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Duelo y melancolía
(1917 (19151)
Nota introductoria
« T r a u e r u n d Melancholic»
Ediciones en alemán
1917
1918
1924
1924
1931
1946
1975
Int. Z. arztl. Psychoanal., 4, n? 6, págs. 288-301.
SKSN, 4, págs. 356-77. (1922, 2? ed.)
GS, 5, págs. 535-53.
Technik und MetapsychoL, págs. 257-75.
Theoreiische Schriften, págs. \51-11.
GW, 10, págs. 428-46.
SA, 3, págs. 193-212.
Traducciones en castellano *
1924
1943
1948
1953
1967
1972
«La aflicción y la melancolía». BN (17 vols.), 9,
págs. 217-35. Traducción de Luis López-Ballesteros.
Igual título. EA, 9, págs. 209-26. El mismo traductor.
Igual título. BN (2 vols.), 1, págs. 1087-95. El mismo traductor.
Igual título. SR, 9, págs. 177-90. El mismo traductor.
Igual título. BN (3 vols.), 1, págs. 1075-82. El mismo traductor.
«Duelo y melancolía». BN (9 vols.), 6, págs. 2091100. El mismo traductor.
Ernest Jones (1955, págs. 367-8) nos informa que Freud
le expuso el tema del presente artículo en enero de 1914,
y habló sobre él en la Sociedad Psicoanalítica de Viena el
30 de diciembre de ese año. En febrero de 1915 escribió un
primer borrador. Lo remitió a Abraham (cf. Freud, 1965iz,
págs. 206-7 y 211-2), quien le envió extensos comentarios;
entre ellos, la importante sugerencia de una conexión entre
* {Cf. la «Advertencia sobre la edición en castellano», supra, pág.
xiii y f!. 6.}
2V¡
la melancolía y la etapa oral de la libido (cf. infra, pág. 247).
El borrador final quedó completado el 4 de mayo de 1915,
pero, como el del artículo anterior (cf. pág. 217), fue publicado dos años después.
En época muy temprana (probablemente en enero de
1895), Freud había enviado a Flicss un detallado intento
de explicar la melancolía (término bajo el cual Freud incluía, por lo común, lo que ahora suele describirse como estados de depresión) en términos puramente neurológicos
(Freud, 1950^, Manuscrito G ) , AE, 1, págs. 239-46."
Este intento no resultó muy fructífero, y pronto fue remplazado por un enfoque psicológico. Apenas dos años más
tarde, nos encontramos con uno de los casos más notables
de anticipación de los hechos por parte de Freud. Ocurre
en un manuscrito, también dirigido a Fliess y titulado «Anotaciones III». Consignemos que en este manuscrito, fechado el 31 de mayo de 1897, aparece prefigurado por primera vez el complejo de Edipo (Freud, 1950Í?, Manuscrito
N ) , AE, 1, pág. 296. El pasaje en cuestión, tan denso en
significado que por momentos resulta oscuro, merece ser
citado en forma completa:
,
«Los impulsos hostiles hacia los padres (deseo de que
mueran) son, de igual modo, un elemento integrante de la
neurosis. Afloran concientemente como representación^ obsesiva. En la paranoia les corresponde lo más insidioso del delirio de persecución (desconfianza patológica de los gobernantes y los monarcas). Estos impulsos son reprimidos en
tiempos en que se suscita compasión por los padres: enfermedad, muerte de ellos. Entonces es una exteriorización del
duelo hacerse reproches por su muerte (las llamadas melancolías), o castigarse histéricamente, mediante la idea de la
retribución, con los mismos estados [de enfermedad! que
ellos han tenido. La identificación que así sobreviene no es
otra cosa, como se ve, que un modo del pensar, y no vuelve
superfina la búsqueda del motivo».
Freud parece haber dejado totalmente de lado la aplicación ulterior a la melancolía de la línea de pensamiento
bosquejada en este pasaje. De hecho, muy rara vez volvió a
mencionar este estado antes del presente artículo, si se exceptúan algunas observaciones suyas incluidas en un debate
sobre el suicidio que tuvo lugar en 1910 en la Sociedad
Psicoanalítica de Viena (véase Freud (1910^), AE, 11, pág.
232); en esa oportunidad destacó la importancia de establecer una comparación entre la melancolía y los estados nor-
238
males de duelo, pero declaró que el problema psicológico
allí involucrado era todavía insoluble.
Lo que permitió a Freud reabrir el tema fue, por supuesto,
la introducción de los conceptos del narcisismo y de un ideal
del yo. El presente artículo puede considerarse, en verdad,
una extensión del trabajo sobre el narcisismo que Freud
escribiera un año antes (1914c). Así como en ese trabajo
había descrito el funcionamiento de la «instancia crítica»
(cf. supra, págs. 92-3), en este se ve la misma instancia operando en la melancolía.
Pero las implicaciones de este artículo •—que no fueron
evidentes de inmediato— estaban destinadas a ser más importantes que la explicación del mecanismo de un estado
patológico particular. El material aquí contenido llevó a la
ulterior consideración de la «instancia crítica», en Psicología
de las masas y análisis del yo (1921c), AE, 18, págs. 122
y sigs.; y esto a su vez condujo a la hipótesis del superyó,
en El yo y el ello (1923¿), y a una nueva evaluación del
sentido de culpa.
Desde otro punto de vista, este artículo exigió someter
a examen toda la cuestión de la naturaleza de la identificación. Freud parece haberse inclinado primero por considerarla estrechamente asociada a la fase oral o canibálica del
desarrollo de la libido, y quizá dependiente de ella. Así, en
Tótem y tabú (1912-13), AE, 13, págs. 143-4, había escrito
acerca de la relación entre los hijos y el padre de la horda
primordial: «En el acto de la devoración consumaban la identificación con él». Y en un pasaje agregado a la tercera edición de los Tres ensayos de teoría sexual ( 1 9 0 5 Í / ) , publicado
en 1915 pero escrito algunos meses antes que el presente
artículo, describió la fase oral o canibálica como «el paradigma de lo que más tarde, en calidad de identificación, desempeñará un papel psíquico tan importante» {AE, 7, pág.
180). Aquí {infra, pág. 247) se refiere a la identificación
como «la etapa previa de la elección de objeto [. . . ] el
primer modo [. . . ] como el yo distingue a un objeto», y
agrega que el yo «querría incorporárselo, en verdad, por la
vía de la devoración, de acuerdo con la fase oral o canibálica del desarrollo libidinal».-^ Y ciertamente, aunque haya
sido Abraham quien sugirió la relevancia de la fase oral para
^ El término «introyección» no aparece en este artículo, aunque
Freud ya lo había usado —en un contexto diferente— en el primero
de estos trabajos metapsicológicos («Pulsiones y destinos de pulsión»
(1915c), supra, pág. 130). Cuando regresó al tema de la identificación, en las páginas de Psicología de las masas a que aludimos, utilizó
la palabra «introyección» en varios puntos, y ella reaparece —aunque
lio muy frecuentemente— en sus escritos siguientes.
,M')
la melancolía, el propio Freud había comenzado ya a interesarse por ello, como lo muestra el historial clínico del
«Hombre de los Lobos» {1918¿), escrito durante el otoño
de 1914 y en el que esa fase desempeña un papel prominente. (Cf. AE, 17, pág. 97.) Pocos años después, en Psicología de las masas (1921c), AE, 18, págs. 99 y sigs., donde se retoma el tema de la identificación como continuación
explícita del examen que aquí se hace de él, parece haber
un cambio respecto del punto de vista anterior —o quizá
solamente una elucidación—. Allí leemos que la identificación es algo que precede a la investidura de objeto y se
distingue de ella, aunque todavía se nos dice que «se comporta como un retoño de la primera fase, la fase oral». En
muchos de sus escritos posteriores, Freud hizo reiterado énfasis en esta concepción de la identificación; por ejemplo,
en El yo y el ello (1923b), donde escribe que la identificación con los padres «no parece ser, en el comienzo, el
resultado o el desenlace de una investidura de objeto; es
una identificación directa e inmediata, y más temprana que
cualquier investidura de objeto» (AE, 19, pág. 33).
Más tarde, sin embargo, lo más significativo de este artículo parece haber sido para Freud su exposición del proceso a través del cual una investidura de objeto es remplazada en la melancolía" por una identificación. En el capítnlo
III de El yo y el ello, Freud argüiría que ese proceso no se
restringe a la melancolía sino que es bastante general. Estas
identificaciones regresivas, señaló, son en buena medida la
base de lo que llamamos el «carácter» de una persona. Pero,
lo que es mucho más importante, indicó que las más tempranas de estas identificaciones regresivas —las que provienen del sepultamiento del complejo de Edipo— pasan a
ocupar una posición muy especial, y forman de hecho el
núcleo del superyó.
James Strachey
240
Tras servirnos del sueño como paradigma normal de las
perturbaciones anímicas narcisistas, intentaremos ahora echar
luz sobre la naturaleza de la melancolía comparándola con
un afecto normal: el duelo/ Pero esta vez tenemos que
hacer por adelantado una confesión a fin de que no se sobrestimen nuestras conclusiones. La melancolía, cuya definición conceptual es fluctuante aun en la psiquiatría descriptiva, se presenta en múltiples formas clínicas cuya síntesis en una unidad no parece certificada; y de ellas, algunas sugieren afecciones más somáticas que psicógenas.
Prescindiendo de las impresiones que se ofrecen a cualquier
observador, nuestro material está restringido a un pequeño
número de casos cuya naturaleza psicógena era indubitable.
Por eso renunciamos de antemano a pretender validez universal para nuestras conclusiones y nos consolamos con esta
reflexión: dados nuestros medios presentes de investigación,
difícilmente podríamos hallar algo que no fuera típico, si
no para una clase íntegra de afecciones, al menos para un
grupo más pequeño de ellas.
La conjunción de melancolía y duelo parece justificada
por el cuadro total de esos dos estados." También son coincidentes las influencias de la vida que los ocasionan, toda
vez que podemos discernirlas. El duelo es, por regla general, la reacción frente a la pérdida de una persona amada o
de una abstracción que haga sus veces, como la patria, la
libertad, un ideal, etc. A raíz de idénticas influencias, en
muchas personas se observa, en lugar de duelo, melancolía
(y por eso sospechamos en ellas una disposición enfermiza).
Cosa muy digna de notarse, además, es que a pesar de que
el duelo trae consigo graves desviaciones de la conducta
1 [El término alemán «Trauer», como el inglés «mourning» {y el
castellano «duelo»}, puede significar tanto el afecto penoso como su
manifestación exterior.]
- Abraham (1912), a quien debemos el más importante entre los
escasos estudios analíticos sobre este tema, también adoptó esta comparación como punto de partida. [El propio Freud la había hecho
'•11 1910 e incluso antes. (Cf. mi «Nota introductoria», supra, págs.
.MH9.)1
normal en la vida, nunca se nos ocurre considerarlo un estado patológico ni remitirlo al médico para su tratamiento.
Confiamos en que pasado cierto tiempo se lo superará, y
juzgamos inoportuno y aun dañino perturbarlo.
La melancolía se singulariza en lo anímico por una desazón profundamente dolida, una cancelación del interés por
el mundo exterior, la pérdida de la capacidad de amar, la
inhibición de toda productividad y una rebaja en el sentimiento de sí que se exterioriza en autorreproches y autodenigraciones y se extrema basta una delirante expectativa
de castigo. Este cuadro se aproxima a nuestra comprensión
si consideramos que el duelo muestra los mismos rasgos, excepto uno; falta en él la perturbación del sentimiento de
sí. Pero en todo lo demás es lo mismo. El duelo pesaroso,
la reacción frente a la pérdida de una persona amada, contiene idéntico talante dolido, la pérdida del interés por el
mundo exterior —en todo lo que no recuerde al muerto—,
la pérdida de la capacidad de escoger algún nuevo objeto
de amor —en remplazo, se diría, del llorado—, el extrañamiento respecto de cualquier trabajo productivo que no
tenga relación con la memoria del muerto. Fácilmente se
comprende que esta, inhibición y este angostamiento del yo
expresan una entrega incondicional al duelo que nada deja
para otros propósitos y otros intereses. En verdad, si esta
conducta no nos parece patológica, ello sólo se debe a que
sabemos explicarla muy bien.
Aprobaremos también la comparación que llama «dolido»
al talante del duelo. Es probable que su legitimidad nos parezca evidente cuando estemos en condiciones de caracterizar
económicamente al dolor.''
Ahora bien, ¿en qué consiste el trabajo que el duelo opera?
Creo que no es exagerado en absoluto imaginarlo del siguiente modo: El examen de realidad ha mostrado que el objeto
amado ya no existe más, y de él emana ahora la exhortación
de quitar toda libido de sus enlaces con ese objeto. A ello
se opone una comprensible renuencia; universalmente se observa que el hombre no abandona de buen grado una posición libidinal, ni aun cuando su sustituto ya asoma. Esa renuencia puede alcanzar tal intensidad que produzca un extrañamiento de la realidad y una retención del objeto por
vía de una psicosis alucinatoria de deseo.'' Lo normal es que
prevalezca el acatamiento a la realidad. Pero la orden que
esta imparte no puede cumplirse enseguida. Se ejecuta pieza
3 [Cf. «La represión» (1915¿), supra, pág. 142, n. 1.]
* Véase el artículo precedente [págs. 228-9].
242
JWf pkm ton un gran gasto de tiempo y de energía de inVOKllílui'n, y cnircianto Ja existencia del objeto perdido conlliulil en U) psíquico. Cada uno de los recuerdos y cada una
tie \m expectativas en que la libido se anudaba al objeto son
flinmiii'iulos, sobreinvestidos y en ellos se consuma el desaHimicnlo de la libido." ¿Por qué esa operación de compromiso, tiiic es el ejecutar pieza por pieza la orden de la realidad, resulta tan extraordinariamente dolorosa? He ahí'algo
que no puede indicarse con facilidad en una fundamentación
económica. Y lo notable es que nos parece natural este displacer doliente. Pero de hecho, una vez cumplido el trabajo
del duelo el yo se vuelve otra vez libre y desinhibido.*
Apliquemos ahora a la melancolía lo que averiguamos en
el duelo. En una serie de casos, es evidente que también ella
puede ser reacción frente a la pérdida de un objeto amado;
en otras ocasiones, puede reconocerse que esa pérdida es
de naturaleza más ideal. El objeto tal vez no está realmente
muerto, pero se perdió como objeto de amor (p. ej., el caso
de una novia abandonada). Y en otras circunstancias nos
creemos autorizados a suponer una pérdida así, pero no atinamos a discernir con precisión lo que se perdió, y con mayor razón podemos pensar que tampoco el enfermo puede
apresar en su conciencia lo que ha perdido. Este caso podría
presentarse aun siendo notoria para el enfermo la pérdida
ocasionadora de Ja melancolía: cuando él sabe a quién perdió, pero no lo que perdió en él. Esto nos llevaría a referir
de algún modo la melancolía a una pérdida de objeto sustraída de la conciencia, a diferencia del duelo, en el cual no
hay nada inconciente en lo que atañe a la pérdida.
En el duelo hallamos que inhibición y falta de interés se
esclarecían totalmente por el trabajo del duelo que absorbía
al yo. En la melancolía la pérdida desconocida tendrá por
consecuencia un trabajo interior semejante y será la responsable de la inhibición que le es característica. Sólo que la
inhibición melancólica nos impresiona como algo enigmático porque no acertamos a ver Jo que absorbe tan enteramente al enfermo. El melancólico nos muestra todavía algo
que falta en el duelo: una extraordinaria rebaja en su sentimiento yoico {Ichgefühl}, un enorme empobrecimiento del
yo. En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en
la melancolía, eso le ocurre al yo mismo. El enfermo nos
•'"' [Esta idea parece haber sido expresada ya en Estudios sobre la
histeria (1895á): Freud describe un proceso similar en su discusión
del liisiorial clínico de Elisabeth von R. {AE, 2, págs. 175-6).]
" 1 Véase más.adelante (pág. 252) un examen de la economía de
tule proceso.]
}-\S
describe a su yo como indigno, estéril y moralmente despreciable; se hace reproches, se denigra y espera repulsión
y castigo. Se humilla ante todos los demás y conmisera a
cada uno de sus familiares por tener lazos con una persona
tan indigna. No juzga que le ha sobrevenido una alteración,
sino que extiende su autocrítica al pasado; asevera que nunca fue mejor. El cuadro de este delirio de insignificancia
—predominantemente moral— se completa con el insomnio,
la repulsa del alimento y un desfallecimiento, en extremo
asombroso psicológicamente, de la pulsión que compele a
todos los seres vivos a aferrarse a la vida.
Tanto en lo científico como en lo terapéutico sería infructuoso tratar de oponérsele al enfermo que promueve contra
su yo tales querellas. Es que en algún sentido ha de tener
razón y ha de pintar algo que es como a él le parece. No
podemos menos que refrendar plenamente algunos de sus
asertos. Es en realidad todo lo falto de interés, todo lo incapaz de amor y de trabajo que él dice. Pero esto es, según
sabemos, secundario; es la consecuencia de ese trabajo interior que devora a su yo, un trabajo que desconocemos,
comparable al del duelo. También en algunas otras de sus
autoimputaciones nos parece que tiene razón y aun que
capta la verdad con más claridad que otros, no melancólicos.
Cuando en una autocrítica extremada se pinta como insignificantucho, egoísta, insincero, un hombre dependiente que
sólo se afanó en ocultar las debilidades de su condición, quizás en nuestro fuero interno nos parezca que se acerca bastante al conocimiento de sí mismo y sólo nos intrigue la razón por la cual uno tendría que enfermarse para alcanzar
una verdad así. Es que no hay duda; el que ha dado en
apreciarse de esa manera y lo manifiesta ante otros —una
apreciación que el príncipe Hamlet hizo de sí mismo y de
sus prójimos—^ ese está enfermo, ya diga la verdad o sea
más o menos injusto consigo mismo. Tampoco es difícil
notar que entre la medida de la autodenigración y su justificación real no hay, a juicio nuestro, correspondencia alguna. La mujer antes cabal, meritoria y penetrada de sus
deberes, no hablará, en la melancolía, mejor de sí misma
que otra en verdad inservible para todo, y aun quizá sea más
proclive a enfermar de melancolía que esta otra de quien
nada bueno sabríamos decir. Por último, tiene que resultarnos llamativo que el melancólico no se comporte en un
todo como alguien que hace contrición de arrepentimiento
^ «Dad a cada hombre el trato que se merece, y ¿quién se salvaría
de ser azotado?» (Hamlet, acto II, escena 2).
244
y de autorreproche. Le falta (o al menos no es notable en
él) la vergüenza en presencia de los otros, que sería la principal característica de este último estado. En el melancólico
podría casi destacarse el rasgo opuesto, el de una acuciante
franqueza que se complace en el desnudamiento de sí mismo.
Lo esencial no es, entonces, que el melancólico tenga razón en su penosa rebaja de sí mismo, hasta donde esa crítica coincide con el juicio "de los otros. Más bien importa
que esté describiendo correctamente su situación psicológica. Ha perdido el respeto por sí mismo y tendrá buenas
razones para ello. Esto nos pone ante una contradicción
que nos depara un enigma difícil de solucionar. Siguiendo
la analogía con el duelo, deberíamos inferir que él ha sufrido
una pérdida en el objeto; pero de sus declaraciones surge
una pérdida en su yo.
Antes de abordar esta contradicción, detengámonos un
momento en la mirada que esta afección, la melancolía,
nos ha permitido echar en la constitución íntima del yo
humano. Vemos que una parte del yo se contrapone a la otra,
la aprecia críticamente, la toma por objeto, digamos. Y todas nuestras ulteriores observaciones corroborarán la sospecha de que la instancia crítica escindida del yo en este caso
podría probar su autonomía también en otras situaciones.
Hallaremos en la realidad fundamento para separar esa instancia del resto del yo. Lo que aquí se nos da a conocer es
la instancia que usualmente se llama conciencia moral; junto
con la censura de la conciencia y con el examen de realidad
la contaremos entre las grandes instituciones del yo,^ y en
algún lugar hallaremos también las pruebas de que puede
enfermarse ella sola. El cuadro nosológico de la melancolía
destaca el desagrado moral con el propio yo por encima de
otras tachas: quebranto físico, fealdad, debilidad, inferioridad social, rara vez son objeto de esa apreciación que el
enfermo hace de sí mismo; sólo el empobrecimiento ocupa
un lugar privilegiado entre sus temores o aseveraciones.
Una observación nada difícil de obtener nos lleva ahora
a esclarecer la contradicción antes presentada [al final del
penúltimo párrafo]. Si con tenacidad se presta oídos a las
querellas que el paciente se dirige, llega un momento en
que no es posible sustraerse a la impresión de que las más
fuertes de ellas se adecúan muy poco a su propia persona
y muchas veces, con levísimas modificaciones, se ajustan a
otra persona a quien el enfermo ama, ha amado a amaría.
" rCf. «Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños»
Í1917Í), supra, pág. 232.]
2<n
Y tan pronto se indaga el asunto, él corrobora esta conjetura. Así, se tiene en la mano la clave del cuadro clínico si
se disciernen los autorreproches como reproches contra un
objeto de amor, que desde este han rebotado sobre el yo
propio.
La mujer que conmisera en voz alta a su marido por estar
atado a una mujer de tan nulas prendas quiere quejarse, en
verdad, de la falta de valía de él, en cualquier sentido que
se la entienda. No es mucha maravilla que entre los autorreproches revertidos haya diseminados algunos genuinos; pudieron abrirse paso porque ayudan a encubrir a los otros
y a imposibilitar el conocimiento de la situación, y aun
provienen de los pros y contras que se sopesaron en la disputa de amor que culminó en su pérdida. También la conducta
de los enfermos se hace ahora mucho más comprensible.
Sus quejas {Klagen] .son realmente querellas [Anklagcn],
en el viejo sentido del término. Ellos no se avergüenzan ni
se ocultan: todo eso rebajante que dicen de sí mismos en e!
fondo lo dicen de otro. Y bien lejos están de dar pruebas
frente a quienes los rodean de esa postración y esa sumisión, las únicas actitudes que convendrían a personas tan
indignas; más bien son martirizadores en grado extremo, se
muestran siempre como afrentados y como si hubieran sido
objeto de una gran injusticia. Todo esto es posible exclusivamente porque las reacciones de su conducta provienen
siempre de la constelación anímica de la revuelta, que después, por virtud de un cierto proceso, fueron trasportadas
a la contrición melancólica.
Ahora bien, no hay dificultad alguna en reconstruir este
proceso. Hubo una elección de objeto, una ligadura de la
libido a una persona determinada; por obra de una afrenta
real o un desengaño de parte de la per.sona amada sobrevino
un sacudimiento de ese vínculo de objeto. El resultado no
fue el normal, que habría sido un quite de la libido de ese
objeto y su desplazamiento a uno nuevo, sino otro distinto,
que para producirse parece requerir varias condiciones. La
investidura de objeto resultó poco resistente, fue cancelada,
pero la libido libre no se desplazó a otro objeto sino que
se retiró sobre el yo. Pero ahí no encontró un uso cualquiera, sino que sirvió para establecer una rdcufificación del
yo con el objeto resignado. La sombra del objeto cayó sobre
el yo, quien, en lo sucesivo, pudo ser juzgado por una instancia particular ^ como un objeto, como el objeto abandonado. De esa manera, la pérdida del objeto hubo de mu9 [En la primera edición (1917), esta palabra no aparecía.]
246
darse en una pérdida del yo, y el conflicto entre el yo y la
persona amada, en una bipartición entre el yo crítico y el
yo alterado por identificación.
Hay algo que se colige inmediatamente de las premisas y
resultados de tal proceso. Tiene que haber existido, por un
lado, una fuerte fijación en el objeto de amor y, por el otro
y en contradicción a ello, una escasa resistencia de la investidura de objeto. Según una certera observación de Otto
Rank, esta contradicción parece exigir que la elección de
objeto se haya cumplido sobre una base narcisista, de tal
suerte que la investidura de objeto pueda regresar al narcisismo si tropieza con dificultades. La identificación narcisista con el objeto se convierte entonces en el sustituto de
la investidura de amor, lo cual trae por resultado que el
vínculo de amor no deba resignarse a pesar del conflicto con
la persona amada. Un sustituto así del amor de objeto por
identificación es un mecanismo importante para las afecciones narcisistas; hace poco tiempo Karl Landauer ha podido
descubrirlo en el proceso de curación de una esquizofrenia
(1914). Desde luego, corresponde a la regresión desde un
tipo de elección de objeto al narcisismo originario. En otro
lugar Jícmo.s consignado que la identificación es la etapa previa de la elección de objeto y es el primer modo, ambivalente 011 su expresión, como el yo distingue a un objeto. Querría incorporárselo, en verdad, por la vía de la devoración,
de acuerdo con la fase oral o canibálica del desarrollo libidinal."'" A esa trabazón reconduce Abraham, con pleno
derecho, la repulsa de los alimentos que se presenta en la
forma grave del estado melancólico.^^
La inferencia que la teoría pide, a saber, que en todo o
en parte la disposición a contraer melancolía se remite al
predominio del tipo narcisista de elección de objeto, desdichadamente aún no ha sido confirmada por la investigación.
En las frases iniciales de este estudio confesé que el material
empírico en que se basa es insuficiente para garantizar nuestras pretensiones. Si pudiéramos suponer que la observación
concuerda con las deducciones que hemos hecho, no vacilaríamos en incluir dentro de la característica de la melancolía la regresión desde la investidura de objeto hasta la
fase oral de la libido que pertenece todavía al narcisismo.
Tampoco son raras en las neurosis de trasferencia identifi1" [Cf. «Pulsiones y destinos de pulsión» (1915c), supra, pág. 133.
Cf. también mi «Nota introductoria», supra¡ pigs. 239-40.]
11 [Abraham llamó por primera vez la atención de Freud sobre
esto en una carta que le dirigió el 31 de marzo de 1915. Cf. Sigmund
VrcudIKañ Abraham. Briefe 1907 bis 1926 (Freud, 1965«, pág, 208).]
.M7
caciones con el objeto, y aun constituyen un conocido mecanismo de la formación de síntoma, sobre todo en el caso
de la histeria. Pero tenemos derecho a diferenciar la identificación narcisista de la histérica porque en la primera se
resigna la investidura de objeto, mientras que en la segunda
esta persiste y exterioriza un efecto que habitualmente está
circunscrito a ciertas acciones e inervaciones singulares. De
cualquier modo, también en las neurosis de trasferencia h
identificación expresa una comunidad que puede significar
amor. La identificación narcisista es la más originaria, y nos
abre la comprensión de la histérica, menos estudiada.^"
Por tanto, la melancolía toma prestados una parte de sus
caracteres al duelo, y la otra parte a la regresión desde la
elección narcisista de objeto hasta el narcisismo. Por un
lado, como el duelo, es reacción frente a la pérdida real del
objeto de amor, pero además depende de una condición que
falta al duelo normal o lo convierte, toda vez que se presenta, en un duelo patológico. La pérdida del objeto de amor
es una ocasión privilegiada para que campee y salga a la luz
la ambivalencia de los vínculos dé amor.^* Y por eso, cuando preexiste la disposición a la neurosis obsesiva, el conflicto
de ambivalencia presta al duelo una conformación patológica
y lo compele a exteriorizarse en la forma de unos autorreproches, a saber, que uno mismo es culpable de la pérdida
del objeto de amor, vale decir, que la quiso. En esas depresiones de cuño obsesivo tras la muerte de personas amadas
se nos pone por delante eso que el conflicto de ambivalencia opera por sí solo cuando no es acompañado por el recogimiento regresivo de la libido. Las ocasiones de la melancolía rebasan las más de las veces el claro acontecimiento de
la pérdida por causa de muerte y abarcan todas las situaciones de afrenta, de menosprecio y de desengaño en virtud
de las cuales puede instilarse en el vínculo una oposición entre amor y odio o reforzarse una ambivalencia preexistente.
Este conflicto de ambivalencia, de origen más bien externo
unas veces, más bien constitucional otras, no ha de pasarse
por alto entre las premisas de la melancolía. Si el amor por
el objeto —ese amor que no puede resignarse al par que el
objeto mismo es resignado— se refugia en la identificación
narcisista, el odio se ensaña con ese objeto sustitutivo in12 [El tema de la identificación fue abordado luego por Freud
en Psicología de las masas (1921c), AE, 18, págs. 99 y sigs. Sobre
la identificación histérica hay una descripción temprana en La interpretación de los sueños (19O0Í2), AE, 4, págs. 167-8.]
13 [Gran parte de lo que sigue es examinado con más detalle en
el capítulo V de El yo y el ello {1923¿).]
248
sultándolo, denigrándolo, haciéndolo sufrir y ganando en este
sufrimiento una satisfacción sádica. Ese automartirio de la
melancolía, inequívocamente gozoso, importa, en un todo
como el fenómeno paralelo de la neurosis obsesiva, la satisfacción de tendencias sádicas y de tendencias al odio ^* que
recaen sobre un objeto y por la vía indicada han experimentado una vuelta hacia la persona propia. En ambas afecciones suelen lograr los enfermos, por el rodeo de la autopunición, desquitarse de los objetos originarios y martirizar a
sus amores por intermedio de su condición de enfermos,
tras haberse entregado a la enfermedad a fin de no tener
que mostrarles su hostilidad directamente. Y por cierto, la
persona que provocó la perturbación afectiva del enfermo y
a la cual apunta su ponerse enfermo se hallará por lo común
en su ambiente más inmediato. Así, la investidura de amor
del melancólico en relación con su objeto ha experimentado
un destino doble; en una parte ha regresado a la identificación, pero, en otra parte, bajo la influencia del conflicto
de ambivalencia, fue trasladada hacia atrás, hacia la etapa del
sadismo más próxima a ese conflicto.
Sólo este sadismo nos revela el enigma de la inclinación
al suicidio por la cual la melancolía se vuelve tan interesante y . . . peligrosa. Hemos individualizado como el estado
primordial del que parte la vida pulsional un amor tan enorme del yo por sí mismo, y en la angustia que sobreviene a
consecuencia de una amenaza a la vida vemos liberarse un
monto tan gigantesco de libido narcisista, que no entendemos
que ese yo pueda avenirse a su autodestrucción. Desde hace
mucho sabíamos que ningún neurótico registra propósitos de
suicidio que no vuelva sobre sí mismo a partir del impulso
de matar a otro, pero no comprendíamos el juego de fuerzas
por el cual un propósito así pueda ponerse en obra. Ahora el
análisis de la melancolía nos enseña que el yo sólo puede darse muerte si en virtud del retroceso de la investidura de
objeto puede tratarse a sí mismo como un objeto, si le es
permitido dirigir contra sí mismo esa hostilidad que recae
sobre un objeto y subroga la reacción originaria del yo hacia
objetos del mundo exterior.^''' Así, en la regresión desde la
elección narcisista de objeto, este último fue por cierto cancelado, pero probó ser más poderoso que el yo mismo. En las
dos situaciones contrapuestas del enamoramiento más extrei'* Sobre la distinción entre ambas, véase mi artículo «Pulsiones
y destinos de pulsión» (1915c) [supra, pig. 133].
10 Cf. ibid, [supra, págs. 130-1],
?-|y
mo y del suicidio, el yo, aunque por caminos enteramente diversos, es sojuzgado por el objeto.^"
Además, respecto de uno de los caracteres llamativos de la
melancolía, el predominio de la angustia de empobrecimiento,,
es sugerente admitir que deriva del erotismo anal arrancado
de sus conexiones y mudado en sentido regresivo.
La melancolía nos plantea todavía otras preguntas cuya
respuesta se nos escapa en parte. La mancomuna al duelo este
rasgo: pasado cierto tiempo desaparece sin dejar tras sí graves secuelas registrables. Con relación a aquel nos enteramos
[supra, págs. 242-3] do que se necesita tiempo para ejecutar
detalle por detalle la orden que dimana del examen de realidad; y cumplido ese trabajo, el yo ha liberado su libido del
objeto perdido. Un trabajo análogo podemos suponer que
ocupa al yo durante la melancolía; aquí como allí nos falta
la comprensión económica del proceso. El insomnio de la melancolía es sin duda testimonio de la pertinacia de ese estado,
de la imposibilidad de efectuar el recogimiento general de las
investiduras que el dormir requiere. El complejo melancólico se comporta como una herida abierta, atrae hacia sí desde
todas partes energías de investidura (que en las neurosis de
trasferencia hemos llamado «contrainvestiduras») y vacía al
yo hasta el empobrecimiento total;'' es fácil que se muestre
resistente contra el deseo de dormir del yo. Un factor probablemente somático, que no ha de declararse psicógcno, es el
alivio que por regla general recibe ese estado al atardecer.
Estas elucidaciones plantean un interrogante: si una pérdida
del yo sin miramiento por el objeto (una afrenta del yo puramente narcisista) no basta para producir el cuadro de la
melancolía, y si un empobrecimiento de la libido yoica, provocado directamente por toxinas, no puede generar ciertas
formas de la afección.
La peculiaridad más notable de la melancolía, y la más menesterosa de esclarecimiento, es su tendencia a volverse del
revés en la manía, un estado que presenta los síntomas opuestos. Según se sabe, no toda melancolía tiene ese destino. Muchos casos trascurren con recidivas periódicas, y en los interim [Freud vuelve sobte el tema del suicidio en cl tnpílulo V de
El yo y el ello (1923¿), AE, 19, pág. 54, y en «El problema económico del masoquismo» (1924c), AE, 19, págs. 175-6.]
i'^ [Esta analogía de la herida abierta aparece ya (ilustrada con
dos diagramas) en un temprano apunte sobre la melancolía, probablemente escrito en enero de 1895 (Freud, 1950a, Manuscrito G),
AE, 1, págs. 245-6. Cf. mi «Nota introductoria», supra, pág. 238.]
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valos no se advierte tonalidad alguna de manía, o se la advierte sólo en muy escasa medida. Otros casos muestran esa
alternancia regular de fases melancólicas y maníacas que ha
llevado a diferenciar la insania cíclica. Estaríamos tentados de
no considerar eStos casos como psicógenos si no fuera porque
el trabajo psicoanalítico ha permitido resolver la génesis de
muchos de ellos, así como influirlos en sentido terapéutico.
Por tanto, no sólo es lícito, sino hasta obligatorio, extender
un esclarecimiento analítico de la melancolía también a la
manía.
No puedo prometer que ese intento se logre plenamente.
Es que no va más allá de la posibilidad de una primera orientación. Aquí se nos ofrecen dos puntos de apoyo: el primero
es una impresión psicoanalítica, y el otro, se estaría autorizado a decir, una experiencia económica general. La impresión, formulada ya por varios investigadores psicoanalíticos,
es esta: la manía no tiene un contenido diverso de la melancolía, y ambas afecciones pugnan con el mismo «complejo»,
al que el yo probablemente sucumbe en la melancolía, mientras que en la manía lo ha dominado o lo ha hecho a un lado.
El otro apoyo nos lo brinda la experiencia según la cual en todos los estados de alegría, júbilo o triunfo, que nos ofrecen el
paradigma normal de la manía, puede reconocerse idéntica
conjunción de condiciones económicas. En ellos entra en juego un influjo externo por el cual un gasto psíquico grande,
mantenido por largo tiempo o realizado a modo de un hábito,
se vuelve por fin superfino, de suerte que queda disponible
para múltiples aplicaciones y posibilidades de descarga. Por
ejemplo: cuando una gran ganancia de dinero libera de pronto a un pobre diablo de la crónica preocupación por el pan de
cada día, cuando una larga y laboriosa brega se ve coronada
al fin por el éxito, cuando se llega a la situación de poder
librarse de golpe de una coacción oprimente, de una disimulación arrastrada de antiguo, etc. Esas situaciones se caracterizan por el empinado talante, las marcas de una descarga
del afecto jubiloso y una mayor presteza para emprender
toda clase de acciones, tal como ocurre en la manía y en completa oposición a la depresión y a la inhibición propias de
la melancolía. Podemos atrevernos a decir que la manía no
es otra cosa que un triunfo así, sólo que en ella otra vez queda oculto para el yo eso que él ha vencido y sobre lo cual
triunfa. A la borrachera alcohólica, que se incluye en la misma serie de estados, quizá se la pueda entender de idéntico
modo (en la medida en que sea alegre); es probable que en
ella se cancelen, por vía tóxica, unos gastos de represión. Los
\cgas se inclinan a suponer que en tal complexión maníaca
2*51
se está tan presto a moverse y a acometer empresas porque
se tiene «brío». Desde luego, hemos de resolver ese falso enlace. Lo que ocurre es que en el interior de la vida anímica
se ha cumplido la mencionada condición económica, y por eso
se está de talante tan alegre, por un lado, y tan desinhibido
en el obrar, por el otro.
Si ahora reunimos esas dos indicaciones,''' resulta lo siguiente: En la manía el yo tiene que haber vencido a la pérdida del objeto (o al duelo por la pérdida, o quizás al objeto
mismo), y entonces queda disponible todo el monto de contrainvestidura que el sufrimiento dolido de la melancolía
había atraído sobre sí desde el yo y había ligado. Cuaqdo
parte, voraz, a la búsqueda de nuevas investiduras de objeto,
el maníaco nos demuestra también inequívocamente su emancipación del objeto que le hacía penar.
Este esclarecimiento suena verosímil, pero, en primer lugar, está todavía muy poco definido y, en segundo, hace
aflorar más preguntas y dudas nuevas que las que podemos
nosotros responder. No queremos eludir su discusión, aun si
no cabe esperar que a través de ella hallaremos el camino
hacia la claridad.
En primer término: El duelo normal vence sin duda la
pérdida del objeto y mientras persiste absorbe de igual modo
todas las energías del yo. ¿Por qué después que trascurrió no
se establece también en él, limitadamente, la condición económica para una fase de triunfo? Me resulta imposible responder a esa objeción de improviso. Ella nos hace notar que
ni siquiera podemos decir cuáles son los medios económicos
por los que el duelo consuma su tarea [cf. pág. 243]; pero
quizá pueda valemos aquí una conjetura. Para cada uno de los
recuerdos y de las situaciones de expectativa que muestran a
la libido anudada con el objeto perdido, la realidad pronuncia su veredicto: El objeto ya no existe más; y el yo, preguntado, por así decir, si quiere compartir ese destino, se deja
llevar por la suma de satisfacciones narcisistas que le da el
estar con vida y desata su ligazón con el objeto aniquilado.
Podemos imaginar que esa desatadura se cumple tan lentamente y tan paso a paso que, al terminar el trabajo, también
se ha disipado el gasto que requería.'"
Es tentador buscar desde esa conjetura sobre el trabajo del
^^ [La «impresión psicoanalítica» y la «experiencia económica general».]
iw El punto de vista económico ha recibido hasta ahora poca atención en los escritos psicoanalíticos. Mencionaré como excepción un
artículo de Víctor Tausk (1913fl) sobre la desvalorización, por recompensa, de los motivos de la represión.
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duelo el camino hacia una figuración del trabajo melancólico. Aquí nos ataja de entrada una incertídumbre. Hasta ahora apenas hemos considerado el punto de vista tópico en el
caso de la melancolía, ni nos hemos preguntado por los sistemas psíquicos en el interior de los cuales y entre los cuales
se cumple su trabajo. ¿Cuánto de los procesos psíquicos de
la afección se juega todavía en las investiduras de objeto inconcientes que se resignaron, y cuánto dentro del yo, en el
sustituto de ellas por identificación?
Se discurre de inmediato y con facilidad se consigna: la
«representación(-cosa) {Dingvorstellung} "" inconciente del
objeto es abandonada por la libido». Pero en realidad esta
representación se apoya en incontables representaciones sin
guiares (sus huellas inconcientes), y la ejecución de ese quite
de libido no puede ser un proceso instantánea, sino, sin duda, como en el caso del duelo, un proceso lento que avanza
poco a poco. ¿Comienza al mismo tiempo en varios lugares
o implica alguna secuencia determinada? No es fácil discernirlo; en los análisis puede comprobarse a menudo que ora
este, ora estotro recuerdo son activados, y que esas quejas
monocordes, fatigantes por su monotonía, provienen empero
en cada caso de una diversa raíz inconciente. Si el objeto no
tiene para el yo una importancia tan grande, una importancia
reforzada por millares de lazos, tampoco es apto para causarle
un duelo o una melancolía. Ese carácter, la ejecución pieza
por pieza del desasimiento de la libido, es por tanto adscribible a la melancolía de igual modo que al duelo; probablemente se apoya en las mismas proporciones económicas y sirve a
idénticas tendencias.
Pero la melancolía, como hemos llegado a saber, contiene
algo más que el duelo normal. La relación con el objeto no
es en ella simple; la complica el conflicto de ambivalencia.
Esta es o bien constitucional, es decir, inherente a todo vínculo de amor de este yo, o nace precisamente de las vivencias
que conllevan la amenaza de la pérdida del objeto. Por eso
la melancolía puede surgir en una gama más vasta de ocasiones que el duelo, que por regla general sólo es desencadenado
por la pérdida real, la muerte del objeto. En la melancolía se
urde una multitud de batallas parciales por el objeto; en ellas
se enfrentan el odio y el amor, el primero pugna por desatar
la libido del objeto, y el otro por salvar del asalto esa posición
libidinal. A estas batallas parciales no podemos situarlas en
otro sistema que el Ice, el reino de las huellas mnémicas de
-" [Cf. «Lo inconciente» (1915e), supra, pág. 198, n. 1. {Véase
también 1 nota de la traducción castellana, supra, pág. 211.}]
?"> *
cosa [sachliche Erinnerungspuren) (a diferencia de las investiduras de palabra). Ahí mismo se efectúan los intentos de
desatadura en el duelo, pero en este caso nada impide que
tales procesos prosigan por el camino normal que atraviesa
el Prcc hasta llegar a la conciencia. Este camino está bloqueado para el trabajo melancólico, quizás a consecuencia de una
multiplicidad de causas o de la conjunción de estas. La ambivalencia constitucional pertenece en sí y por sí a lo reprimido,
mientras que las vivencias traumáticas con el objeto pueden
haber activado otro [material] reprimido. Así, de estas batallas de ambivalencia, todo se sustrae de la conciencia hasta
que sobreviene el desenlace característico de la melancolía.
Este consiste, como sabemos, en que la investidura libidinal
amenazada abandona finalmente al objeto, pero sólo para retirarse al lugar del yo del cual había partido. De este modo el
amor se sustrae de la cancelación por su huida al interior del
yo. Tras esta regresión de la libido, el proceso puede devenir
concierne y se representa [reprascn/icrt] ante la conciencia
como un conflicto entre una parte del yo y la instancia
crítica.
Por consiguiente, lo que la conciencia experimenta del
trabajo melancólico no es la pieza esencial de este, ni aquello
a lo cual podemos atribuir una influencia sobre la solución de
la enfermedad. Vemos que el yo se menosprecia y se enfurece
contra sí mismo, y no comprendemos más que el enfermo
adonde lleva eso y cómo puede cambiarse. Es más bien a la
pieza inconciente del trabajo a la que podemos adscribir una
operación tal; en efecto, no tardamos en discernir una analogía esencial entre el trabajo de la melancolía y el del duelo.
Así como el duelo mueve al yo a renunciar al objeto declarándoselo muerto y ofreciéndole como premio el permanecer con
vida, de igual modo cada batalla parcial de ambivalencia afloja la fijación de la libido al objeto desvalorizando este, rebajándolo; por así decir, también victimándolo. De esa manera
se da la posibilidad de que el pleito {Prozess) se termine dentro del Ice, sea después que la furia se desahogó, sea después
que se resignó el objeto por carente de valor. No vemos todavía cuál de estas dos posibilidades pone fin a la melancolía
regularmente o con la mayor frecuencia, ni el modo en que
esa terminación influye soíjre la ulterior trayectoria del caso.
Tal vez el yo pueda gozar de esta satisfacción: le es lícito reconocerse como el mejor, como superior al objeto.
Por más que aceptemos esta concepción del trabajo melancólico, ella no nos proporciona la explicación que buscábamos. Esperábamos derivar de la ambivalencia que reina en la
afección melancólica la condición económica merced a la cual,
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una vez trascurrida aquella, sobreviene la manía; esa expectativa pudo apoyarse en analogías extraídas de otros diversos
ámbitos, pero hay un hecho frente al cual debe inclinarse.
De las tres premisas de la melancolía: pérdida del objeto, ambivalencia y regresión de la libido al yo, a las dos primeras
las reencontramos en los reproches obsesivos tras acontecimientos de muerte. Ahí, sin duda alguna, es Ja ambivalencia
el resorte del conflicto, y la observación muestra que, expirado este, no resta nada parecido al triunfo de una complexión maníaca. Nos vemos remitidos, pues, al tercer factor
como el único eficaz. Aquella acumulación de investidura antes ligada que se libera al término del trabajo melancólico y
posibilita la manía tiene que estar en trabazón estrecha con
la regresión de la libido al narcisismo. El conflicto en el interior del yo, que la melancolía recibe a canje de la lucha por
el objeto, tiene que operar a modo de una herida dolorosa
que exige una contrainvestidura grande en extremo. Pero
aquí, de nuevo, será oportuno detenernos y posponer el ulterior esclarecimiento de la manía hasta que hayamos obtenido una intelección sobre la naturaleza económica del dolor,
primero del corporal, y después del anímico, su análogo."^
Sabemos ya que la íntima trabazón en que se encuentran los
intrincados problemas del alma nos fuerza a interrumpir, inconclusa, cada investigación, hasta que los resultados de otra
puedan venir en su ayuda."
-1 [Cf. «La represión» (1915i), supra, pág. 142, «. 1.]
"2 [Nota agregada en 1925:] Cf. una continuación de este examen
lie la manía en Psicología de las masas y análisis del yo (1921c)
\AU. 18, págs. 123-6].
;nt
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identificacion
melancolia
trabajo
tambien
freud
sobre
mismo
libido
duelo
entre
objeto
puede
perdida
supra