalor” (p.31). La nota 12 dice
así: “Lo que queremos decir es precisamente que el trabajo doméstico, en cuanto trabajo, es productivo
en el sentido marxiano de la palabra, es decir, produce plusvalor” (p. 52, subrayado en el original). Que
nosotras sepamos, esta reivindicación no ha sido planteada nunca de forma más rigurosa por el grupo
que reclama un salario para el trabajo doméstico. Sin embargo, los marxistas han respondido
profusamente a la reivindicación.
10
La bibliografía sobre el debate incluye los nombres de Lise Vogel, “The earthly family”, Radical America,
vol. 7, 4/5, julio-octubre de 1973, pp. 9-50; Ira Gerstein, “Domestic work and capitalism”,Radical America,
vol. 7, 4/5, julio-octubre de 1973, páginas 101-128; John Harrison, “Political economy of housework”,
Bulletin of the Conference of Socialist Economists, 7, invierno de 1973 (“Economía política del trabajo
doméstico”, en AA.VV., El ama de casa bajo el capitalismo, Barcelona, Anagrama, 1975); Wally
Seccombe, “The housewife and her labour under capitalism”, New Left Review, 83, enero-febrero de
1974, pp. 3-24 (“El trabajo doméstico en el modo de producción capitalista”, en El ama de casa bajo el

27

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capitalismo, cit.); Margaret Coulson, Branka Magas y Hilary Wainwright, “The housewife and her labour
under capitalism. A critique”, New Left Review, 89, enero-febrero de 1975, páginas 59-71 (“El ama de
casa y su trabajo en el sistema capitalista”, en Fini Rubio, comp., Marxismo y liberación de la mujer,
Madrid, Dédalo, 1977); Jean Gardiner, “Women’s domestic labour”, New Left Review, 89, enero-febrero
de 1975, páginas 47-58 (“El papel del trabajo doméstico”, en El ama de casa bajo el capitalismo, cit.); Ian
Gough y John Harrison, “Unproductive labour and housework again”, Bulletin of the Conference of
Socialist Economists, 11, junio de 1975 (“El trabajo doméstico de la mujer”, En Teoría, 4, enero-marzo de
1980); Wally Seccombe, “Domestic labour: reply to critics”, New Left Review, 94, noviembre-diciembre de
1975, pp. 85-96; Terry Fee, “Domestic labour: an analysis of housework and its relation to the production
process”, Review of Radical Political Economics, vol. 8, 1, primavera de 1976, pp. 1-8; Susan Himmelweit
y Simon Mohun, “Domestic labour and capital”, Cambridge Journal of Economics, vol. 1, 1, marzo de
1977, pp. 15-31.
11
En Estados Unidos, la crítica política más frecuente a los grupos que reclaman un salario para el trabajo
doméstico ha sido la de oportunismo.
12
Laura Oren lo documenta para la clase obrera en “The welfare of women in laboring families: England,
1860-1950)”, Feminist Studies, vol. 1, 3/4, invierno-primavera de 1973, pp. 107-25.
13
El fallecido Stephen Hymer nos señaló un fallo básico en el análisis que hace Engels en El origen de la
familia, fallo que se debe a que Engels no analiza el proceso de trabajo dentro de la familia. Engels
afirma que los hombres impusieron la monogamia porque querían dejar su propiedad a sus hijos. Hymer
mantenía que, lejos de ser un “regalo”, entre la pequeña burguesía la posible herencia es utilizada como
amenaza a fin de que los hijos trabajen para sus padres. Hay que considerar el proceso de trabajo y ver
quién se beneficia del trabajo de quién.
14
Esta es una paráfrasis. Karl Marx escribió: “La conservación y reproducción constantes de la clase
obrera siguen siendo una condición constante para la reproducción del capital. El capitalista puede
abandonar confiadamente el desempeño de esa tarea a los instintos de conservación y reproducción de
los obreros”. Capital, Nueva York, International Publishers, 1967, I, p. 572 (El Capital, Madrid, Siglo XXI,
1975, libro I, p. 704).
15
Harry Braverman, Labour and monopoly capital, Nueva York, Monthly Review Press, 1975.
16
Julliet Mitchell, Women’s estate, Nueva York, Vintage Books, 1973, p. 92 (La condición de la mujer,
Barcelona, Anagrama, 1977).
17
Engels, Origins, “Preface to the first edition”, páginas 71-72 (prefacio a la primera edición de El origen
de la familia, en K. Marx y F. Engels, Obras escogidas, II, p. 178). La continuación de esta cita dice así:
“...por el grado de desarrollo del trabajo, de una parte, y de la familia, de la otra”. Es interesante que el
trabajo sea implícitamente excluido del seno de la familia; éste es precisamente el fallo que queremos
corregir en este ensayo.
18
Juliet Mitchell, “Women: the longest revolution”, New Left Review, 40, noviembre-diciembre de 1966,
pp. 11-37, reeditado por New England Free Press (“Las mujeres: la revolución más larga”, en Margaret
Randall, comp., Las mujeres, México, Siglo XXI, 1970).
19
Juliet Mitchell, Psychoanalysis and feminism, Nueva York, Pantheon Books, 1974 (Psicoanálisis y
feminismo, Barcelona, Anagrama, 1977).
20
Mitchell, Psychoanalysis, p. 412.
21
Shulamith Firestone. The dialectic of sex, Nueva York, Bantam Books, 1971 (La dialéctica sexual,
Barcelona, Kayrós, 1976).
22
“Politics of ego: a manifesto for New York Radical Feminists” se encuentra en Judith Hole y Ellen
Levine, comps., Rebirth of feminism, Nueva York, Quadrangle Books, 1971, pp. 440-443. Las “feministas
radicales” son las que afirman que la dinámica más importante de la historia es el esfuerzo del hombre
por dominar a la mujer. En este contexto “radical” no significa anticapitalista, socialista, contracultural,
etc., sino que reviste el significado específico de este determinado conjunto de creencias feministas.
Otros escritos de feministas radicales, de las cuales las de Nueva York fueron probablemente las más
influyentes, pueden encontrarse en Ann Koedt, comp., Radical feminism, Nueva York, Quadrangle Press,
1972.
23
El enfoque del poder fue un importante paso adelante en la crítica feminista de Freud. Firestone afirma,
por ejemplo, que si las niñas “envidiaban” el pene de los niños era porque sabían que al crecer éstos se
convertirían en miembros de una clase poderosa, mientras que las niñas al crecer serían dominadas por
ellos. El fondo de la cuestión de la mujer no era la neurosis, sino la falta de poder. Más recientemente,
las feministas han criticado a Firestone por negar la utilidad del concepto de inconsciente. Tratando de
explicar la fuerza y la continuidad del predominio masculino, los últimos escritos feministas han insistido
en la naturaleza fundamental de las diferencias de personalidad basadas en el género, sus orígenes en el
inconsciente y la consiguiente dificultad de su erradicación. Véanse Dorothy Dinnerstein, The mermaid

28

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and the minotaur, Nueva York, Harper Colophon Books, 1977; Nancy Chodorow, The reproduction of
mothering, Berkeley, University of California Press, 1978, y Jane Flax, “The conflict between nurturance
and autonomy in mother-daugther relationships and within feminism”, Feminist Studies, vol. 4, 2, junio de
1978, pp. 141-189.
24
Kate Millett, Sexual politics, Nueva York, Avon Books, 1971, p. 25 (La política sexual, Madrid, Aguilar,
1977).
25
Un ejemplo de este tipo de historia feminista radical es la de Susan Brownmiller, Against our will. Men,
women and rape, Nueva York, Simon & Schuster, 1975.
26
Sobre la concepción del patriarcado en la ciencia social burguesa, véase, pore ejemplo, la distinción de
Weber entre autoridad tradicional y autoridad legal, en Talcott Parsons, comp., Max Weber: the theories
of social and economic organization, Nueva York, The Free Press, 1964, pp. 328-357. Esta concepción
es analizada también en Elisabeth Fee, “The sexual politics of Victorian social anthropology”, Feminist
Studies, vol. 1, 3/4, invierno-primavera de 1973, pp. 23-39, y en Robert A. Nisbet, The sociological
tradition, Nueva York, Basic Books, 1966, especialmente cap. 3, “Community”.
27
Véase Viana Muller, “The formation of the State and the oppresion of women: some theoretical
considerations and a case study in England and Wales”, Review of Radical Political Economics, volumen
9, 3, otoño de 1977, p.p. 7-21.
28
Las formas concretas en que el hombre controla el acceso de la mujer a importantes recursos y
restringe su sexualidad varían enormemente, tanto de una sociedad a otra como de un subgrupo a otro y
de una época a otra. Los ejemplos que utilizamos en este apartado para ilustrar lo que es el patriarcado
están basados, sin embargo, en las experiencias de las mujeres blancas en los países capitalistas
occidentales. Esta diversidad queda de manifesto en Towards an antropology of women, Rayna Rapp
Reiter, comp., Nueva York, Monthly Review Press, 1975; Women, culture and society, Michelle Rosaldo y
Louise Lanphere, comps., Stanford (California), Stanford University Press, 1974, y Females, males,
families: a biosocial approach, de Lila Leibowitz, North Scituate (Massachusetts), Duxbury Press, 1978. El
control de la sexualidad de la mujer va estrechamente unido al lugar que ocupan los hijos. La demanda de
niños (por parte de los hombres y de los capitalistas) es crucial para comprender los cambios en la
subordinación de la mujer.
Allí donde se necesiten niños por su fuerza de trabajo actual o futura, la sexualidad de la mujer tenderá a
ser encaminada hacia la reproducción y la crianza de los hijos. Cuando los hijos sean considerados
superfluos, se fomentará la sexualidad de la mujer con fines ajenos a la reproducción, pero el hombre
intentará destinarla a satisfacer las necesidades masculinas. La chica del Cosmopolitan es un buen
ejemplo de mujer “liberada” del cuidado de los hijos sólo para acabar dedicando todas su energías a
atraer y satisfacer a los hombres. Los capitalistas pueden también utilizar la sexualidad femenina para sus
propios fines, como demuestra el éxito de Cosmopolitan anunciando productos de consumo.
29
Gayle Rubin, “The traffic in women”, en Reiter, comp., Antropology of women, p. 159.
30
Himmelweit y Mohun señalan que ambos aspectos de la producción (hombres y cosas) son lógicamente
necesarios para describir un modo de producción, ya que, por definición, un modo de producción debe ser
capaz de reproducirse. Ninguno de estos aspectos es por sí solo autosuficiente. En otras palabras: para la
producción de cosas se requieren hombres, y para la producción de hombres se requieren cosas. Aunque
Marx reconoció la necesidad de hombres del capitalismo, no se preocupó por averiguar cómo eran
producidos o qué conexiones había entre los dos aspectos de la producción. Véase Himmelweit y Mohun,
“Domestic labour and capital” (nota 20 supra).
31
Para un excelente análisis de una de estas transiciones al socialismo, véase Batya Weinbaum, “Women
in transition to socialism: perspectives on the Chinese case”, Review of Radical Political Economics, vol. 8,
1, primavera de 1976, pp.34-58.
32
Es importante recordar que en la era preindustrial la mujer contribuía en buena medida a la subsistencia
de su familia, ya fuera participando en una artesanía familiar o en las actividades agrícolas. El comienzo
del trabajo asalariado permitió y exigió a la mujer que esta contribución se ralizara indedendientemente
del hombre en la familia. La novedad, pues, no estuvo en que la mujer ganara unos ingresos, sino en que
los ganara al margen del control de su marido o de su padre. Alice Clark, The working life of woman in the
seventeenth century, Nueva York, Kelly, 1969, e Ivy Pinchbeck, Women workers in the Industrial
Revolution, 1750-1850, Nueva York, Kelly, 1969, describen el papel económico de la mujer en la era
preindustrial y los cambios que se produjeron a medida que progresó el capitalismo. Parece ser que ni
Marx, ni Engels, ni Kautsky fueron plenamente conscientes del papel económico de la mujer antes del
capitalismo.
33
Karl Kautsky, The class struggle, Nueva York, Norton, 1971, pp. 25-26.
34
Podríamos añadir: “fuera del hogar”, Kautsky, Class struggle, p. 26; el subrayado es nuestro.

29

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35
Citado en Neil Smelser, Social change and the Industrial Revolution, Chicago, University of Chicago
Press, 1959, p. 301.
36
Estos ejemplos están sacados de Heidi I. Hartmann, “Capitalism, patriarchy and job segregation by
sex”, Signs: Journal of Women in Culture and Society, vol. 1, 3, segunda parte, primavera de 1976, pp.
162-163.
37
Así como las leyes fabriles fueron decretadas en beneficio de todos los capitalistas, a pesar de las
protestas de unos pocos, así también las leyes que protegían a las mujeres y a los niños pudieron ser
decretadas por el Estado con vistas a la reproducción de la clase obrera. Sólo una concepción del Estado
totalmente instrumentalista negaría que las leyes fabriles y la legislación proteccionista legitiman al Estado
que hace las concesiones y son una respuesta a las reivindicaciones de la propia clase obrera.
38
Para un análisis más completo de la legislación laboral proteccionista para la mujer, véase el trabajo de
Ann C. Hill, “Protective labor legislation for women: its origin and effect”, multicopiado, New Haven
(Connecticut), Yale Law Scholl, 1970, partes del qual han sido publicadas en Barbara A. Babcock, Ann E.
Freedman, Eleanor H. Norton y Susan C. Ross, Sex discrimintion and the law: cases and remedies,
Boston, Little, Brown & Co., 1975, excelente texto legal. Véase también Hartmann, “Job segregation by
sex”, pp. 164-166.
39
Una lectura de Alice Clark, The working life of women, e Ivy Pinchebeck, Women workers, sugiere que
la expulsión de la producción del hogar fue seguida de un proceso de ajuste social que creó la norma
social del salario familiar. Heidi Hartmann, en Capitalism and women’s work in the home, 1900-1930, tesis
inédita, Universidad de Yale, 1974, próxima publicación en Temple University Press, afirma, basándose
en datos cualitativos, que este proceso se produjo en los Estados Unidos a comienzos del siglo XX.
Habría que probar esta hipótesis cuantitativamente examinando los presupuestos familiares en diferentes
años y observando la tendencia de la proporción de los ingresos familiares aportados por el marido en los
diferentes grupos de renta. Sin embargo, no se puede disponer de datos comparables para este período.
La solución del “salario familiar” ha perdido probablemente fuerza en el período posterior a la segunda
guerra mundial. Carolyn Shaw Bell, en “Working women’s contributions to family income” (Eastern
Economic Journal, vol. 1, 3, julio de 1974, pp. 185-201), ofrece datos actuales y afirma que ahora no es
correcto suponer que el marido es el que más gana en la familia. Sin embargo, cualquiera que sea la
situación real hoy o a comienzos de siglo, nos atreveríamos a afirmar que la norma social era y es que el
hombre gane lo suficiente para mantener a su familia. Decir que ésta ha sido la norma no quiere decir que
haya sido universalmente seguida. En realidad, lo notable es que no lo haya sido. De aquí la observación
de que cuando no hay unos salarios suficientemente altos desaparecen los modelos familiares
“normativos”, como por ejemplo entre los emigrantes del siglo XIX y los americanos del Tercer Mundo
hoy. Oscar Handlin, Boston’s inmigrants, Nueva York, Atheneum, 1968, analiza el Boston de mediados del
siglo XIX, donde las mujeres irlandesas trabajaban en la industria textil; las mujeres constituían más de la
mitad del total de asalariados y a menudo mantenían a sus maridos en paro. El debate en torno a la
estructura familiar entre los negros americanos hoy sigue al rojo vivo; véase Carol B. Stack, All our kin.
Strategies for survival in a Black community, Nueva York, Harper and Row, 1974, especialmente capítulo
1. Nos atreveríamos también a afirmar (véase infra) que en la mayoría de las familias la norma depende
del lugar relativo que hombres y mujeres ocupan en el mercado de trabajo.
40
Hartmann, Women’s work, afirma que el hecho de que la esposa no trabajara era considerado como
parte del nivel de vida masculino a comienzos del siglo XX (véase p. 136, nota 6), y Gerstein, “Domestic
work”, sugiere que la norma de que la esposa trabaje sirve para determinar el valor de la fuerza de trabajo
masculina (véase p.121).
41
Nunca se insistirá demasiado en la importancia del hecho de que la mujer preste servicios al hombre en
el hogar. Como decía Pat Mainardi, en “The politics of housework”, “la medida de vuestra opresión en su
resistencia (la del hombre)” (en Robin Morgan, comp., Sisterbook is powerful, Nueva York, Vintage Books,
1970, p.451 (“La política de las tareas domésticas”, en Margaret Randall, comp., Las mujeres, México,
Siglo XXI, 1970). Su artículo, tal vez tan importante para nosotras como el de Firestone sobre el amor, es
un análisis de las relaciones de poder entre el hombre y la mujer tal como se dan en el trabajo doméstico.
42
Libby Zimmerman ha explorado la relación entre la inclusión en el mercado de trabajo primario y
secundario y los patrones familiares en Nueva Inglaterra. Véase su Women in the economy: a case
study of Lynn, Massachussets, 1760-1974, tesis inédita, Heller School, Brandeis, 1977. Batya Weinbaum
está actualmente explorando la relación entre los papeles familiares y los puestos en el mercado de
trabajo. Véase su “Redefining the question of revolution”, Review of Radical Political Economics, volumen
9, 3, otoño de 1977, pp. 54, 78, y The curious courtship of women’s liberation and socialism, Boston,
South End Press, 1978. Otros estudios sobre la interacción del capitalismo y el patriarcado pueden
encontrarse en Zillah Eisenstein, comp., Capitalist patriarchy and the case for socialist feminist revolution,

30

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Nueva York, Monthly Review Press, 1978 (Patriarcado capitalista y feminismo socialista, México, Siglo
XXI, 1980).
43
Véase Batya Weinbaum y Amy Bridges, “The other side of the paycheck: monopoly capital and the
structure of consumption”, Monthly Review, volumen 28, 3, julio-agosto de 1976, pp. 88-103, para un
análisis del consumo femenino.
44
Sobre las tesis de la Escuela de Francfort, véase Max Horkheimer, “Authority and the family”, en Critical
theory, Nueva York, Herder & Herder, 1972 (Teoría crítica, Buenos Aires, Amorrortu, 1974), y Frankfurt
Institute of Social Research, “The family”, en Aspects of sociology, Boston, Beacon, 1972.
45
Carol Brown, “Patriarchal capitalism and the female-headed family”, Social Scientist, India, 40/41,
noviembre-diciembre de 1975, pp. 28-39.
46
Para más precisiones sobre el orden racial, véanse Stanley Greenberg, “Business enterprise in a racial
order”, Politics and Society, vol. 6, 2, 1976, páginas 213-240, y Michael Burroway, The color of class in the
copper mines: from African advancement to Zambianization, Manchester, Manchester University Press,
Zambia Papers, 7, 1972.
47
Véase Michael Reich, David Gordon y Ricard Edwards, “A theory of labor market segmentation”,
American Economic Review, vol. 63, 2, mayo de 1973, pp. 359-365, y el libro compilado por ellos, Labor
market segmentation, Lexington (Massachusetts), D.C.Heath, 1975, para un análisis de la segmentación
del mercado de trabajo.
48
Véase David M. Gordon, “Capitalist efficiency and socialist efficiency”, Monthly Review, vol. 28, 3, julioagosto de 1976, pp. 19-39, para un análisis de la eficiencia cualitativa (necesidades de control social) y
cuantitativa (necesidades de acumulación).
49
Por ejemplo, los fabricantes de Milwaukee organizaron a los trabajadores en la producción en un
principio por grupos étnicos, pero más tarde exigieron que todos los trabajadores hablaran inglés, cuando
cambiaron las necesidades de la tecnología y de un adecuado control social. Véase Gerd Korman,
Industrialization, immigrants and Americanizers, the view from Milwaukee, 1866-1921, Madison, The State
Historical Society of Wisconsin, 1967.
50
Carol Brown, “Patriarchal capitalism”.
51
Nueva York, Random House, 1976.
52
Jean Gardiner, en “Women’s domestic labour” (véase nota 10 supra), aclara las causas del cambio de
localización del trabajo de la mujer, desde el punto de vista del capital. Pasa revista a las necesidades del
capital (en términos de nivel de los salarios reales, oferta de trabajo y tamaño del mercado) en diversos
estadios del desarrollo y de los ciclos económicos. Mantiene que en épocas de auge o rápido crecimiento
es probable que la socialización del trabajo doméstico (o más exactamente su capitalización) sea la
tendencia dominante, y que en épocas de recesión se mantenga el trabajo doméstico en su forma
tradicional. Sin embargo, al intentar pronosticar la probable orientación de la economía británica,
Gardiner no considera las necesidades económicas del patriarcado. En este ensayo mantenemos que a
menos que se tome en cuenta tanto el capital como el patriarcado no se podrá pronosticar debidamente la
probable orientación del sistema económico.
53
Sobre el número de personas que componen la familia nuclear, véase Peter Uhlenberg, “Cohort
variations in family life cycle experiences of US females”, Journal of Marriage and the Family, vol. 36, 5,
mayo de 1974, pp. 284-292. Sobre el índice de divorciados que se casan de nuevo, véanse Paul C. Glick
y Arthur J. Norton, “Perspectives on the recent upturn in divorce and remarriage”, Demography, vol. 10,
1974, pp. 301-314. Sobre los niveles de divorcio y renta, véase Arthur J. Norton y Paul C. Glick, “Marital
instability: past, present and future”, Journal of Social Issues, vol. 32, 1, 1976, pp. 5-20. Véase también
Mary Jo Bane, Here to stay: American families in the twentieth century, Nueva York, Basic Books, 1976.
54
Heather L. Ross e Isabel B. Sawhill, Time of transition: the growth of families headed by women,
Washington, D.C., The Urban Institute, 1975.
55
Véase Kathryn E. Walker y Margaret E. Woods, Time use: a measure of household production of family
goods and services, Washington, D.C., American Home Economics Association, 1976.
56
Richard Sennet y Jonathan Cobb, en The hidden injuries of class, Nueva York, Random House, 1973,
examinan tipos similares de fenómenos psicológicos dentro de las relaciones jerárquicas entre los
hombres en el trabajo.
57
Esto debería dar algunas pistas sobre las diferencias de clase en el sexismo que no podemos examinar
aquí.
58
Véase John R. Seeley et al., Crestwood Heights, Toronto, University of Toronto Press, 1956, páginas
382-394. Aunque se pueda decir que el puesto del hombre está “en la producción”, esto no significa que
el puessto de la mujer no esté en la producción, puesto que también sus tareas están confliguradas por el
capital. Su trabajo no asalariado es la solución, sobre una base cotidiana, de la producción para el
intercambio con unas necesidades socialmente determinadas, el suministro de valores de uso en una

31

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sociedad capitalista (éste es el contexto del consumo). Véase Weinbaum y Bridges, “The other side of the
paycheck”, para un análisis más completo de este argumento. El hecho de que la mujer suministre
“simplemente” valores de uso en una sociedad dominada por los valores de cambio puede ser usado para
designar a la mujer.
59
Lise Vogel, “The earthly family” (véase nota 10 supra).

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