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Título: Las cajas Coca Cola
Autor: Hugo
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LAS CAJAS COCA COLA
Ismael Blanco
LIYO editora
las cajas coca cola
Ilustración de tapa: isotipo de Coca Cola, disponible en Google.
Primera edición: Junio 2017
© Blanco Ismael
© Liyo editora
www.liyo.wordpress.com
IMPRESO EN ARGENTINA / PRINTED IN ARGENTINA
No queda hecho el depósito que previene la ley 11.723
Índice
Las cajas Coca Cola………………………………………….5
Papeles veraniegos…………………………………………...9
La vida mental………………………………………………...12
No me voy con nadie…………………………………………14
Papeles navideños……………………………………………16
Hay otras fuerzas……………………………………………...17
El ruido del viento y el crepitar de los cardos………………18
Las cajas Coca Cola
1.
Vivíamos en el quinto piso de un edificio céntrico, Geraldina, yo y
alternativamente su hija Anita, de tres años, que pasaba una semana con
nosotros y una con su papá, el ex marido de Gera. Tratábamos de llevar una
vida considerada normal. Íbamos al supermercado chino de la vuelta a hacer
las compras y volvíamos caminando por Yrigoyen. A veces nos iluminaba una
gigantografía de Nicole Neuman y Fabián Cubero, en blanco y negro, casi sin
ropa. Mi mentalidad de barrio periférico tuvo que acostumbrarse a esas luces
relativamente fuertes y a los estímulos constantes de las vidrieras. Dejábamos
el auto de la madre de Gera en una cochera y volvíamos caminando por las
veredas anchas de Alsina. Solíamos ir con Anita a restaurantes donde hubiera
juegos para nenes, principalmente uno en la avenida Alem. Gera sabía cocinar
un excelente pastel de papa. Algunos viernes que estábamos solos pedíamos
sushi.
Mi mentalidad de barrio periférico también tuvo que acostumbrarse a la
dinámica del edificio, con sus horarios para la recolección de basura, los viajes
en el ascensor con gente de los demás pisos (que funcionaban como un
género autónomo), y las charlas ocasionales y entrecortadas con el portero, un
hombre medio pelado y de tez negra de tipo hindú que cubría todos los
diálogos con un halo de secretismo.
La cuestión es que un domingo a la mañana abrimos la puerta para salir
del departamento y en el piso, bien paralela al umbral, había una caja Coca
Cola. Las cajas Coca Cola son como las cajas PAN de Alfonsín, pero
destinadas al sector social medio-alto: un pack con algunas botellas de
gaseosa. Miramos los demás departamentos y cada uno tenía su respectiva
caja. No fue difícil imaginar el edificio verticalmente con sus departamentos,
sus puertas y sus cajas Coca Cola, dispuestas de manera prolija por la noche
mientras todos dormíamos. Cuando entendí que la Coca Cola Company nos
estaba dando un presente, agarré la caja para llevarla a la cocina. Después me
di vuelta y vi que Gera venía con la caja de la puerta de al lado.
– ¿Qué hacés? –le dije.
– Agarro las botellas –me respondió y el enunciado sonó tan lógico que no
pude contestarle nada. Gera volvió a salir e hizo lo mismo con las demás cajas.
Una a una las fue metiendo en nuestro departamento. El piso quinto quedó
vacío de cajas Coca Cola. Los dueños o inquilinos todavía dormían. Cuando
salieran iban a vivir un domingo normal. Lo que les estábamos robando, más
que las cajas, era la posibilidad de presenciar en carne propia las ruedas
aceitadas del capitalismo.
2.
Obviamente el robo quedó en evidencia ese mismo día. En las charlas
de ascensor el motivo del clima rápidamente fue reemplazado por el del regalo
5
de la Coca Cola. La gente del quinto piso se enteró de que les faltaba algo y se
quejó con el portero. Posteriormente la novedad del regalo fue reemplazada
por la del robo del quinto piso. En principio, con Gera descartamos una orden
de allanamiento generalizada. Alguien se había llevado las cajas y había
conmovido más el orden moral del edificio que una figura legal. Con la cocina
repleta de botellas nos dimos cuenta de que antes que del enemigo externo
había que cuidarse del que teníamos adentro. Por un lado, Anita no podía
encontrar semejante cantidad de azúcar. Efectivamente ahí había gaseosa
como para aflojarle las tuercas a un Renault 9. Y por otro, Lurdes, la niñera,
una chica bastante limitada, no podía ver el espectáculo que teníamos enfrente
porque, incluso sin voluntad, nos podía dejar expuestos en el primer diálogo
con cualquier desconocido. Por todo esto las cajas fueron a parar al ropero de
nuestra habitación. Durante días desayunamos, almorzamos y cenamos Coca
Cola. Las botellas vacías las fui sacando en una mochila y las descarté
progresivamente en un contenedor que había cerca de mi casa paterna, a unas
cuarenta cuadras del edificio. No había duda de que en las siguientes semanas
el portero iba a revisarnos la basura a todos, buscando algún indicio, algo que
dijera que esas cajas estaban efectivamente en algún lado, celosamente
guardadas.
Por nuestra parte esperamos que la cosa se diluyera con el tiempo. Si
bien los cruces ocasionales con los vecinos tenían cierta tensión implícita, los
días parecían seguir con normalidad. Gera se levantaba a las siete de la
mañana para ir a trabajar en una dependencia pública y yo a las nueve para
avanzar en mis obligaciones como reciente becario del Conicet. Al estar en el
centro muchas mañanas aprovechaba para salir a hacer trámites. Iba al banco
Nación, a Henry libros o a hacer la cola en un Pago Fácil. En los trayectos y
minutos muertos, mientras duró el tema de las cajas, pensé casi solamente en
eso. Me repetía como un axioma: “A quienes puedan pagar: regalarles”. En
este caso, regalarles las botellas a quienes pudieran pagarlas. Me parecía una
estrategia infinitamente sutil. Mi mentalidad de barrio periférico todavía tenía
mucho que aprender, de la psicología de los vecinos (en mayor parte reducidos
a la fórmula publicitaria de ABC1) y de los modos en que el capital intensivo se
vuelve sobre sí mismo, como una víbora cuando se muerde la cola para
reproducir la lógica de un círculo, evidentemente virtuoso, engrosándose cada
vez más y cada vez más. La estrategia económica de Coca Cola seguro se
encuadraba en movimientos financieros y volátiles más amplios, pero
específicamente las cajas no eran menos materiales que los containers
pesados del puerto. Cuando llegaba de hacer los trámites me sentaba en el
escritorio, me servía un vaso de Coca Cola e intentaba trabajar un poco para
despejar la cabeza. Pero estaba en la instancia de empezar a construir un
marco teórico y había arrancado con Adorno: “En nuestra época de
superproducción, el mismo valor de uso de los bienes es cuestionable y cede
ante el goce secundario del prestigio, del goce de estar al día, en definitiva del
goce de la mercancía: mera parodia del resplandor estético”. Con lo que el
marco teórico se desdibujaba en el análisis de los aspectos secundarios del
robo. Ciertamente no se trataba tanto del líquido marrón que tenía en el vaso,
repleto de burbujas saltando como si estuvieran vivas, sino de la línea blanca
zigzagueante sobre el fondo rojo de la etiqueta. A su vez, el análisis del poderío
de las fuerzas productivas (o lo que fuere) derivaba en los detalles de nuestro
accionar. Cada vez que levantaba la vista y miraba el logo de la gaseosa me
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transportaba al momento en que habíamos abierto la puerta y encontrado las
cajas. Esto pasaba prácticamente todo el tiempo. Cuando Gera se estaba
duchando, o salían las publicidades de algún programa desde el televisor o
miraba para abajo desde el balcón se me venía a la cabeza la imagen de las
cajas apiladas y tapadas con una frazada atrás de una de las puertas de
nuestro placard. Incluso con Anita, con quien teníamos una conexión especial,
cuando hacíamos rebotar una pelota de goma, o le armábamos casas a
muñecos Playmobil o encastrábamos figuras geométricas tridimensionales en
un tablero con huecos, pensaba en el pasillo vacío después de que Gera lo
hubiera saqueado.
3.
Sin embargo, dos cosas cerraron el ciclo. En principio la gaseosa
terminó acabándose. Pero, sobre todo, el punto final se dio gracias a que el
robo fue descubierto. Y como no podía ser de otra manera atrás de la
resolución estuvo la cabeza calculadora del portero. Imagino que para él habrá
sido un Sábado de Gloria (el día de la resolución cayó un sábado). Sentado en
el hall, pacientemente, se lo comunicó a cada habitante del edificio: a cinco
departamentos por piso, sumados los quince pisos, eso da la capacidad de 75
departamentos, ampliamente una cifra por encima del centenar de personas.
Incluidos Gera y yo.
Ese día habíamos ido a Walmart a comprar algunas cosas y volvíamos
con bolsas en las manos. El portero estaba sentado con la puerta abierta.
Mientras esperábamos el ascensor nos salió al cruce:
– ¿Vieron quién se llevó las cajas?
– ¿Qué cajas? –le respondí.
– Las Coca Cola.
Miré alrededor esperando que no entrara nadie. Imaginé un espectáculo
indigno.
– No, ni idea.
– Los albañiles del octavo –sentenció. Lo miré con sorpresa.
– ¿Qué albañiles?
– Los que estaban haciendo una reforma en el 8° “C”.
– Na –dijo Gera.
– Sí –le respondió el portero– los vi por las cámaras de seguridad del hall.
¿Podés creer?
– No, increíble.
– Yo por eso les digo –siguió el portero con atribución– hay que tener mucho
cuidado quién entra acá.
Subimos por el ascensor, guardamos las cosas en la heladera y nos
tiramos a mirar televisión completamente sobreseídos. Por unos días nos
contamos varias veces la misma anécdota, siempre con el mismo remate: “los
hijos de puta de los albañiles”. En cuanto a la actitud del portero se la podría
abordar desde diferentes aristas de la psicología humana. Sin embargo, yo
creo que la cuestión es sencilla y tiene que ver más con una virtud que con un
defecto. Específicamente con la habilidad (por otra parte necesaria) de
posicionarse en relación con una temperatura social. En este caso la del
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sentido común del edificio, en evidente sintonía con el antiperonismo del
microcentro bahiense. El portero ubicó el desenlace (que necesariamente no
podía quedar abierto) en un orden de cosas preestablecido. Siguiendo la lógica
de que cada elemento tiene un lugar asignado encastró perfectamente la pieza
que faltaba, como si se tratara de uno de esos juegos con figuras geométricas
de Anita.
(2013)
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Papeles veraniegos
1. Mar Azul
Después de doce horas de viaje, tres colectivos, dos trasbordos y una
tormenta eléctrica, Mar Azul es un lugar donde uno querría quedarse todo el
tiempo. Un lugar lleno de árboles y oscuridad, apartado de la vorágine turística
de Gesell, más allá incluso que el irreal (con su discreto encanto) Mar de las
Pampas. Pero para mí Mar Azul queda resumido en una casa millonaria
enclavada en la arena, de la cual fuimos echados inmediatamente después de
haber probado sus instalaciones millonarias. Víctor, el dueño de esa casa, en
principio fue una sombra que estuvo siempre pero como una posibilidad
fluctuante. Posibilidad de aparecer en cualquier momento y decidir cómo iba a
seguir nuestro viaje; de aparecer y llenar la heladera o incluso de no aparecer
nunca. Posibilidad también de aparecer con su novia, como finalmente pasó, y
echarnos a cualquier lugar de la costa atlántica. Y entonces Víctor también
terminó siendo la posibilidad de resignificar aquella charla primera que tuvimos
con Nicolás (cuando me recibió a las tres de la mañana después de haber
bajado del colectivo de línea que me llevó desde Gesell) en la sala de estar de
esa casa millonaria completamente ajena, como si fuera un chiste, una
propiedad privada a la cual por lo general no tenemos acceso. Resignificación
de un reposicionamiento que habíamos insinuado en relación con la
redistribución de la riqueza y que derivó, a partir de esa contingencia que
transformó a Víctor de una sombra posible en una persona de carne y hueso,
en la misma bandera de siempre que dice que si hiciste mucha guita (mucha)
fue a costa del empobrecimiento general, y que entonces por más que llenes
una heladera con cosas exóticas y botellas de Luigi Bosca no sos más que un
poco o mucho (una cuestión de grado) un hijo de puta. Esa bandera,
obviamente, después de haber usado la pileta climatizada, el sauna, la terraza
cercada con blindex, el fogón, si hubiéramos podido el jacuzzi, la mesa de
pingpong y los cuatriciclos que había en el garaje.
Antes del llamado de Víctor casi a la medianoche, anunciando su llegada
la mañana siguiente, la Casa (que fue el objeto de conversación constante y el
referente fotográfico principal) a mí ya me había empezado a generar cierta
angustia. Un mundo tan perfectamente pensado, que cierra por todos lados y
donde uno puede leer los signos del trabajo intelectual de un arquitecto muy
bien pago, los materiales elegidos, la inmensidad acotada de una casa de
verano, cada uno por momentos en habitaciones separadas, en el sauna o en
la pieza que tiene vista al mar, los ruidos casi imperceptibles del interior en la
Casa vacía me dio angustia. La llegada de Víctor la mañana siguiente condijo
con todo ese último estado de cosas.
Ni bien nos levantáramos, sabíamos, había que enfrentar a Víctor. La
primera imagen que tengo de él es desde el primer piso. Está al costado de la
pileta en zunga hablando con su criado paraguayo (que vive en una casita
adelante y con quien el día anterior compartimos un asado). La segunda es ya
una vez abajo, en la cocina: estoy parado mientras Vero (la hermana de Víctor,
por quien estamos todavía ahí adentro) agarra las cosas que nos vamos a
llevar (Vero, al igual que nosotros, está siendo echada). Víctor pasa por al lado
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mío y no me registra. Vero entonces me presenta. Ahí Víctor se da vuelta y en
principio parecería mirarla de nuevo a ella. Entonces pienso que tiene la
convicción de no registrarme ni siquiera después de haber sido presentado.
Trato de entender qué cosa está mirando, si en efecto es a Vero o a qué cosa.
Recorro sus dos ojos y recién ahí veo que uno había hecho contacto visual con
mi cara, antes de que yo supiera que me estaba mirando. Nadie me había
dicho que había que mirar su ojo izquierdo, al parecer el único que tiene en
funcionamiento. Después supuse que es como una carta que uno esconde: él
sabe que me pierdo si me quedo con el ojo que mira a cualquier lado y ahí
tiene un segundo donde me saca una ventaja (supongamos que el otro es una
persona más importante que yo: hay una anécdota de la Casa repleta de
chinos, más de cuarenta chinos, que estaban ahí para cerrar un negocio).
Entonces le doy la mano sin posibilidad de decir nada, ni siquiera en relación
con lo espectacular que es la Casa (consejo que nos había dado Vero para
caerle bien) y después aparece su novia y extiende su mano para que se la
sostenga a modo de saludo y se la sostengo sin decir nada. Cuando la suelto
ella le dice algo a Víctor en paraguayo y entiendo que Víctor es un tipo
complejo que tiene un criado y una novia paraguayos y que no tuve el tiempo
necesario como para terminar de entender nada.
Cuando salimos de la Casa le digo a Nicolás que Víctor podría haber
sido pensado por David Lynch.
2. Chapadmalal
Chapadmalal es peronista. En 1947 la Fundación Eva Perón construyó
una serie de hoteles como parte de una política justicialista de Turismo Social
para que los chicos con menos recursos pudieran conocer el mar. Hoy están
esos hoteles, el casco peronista que se cierra en una capilla, algunas casas y
campos donde casi en su mayoría hay gauchos que viven todo el año una vida
rural. Para nosotros Chapadmalal fue una especie de caída de un mundo
ficticio y la inmediata entrada en otro no menos ficcional. De la casa millonaria
en Mar Azul, intempestivamente, fuimos llevados por un contacto laboral de
Nicolás a un campo con casi absolutamente nada: cuatro arbolitos más chicos
que una carpa mediana, un baño a cal y un silo donde vive un porteño de
treintaypico que hace unos años decidió establecerse ahí, criar caballos,
trabajar en una playa nudista, armar una banda de rock y hacer fiestas en lo
que él llama su rancho. “RANCHO” es también el nombre de la banda donde
canta y salta y grita, que lleva por logotipo una casa en llamas, en alusión a la
casa que en un principio había levantado en ese mismo campo y que uno de
los vecinos le prendió fuego y de la que hoy quedan solamente las ruinas. El
Ruso (Diego Ruso), así se llama, tiene la capacidad de transformar la visión
primera de un campo vacío y crudo en la posibilidad (que anida sobre todo en
su cabeza) de una transformación radical surgida desde abajo, de sus propias
manos, como todo en ese campo, el baño, el silo, una ducha que empezó el
día que llegamos, con cañas y hojas de palmera y que terminó con nuestra
ayuda el día que nos fuimos. Toda una serie de proyectos pasan por su cabeza
y quieren bajar cierta filosofía que está a punto de colisionar con intereses que
podrían desviarlo todo (la Rock & Pop, una ONG, algunos inversores privados)
y que el Ruso, no sin cierto conflicto interior, termina por espantar con los
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movimientos bruscos de un tipo que nació en una metrópolis y devino en
domador de caballos.
Cuando caímos en el rancho del Ruso en Chapadmalal pensamos que
era para pasar la noche, aclarar la cabeza y seguir para algún lado más
amigable y cerca de la playa (el campo queda a unas 30 cuadras de la costa).
Armamos la carpa abajo del sol y nos terminamos quedando cuatro días.
Alrededor del Ruso hay un grupo fluctuante de personas (que vienen
escapando de la merca, la policía o lo que fuere) que lo ayudan a cambio de
poder pasar unos días en el campo y desaparecer de un mundo que cada uno
prefirió cambiar, al menos por un tiempo, por ese lugar alejado de todo. El
Ruso se ríe cuando dice que su rancho también es un poco granja. La energía
del Ruso y su grupo de ayudantes que conforman una especie de socialismo
cabeza, la aparición de una carpa con unas chicas de La Plata, las “babas” del
Ruso (así le dice a las canciones que compone sin tener casi conocimientos
musicales), comidas colectivas cocinadas por un chef en retiro espiritual y la
vida propia del campo con caballos, perros, algunas gallinas, hizo que nos
fuéramos quedando más de la cuenta a pesar de la lluvia y la mugre (el único
día que nos bañamos con agua dulce fue en uno de los hoteles peronistas,
donde había un equipo de fútbol infantil de Morón: Nicolás, yo y pibitos que,
mientras se estaban bañando, cantaban “Jabón Jabón qué grande sos”).
3. Necochea
Necochea fue el descanso de toda la primera parte del viaje.
Hospedados en un complejo familiar por familiares de Nicolás (recibidos en
toda la amplitud del término) llegamos a un límite contradictorio entre cansancio
físico y descanso mental. Mucho médano, mar, pileta, río, bosque, cuscús,
asado al asador, rabas con cerveza, aperitivos, Campari con naranja, Vermouth
(Fernet Cinzano y soda), Cynar. Un par de salidas: Eleven Point, La Frontera.
El Casino (el Rata, productor de Indomables, dando vueltas alrededor de las
ruletas). El puente colgante. La Virgen del apocalipsis. Norma. Antonio. El viejo
Mansilla. Los gemelos del Vietcong. Hello Kitty, hello. Mucha hospitalidad y
descanso real de las cosas.
(2011)
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La vida mental
En la avenida Santa fe esta vez lo primero que vi fue a una vieja tirada
en la vereda tocándose la panza sucia mientras se levantaba el pulóver
abrigado y se contorsionaba en el piso como si estuviera en éxtasis. A diez
metros un linyera estaba sentado y tomaba agua de un bidón grande con flores
adentro, metidas a la fuerza supuse que para darle gusto al agua. Me compré
un jean y la chica que me lo vendió era hermosa, pero no en términos
tradicionales sino al pensarla para que estuviera conmigo, completando mi
blancura con su piel más negra. Cuando salí por avenida Pueyrredón lo crucé a
Alan Pauls caminando muy rápido y es alto. Me encontré con Nicolás, comimos
un revuelto gramajo cerca de la Sociedad Rural y después, por cuestiones
laborales, me fui a la parte de atrás de la feria del libro para entrar y recorrer
nada: compré “¿Qué es la burocracia?” de Max Weber y “La mente del hombre
de Estado” de Maquiavelo. Me escapé. Me fui de esa feria llena de stands
improductivos y me bajé en la Plaza de Mayo, donde por no ver el nombre de
las calles empecé a caminar en círculos buscando la calle Bolivar, que es la del
cabildo. Entonces llegué a la terraza balcón de Nicolás y vi atardecer sobre los
edificios plateados de Puerto Madero. Mientras tanto, Aníbal Fernández
presentaba su libro en la feria. Igual el viaje hasta San Telmo valió la pena
porque metí en el bolsillo de mi pantalón nuevo un pedazo y me lo traje. Me
subí al 29 y el 29 anduvo y anduvo y se llenó de gente hasta el absurdo. Había
un rubio muy prolijo al lado mío en esos caños de apoyo isquiático que hay en
un hueco. En un momento le hizo una seña a alguien y una señora también
rubia, de unos 50 años se dio vuelta pensando que era para otra persona atrás
suyo y no, era para ella la seña y entonces el pibe le dijo “venga señora y
apóyese acá para descansar las piernas” y la señora le dijo “no gracias”,
sorprendida porque como ella había otras señoras de 50 años o más. Entonces
el pibe le dijo “después no me diga que no le avisé, seguro que viene cansada
del trabajo” y la señora sonrió pero dijo “no, está bien, no te hagás problema”.
Al rato pidió permiso y vino y se apoyó en los caños en el medio entre el rubio
prolijo y yo, y se puso a hablar con el rubio. No pasó nada, no había nada
sexual ahí, el pibe se bajó en el jardín botánico y a otra cosa, pero la escena
me dejó el parte de una lógica que está muy lejos de ser la nuestra y que por
un momento llegué a envidiar.
Cuando me bajé para ir de nuevo a la parte de atrás de la feria e iba
caminando por la calle monstruosa lateral, llamé por teléfono a mi jefa y me dijo
que estaba en otro lugar, solucionando no sé qué problema, un desmayo, pero
que intentara entrar de todas formas. Entonces llegué a la puerta y le dije al
policía que yo era parte de una comitiva de tal cosa y el tipo me dijo “vení
mañana”. Yo le dije “no, mañana no puedo, hace 7 horas entré por esta misma
puerta, si querés buscala a Dora y ella te va a decir, en el stand 447”, y el tipo
puso cara de asco y me preguntó si Dora era “una gorda con la cara así”, y
puso sus manos como atrapando una pelota. Le dije que sí y entonces me dijo
“pasá”.
En el colectivo de vuelta, antes de salir a la ruta, miré las avenidas de
noche, las calles cerradas alternando con monumentales lugares abiertos y
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entendí cuál sería la angustia que sentiría al vivir ahí, cuando después de unos
días entendiera que no es una ciudad para ser visitada sino para ser habitada,
que fue construida por hombres para ser vivida, para que gente viviese sus
vidas todos los días, por lo que se reduciría a la condición de marco, inmenso,
el marco más grande que pueda concebir en mi acotada concepción, pero un
marco y no otra cosa al fin de cuentas. Esa sería mi angustia, una angustia
bastante terrible por momentos, y ahora entonces me doy cuenta.
(2011)
13
No me voy con nadie
No me voy con nadie. Si me cruzo ahora en un colectivo (no podría vivir
en un lugar sin colectivos de línea), puedo hacer muchísimas cosas, algunas
alternativas de freak sexual, pero no me voy, creo.
Ya escribí eso, en parte cómo no puedo vivir sin los trayectos de línea y
que no podía escribir poemas. Todo lo demás, incluso lo del Fortex, fue para
llenar. Qué puedo decirte. También escribí lo otro: lo que tiene que ver con la
fiebre. Sobre el estado ambiguo del calor que te hace temblar, de lo necesario
que es el lugar de la fiebre, precisamente eso, que es un lugar adonde uno está
y listo. Pero esto es otra cosa. No es escribir que no puedo escribir poemas.
Estoy desorientado. Voy a hablar del monstruo:
¿Te acordás de eso que había más allá de nosotros? Éramos algo de ese
monstruo (uno que se venía transfigurando, porque siempre estuvo pero nunca
la misma forma en dos etapas diferentes). Entrábamos a una casa abandonada
y encontrábamos (con el pretérito imperfecto de los sueños –aunque todo haya
pasado en serio–) una nariz de payaso, de payaso rojo; una vez vimos un
globo ir a contraviento y un perro duro en medio de la vereda, y marcas que
aparecían a su vez con ciertas marcas arriba que decían que todo se trataba
de lo mismo, que siempre fue una misma cosa: “eso”. Bueno, ahora tenía que
cambiar, porque en su propia naturaleza siempre estuvo ser la misma cosa y
nunca la misma forma. Supongo que ahora habríamos crecido. No sé. Pero el
monstruo tenía otra cara, eso seguro. Una que se parecía a la que teníamos
nosotros. ¡Teníamos la misma cara entre nosotros! ¿Nunca nos llamó la
atención? El monstruo tenía nuestra propia cara.
Estamos limón. Es “eso”. Cuando crecimos todo se redujo a la droga. No
creemos más en nada (antes creíamos en los globos a contraviento, en los
perros duros, en las narices rojas de payasos sobre el césped verde de una
casa abandonada, ahora no). Ahora en el olor de un perfume barato (un Aqua
de Colbert o algo que te hace latir el corazón rápido, en un vértigo profundo).
Ahora es “eso”. Empieza a tener otro color, olor, todo. Llegamos al monstruo,
contame un poco cómo fue la forma de ese último monstruo:
El monstruo al principio fue un exceso. Fue el olor del Aqua mezclado con el
ropi, que tenía un olor anestésico, también del jote, del vino con gaseosa y
panga. Fue correr gente con bates, sentarnos en un pasillo diminuto siendo
jóvenes y reírnos del Pitufo hasta que nos tirase un ladrillo haciendo una
parábola visible en la luz amarilla, y pensar que ese ladrillo que venía hasta
donde estábamos era un cartón de vino, y sorprendernos cuando ese ladrillo
tocara el suelo y en vez de explotar en líquido se deshiciera en pedazos de
tosca. Pero también fue, y por sobre todas las cosas, un monstruo diurno: esos
árboles violeta que formaban como una especie de signo estático en la luz
dominical de Florencio Sánchez. Y el monstruo terminó (en realidad esa forma
del monstruo) con un par de muertes prematuras. El presagio de mierda
también tiene que ver con dos muertes, frescas de hace poco, que
conmovieron a la opinión pública local. Muertes de personas jóvenes de nuevo
y que yo inevitablemente volví a relacionar con “eso”.
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Qué querés que te diga. Una de las primeras formas del monstruo tiene que ver
con el barrio marginal en el que viví la mayor parte del tiempo, con formas que
dependen de un período histórico: una campera naranja que llevaba puesta mi
mamá, en el frío durante el transcurso que separaba lo que era nuestro dúplex
de un teléfono público Entel con forma de huevo. Tiene que ver con una
certeza infantil en la conformación de los objetos, en lo que estuvieron
ocultando siempre. Naranja también era una bolsa de dormir que llevé al
campo de Ignacio cuando fuimos con Rodrigo y donde, después de contarles
que existía “eso”, Rodrigo vio un payaso a la manera de un Rorschard en los
dibujos blancos que sobresalían del fondo naranja. No quiero ser divergente,
pero había algo monstruoso en ver de cerca los rombos en las ópticas de un
semáforo prendido: el entretejido sólo visible a ojos infantiles.
Soñé con algo que me cubría y no sabía lo que era. Terror absoluto.
(2007)
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Papeles navideños
Me acuerdo cuando estábamos en el piso quinto de un edificio del
Abasto y abrimos en la pc vieja un archivo de Word que solamente decía “Un
hijo de puta. Un hijo de puta puede”. Era uno de los primeros viajes a Buenos
Aires y comimos en restaurantes peruanos de casi solamente gente peruana.
Ahora hace calor. Eso es un dato incuestionable y capaz una de las pocas
certezas. La palabra crisis a veces dice muchas cosas, pero otras no expresa
prácticamente nada.
En Soler al fondo, después de haber brindado, cuando todavía era de
noche nos cruzamos un tipo que nos pidió un trago de nuestra lata de speed
llena de ginebra y tomó como si fuera agua porque necesitaba limpiar lo que
había vomitado unas cuadras atrás. Venía caminando con dos minas y una
nena. La navidad duró 21 horas desde las 00 hs. Caminamos mucho, cuando
ya había amanecido por el barrio más caro de la ciudad, en subida guiados por
un sol terrible. Hubo una aparición ahí, un primo no reconocido de Maxi que
nos cruzó de buena manera y nos resumió a cada uno en un nombre propio y
un apellido de prócer muerto. Posteriormente también él iba a quedar resumido
en algo así: un nombre propio repetido y el apellido o nombre de algún indio
pampeano. “El Patagonia es una isla” era su muletilla y por momentos la
posibilidad de contraponernos a nosotros en tanto continentales, y también la
de volverlo una persona inconscientemente política. “De ustedes aprendí
mucho”, fue una de las últimas cosas que dijo. Al mediodía, en uno de los
puntos más altos de la ciudad (la discusión con el primo no reconocido de Maxi
giró en determinar cuál era ese punto) dormí dos horas en unos colchones
apilados mientras sonaba una cumbia muy fuerte de fiesta que sigue en el
medio del calor sofocante. Después terminamos en una pileta pública donde,
por momentos, señoras se metieron vestidas.
Hay un guión de un mediometraje que es así: en navidad dos tipos de
ácido sentados en un bar en dos sillones, mientras suena una música
electrónica de fondo y amanece, están hablando y mirando por la ventana y
uno le dice al otro que conoce a una mina que tiene una enfermedad terminal y
que lo único que hace, postrada, es tomar merca muy buena, y entonces
deciden ir a visitarla y el resto de la película transcurre en las habitaciones de
esta mujer que acaba de pasar su navidad. Entre confites y champagne con el
sol del mediodía entrando todo deriva en una charla sobre la inminencia de la
muerte y la necesidad de agotar la vida como fuera, la energía, la memoria,
como decía el francés, “antes de que sea demasiado tarde” a través de ciertos
actos como exorcismos (como tomar merca en una cama que no cambia, que
es siempre igual, todo lo mismo). Sutilmente tendría que haber una diferencia
en el perfil psicológico de los dos tipos, que active el desenlace a partir de la
charla con la mina en torno a las formas, ni optimistas ni pesimistas, de agotar
la vida. Uno de los dos podría ser un teórico y pensar que esas formas de
abjurar la propia inercia no pueden ser leídas en clave moral. Solamente eso. Y
un fade que se cierre y diga “Un hijo de puta. Un hijo de puta puede”.
(2009)
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Hay otras fuerzas
25 de marzo. A las 6.45 am estaba entrando en el hospital militar con un
frasco de orina en la mano, donde me sacaron sangre. Todavía de noche, pasé
la primera barrera, dejé el auto en el estacionamiento y en frente vi los colores
titilantes del neón de un hotel alojamiento. Pensé: hay otras fuerzas.
Adentro, después de esperar unos minutos abajo del fluorescente, el
doctor me hizo pasar junto con otra señora que también esperaba. Canoso, de
delantal blanco, preparó las jeringas y empezó por la señora. Miré la escena -la
dificultad del doctor para encontrar su vena- y ella, a su vez, miró para otro
lado. Después, mi brazo flaco, inflado por la manguera marrón, la vena violeta,
la jeringa entrando y la sangre bordó que se desparramó un poco por los
bordes. Casi no hablamos. Como música de fondo estuvo la radio en AM 840
dando las noticias del día. Cuando el doctor se fue a poner las sangres
respectivas en dos tubos de ensayo vi reflejarse la llama de un mechero en la
manija cromada de una heladera vieja. Cuando vino a ponernos el algodón y la
cinta blanca en las heridas mínimas, la voz oficial de la radio empezó a dar una
lista, creo que del equipo editorial del diario: Vicente Massot, otro Massot,
etcétera.
Cuando salí del hospital recién estaba amaneciendo. Pude ver el césped
cortado, la prolijidad militar. Entendí que adentro de los dos autos que estaban
entrando había superiores porque los oficiales del ingreso hicieron la venia.
Cuando llegué a la puerta de acceso dos chicas venían caminando con sus
frascos de orina. Pensé: hay otras fuerzas.
Volví a mi casa y me acosté a dormir. Me levanté, almorcé y fui a la
escuela donde doy clases a dar lo que me habían asignado: “Clase de reflexión
‘Día Nacional de la Memoria por la Verdad y la Justicia’”. Los chicos se
interesaron por la espectacularidad biográfica de Walsh, pero también por otras
cosas: el FMI. Dos días antes recorté fragmentos de su carta abierta a la junta
y anoté unos puntos que me parecieron importantes:
1. Pensar la dictadura en términos cívico-militares.
2. Configurar el perfil de la junta militar en tanto: terroristas, corruptos e
ineptos.
3. Poner el acento en la política económica: datos fríos e imágenes
literarias. Deuda externa, inflación, desempleo.
4. Poner de relieve una política impuesta por el FMI. Política cipaya,
extranjerizante, que va en contra del discurso nacionalista de la junta.
5. Subrayar los sectores civiles que se favorecieron con la política
económica de la dictadura: la oligarquía ganadera, la oligarquía
especuladora y las empresas monopólicas multinacionales.
(2014)
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El ruido del viento y el crepitar de los cardos
Después de varios días, cuando llegué al barrio Censi vi que la entrada
de mi casa estaba llena de cardos. Se habían ido acumulando y casi tapaban la
parte inferior de la puerta. Pasé la reja, los corrí a un lado y abrí la casa.
Levanté las persianas, abrí un poco la puerta ventana, no mucho para que no
entrara el viento, y me dediqué a regar. Ya la negra había venido a recibirme.
Había sol y los yuyos estaban muy crecidos. Antes de irme junté los cardos en
un costado, armando una pelota enmarañada inmensa y pensé en dejarlos ahí
hasta que se volaran por la parte de atrás del terreno. No había nadie, era la
hora de la siesta. En vez de eso entré a la casa y agarré un encendedor con los
dos únicos diarios que habían quedado de la última limpieza. A modo de
prueba separé un cardo de la pelota inmensa y le puse un bollo de papel abajo.
Lo prendí fuego y el papel se consumió antes de que se prendiera el cardo.
Entonces fui al auto, abrí el baúl, agarré una bolsa grande llena de papeles de
diarios resecos, los que estuvieron desde el principio de la construcción
tapando los vidrios de las ventanas hasta que los reemplacé por papel blanco.
Volví a la parte de atrás y le puse varios bollos de esos papeles abajo del
cardo. El fuego fue casi instantáneo. El cardo empezó a hacer ruido y se dibujó
una llama fugaz. Corrí a la pelota enmarañada y separé otro cardo bien grande,
rápido, antes de que desapareciera el fuego. Lo puse arriba del que se estaba
quemando y el fuego se duplicó en un segundo. Así con el resto durante un
rato largo, yendo a buscar y poniendo, viendo la llama crecer y moverse para
distintos lados. El ruido del viento y el crepitar de los cardos durante un rato fue
una forma del silencio. La negra disfrutó el espectáculo. Mientras preparaba los
bollos vi su cabeza aparecer de los yuyos crecidos. Le gusta esconderse ahí e
incluso llevarse cosas que roba. Como cuando le robó una bolsa de faso al
Tincho, que apareció exactamente en ese punto donde ayer asomó la cabeza.
Después se fue al sol y se acostó en la vereda a ver el fuego.
Cuando no hubo más cardos llené un bidón de agua y lo tiré sobre el
círculo negro que quedó en el medio del pasto verde, como las señas rurales
del aterrizaje de un ovni. Después volví al fonavi, estuve tirado un rato, me
bañé para sacarme el olor a humo y fui a Rondeau a ver “La extensión” de
Nicolás Testoni y Christian Delgado. La película estuvo bien, sobre todo porque
tiene elementos que tensionan lo que había pensado que era: puro encuadre
estético de la llanura pampeana. No es eso. No es sobre el desierto. La
película, en cierto sentido, está llena de gente, en cuadro o afuera. Siempre
alguien habla en voz baja o a los gritos. Más bien es sobre los modos en que
ese desierto fue siendo delimitado, por rutas y cableados eléctricos, por chapas
que hacen ranchos, y sobre las maneras en que fue siendo habitado. Algo en el
orden del corte de los planos: como dijo Juliana cuando la presentó, la
extensión refiere al espacio pero también es temporal. En cuanto a la forma, la
lectura posible de una matriz narrativa: la película puede ir abriéndose hasta el
infinito, de manera rizomática, como en la lógica fractal del hipervínculo.
Después dormí toda la noche sobre un costado: del otro lado me duele
la antitetánica que me puse a la mañana en la sala médica del barrio Kilómetro
cinco. Cuando me desperté fui a la Universidad a devolverle dos libros a Mario
y regalarle un vino Séptima que compré en Regionales San Juan, por haberme
18
ayudado, hace ya varios meses, a pensar algunas cuestiones específicas de la
poética de Alejandro Rubio. En el hall de entrada me dieron un volante sobre el
boleto estudiantil y un militante del Partido Obrero le vendía un diario a un pibe,
explicándole algunas de sus posiciones. “Nos movimos por Hebe”, le dijo, “para
que fuera a declarar, no sé si viste, marchó con Sabatella y Kicillof, toda la
runfla, la porquería del kirchnerismo”. Llegué al gabinete, saludé a Julieta y le
hice entrega de sus cosas a Mario. Nos quedamos hablando, sobre política,
sobre el consenso social del macrismo, sobre las formas de seguir
construyendo algo en términos colectivos durante el neoliberalismo. Mario dijo
que estaba podrido, de la gente, de la política, de los conceptos de Patria y
Estado y de la academia. En un momento nos quedamos callados y empezó a
hacer un avioncito de papel con un volante del PO. En chiste le dije que hiciera
un helicóptero. Lo tiró al pasillo y lo fue a juntar. Me preguntó si quería ver si
volaba. Le contesté que sí, abrió la ventana del gabinete y lo tiró desde el sexto
piso. Ahí fue el avioncito en su carrera, recta y firme, hasta que hizo una curva
y aterrizó en el playón que da sobre 12 de octubre, mientras los dos festejamos
el vuelo exitoso. No dijimos más nada. Los saludé y seguí mi camino. En el hall
no había nadie militando su antiperonismo. Fue una lástima porque en el
ascensor ya había armado mi respuesta.
Hace unos días que no prendo la computadora: los cardos, “La
extensión” de Testoni y el vuelo del avión me parecen parte de una misma
cosa.
A nada le saqué una foto,
ni subí nada a ninguna red social.
(2016)
19
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