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Los poseedores del fuego han muerto
Introducción
“Dios ha muerto. Y nosotros lo hemos matado”, escribe el filósofo alemán Friedrich Nietzche
en La gaya ciencia (Sección 125 / “El loco” o “El frenético”). Este enunciado no significa,
literalmente, que existió un Dios y alguien lo mató. La frase remite a la idea del hombre
liberado de los mandamientos teocráticos. En este contexto, debemos entender a Dios como
el conjunto de fundamentos desde los cuales se organizan y clasifican las distintas franjas del
orden social: la religión ocupándolo todo, explicándolo todo, observándolo todo. Se refiere,
en cierto modo, a la pérdida de centralidad de la Iglesia, que durante siglos había detentado
el poder público en Europa. Con la llegada de la Modernidad el mundo se seculariza, lo
celestial pierde terreno y el teocentrismo cae para dar paso al antropocentrismo, que ya no
supone a Dios como el centro de todas las cosas sino al Hombre. En este período se pone en
duda todo lo que no puede demostrarse empíricamente ni argumentarse de manera racional.
El pensamiento científico se transforma en la herramienta esencial del saber. El Iluminismo,
que busca disipar las sombras mediante la luz de la razón, vence, y la Modernidad se establece
como sucedánea de la religión.
La Modernidad puede concebirse como la fuerza de ruptura que en el nuevo panorama social
comienza a instalarse en el lugar que antes llenaba la religión. Es decir, la Modernidad se
vuelve nueva tradición, y en este acto deja espacio abierto para que otras ideas asalten el
terreno de la transgresión que había ocupado.
El hombre moderno es ahora, con su razón y su ciencia como formas aceptadas para alcanzar
lo verdadero, amo y señor del mundo occidental, pero ¿quién se instala en el lugar del que
cuestiona?, ¿de aquel que pone en duda?, ¿del que polemiza?
El nuevo actor que se va a acomodar en ese sitio, y cuyo objeto de crítica será la Modernidad
iluminista racionalista, es El Arte, y el primer movimiento cultural que emerge, originado a
finales del siglo XVIII, es el Romanticismo, una manera de sentir que se dispara hacia todas las
expresiones artísticas.
El Romanticismo, donde los sentimientos se tornan preponderantes, cuestiona al ser humano
omnipotente. Sostiene que, si bien es cierto que la ciencia y la razón ofrecen respuestas y
soluciones a aspectos concretos de la vida humana, no pueden hacerlo con “las respuestas
últimas”, aquellas que daba antes la religión a las cuestiones del alma, por ejemplo. Pero Dios
murió, es ilusión, ¿qué hacemos entonces? Este interrogante es clave en la construcción del
Romanticismo, pura melancolía, puro lamento por aquello que no puede revertirse. La
nostalgia.
Llega el año 1848, y con él las revoluciones obreras, que se vuelven contra el capitalismo
industrial primario. Diferentes corrientes y manifestaciones surgen para dar pelea a esa
Modernidad tecnoeconómica que ha enclavado el capitalismo. Tampoco escapa el
Romanticismo, al que se le achaca que el arte bien puede ser un gesto de distanciamiento con
la Modernidad triunfante pero una poesía no resuelve la pobreza. Baudelaire, es uno de los
poetas franceses que expresa los contrastes de la Modernidad. Las líneas de uno de sus
poemas, Bendición, inspiran a Paul Verlaine a conformar una nómina de poetas malditos.
Poeta maldito es aquel artista que expone un arte provocativo, “el arte por el arte mismo”,
desinteresado. Todo aquel artista incomprendido, bohemio, cuya genialidad es también una
suerte de maldición que lo aleja de sus contemporáneos, que lo autodestruye, que lo sume en
una existencia trágica es un poeta maldito.
Este prólogo, que reconozco breve e incompleto, podrá refrescar la memoria del lector y
acercar las primeras nociones para proseguir con el análisis.
Desarrollo y conclusión
Muerta la metáfora de Dios es preciso concebir nuevas metáforas.
Con el propósito de expresar mi pensamiento de un modo más nítido voy a permitirme, en los
próximos párrafos, un juego de representaciones, una redacción de sentido figurado. Cuando
hable de Dios no me referiré a aquel Dios bíblico que castigaba y premiaba, ese no existe ya, lo
hemos matado, ¿recuerdan?, apuntaré a una “metáfora de Dios”, a la idealización de sus
cualidades, trasladando algunos de estos atributos a La Imagen. A medida que avance mi
ensayo “La Imagen se afianzará como portadora de un fragmento de Dios”; es decir, como
continente de determinadas idealizaciones que, por otra parte, el ser humano crea para
salvarse en un mundo que continuamente cambia, deteriora, deviene”. Entre las cualidades
idealizadas de Dios destacan la verdad, el amor, la felicidad, lo místico, eso que también
explica lo inaceptable o lo invisible, pero también aquello que interpreta un sentir imposible
de narrar. En fin, a todo lo que caracteriza a Dios tanto como a La Imagen.
Si bien es cierto que existió un Romanticismo reaccionario que promovía los valores religiosos
de la Edad Media, el movimiento romántico nunca tuvo la intención de reemplazar a Dios. El
Romanticismo, identificado con la naturaleza, la libertad creativa, la revalorización del yo
individual, sostiene que, frente a la razón, el arte permite otro camino. Heidegger, quien
reconoce en el arte al sucedáneo de la religión, afirmaba que la manifestación artística
favorece una relación con el sentido que no es viable por medio del lenguaje racional. El
Romanticismo, evasivo e idealista, no sustituye a Dios, compone un movimiento cultural
reaccionario que refleja y revela fragmentos de Él. El Romanticismo recoge astillas de la
“metáfora de Dios” y las clava en lo más profundo de las artes que lo encarnan. En las ideas y
las emociones de los artistas, en cada expresión que busca mostrarse como lo ajeno a lo
rigurosamente racional pervive una partícula de Dios. El concepto de un Dios fragmentado,
“repartido”, reafirma la noción de que “lo absoluto” es inasible fuera del los sistemas de
creencias dogmáticos, estrictamente religiosos.
Nuestro recorrido llega a la invención de la técnica fotográfica, a su desarrollo y a aquellos
artistas, pintores especialmente, que vieron en ella un producto que desplazaría al retrato
pintado. Asistimos al período donde la fotografía ha puesto sus pies en el terreno del Dios
fragmentado, el arte.
Si, como he sostenido también en las últimas líneas de párrafo precedente, en las artes pervive
un “Dios fragmentado”, el fotógrafo social, ese ser sensible que emociona, comunica, que
“escribe con luz”, constituye una suerte de intermediario entre la gente y La Imagen, nombre
que hemos querido dar al “fragmento de Dios” recuperado por el arte fotográfico, un
fragmento que se nos revela como la línea divisoria entre lo material y lo intangible, lo tocable
y lo intocable, lo concreto y lo impreciso. La Imagen (imago) no es la figura real sino la
imitación.
Cuando las personas experimentan necesidad o asumen el mandato social de celebrar culto a
Dios, La Imagen, asisten a los nuevos templos, lugares de encuentro que fotógrafos y
videógrafos llaman estudios. Es cierto que algunos individuos pueden acercarse a La Imagen
obviando a los intermediarios, pero aquellas cámaras en manos amateurs no siempre
concretaban la unión de manera exitosa o convincente, sólo los practicantes oficiales podían
garantizar el sacramento. Recordemos, cuando hablo de Dios hablo de La Imagen, o mejor: del
fragmento “celestial” recobrado por la fotografía y el video.
Durante buena parte del siglo XX, período en el que la racionalidad entra en crisis, la religión
de La Imagen encuentra, primero en la fotografía y luego en el video, dos agentes predilectos;
pero del mismo modo que antes y en un contexto social diferente la ciencia y la tecnología
habían contribuido con el desapoderamiento y la dispersión de Dios, ahora, entrado el siglo
XXI, un nuevo avance de estas vertientes hará lo mismo, aunque ya no con La Imagen,
recipiente del logos (término entendido en este contexto como “sentido”, “significado”,
“vehículo que da razón a las cosas”), sino con sus intermediarios: fotógrafos y videógrafos.
Con la posmodernidad y la acometida de las religiosidades alternativas La Imagen se vuelve
más palpable y, en cierto modo, preferencial. La tecnología abre un boquete en el muro del
templo de los fotógrafos y los videógrafos sociales y La Imagen, un fragmento de la “metáfora
Dios”, sale a la calle. Una vieja señal vuelve a parpadear con fuerza: Dios, La Imagen, está en
todas partes. Cualquiera puede encontrar ahora el camino sin la guía de intermediarios
oficiales. Yo tengo para mí que La Imagen se ha multiplicado para sosegar la sensación
angustiante que provoca el sabernos mortales.
Un dispositivo de bolsillo basta para reproducir las infinitas caras de La Imagen. Los teléfonos
inteligentes incorporan aplicaciones informáticas para conectar con lo supremo. El acto que
origina el autorretrato, selfie, se ha convertido en uno de los modernos rituales, la prueba más
cabal de que ese fragmento de Dios, La Imagen, existe, que podemos encontrarlo también en
cada uno de nosotros.
Como nunca antes, la fotografía habla ahora de otras fotografías y éstas de lo que somos.
Fotografía y video se renuevan desde las masas. La multitud eleva a la venerada Imagen hasta
una tribuna con tono de promesa, la promesa de que muy pronto volverá, en unos minutos o
una hora, mañana y pasado, en cualquier momento, rompiendo con el tradicional concepto de
que en la vida de las personas sólo “deben” fotografiarse o grabarse momentos “especiales”.
Las fotos que ayer sobresalían en las paredes del hogar están “colgadas” hoy en otros muros,
porque la idea de privacidad ha debido girar para permitir la paradoja de lo multitudinario. Las
redes sociales se han vuelto templos públicos donde se adorara a La Imagen. Las figuras
ordenan la realidad. Aquello de que Dios creó al hombre a su imagen y semejanza nunca fue
tan real y cierto.
Las manifestaciones de La Imagen se han tornado diversas e indelebles, se masifican. Ahora
bien, ¿qué sucede cuando la entrada al santuario está en el bolsillo, en millones de bolsillos y
al alcance de la mano?, ¿cuando el estudio del videógrafo ya no es el asiento del lugar
sagrado? Sucede, fundamentalmente, que aquellos intermediarios oficiales también pierden
rango y posición. En la actualidad, fotógrafos y videógrafos intervienen sólo en algunos de los
tantos modos de expresar La Imagen, no “el único”, “no el mejor”.
Estos sucesos han tomado desprevenido a un sinnúmero de profesionales que desde hace
tiempo vivimos del video y la fotografía, quienes, en mayor o menor medida, permanecemos
sorprendidos frente al estallido tecnológico que multiplicó a Dios, La Imagen. Además, muchos
presencian aturdidos la avanzada de “los nuevos”, los ven como una legión que, sin saberlo,
irrumpe en el oficio sagrado de otro tiempo para acelerar su proceso de disolución.
Numerosos fotógrafos y videógrafos se preguntan por qué parte del público prefiere, en
ciertos casos, una manifestación de La Imagen lograda mediante un teléfono móvil y no la que
ellos serían capaces de ofrecer. Se animan y desaniman en los grupos de facebook, esos
nuevos consejos religiosos donde barajamos soluciones mundanas o trascendentes. No
comprendemos por qué ese Dios, La Imagen, al que durante tanto tiempo y con fidelidad
interpretamos, se ha uniformado con la tecnología para recrearse y desparramarse desde
miles de pantallas de cajitas multicolores, despojándose de las diferencias, diferencias que, por
lo demás, se vuelven cada día más imperceptibles o aceptadas como posibles.
Ocurre que todo puede ser de otra manera. Una considerable porción de “el gran público”
aprueba tanto fotografías o videos tomados con un celular como los realizados por
profesionales, todos constituyen manifestaciones de la misma entidad, porque La Imagen no
es una divinidad que acentúa los contrastes ni la idea de los opuestos, sino una que incluye la
totalidad de las partes. La imagen se basta a sí misma para ser lo que es y, una vez alcanzada,
no necesita de otra cosa para existir. En este nuevo orden social tiende a desaparecer la idea
del mal, de “lo que está mal”. El bien y el mal ya no son polos extremos sino calificaciones
discutibles que pueden ser defendidas tanto a favor como en contra. La esencia del video y la
fotografía ha fundido su relación con el resto de todas las cosas.
Nos guste o no, este fragmento de Dios, La Imagen, que irrumpe en la posmodernidad,
acentúa el cambio y la conciencia de lo transitorio. Ya nadie puede hablar en nombre de La
Verdad porque La Verdad no existe, todo es interpretación. Este nuevo Dios, La Imagen, ha
habilitado otras miradas, rompiendo con las formas binarias que hacían de una fotografía
“buena o mala”. Ha descentrado los sentidos que los videógrafos y fotógrafos indicábamos o
imponíamos como correctos. Ya no hay fotos o videos “malos”, salvo para la noción valorativa
del fotógrafo o videógrafo en busca de un pasado que siga narrando su existencia. Para las
generaciones ávidas de experiencias de novedad, que habitan fuera del “campo profesional”,
el presente es el mañana. Ya no hay videos ni fotos malos, salvo para quienes no han intuido
que gran parte de la sociedad lee ahora los nuevos testamentos que ha dictado La Imagen. Me
arriesgo a afirmar que hasta aquel videógrafo social que sus pares han etiquetado como
“moderno” puede ser un conservador de las estructuras si su innovación no descubre lo que
para el tradicionalista permanece oculto.
La Imagen llega para remediar, como nunca antes, la sensación de que el pasado no queda en
ningún lado; y si bien es cierto que parte de él puede recuperarlo la memoria, ésta lo hace de
manera condicionada, ya que para volverlo al instante presente es preciso narrarlo, contarlo
con palabras, con texto. La Imagen llega, para bien o para mal, impregnada de un perfil
absolutista, buscando ostentar la totalidad del poder, rasgo de un antiguo Dios unitario.
El videógrafo social ha muerto.
El fotógrafo social ha muerto…
… o mejor: han muerto tal y como los veníamos concibiendo a lo largo de las últimas décadas,
ya no son los “poseedores del fuego”. Han perdido centralidad. Ha muerto una forma de
pensar la fotografía y el video, una forma exclusiva de ordenar la realidad de La Imagen. Con
limitaciones o sin ellas, los miembros de la sociedad que hace posible la existencia de
fotógrafos y videógrafos comienzan a tomar distancia de los corsés y condicionamientos
históricos para emprender su propio lenguaje de La Imagen. Anhelan comunicar, pero dando
también espacio progresivo a un susurro o un grito que exprese autonomía, independencia.
La Imagen quiere multiplicar su alcance, invadir los medios de comunicación, decir la verdad y
la mentira, ensayar lo irrelevante como forma imposible de lo primordial, entretener,
persuadir, pisotear las intimidades, sumirse en el amarillismo y regresar, contrainformar,
conspirar, denunciar, delatar… Al fin y al cabo una diosa puede travestirse, transformarse o
reinventarse, e incluso matar, pero nunca, nunca, morir.
Ariel García
Realizador Audiovisual
Rosario, Argentina, 13 de junio de 2017
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