alejandro dumas el hombre de la mascara de hierro (1) .pdf
Nombre del archivo original: alejandro-dumas-el-hombre-de-la-mascara-de-hierro (1).pdf
Este documento en formato PDF 1.6 fue generado por Microsoft® Office Word 2007, y fue enviado en caja-pdf.es el 09/10/2017 a las 07:19, desde la dirección IP 190.62.x.x.
La página de descarga de documentos ha sido vista 4778 veces.
Tamaño del archivo: 1.5 MB (242 páginas).
Privacidad: archivo público
Vista previa del documento
Alejandro Dumas
EL HOMBRE DE LA MASCARA
DE HIERRO
INDICE
Tres comensales admirados de comer juntos
¡A palacio y a escape!
Un negocio arreglado por M. de D'Artagnan
En donde Porthos se convence sin haber comprendido
La sociedad de Baisemeaux
El preso
La colmena, las abejas y la miel
Otra cena en la Bastilla
El general de la orden
El tentador
Corona y tiara
El castillo de Vaux
El vino de Melún
Néctar y ambrosía
La habitación de Morfeo
Colbert
Celos
Lesa majestad
Una noche en la Bastilla
La sombra de Fouquet
La mañana
El amigo del rey
Cómo se respeta la consigna en la Bastilla
El reconocimiento del rey
El falso rey.
En el que Porthos cree que corre tras un Ducado
El último adiós
Beaufort
Preparativos de marcha
El inventario de M. de Beaufort La fuente de plata
Prisionero y carceleros
Las promesas
Entre mujeres
La cena
Consejos de amigo
Cómo el rey Luis XIV hizo su pequeño papel
El caballo blanco y el caballo negro
En el cual la ardilla cae y la culebra vuela
Belle-Isle-en-Mer
Las explicaciones de Aramis
La despedida de Porthos
El hijo de Biscarrat
La gruta de Locmaria
En la gruta
Un canto de Hornero
La muerte de un titán
El epitafio de Porthos
El rey Luis XIV
Los amigos de M. Fouquet
El testamento de Porthos
¡Padre, padre!
El Angel de la muerte
El último canto del poema
Epílogo
La muerte de D'Artagnan
TRES COMENSALES ADMIRADOS DE COMER JUNTOS
Al llegar la carroza ante la puerta primera de la Bastilla, se paró a intimación de un centinela, pero en cuanto D'Artagnan hubo dicho dos palabras, levantóse la consigna y la carroza entró y tomó hacia el patio del gobierno.
D'Artagnan, cuya mirada de lince lo veía todo, aun al través de los muros, exclamó de
repente:
––¿Qué veo?
––¿Qué veis, amigo mío? ––preguntó Athos con tranquilidad.
––Mirad allá abajo.
––¿En el patio?
––Sí, pronto.
––Veo una carroza; habrán traído algún desventurado preso como yo.
––Apostaría que es él, Athos.
––¿Quién?
––Aramis.
––¡Qué! ¿Aramis preso? No puede ser.
––Yo no os digo que esté preso, pues en la carroza no va nadie más.
––¿Qué hace aquí, pues?
––Conoce al gobernador Baisemeaux, ––respondió D'Artagnan con socarronería: ––
llegamos a tiempo.
––¿Para qué?
––Para ver.
––Siento de veras este encuentro, ––repuso Athos, ––al verme, Aramis se sentirá contrariado, primeramente de verme, y luego de ser visto.
––Muy bien hablado.
––Por desgracia, cuando uno encuentra a alguien en la Bastilla, no hay modo de retroceder.
––Se me ocurre una idea, Athos, ––repuso el mosquetero; –– hagamos por evitar la
contrariedad de Aramis.
––¿De qué manera?
––Haciendo lo que yo os diga, o más bien dejando que yo me explique a mi modo. No
quiero recomendaros que mintáis, pues os sería imposible.
––Entonces?...
––Yo mentiré por dos,, como gascón que soy.
Athos se sonrió.
Entretanto la carroza se detuvo al pie de la puerta del gobierno.
––¿De acuerdo? ––preguntó D'Artagnan en voz queda,
Athos hizo una señal afirmativa con la cabeza, y, junto con D'Artagnan, echó escalera
arriba.
––¿Por qué casualidad?... ––dijo Aramis. ––Eso iba yo a preguntaros,––interrumpió
D'Artagnan.
––¿Acaso nos constituimos presos todos? ––exclamó Aramis esforzándose en reírse.
––¡Je! eje! ––exclamó el mosquetero, ––la verdad es que las paredes huelen a prisión,
que apesta. Señor de Baisemeaux, supongo que no habéis olvidado que el otro día me
convidasteis a comer.
––¡Yo! ––exclamó el gobernador.
––¡Hombre! no parece sino que os toma de sorpresa. ¿Vos no lo recordáis?
Baisemeaux, miró a Aramis, que a su vez le miró también a él, y acabó por decir con
tartamuda lengua:
––Es verdad... me alegro... pero... palabra... que no... ¡Maldita sea mi memoria!
––De eso tengo yo la culpa, ––exclamó D'Artagnan haciendo que se enfadaba.
––¿De qué?
––De acordarme por lo que se ve.
––No os formalicéis, capitán, ––dijo Baisemeaux abalanzándose al gascón; ––soy el
hombre más desmemoriado del reino. Sacadme de mi palomar, y no soy bueno para nada.
––Bueno, el caso es que ahora lo recordáis, ¿no es eso? ––repuso D'Artagnan con la
mayor impasibilidad.
––Sí, lo recuerdo,––respondió Baisemeaux titubeando.
––Fue en palacio donde me contasteis qué sé yo que cuentos de cuentas con los señores
Louvieres y Tremblay.
––Ya, ya. ––Y respecto a las atenciones del señor de Herblay para con vos.
––¡Ah! ––exclamó Aramis mirando de hito en hito al gobernador, ––¿y vos decís que
no tenéis memoria, señor Baisemeaux?
––Sí, esto es, tenéis razón, ––dijo el gobernador interrumpiendo a D'Artagnan, ––os pido mil perdones. Pero tened por entendido señor de D'Artagnan que, convidado o no,
ahora y mañana, y siempre, sois el amo de mi casa, como también lo son el señor de Herblay y el caballero que os acompaña.
––Esto ya lo daba yo por sobreentendido, ––repuso D'Artagnan; ––y como esta tarde
nada tengo que hacer en palacio, venía para catar vuestra comida, cuando por el camino
me he encontrado con el señor conde.
Athos asintió con la cabeza.
––Pues sí, el señor conde, que acababa de ver al rey, me ha entregado una orden que
exige pronta ejecución; y como nos encontrábamos aquí cerca, he entrado para estrecharos la mano y presentaros al caballero, de quien me hablasteis tan ventajosamente en palacio la noche misma en que...
Ya sé, ya sé. El caballero es el conde de La Fere, ¿no es verdad?
––El mismo.
––Bien llegado sea el señor conde, ––dijo Baisemeaux.
––Se queda a comer con vosotros, ––prosiguió D'Artagnan, –– mientras yo, voy adonde
me llama el servicio. Y suspirando como Porthos pudiera haberlo hecho, añadió: ––¡Oh
vosotros, felices mortales!
––¡Qué! ¿os vais? ––dijeron Aramis y Baisemeaux a una e impulsados por la alegría
que les proporcionaba aquella sorpresa, y que no fue echada en saco roto por el gascón.
––En mi lugar os dejo un comensal noble y bueno.
––¡Cómo! ––exclamó el gobernador, ¿os perdemos?
––Os pido una hora u hora y media. Estaré de vuelta a los postres.
––Os aguardaremos, ––dijo Baisemeaux.
––Me disgustaríais.
––¿Volveréis? ––preguntó Athos con acento de duda.
––Sí, ––respondió D'Artagnan estrechando confidencialmente la mano a su amigo. Y
en voz baja, añadió: ––Aguardadme, poned buena cara, y sobre todo no habléis más que
de cosas triviales.
Baisemeaux condujo a D'Artagnan hasta la puerta. Aramis, decidido a sonsacar a Athos, le colmó de halagos, pero Athos poseía en grado eminentísimo todas las virtudes. De
exigirlo la necesidad, hubiera sido el primer orador del mundo, pero también habría
muerto sin articular una sílaba, de requerirlo las circunstancias.
Los tres comensales se sentaron, a una mesa servida con el más substancial lujo gastronómico.
Baisemeaux fue el único que tragó de veras; Aramis picó todos los platos, Athos sólo
comió sopa y una porcioncilla de los entremeses. La conversación fue lo que debía ser
entre hombres tan opuestos de carácter y de proyectos.
Aramis no cesó de preguntarse por qué singular coincidencia se encontraba Athos en
casa de Baisemeaux, cuando D'Artagnan estaba ausente, y por qué estaba ausente D'Artagnan, y Athos se había quedado.
Athos sondeó hasta lo más hondo el pensamiento de Aramis, subterfugio e intriga viviente, y vio como en un libro abierto que el prelado le ocupaba y preocupaba algún proyecto de importancia. Luego consideró en su corazón, y se preguntó a su vez por qué
D'Artagnan se saliera tan aprisa y por manera tan singular de la Bastilla, dejando allí un
preso tan mal introducido y peor inscrito en el registro.
Pero sigamos a D'Artagnan que, al subirse otra vez en su carroza, gritó al oído del cochero:
––¡A PALACIO Y A ESCAPE!
Lo que pasaba en el Louvre durante la cena de la Bastilla
Saint-Aignán, por encargo del rey, había visto a La Valiére: pero por mucha que fuese
su elocuencia, no pudo persuadir a Luisa de que el rey tuviese un protector tan poderoso
como eso, y de que no necesitaba de persona alguna en el mundo cuando tenía de su parte
al soberano.
En efecto, no bien hubo el confidente manifestado que estaba descubierto el famoso secreto, cuando Luisa, deshecha en llanto, empezó a lamentarse y a dar muestras de un dolor que no le habría hecho mucha gracia al rey si hubiese podido presenciar la escena.
Saint-Aignán, embajador, se lo contó todo al rey con todos su pelos y señales.
––Pero bien––repuso Luis cuando Saint-Aignán se hubo explicado, ––¿qué ha resuelto
Luisa? ¿La veré a lo menos antes de cenar? ¿Vendrá o será menester que yo vaya a su
cuarto?
––Me parece, Sire, que si deseáis verla, no solamente deberéis dar los primeros pasos,
mas también recorrer todo el camino.
––¡Nada para mí! ¡Ah! ¡muy hondas raíces tiene echadas en su corazón ese Bragelonne! ––dijo el soberano.
––No puede ser eso que decís, Sire, porque ––Sí, Sire, pero...
––¿Qué? ––interrumpió con impaciencia el monarca.
––Pero advirtiéndome que, de no hacerlo yo, lo arrestaría vuestro capitán de guardias.
––¿No os dejaba en buen lugar desde el instante en que no os obligaba?
––Sí a mí, Sire, pero no a mi amigo.
––¿Por qué no?
––Es más claro que la luz, porque fuese arrestado por mí o por el capitán de guardias,
para mi amigo el resultado era el mismo.
––¿Y esa es vuestra devoción, señor de D'Artagnan? ¿una devoción que razona y escoge? Vos no sois soldado. ––Espero que Vuestra Majestad me diga qué, soy.
––¡Un frondista!
––En tal caso desde que se acabó la Fronda, Sire...
––¡Ah! Si lo que decís es cierto...
––Siempre es cierto lo que digo. Sire.
––¿A qué habéis venido? Vamos a ver.
––A deciros que el señor conde de La Fere está en la Bastilla.
––No por vuestro gusto, a fe mía.
––Es verdad, Sire: pero está allí, y pues allí está, importa que Vuestra Majestad lo sepa.
––¡Señor de D'Artagnan ¡estáis provocando a vuestro rey!
––Sire...
––¡Señor de D'Artagnan! ¡estáis abusando de mi paciencia!
––Al contrario, Sire.
––¡Cómo! ¿al contrario decís?
––Sí, Sire: porque he venido para hacer que también me arresten a mí.
––¡Para que os arresten a vos!
––Está claro. Mi amigo va a aburrirse en la Bastilla; por lo tanto, suplico a Vuestra Majestad me dé licencia para ir a hacerle compañía. Basta que Vuestra Majestad pronuncie
una palabra para que yo me arreste a mí mismo; yo os respondo de que para eso no tendré
necesidad del capitán de guardias. El rey se abalanzó a su bufete y tomó la pluma para
dar la orden de aprisionar a D'Artagnan,
––¡No olvidéis que es para toda la vida! ––exclamó el rey con acento de amenaza.
––Ya lo supongo ––repuso el mosquetero; ––porque una vez hayáis cometido ese abuso, nunca jamás os atreveréis a mirarme cara a cara,
––¡Marchaos! ––gritó el monarca, arrojando con violencia la pluma.
––No, si os place, Sire.
––¡Cómo que no!
––He venido para hablar persuasivamente con el rey, y es triste que el rey se haya dejado llevar de la cólera; pero no por eso dejaré de decir a Vuestra Majestad lo que tengo
que decirle.
––¡Vuestra dimisión! ¡vuestra dimisión! ––gritó el soberano.
––Sire ––replicó D'Artagnan, ––ya sabéis que no estoy apegado a mi empleo; en Blois
os ofrecí mi dimisión 01 día en que negasteis al rey Carlos el millón que le regaló mi
amigo el conde La Fere. '––Pues venga inmediatamente.
––No Sire, porque no es mi dimisión lo que ahora estamos ventilando. ¿No ha tomado
Vuestra Majestad la pluma para enviarme a la Bastilla? ¿Por qué, pues, muda de consejo
Vuestra Majestad?
––¡D'Artagnan! ¡gascón testarudo! ¿quién es el rey aquí? ¿vos o yo?
––Vos, Sire, por desgracia.
––¡Por desgracia!
––Sí, Sire, porque de ser yo el rey...
––Aplaudiríais la rebelión del señor de D'Artagnan, ¿no es así?
––¡No había de aplaudirla!
––¿De veras? ––dijo Luis XIV encogiendo los hombros.
––Y ––continuó D'Artagnan, ––diría a mi capitán de mosqueteros, mirándole con ojos
humanos y no con esas ascuas: “Señor de D'Artagnan, he olvidado que soy el rey: he bajado de mi trono para ultrajar a un caballero”.
––¿Y vos estimáis que es excusar a vuestro amigo el sobrepujarlo en insolencia? ––
prorrumpió Luis.
––¡Ah! Sire ––dijo D'Artagnan, ––yo no me quedaré en los términos que él, y vuestra
será la culpa. Yo voy a deciros lo que él, el hombre delicado por excelencia, no os ha dicho; yo os diré: Sire, habéis sacrificado a su hijo, y él defendía a su hijo; lo habéis sacrificado a él, siendo así que os hablaba en nombre de la religión y la virtud, y lo habéis apartado, aprisionado. Yo seré más inflexible que él, Sire, y os diré: Sire, elegid. ¿Queréis
amigos o lacayos? ¿soldados o danzantes de reverencias? ¿grandes hombres o muñecos?
¿queréis que os sirvan o que ante vos se dobleguen? ¿que os amen o que os teman? Si
preferís la bajeza, la intriga, la cobardía, decidlo, Sire; nosotros, los únicos restos, qué
digo, los únicos modelos de la valentía pasada, nos retiraremos, después de haber servido
y quizá sobrepujado en valor y mérito a hombres ya resplandecientes en el cielo de la
posteridad. Elegid, Sire, y pronto. Los contados grandes señores que os quedan, guardadlos bajo llave; nunca os faltarán cortesanos. Apresuraos, Sire, y enviadme a la Bastilla
con mi amigo; porque si no habéis escuchado al conde de La Fere, es decir la voz más
suave y más noble del honor, ni escucháis a D'Artagnan, esto es, la voz más franca y ruda
de la sinceridad, sois un mal rey, y mañana seréis un rey irresoluto; y a los reyes malos se
les aborrece, y a los reyes irresolutos se les echa. He ahí lo que tenía que deciros, Sire:
muy mal habéis hecho al llevarme hasta ese extremo. Luis XIV se dejó caer frío y pálido
en su sillón; era evidente que un rayo que le hubiese caído a los dos no le habría causado
más profundo asombro: no parecía sino que iba a expirar. Aquella ruda voz de la sinceridad, como la llamó D'Artagnan, le entró en el corazón cual la hoja de un puñal.
D'Artagnan había dicho cuanto tenía que decir, y haciéndose cargo de la cólera del rey,
desenvainó lentamente, se acercó con el mayor respeto a Luis XIV, y dejó sobre el bufete
su espada, que casi al mismo instante rodó por el suelo impelida por un ademán de furia
del rey, hasta los pies de D'Artagnan.
Por mucho que fuese el dominio que sobre él tenía, el mosquetero palideció a su vez, y
temblando de indignación, exclamó: ––Un rey puede retirar su favor a un soldado, desterrarlo, condenarlo a muerte; pero aunque fuese cien veces rey, no tiene derecho a insultarlo deshonrando su espada. Sire, nunca en Francia ha habido rey alguno que haya repelido
con desprecio la espada de un hombre como yo. Está espada mancillada ya no tiene otra
vaina que mi corazón o el vuestro, y dad gracias a Dios y a mi paciencia de que escoja el
mío. Y abalanzándose a su espada, añadió: Sire, caiga mi sangre sobre vuestra cabeza.
Y apoyando en el suelo la empuñadura de su espada, D'Artagnan se precipitó con rapidez sobre la punta, dirigida contra su pecho. El rey hizo un movimiento todavía más veloz que el de D'Artagnan, rodeó el cuello de éste con el brazo derecho, y tomando con la
mano izquierda la espada por la mitad de la hoja, la envainó silenciosamente, sin que el
mosquetero, envarado, pálido y todavía tembloroso, le ayudase para nada.
Entonces, Luis XIV, enternecido, se sentó de nuevo en el bufete, tomó la pluma, trazó
algunas líneas, echó su firma al pie de ellas, y tendió la mano al capitán.
––¿Qué es ese papel, Sire? ––preguntó el mosquetero.
––La orden al señor de D'Artagnan de que inmediatamente ponga en libertad al señor
conde de La Fere.
D'Artagnan asió la mano del rey y se la besó; luego dobló la orden, la metió en su pechera y salió, sin que él ni su majestad hubiesen articulado palabra.
––¡Oh corazón humano! ¡norte de los reyes! ––murmuró Luis cuando estuvo solo. ––
¿Cuándo leeré en tus senos como en un libro abierto? No, yo no soy un rey malo ni irresoluto, pero todavía soy un niño.
UN NEGOCIO ARREGLADO POR M. DE D'ARTAGNAN
D'Artagnan había prometido a Baisemeaux estar de vuelta a los postres, y cumplió su
palabra.
Athos y Aramis se habían mostrado tan cautos, que ninguno de los dos pudo leer en el
pensamiento del otro. Cenaron, hablaron largo y tendido de la Bastilla, del último viaje a
Fontainebleau y de la próxima fiesta que Fouquet debía dar en Vaux.
D'Artagnan llegó en lo más recio de la conversación, todavía pálido y conmovido de la
suya con el rey.
Athos y Aramis notaron la emoción de D'Artagnan; pero Baisemeaux solamente vio al
capitán de los mosqueteros del rey, y se apresuró a agasajarlo porque, para el gobernador,
el codearse con el rey implicaba un derecho a todas sus atenciones.
Con todo aunque Aramis notó la emoción de D'Artagnan, no pudo calar la causa de
ella. Solamente a Athos le pareció haberla profundizado. Para éste el regreso de D'Artagnan y sobre todo el trastorno del hombre impasible, significaba que su amigo había pedido algo al rey, pero en vano Athos, pues, plenamente convencido de estar en lo firme, se
levantó de la mesa, y con faz risueña hizo una seña a D'Artagnan, como para recordarle
que tenía otra cosa que hacer que no cenar juntos.
D'Artagnan comprendió y correspondió con otra seña, mientras Aramis y Baisemeaux,
al presenciar aquel mudo diálogo, se interrogaban mutuamente con la mirada.
Athos pensó que le tocaba explicar lo que pasaba, y dijo sonriéndose con dulzura: ––La
verdad es, amigos míos, que vos, Aramis, acabáis de cenar con un reo de Estado y vos,
señor de Baisemeaux, con uno de vuestros presos.
Baisemeaux lanzó una exclamación de sorpresa y casi de alegría; tal era el amor propio
que de su fortaleza, de su Bastilla, tenía el buen sujeto.
––¡Ah! mi querido Athos ––repuso Aramis poniendo una cara apropiada a las circunstancias, ––casi me he temido lo que decís. Alguna indiscreción de Raúl o de La Valiére,
¿no es verdad? Y vos, como gran señor que sois, olvidando que ya no hay sino cortesanos, os habéis visto con el rey y le habéis dicho cuántas son cinco.
––Adivinado, amigo mío.
––De manera ––dijo Baisemeaux, no teniéndolas todas consigo por haber cenado tan
familiarmente con un hombre que había perdido el favor de Su Majestad; ––de manera
que, señor conde...
––De manera, mi querido señor gobernador ––repuso Athos, ––que el señor de D'Artagnan va a entregaros ese papel que asoma por su coleto, y que, de fijo, es mi auto de
prisión.
Baisemeaux tendió la mano con agilidad.
En efecto, D'Artagnan sacó dos papeles de su pechera y entregó uno al gobernador. Este lo desdobló y lo leyó a media voz, mirando al mismo tiempo y por encima de él a Athos e interrumpiéndose a cada punto.
––“Ordeno y mando que encierren en mi fortaleza de la Bastilla.” Muy bien... “En mi
fortaleza, de la Bastilla... al señor conde de La Fer”. ¡Ah! caballero, ¡qué dolorosa honra
para mí el teneros bajo mi guardia!
––No podíais hallar un preso más paciente ––contestó Athos con voz suave y tranquila.
––Preso que no permanecerá mucho tiempo aquí ––exclamó D'Artagnan exhibiendo el
segundo auto, ––porque ahora, señor de Baisemeaux, os toca copiar este otro papel y poner inmediatamente en libertad al conde.
––¡Ah! me ahorráis trabajo, D'Artagnan ––dijo Aramis estrechando de un modo significativo la mano del mosquetero y la de Athos.
––¡Cómo! ––exclamó con admiración éste último, ––¿el rey me da la libertad?
––Leed, mi querido amigo ––dijo D'Artagnan.
––Es verdad ––repuso el conde después de haber leído el documento.
––¿Os duele? ––preguntó el gascón.
––No, lo contrario. No deseo ningún mal al rey, y el peor mal que uno puede desear a
los reyes, es que cometan una injusticia. Pero habéis sufrido un disgusto, no lo neguéis.
––¿Yo? ––dijo el mosquetero riéndose, ––ni por asomo. El hace cuanto quiero.
Aramis miró a D'Artagnan y vio que mentía, pero Baisemeaux no miró más que al
hombre, y se quedó pasmado, mudo de admiración ante aquel que conseguía del rey lo
que se le antojaba.
––¿Destierra a Athos Su Majestad? ––preguntó Aramis.
––No; sobre el particular el rey no ha dicho una palabra ––repuso D'Artagnan; ––pero
tengo para mí que lo mejor que puede hacer el conde, a no ser que se empeñe en dar las
gracias a Su Majestad...
––No ––respondió Athos.
––Pues bien, lo mejor que, en mi concepto, puede hacer el conde ––continuó D'Artagnan, ––es retirarse a su castillo. Por lo demás, mi querido Athos, hablad, pedid; si preferís
una residencia a otra me comprometo a dejar cumplidos vuestros deseos.
––No, gracias ––contestó Athos; ––lo más agradable para mí es tomar a mi soledad a la
sombra de los árboles, a orillas del Loira. Si Dios es el médico supremo de los males del
alma, la naturaleza es el remedio soberano. ¿Conque estoy libre, caballero? ––añadió Athos volviéndose hacia el señor de Baisemeaux.
––Sí, señor conde, a lo menos así lo creo y espero ––añadió el gobernador volviendo y
revolviendo los dos papeles; ––a no ser, sin embargo, que el señor de D'Artagnan traiga
otro auto.
––No, mi buen Baisemeaux ––dijo el mosquetero, ––hay que atenernos al segundo y no
pasar por ahí.
––¡Ah! señor conde ––dijo el gobernador dirigiéndose a Athos, ––no sabéis lo que––
perdéis. Os hubiera puesto a treinta libras como los generales; ¡qué digo! a cincuenta,
como los príncipes, y habríais cenado todas las noches como habéis cenado ahora.
––Dejad que prefiera mi medianía, caballero ––replicó Athos. Y volviéndose hacia
D'Artagnan, dijo: ––Vámonos, amigo mío,.
––Vámonos ––repuso D'Artagnan.
––¿Me cabría la inefable dicha de teneros por compañero de viaje, amigo mío? ––
preguntó Athos al mosquetero.
––Tan sólo hasta la puerta ––respondió el gascón; ––después de lo cual os diré lo que
he dicho al rey, esto es, que estoy de servicio.
Y vos, mi querido Aramis ––preguntó al conde sonriéndose, ––me acompañáis? La Fere está en el camino de Vannes.
––No, amigo mío ––respondió el prelado; ––esta noche tengo una cita en París, y no
puedo alejarme sin que se resientan graves intereses.
––Entonces, ––dijo Athos, ––dejad que os abrace y me vaya. Señor de Baisemeaux,
gracias por vuestra buena voluntad, y, sobre todo, por la muestra que de lo que se come
en la Bastilla me habéis dado.
Athos abrazó a Aramis y estrechó la mano del gobernador, que le desearon el más feliz
viaje, y salió con D'Artagnan.
Mientras en la Bastilla tenía su desenlace la escena iniciada en palacio, digamos lo que
pasaba en casa de Athos y en la de Bragelonne.
Como hemos visto, Grimaud acompañó a su amo a París, asistió a la salida de Athos,
vio cómo D'Artagnan se mordía los bigotes, y cómo su amo subía a la carroza, después
de haber interrogado la fisonomía de los dos amigos, a quienes conocía de fecha bastante
larga para haber comprendido al través de la máscara de su impasibilidad, que pasaba algo gravísimo.
Grimaud recordó la singular manera con que su amo le dijera adiós, la turbación, imperceptible para cualquiera otro, de aquel hombre de tan claro entendimiento y de voluntad tan inquebrantable. Grimaud sabía que Athos no se había llevado más que la ropa
puesta, y, sin embargo, le pareció que Athos no partía por una hora, ni por un día.
––Comprendo el enigma ––dijo Grimaud. ––La muchacha ha hecho de las suyas. Lo
que dicen de ella y del rey es verdad. Mi joven amo ha sido engañado. ¡Ah! ¡Dios mío! El
señor conde ha ido a ver al rey y le ha dicho de una hasta ciento, y luego el rey ha enviado al señor de D'Artagnan para que arreglara el asunto... ¡el conde ha regresado sin espada!
Semejante descubrimiento hizo subir el sudor a la frente del honrado Grimaud; el cual,
dejándose de más conjetura, se puso el sombrero y se fue volando a casa de Raúl.
EN DONDE PORTHOS SE CONVENCE SIN HABER COMPRENDIDO
El digno Porthos, fiel a las leyes de la caballería antigua, se decidió a aguardar a SaintAignán hasta la puesta del sol. Y como Saint-Aignán no debía comparecer y Raúl se había olvidado de avisar a su padrino, y la centinela empezaba a ser más larga y penosa,
Porthos se hizo servir por el guarda de una puerta algunas botellas de buen vino y carne,
para tener a lo menos la distracción de hacer saltar de tiempo en tiempo un corcho y tirar
un bocado. Y había llegado a las últimas migajas, cuando Raúl y Grimaud llegaron a escape.
Al ver venir por el camino real a aquellos dos jinetes, Porthos creyó que eran SaintAignán y su padrino. Pero en vez de SaintAignán, sólo vio a Raúl, el cual se le acercó
haciendo desesperados gestos y exclamando:
––¡Ah! ¡mi querido amigo! perdonadme, ¡qué infeliz soy!
––¡Raúl! ––dijo Porthos.
––¿Estáis enojado contra mí? ––repuso el vizconde abrazando a Porthos.
––¿Yo? ¿por qué?
––Por haberos olvidado de ese modo. Pero ¡ay! tengo trastornado el juicio.
––¡Bah!
––¡Si supieseis, amigo mío!
––¿Lo habéis matado?
––¿A quién?
––A Saint-Aignán.
––¡Ay! no me refiero a Saint-Aignán.
––¿Qué más ocurre?
––Que en la hora es probable que el señor conde de La Fere esté arrestado.
––¡Arrestado! ¿por qué? ––exclamó Porthos haciendo un ademán capaz de derribar una
pared.
––Por D'Artagnan.
––No puede ser ––dijo el coloso.
––Sin embargo, es la pura verdad ––replicó el vizconde.
Porthos se volvió hacia Grimaud como quien necesita una segunda afirmación, y vio
que el fiel criado de Athos le hacía una señal con la cabeza.
––¿Y adónde lo han llevado? ––preguntó Porthos.
––Probablemente la Bastilla.
––¿Qué os lo hace creer?
––Por el camino hemos interrogado a algunos transeúntes que han visto pasar la carroza, a otros que la han visto entrar en la Bastilla.
––¡Oh! ¡oh! ––repuso Porthos adelantándose dos pasos.
––¿Qué decís? ––preguntó Raúl.
––¿Yo? nada: pero no quiero que Athos se quede en la Bastilla.
––¿Sabéis que han arrestado al conde por orden del rey? ––dijo el vizconde acercándose a su amigo.
Porthos miró a Bragelonne como diciéndole: “¿Y a mí qué?” Mudo lenguaje que le pareció tan elocuente a Raúl, volvió a subirse a caballo, mientras el coloso hacía lo mismo
con ayuda de Grimaud.
––Tracemos un plan ––dijo el vizconde.
––Esto es ––repuso Porthos, ––tracemos un plan. ––Y al ver que Raúl lanzaba un suspiro y se detenía repentinamente, añadió: ––¡Qué! ¿desmayáis?
––No, lo que me ataja es la impotencia. ¿Por ventura los tres podemos apoderarnos de
la Bastilla?
––Sí D'Artagnan estuviese allí, no digo que no ––repuso Porthos.
Raúl quedó mudo de admiración ante aquella confianza heroica de puro candorosa.
¿Conque en realidad vivían aquellos nombres célebres que en número de tres o cuatro
embestían contra un ejército o atacaban una fortaleza?
––Acabáis de inspirarme una idea, señor de Vallón ––dijo el vizconde, ––es necesario
de toda necesidad que veamos al señor de D'Artagnan.
––Sin duda.
––Debe de haber conducido ya a mi padre a la Bastilla y, por consiguiente, estar de regreso en su casa.
––Primeramente informémonos en la Bastilla ––dijo Grimaud, que hablaba poco, pero
bien.
Los tres llegaron ante la fortaleza a tiempo que Grimaud pudo divisar cómo doblaba la
gran puerta del puente levadizo la carroza que conducía a D'Artagnan de regreso de palacio.
En vano Raúl espoleó su cabalgadura para alcanzar la carroza y ver quién iba dentro.
Aquella ya se había detenido allende la puerta grande, que volvió a cerrarse, mientras un
guardia francés de centinela daba con el mosquete en el hocico del caballo del vizconde,
el cual volvió grupas, satisfecho de saber a qué atenerse respecto de la presencia de aquella carroza que encerrara a su padre.
Ya lo hemos atrapado ––dijo Grimaud.
––Como estamos seguros de que va a salir, aguardemos, ¿no es verdad, señor de
Vallón? ––dijo Bragelonne.
––A no ser también que D'Artagnan esté preso ––replicó Porthos; ––en cuyo caso todo
está perdido.
Raúl, que conoció que todo era admisible, nada respondió a las palabras de Porthos; lo
único que hizo fue encargar a Grimaud que, para no dar sospechas condujese los caballos
a la callejuela de Juan Beausire, mientras él con su penetrante mirada atisbaba la salida de
D'Artagnan o de la Carroza.
Fue lo mejor, pues apenas transcurridos veinte minutos, volvieron a abrir la puerta y
apareció de nuevo la carroza. ¿Quiénes iban en ella? Raúl no pudo verlo por habérselo
privadd un deslumbramiento, pero Grimaud afirmó haber visto a dos personas, una de las
cuales era su amo.
Porthos miró a Bragelonne y al lacayo para adivinar qué pensaban.
––Es cierto ––dijo Grimaud, ––que si el señor conde está en la carroza, es porque lo
han puesto en libertad, o lo trasladan a otra prisión.
––El camino que emprenden nos lo dirá––repuso Porthos.
––Si lo han puesto en libertad ––continuó Grimaud, ––lo conducirán a su casa.
––Es verdad ––dijo el gigante.
––Pues la carroza no toma tal dirección ––exclamó el vizconde. En efecto, los caballos
acababan de internarse en el arrabal de San Antonio.
––Corramos ––dijo Porthos ––ataquemos la carroza una vez en la carretera, y digamos
a Athos que se ponga a salvo.
––A eso llaman rebelión, ––murmuró el vizconde.
Porthos lanzó a su joven amigo una segunda mirada digna hermana de la primera, a la
cual respondió el vizconde arreando a su cabalgadura.
Poco después los jinetes dieron alcance a la carroza. D'Artagnan, que siempre tenía
despiertos los sentidos, oyó el trote de los corceles en el momento en que Raúl decía a
Porthos que se adelantasen a la carroza para ver quién era la persona a la cual acompañaba D'Artagnan.
Porthos obedeció, pero como las cortinillas estaban corridas, nada pudo ver.
La rabia y la impaciencia dominaban a Bragelonne, que al notar el misterio de que se
rodeaban los compañeros de Athos, resolvió atropellar por todo.
D'Artagnan por su parte, conoció a Porthos y a Raúl, y comunicó a Athos el resultado
de su observación.
Athos y D'Artagnan se proponían ver si Raúl y Porthos llevarían las cosas al último extremo.
Y así fue. Bragelonne empuñó una pistola, se abalanzó al primer caballo de la carroza,
e intimó al cochero que parase, Porthos dio un golpe y lo quitó de su sitio, y Grimaud se
asió a la portezuela.
––¡Señor conde! ¡señor conde! ––exclamó Bragelonne abriendo los brazos.
––¿Sois vos, Raúl? ––dijo Athos ebrio de alegría.
––¡No está mal! ––repuso D'Artagnan echándose a reír.
Y los dos abrazaron a Porthos y a Bragelonne, que se habían apoderado de ellos.
––¡Mi buen Porthos! ¡mi excelente amigo! ––exclamó el conde de La Fere; ––¡siempre
el mismo!
––Todavía tiene veinte años ––dijo D'Artagnan. ––¡Bravo, Porthos!
––¡Diantre! ––repuso el barón un tanto cortado, ––hemos creído que os habían preso.
––Ya lo veis ––replicó Athos, ––todo se reducía a un paseo en la carroza del señor de
D'Artagnan.
––Os seguimos desde la Bastilla ––replicó el vizconde con voz de duda y de reconvención.
––Adonde hemos ido a cenar con el buen Baisemeaux ––dijo el mosquetero.
––Allí hemos visto a Aramis.
––¿En la Bastilla?
––Ha cenado con nosotros.
––¡Ah! ––exclamó Porthos respirando.
––Y nos ha dado mil curiosos recuerdos para vos.
––Gracias.
––¿Adónde va el señor conde? ––preguntó Grimaud, as quien su amo recompensara ya
con una sonrisa.
––A Blois, a mi casa.
––¿Así en derechura?
––Desde luego.
––¿Sin equipaje?
––Ya se habría encargado Raúl de enviármelo o llevármelo al volver a mi casa, si es
que a ella vuelve.
––Si ya no lo detiene en París asunto alguno, hará bien en acompañarnos, Athos ––dijo
D'Artagnan acompañando sus palabras de una mirada firme y cortante como una cuchilla
y dolorosa como ella, pues volvió a abrir las heridas del desventurado joven.
––Nada me detiene en París––repuso Bragelonne.
––Pues partamos ––exclamó Athos inmediatamente.
––¿Y el señor de D'Artagnan?
––Sólo acompañaba a Athos hasta aquí; me vuelvo a París con Porthos.
––Corriente ––dijo éste.
Acercaos, hijo mío ––añadió el conde ciñendo suavementay con su brazo el cuello de
Raúl para atraerlo a la carroza, y dándole un nuevo beso. Y volviéndose hacia Grimaud,
prosiguió ––Oye, te vuelves a París con tu caballo y el del señor de Vallón; Raúl y yo subimos a caballo aquí, y dejamos la carroza a esos dos caballeros para que tornen a la ciudad. Una vez en mi casa, reúne mis ropas y mis cartas, y envíamelas a Blois.
––Señor conde ––dijo Raúl, que ardía en deseos de hacer hablar a su padre, ––ved que
si volvéis a París no hallaréis en vuestra casa ropa blanca ni cuanto es necesario, y eso os
será por demás incómodo.
––Creo que tardaré mucho tiempo en volver, Raúl. Nuestra última estancia en París no
me alienta a volver.
Raúl bajó la cabeza y no habló más.
Athos se bajó de la carroza y montó el caballo de Porthos.
Después de mil abrazos y apretones de manos, y de reiteradas protestas de amistad imperecedera, y de haber Porthos prometido pasar un mes en casa de Athos tan pronto se lo
permitieran sus ocupaciones, y Atagnan ofrecido aprovechar su primera licencia, este
último abrazó a Raúl por la postrera vez, y le dijo:
––Hijo mío, te escribiré.
¡Qué no significaban estas palabras de D'Artagnan, que nunca escribía! A ellas, el vizconde se sintió enternecido, y, no pudiendo refrenar las lágrimas, se soltó de las manos
del mosquetero y partió.
D'Artagnan, subió a su carroza, en la cual ya se había instalado Porthos.
––¡Qué día, mi buen amigo! ––exclamó el gascón.
––Ya podéis decirlo ––replicó Porthos.
––Debéis estar quebrantado.
––No mucho. Sin embargo, me acostaré temprano, a fin de estar mañana en buenas disposición.
––¿Para qué?
––Para dar fin a lo que he empezado.
––Me dais calambres, amigo mío. ¿Qué diablos habéis empezado que no esté concluido?
––¡Hombre! como Rául no se ha batido, fuerza es que yo me bata.
––¿Con quién? ¿con el rey?
––¡Como con el rey! ––exclamó Porthos, en el colmo de la estupefacción.
––Con el rey he dicho.
––¡Ca, hombre! con quien voy a batirme yo es con Saint-Aignán, lo hacéis contra el
rey.
––¿Estáis seguro de lo que afirmáis? ––repuso Porthos abriendo desmesuradamente los
ojos.
––¡No he de estarlo!
––¿Pues cómo se arregla eso?
––Ante todo veamos de cenar bien, y os îío que la mesa del capitán de mosqueteros es
agradable. A ella veréis sentado al gentil Saint-Aignán, y beberéis a su salud.
––¿Yo? ––exclamó con horror el coloso.
––¡Cómo! ¿os negáis a beber a la salud del rey?
––Pero ¿quién diablos os habla del rey? Os hablo de SaintAignán.
––Es lo mismo ––replicó D'Artagnan.
––Así es distinto ––repuso Porthos vencido.
––Me habéis comprendido, ¿no es verdad?
––No ––respondió Porthos, ––pero lo mismo da.
––Decís bien, lo mismo da ––dijo D'Artagnan: ––vámonos a cenar.
LA SOCIEDAD DE BAISEMEAUX
No ha olvidado el lector que D'Artagnan y el conde de La Fere, al salir de la Bastilla,
dejaron en ella y a solas a Aramis y a Baisemeaux.
Baisemeaux tenía por verdad inconcusa que el vino de la Bastilla era excelente, era capaz de hacer hablar a un hombre de bien: pero no conocía a Aramis, el cual conocía como
a sí mismo al gobernador, y contaba hacerle hablar por el sistema que este último tenía
por eficaz.
Si no en apariencia, la conversación decaía, pues Baisemeaux hablaba únicamente de la
singular prisión de Athos, seguida inmediatamente la orden de remisión.
Aramis no era hombre para molestarse por cosa alguna, y ni siquiera había dicho aun a
Baisemeaux por qué estaba allí.
Así es que el prelado le interrumpió de improviso exclamando:
––Decidme, mi buen señor de Baisemeaux, ¿no tenéis en la Bastilla más distracciones
que aquellas a que he asistido las dos o tres veces que os he visitado?
El apóstrofe era tan inesperado, que el gobernador quedó aturdido.
––¿Distracciones? ––dijo Baisemeaux. ––Continuamente las tengo, monseñor.
––¿Qué clase de distracciones son esas?
––De toda especie.
––¿Visitas?
––No, monseñor; las visitas no son comunes en la Bastilla.
––¡Ah! ¿son raras las visitas?
––Rarísimas.
––¿Aun de parte de vuestra sociedad?
––¿A qué llamáis vos mi sociedad? ¿a mis presos?
––No, entiendo por vuestra sociedad la de que vos formáis parte.
––En la actualidad es muy reducida para mí ––contestó el gobernador después de haber
mirado fijamente a Aramis, y como si no hubiera sido imposible lo que por un instante
había supuesto. ––Si queréis que os hable con franqueza, señor de Herblay, por lo común,
la estancia en la Bastilla es triste y fastidiosa para los hombres de mundo. En cuanto a las
damas, apenas vienen, y aun con terror no logro calmar. ¿Y como no temblarían de los
pies a la cabeza al ver esas tristes torres, y al pensar que están habitadas por desventurados presos que...?
Y a Baisemeaux se le iba trabando la lengua, y calló.
––No me comprendéis, mi buen amigo –– repuso el prelado.
––No me refiero a la sociedad en general, sino a la sociedad a que estáis afiliado.
––¿Afiliado? ––dijo el gobernador, a quien por poco se le cae el vaso de moscatel que
iba a llevarse a los labios.
––Sí ––replicó Aramis con la mayor impasibilidad. ––¿No sois individuo de una sociedad secreta?
––¿Secreta?
––O misteriosa.
––¡Oh! ¡señor de Herblay!...
––No lo neguéis...
––Podéis creer...
––Creo lo que sé.
––Os lo juro...
––Como yo afirmo y vos negáis ––repuso Aramis, ––uno de los dos está en lo cierto.
Pronto averiguaremos quién tiene razón.
––Vamos a ver.
––Bebeos vuestro vaso de moscatel. Pero ¡qué cara ponéis! ––No, monseñor.
––Pues bebed.
Baisemeaux bebió, pero atragantándose.
––Pues bien ––repuso Aramis, ––si no formáis parte de una sociedad secreta, o misteriosa, como querais llamarla, no comprenderéis palabra de cuanto voy a deciros.
––Tenedlo por seguro.
––Muy bien.
––Y si no, probadlo.
––A eso voy. Si, al contrario, pertenecéis a la sociedad a que quiero referirme, vais a
responderme inmediatamente sí o no.
––Preguntad ––repuso Baisemeaux temblando.
––Porque, ––prosiguió con la misma impasibilidad Aramis, ––es evidente que uno no
puede formar parte de una sociedad ni gozar de las ventajas que la sociedad ofrece a los
afiliados, sin que estos estén individualmente sujetos a algunas pequeñas servidumbres.
––En efecto ––tartamudeó Baisemeaux, ––eso se concebiría, si...
––Pues bien, en la sociedad de que os he hablado, y de la cual, por lo que se ve no
formáis parte, existe...
––Sin embargo ––repuso el gobernador, ––yo no quiero decir en absoluto...
––Existe un compromiso contraído por todos los gobernadores y capitanes de fortaleza
afiliados a la orden.
Baisemeaux palideció.
––El compromiso ––continúo Aramis con voz firme, ––helo aquí.
––Veamos...
Aramis dijo, o más bien recitó el párrafo siguiente, con la misma voz que si hubiese
leído un libro:
“Cuando lo reclamen las circunstancias y a petición del preso, el mencionando capitán
o gobernador de fortaleza permitirá la entrada a un confesor afiliado a la orden”.
Daba lástima ver a Baisemeaux; de tal suerte temblaba y tal era su palidez.
––¿No es ese el texto del compromiso? ––prosiguió tranquilamente Herblay.
––Monseñor...
––Parece que empieza a aclararse vuestra mente.
––Monseñor ––dijo Baisemeaux, ––no os burléis de la pobreza de mi inteligencia; yo
ya sé que en lucha con la vuestra, la mía nada vale si os proponéis arrancarme los secretos de mi administración.
––Desengañaos, señor de Baisemeaux; no tiro a los secretos de vuestra administración,
sino a los de vuestra conciencia.
––Concedo que sean de mi conciencia, señor de Herblay; pero tened en cuenta mi situación.
––No es común si estáis afiliado a esa sociedad ––prosiguió el inflexible Herblay; ––
pero si estáis libre de todo compromiso, si no tenéis que responder más que al rey, no
puede ser más natural.
––Pues bien, señor de Herblay, no obedezco más que al rey, porque ¿a quién sino al rey
debe obedecer un caballero francés?
––Grato, muy grato es para un prelado de Francia ––repuso Aramis con voz suavísima,
––oír expresarse con tanta lealtad a un hombre de vuestro valer.
––¿Habéis dudado de mí, monseñor?
––¿Yo? No.
––¿Luego no dudáis?
––¿Cómo queréis que dude que un hombre como vos no sirva fielmente a los señores
que se ha dado voluntariamente a sí mismo?
––¡Los señores! ––exclamó Baisemeaux.
––Los señores he dicho.
––¿Verdad que continuáis chanceándoos, señor de Herblay?
––Tener muchos señores en vez de uno, hace más difícil la situación, lo concibo; pero
no soy yo la causa del apuro en que os halláis, sino vos, mi buen amigo.
––Realmente no sois vos el causante ––repuso el gobernador en el colmo de la turbación. ––Pero ¿qué hacéis? ¿Os marcháis?
––Sí.
––¡Qué raro os mostráis para conmigo, monseñor!
––No por mi fe.
––Pues quedaos.
––No puedo.
––¿Por qué?
––Porque ya nada tengo que hacer aquí y me llaman a otra parte.
––¿Tan tarde?
––Tan tarde.
––Pensad que en la casa de la cual he venido, me han dicho: “Cuando lo reclamen las
circunstancias y a petición del preso, el mencionado capitán o gobernador de fortaleza
permitirá la entrada a un confesor afiliado la orden. He venido, me he explicado, no me
habéis comprendido, y me vuelvo para decir a los que me han enviado que se han engañado y que me envíen a otra parte.
––¡Cómo! ¿vos sois...? ––exclamó Baisemeaux mirando a Aramis casi con espanto.
––El confesor afiliado a la orden ––respondió Aramis sin modificar la voz.
Mas por muy suavemente que Herblay hubiese vertido sus palabras, produjeron en el
infeliz gobernador el efecto del rayo. Baisemeaux se puso amoratado.
––¡El confesor! ––murmuró Baisemeaux; ––¿vos el confesor de la orden, monseñor?
––Sí; pero como no estáis afiliado, nada tenemos que ventilar los dos.
––Monseñor...
––¡Ah!
––Ni que me niegue a obedecer.
––Pues lo que acaba de pasar se parece a la desobediencia.
––No, monseñor; he querido cerciorarme...
––¿De qué? ––dijo Aramis con ademán de soberano desdén.
––De nada, monseñor; de nada ––dijo Baisemeaux bajando la voz y humillándose ante
el prelado. ––En todo tiempo y en todo lugar estoy a la disposición de mis señores, pero...
––Muy bien; prefiero veros así ––repuso Herblay sentándose otra vez y tendiendo su
vaso al gobernador, que no acertó a llenarlo, de tal suerte le temblaba la mano. ––Habéis
dicho “pero”, ––dijo Aramis.
––Pero como no me habían avisado, estaba muy lejos de esperar...
––¿Por ventura no dice el Evangelio: “Velad, porque sólo Dios sabe el momento”?
¿Acaso las prescripciones de la orden no rezan: “Velad, porque lo que yo quiero, vosotros debéis siempre quererlo”? ¿A título de qué, pues, no esperabais la venida del confesor?
––Porque en este momento no hay en la Bastilla preso alguno que esté enfermo.
––¿Qué sabéis vos? ––replicó Herblay encogiendo los hombros.
––Me parece...
––Señor de Baisemeaux ––repuso Aramis arrellanándose en su sillón, ––he ahí vuestro
criado que desea deciros algo.
En efecto, en aquel instante apareció en el umbral del comedor el criado de Baisemeaux.
––¿Qué hay? ––preguntó con viveza el gobernador.
––Señor de Baisemeaux ––respondió el criado, ––os traigo el boletín del médico de la
casa.
––Haced que entre el mensajero ––dijo Aramis fijando en el gobernador sus límpidos y
serenos ojos.
El mensajero entró, saludó y entregó el boletín.
––¡Cómo! ¡el segundo Bertaudiere está enfermo! ––exclamó con sorpresa el gobernador después de haber leído el boletín y levantado la cabeza.
––¿No decíais que vuestros presos gozaban todos de salud inmejorable? ––repuso Aramis con indolencia y bebiéndose un sorbo del moscatel, aunque sin apartar del gobernador la mirada.
––Si mal no recuerdo ––dijo Baisemeaux con temblorosa voz y después de haber despedido con ademán al criado; ––si mal no recuerdo, el párrafo dice: “A petición del preso”.
––Esto es ––respondió Aramis; pero ved qué quieren de vos. En efecto, en aquel instante un sargento asomó la cabeza por la puerta medio entornada.
––¿Qué más hay? ––exclamó el gobernador. ––No me dejarán diez minutos en paz?
––Señor gobernador ––dijo el sargento, ––el enfermo de la segunda Bertaudiere ha encargado a su llavero que os pida un confesor.
En un tris estuvo que Bertaudiere no cayese por tierra.
Aramis desdeñó el sosegarlo, como desdeñara el asustarlo.
––¿Qué respondo? ––prosiguió Baiseméaux.
––Lo que os guste ––dijo Aramis. ––Por ventura soy yo el gobernador de la Bastilla?
––Decid al preso que se proveerá ––exclamó el gobernador volviéndose hacia el sargento y despidiéndole con una seña. Luego añadió: ––¡Ah! monseñor, monseñor, ¿cómo
pude sospechar... prever...?
––¿Quién os decía que sospecharais, ni quien os rogaba que previerais? ––replicó Aramis con desapego. ––La orden no sospecha, sabe y prevé: ¿no basta eso?
––¿Qué ordenáis? ––dijo el gobernador.
––Nada. No soy más que un pobre sacerdote, un simple confesor. ¿Me mandáis que vaya a visitar a vuestro enfermo?
––No os lo mando, monseñor, os lo ruego.
––Acompañadme, pues.
EL PRESO
Después de la singular transformación de Aramis en confesor de la compañía, Baisemeaux dejó de ser el mismo hombre. Hasta entonces Herblay había sido para el gobernador un pre lado a quien debía respeto, un amigo a quien le ligaba la gratitud; pero desde
la revelación que acababa de trastornarle todas las ideas, Aramis fue el jefe, y él un inferior.
Baisemeaux encendió por su propia mano un farol, llamó al carcelero, y se puso al las
órdenes de Aramis.
El cual se limitó a hacer con la cabeza un ademán que quería decir: “Está bien”, y con
la mano una seña que significaba: “Marchad delante”.
Baisemeaux echó a andar, y Aramis le siguió.
La noche estaba estrellada; las pisadas de los tres hombres resonaban en las baldosas de
las azoteas, y el retentín de las llaves que, colgadas del cinto, llevaba el llavero subía hasta los pisos de las torres como para recordar a los presos que no estaba en sus manos recobrar la libertad.
Así llegaron al pie de la Bertaudiere los tres, y, silenciosamente, subieron hasta el segundo piso, Baisemeaux, si bien obedecía, no lo hacía con gran solicitud, ni mucho menos.
Por fin llegaron a la puerta, y el llavero abrió inmediatamente.
––No está escrito que el gobernador oiga la confesión del preso ––dijo Aramis cerrando
el paso al Baisemeaux, en el acto de ir a entrar aquél en el calabozo.
Baisemeaux se inclinó y dejó pasar a Aramis, que tomó el farol de manos del llavero y
entró; luego hizo una seña para que tras él cerraran la puerta.
Herblay permaneció por un instante en pie y con el oído atento, escuchando si Baisemeaux y el llavero se alejaban; luego, cuando estuvo seguro de que aquéllos habían salido de la torre, dejó el farol en la mesa y miró a todas partes.
En una cama de sarga verde, exactamente igual a las demás camas de la Bastilla, aunque más nueva, y bajo amplias y medio corridas colgaduras, descansaba el joven con
quien ya hemos hecho hablar una vez a Herblay.
Según el uso de la prisión, el cautivo estaba sin luz desde el toque de queda, en lo cual
se echa de ver de cuántos miramientos gozaba el preso, pues tenía el privilegio de conservar la vela encendida hasta el momento que va dicho.
Junto a la cama había un sillón de baqueta, y, en él, ropas flamantes; arrimada a la ventana, se veía una mesita sin libros ni recado de escribir, pero cubierta de platos, que en lo
llenos demostraban que el preso había probado apenas su última comida.
Aramis vio, tendido en la cama y en posición supina, al joven, que tenía el rostro escondido en parte por los brazos.
La llegada del visitador no hizo cambiar de postura al preso, que esperaba o dormía.
Aramis encendió la vela con ayuda del farol, apartó con cuidado el sillón y se acercó al
la cama con muestras visibles de interés y de respeto.
––¿Qué quieren de mí? ––preguntó el joven levantando la cabeza.
––¿No habéis pedido un confesor?
––Sí.
––¿Porque estáis enfermo?
––Sí.
––¿De gravedad?
––Gracias ––repuso el joven fijando en Aramis una mirada penetrante. Y tras un instante de silencio, agregó: Ya os he visto otra vez.
Aramis hizo una reverencia. Indudablemente el examen que acababa de hacer al preso,
aquella revelación de su carácter frío, astuto y dominador, impreso en la fisonomía del
obispo de Vannes, era poco tranquilizador en la situación del joven, pues añadió:
––Estoy mejor.
––¿Así pues?... ––preguntó Aramis.
––Siguiendo mejor, me parece que no tengo necesidad de confesarme.
––¿Ni del cilicio de que os habla el billete que habéis encontrado en vuestro pan?
El preso se estremeció.
––¿Ni del sacerdote de la boca del cual debéis oír una revelación importante? ––
prosiguió Aramis.
––En este caso ya es distinto ––dijo el joven dejándose caer nuevamente sobre su almohada.
Aramis miró con más atención al preso y quedó asombrado al ver aquel aire de majestad sencillo y desembarazado que no se adquiere nunca si Dios no lo infunde en la sangre
o en el corazón.
––Sentaos, caballero ––dijo el preso.
––¿Qué tal encontráis la Bastilla? ––preguntó Herblay inclinándose y después de haber
obedecido.
––Muy bien.
––¿Padecéis?
––No.
––¿Deseáis algo?
––Nada
––¿Ni la libertad?
––¿A qué llamáis libertad? ––preguntó el preso con acento de quien se prepara a una
lucha.
––Doy el nombre de libertad a las flores, al aire, a la luz, a las estrellas, a la dicha de ir
adonde os conduzcan vuestras nerviosas piernas de veinte años.
––Mirad ––respondió el joven dejando vagar por sus labios una sonrisa que tanto podía
ser de resignación como de desdén, ––en ese vaso del Japón tengo dos lindísimas rosas,
tomadas en capullo ayer tarde en el jardín del gobernador; esta mañana han abierto en mi
presencia su encendido cáliz, y por cada pliegue de sus hojas han dado salida al tesoro de
su aroma, que ha embalsamado la estancia. Mirad esas dos rosas: son las flores más hermosas ¿Porqué he de desear yo otras flores cuando poseo las más incomparables?
Aramis miró con sorpresa al joven.
––Si las flores son la libertad, ––continuó con voz triste el cautivo, ––gozo de ella, pues
poseo las flores.
––Pero ¿y el aire? ––exclamó Herblay, ––¿el aire tan necesario a la vida?
––Acercaos a la ventana, ––prosiguió el preso; ––está abierta. Entre el cielo y la tierra,
el viento agita sus torbellinos de nieve, de fuego, de tibios vapores o de brisas suaves. El
aire que entra por esa ventana me acaricia el rostro cuando, subido yo a ese sillón, sentado en su respaldo y con el brazo en torno del barrote que me sostiene, me figuro que nado
en el vacío.
––¿Y la luz? ––preguntó Aramis, cuya frente iba nublándose.
––Gozo de otra mejor, ––continuó; el preso; ––gozo del sol, amigo que viene a visitarme todos los días sin permiso del gobernador, sin la compasión del carcelero. Entra por la
ventana, traza en mi cuarto un grande y largo paralelogramo que parte de aquélla y llega
hasta el fleco de las colgaduras de mi cama. Aquel paralelogramo se agranda desde las
diez de la mañana hasta mediodía, y mengua de una a tres, lentamente como si le pesara
apartarse de mí tanto cuanto se apresura en venir a verme. Al desaparecer su último rayo,
he gozado de su presencia cuatro horas. ¿Por ventura no me basta eso? Me han dicho que
hay desventurados que excavan canteras y obreros que trabajan en las minas, que nunca
ven el sol.
Aramis se enjugó la frente.
––Respecto de las estrellas, tan gratas a la mirada, ––continuó el joven, ––aparte el brillo y la magnitud, todas se parecen. Y aun en ese punto salgo favorecido; porque de no
haber encendido vos esa bujía, podíais haber visto lo hermosa estrella que veía yo desde
mi cama antes de llegar vos, y de la cual me acariciaba los ojos la irradiación.
Aramis, envuelto en la amarga oleada de siniestra filosofía que forma la religión del
cautiverio, bajó la cabeza.
––Eso en cuanto a las flores, al aire, a la luz y a las estrellas, ––prosiguió el joven con
la misma tranquilidad. ––Respecto del andar, cuando hace buen tiempo me paseo todo el
día por el jardín del gobernador, por este aposento si llueve, al fresco si hace calor, y si
hace frío, lo hago al amor de la lumbre de mi chimenea. ––Y con expresión no exenta de
amargura, el preso añadió: ––Creedme, caballero, los hombres han hecho por mí cuanto
puede esperar y anhelar un hombre.
––Admito en cuanto a los hombres, ––replicó Aramis levantando la cabeza; ––pero
creo que os olvidáis de Dios.
––En efecto, me he olvidado de Dios, ––repuso con la mayor calma el joven; ––pero
¿por qué me decís eso? ¿A qué hablar de Dios a los cautivos?
Aramis miró de frente a aquel joven extraordinario, que a la resignación del mártir
añadía la sonrisa del ateo, y dijo con acento de reproche.
––¿Por ventura no está Dios presente en todo?
––Al fin de todo, ––arguyó con firmeza el preso.
––Concedido, ––repuso Aramis: ––pero volvamos al punto de partida.
––Eso pido.
––Soy vuestro confesor.
––Ya lo sé.
––Así pues, como penitente mío, debéis decirme la verdad.
––Estoy dispuesto a decírosla.
––Todo preso ha cometido el crimen a consecuencia del cual lo han reducido a prisión.
¿Qué crimen habéis cometido vos?
––Ya me hicisteis la misma pregunta la primera vez que me visteis, ––contestó el preso.
––Y entonces eludisteis la respuesta, como ahora la eludís.
––¿Y por qué opináis que ahora voy a responderos?
––Porque soy vuestro confesor.
––Pues bien, si queréis que os diga qué crimen he cometido, explicadme qué es crimen.
Yo, por mi parte, sé deciros que no acusándome de nada mi conciencia, no soy criminal.
––A veces uno es criminal a los ojos de los grandes de la tierra, no sólo porque ha cometido crímenes, sino también porque sabe que otros los han cometido.
––Comprendo, ––repuso tras un instante de silencio el joven y después de haber escuchado con atención profunda; ––decís bien, caballero; mirado desde ese punto de vista,
podría muy bien ser que yo fuese criminal a los ojos de los magnates. ––¡Ah! ¿conque
sabéis algo? ––preguntó Aramis.
––Nada sé, ––respondió el joven; ––pero en ocasiones medito, y al meditar me digo...
––¿Que?
––Que de continuar en mis meditaciones, una de dos, o me volvía loco, o adivinaría
muchas cosas. ––¿Y qué hacéis? ––preguntó Aramis con impaciencia. ––Paro el vuelo de
mi mente.
––¡Ah!
––Sí, porque se me turba la cabeza, me entristezco, me invade el tedio, y deseo...
––¿Qué?
––No lo sé, porque no quiero que me asalte el deseo de cosas que no poseo, cuando estoy tan contento con lo que tengo.
––¿Teméis la muerte? ––preguntó Herblay con inquietud.
––Sí, ––respondió el preso sonriéndose.
––Pues si teméis la muerte, ––repuso Aramis estremeciéndose ante la fría sonrisa de su
interlocutor, ––es señal de que sabéis más de lo que no queréis dar a entender.
¿Por qué soy yo quien ahora hablo, y vos quien se calla, ––replicó el cautivo, ––cuando
habéis hecho que os llamara a mi lado, y habéis entrado prometiéndome hacerme tantas
revelaciones? Ya que los dos estamos cubiertos con una máscara, o continuamos ambos
con ella puesta, o arrojémosla los dos a un tiempo.
––Vamos a ver, ¿sois ambicioso?
––¿Qué es ambición? ––preguntó el joven.
––Un sentimiento que impele al hombre a desear más de lo que posee.
––Ya os he manifestado que estoy contento, pero quizás me engaño. Ignoro qué es ambición, pero está en lo posible que la tenga. Explicaos, ilustradme.
––Ambicioso es aquel que codicia más que lo que le proporciona su estado.
––Eso no va conmigo, ––dijo el preso con firmeza que hizo estremecer nuevamente al
obispo de Vannes.
Aramis se calló; pero al ver las inflamadas pupilas, la arrugada frente y la reflexiva actitud del cautivo, conocíase que éste esperaba algo más que el silencio.
––La primera vez que os vi, ––dijo Herblay hablando por fin, ––mentisteis.
––¡Que yo mentí! ––exclamó el preso incorporándose, y con voz tal y tan encendidos
ojos, que Aramis retrocedió a su pesar.
––Quiero decir, ––prosiguió Aramis, ––que me ocultasteis lo que de vuestra infancia
sabíais.
Cada cual es dueño de sus secretos, caballero, y no debe haber almoneda de ellos ante
el primer advenedizo.
Es verdad, ––contestó Aramis inclinándose profundamente, ––perdonad; pero ¿todavía
hoy soy para vos un advenedizo? Os suplico que me respondáis, “monseñor”. Este titulo
causó una ligera turbación al preso; sin embargo, pareció no admirarse de que se lo diesen.
––No os conozco, caballero, ––repuso el joven. ––¡Ah! Sí yo me atreviera, ––dijo Herblay, ––tomaría vuestra mano y os la besaría.
El cautivo hizo un ademán como para dar la mano a Aramis, pero el rayo que emanó de
sus pupilas se apagó en el borde de sus párpados, y su mano se retiró fría y recelosa.
––¡Besar la mano de un preso! ––dijo el cautivo moviendo la cabeza; ––¿para qué?
––¿Por qué me habéis dicho que aquí os encontrabais bien, ––preguntó Aramis, ––que a
nada aspirabais? En una palabra, ¿por qué, al hablar así, me vedáis que a mi vez sea franco?
De las pupilas del joven emanó un tercer rayo; pero, como las dos veces anteriores, se
apagó sin más consecuencias.
––¿Receláis de mí? ––preguntó el prelado.
––¿Por qué recelaría de vos?
––Por una razón muy sencilla, y es que si vos sabéis lo que debéis saber, debéis recelar
de todos.
––Entonces no os admire mi desconfianza, pues suponéis que sé lo que ignoro.
––Me hacéis desesperar, monseñor, ––exclamó Aramis asombrado de tan enérgica resistencia y descargando el puño sobre su sillón.
––Y yo no os comprendo.
––Haced por comprenderme.
El preso clavó la mirada en su interlocutor. En ocasiones, ––prosiguió Herblay, ––
pienso que tengo ante mí al hombre a quien busco... y luego...
––El hombre ese que decís, desaparece, ¿no es verdad? ––repuso el cautivo sonriéndose.
––Más vale así.
––Decididamente nada tengo que decir a un hombre que desconfía de mí hasta el punto
que vos, ––dijo Aramis levantándose.
––Y yo, ––replicó en el mismo tono el joven, ––nada tengo que decir al hombre que se
empeña en no comprender que un preso debe recelar de todo.
––¿Aun de sus antiguos amigos? Es un exceso de prudencia, monseñor.
––¿De mis antiguos amigos, decís? ¡Qué! ¿vos sois uno de mis antiguos amigos?
––Vamos a ver, ––repuso Herblay,––¿por ventura ya no recordáis haber visto en otro
tiempo, en la aldea donde pasasteis vuestra primera infancia...?
––¿Qué nombre tiene esa aldea? ––preguntó el preso.
––Noisy-le-Sec, monseñor, ––respondió Aramis con firmeza.
––Proseguid, ––dijo el cautivo sin que su rostro afirmase o negase.
––En definitiva, monseñor, ––repuso el obispo, ––si estáis resuelto a obrar como hasta
aquí, no sigamos adelante. He venido para haceros sabedor de muchas cosas, es cierto;
pero cumple por vuestra parte me demostréis que deseáis saberlas. Convenid en que antes
de que yo hablase, antes de que os diese a conocer los importantes secreto de que soy depositario, debíais haberme ayudado, si no con vuestra franqueza, a lo menos con un poco
de simpatía, ya que no confianza. Ahora bien, como os habéis encerrado en una supuesta
ignorancia que me paraliza... ¡Oh! no, no me paraliza en el concepto que vos imagináis;
porque por muy ignorante que estéis, por mucha que sea la indiferencia que finjáis, no
dejáis de ser lo que sois, monseñor, y no hay poder alguno, ¿lo oís bien? no hay poder
alguno capaz de hacer que no lo seáis.
––Os ofrezco escucharos con paciencia, ––replicó el preso. ––Pero me parece que me
asiste el derecho de repetir la pregunta que ya os he dirigido: ¿Quién sois?
––¿Recordáis haber visto, hace quince o diez y ocho años en Noisy-le-Sec, a un caballero que venía con una dama, usualmente vestida de seda negra y con cintas rojas en los
cabellos?
––Sí, ––respondió el joven, ––y recuerdo también que una vez pregunté cómo se llamaba aquél caballero, a lo cual me respondieron que era el padre Herblay. Por cierto que me
admiró que el tal padre tuviese un aire tan marcial, y así lo expuse, y me dijeron que no
era extraña tal circunstancia, supuesto que el padre Herblay había sido mosquetero de
Luis XIII.
––Pues bien, ––dijo Aramis, ––el mosquetero de Luis XIII, el sacerdote de Noisy-leSec, el que después fue obispo de Vannes y es hoy vuestro confesor, soy yo.
––Lo sé, os he conocido.
––Pues bien, monseñor, si eso sabéis, debo añadir algo que ignoráis, y es que si el rey
fuese sabedor de la presencia en este calabozo de aquel mosquetero, de aquel sacerdote,
de aquel obispo, de vuestro confesor de hoy, esta noche, mañana a más tardar, el que todo
lo ha arrostrado para llegar hasta vos, vería relucir el hacha del verdugo en un calabozo
más negro y más escondido que el vuestro.
Al escuchar estas palabras dichas con firmeza, el cautivo volvió a incorporarse, fijó con
avidez creciente sus ojos en los de Aramis, y, al parecer, cobró alguna confianza, pues
dijo:
––Sí, lo recuerdo claramente. La mujer de quien me habéis hablado vino una vez con
vos, y otras dos veces con la mujer...
––Con la mujer que venía a veros todos los meses, ––repuso Herblay al ver que el preso
se interrumpía.
––Esto es.
––¿Sabéis quién era aquella dama?
––Sé que era una dama de la corte, ––respondió el cautivo dilatándosele las pupilas.
––¿La recordáis claramente?
––Respecto del particular, mis recuerdos no pueden ser confusos: vi una vez a aquella
la dama acompañada de un hombre que frisaba en los cuarenta y cinco; otra vez en compañía de vos y de la dama del vestido negro y de las cintas rojas, y luego otras dos veces
con esta última. Aquellas cuatro personas, mi ayo, la vieja Peronnette, mi carcelero y el
gobernador, son las únicas con quienes he hablado en mi vida, y puede decirse las únicas
que he visto.
––¿Luego en Noisy-le-Sec estabais preso?
––Sí aquí lo estoy, allí gozaba de libertad relativa, por más que fuese muy restringida.
Mi prisión en Noisy-le-Sec la formaban una casa de la que nunca salí, y un gran huerto
rodeado de altísima cerca; huerto y casa que vos conocéis, pues habéis estado en ellos.
Por lo demás, acostumbrado a vivir en aquel cercado y en aquella casa, nunca deseé salir
de ellos. Así pues, ya comprendéis que no habiendo visto el mundo, nada puedo desear, y
que si algo me contáis, no tendréis más remedio que explicármelo.
––Tal es mi deber, y lo cumpliré, monseñor, ––dijo Aramis haciendo una inclinación
con la cabeza,
––Pues empezad por decirme quién era mi ayo.
––Un caballero bondadoso y sobre todo honrado, a la vez preceptor de vuestro cuerpo y
de vuestra alma. De fijo que nunca os dio ocasión de quejaros.
––Nunca, al contrario; pero como me dijo más de una vez que mis padres habían muerto, deseo saber si mintió al decírmelo o si fue veraz.
Se veía obligado a cumplir las órdenes que le habían dado.
––¿Luego mentía?
––En parte, pero no respecto de vuestro padre.
––¿Y mi madre?
––Está muerta para vos.
––Pero vive para los demás. ¿no es así?
––Sí, monseñor.
––¿Y yo estoy condenado a vivir en la oscuridad de una prisión? ––exclamó el joven
mirando de hito en hito a Herblay.
––Tal creo, monseñor, ––respondió Aramis exhalando un suspiro.
––¿Y eso porque mi presencia en la sociedad revelaría un gran secreto?
––Si, monseñor.
––Para hacer encerrar en la Bastilla a un niño, como era yo cuando me trasladaron aquí,
es menester que mi enemigo sea muy poderoso.
––Lo es.
––¿Más que mi madre, entonces? .
––¿Por qué me dirigís esa pregunta?
––Porque, de lo contrario, mi madre me habría defendido.
Sí, es más poderoso que vuestra madre ––respondió el prelado tras un instante de vacilación.
––Cuando de tal suerte me arrebataron mi nodriza y mi ayo, y de tal manera me separaron de ellos, es señal de que ellos o yo constituíamos un peligro muy grande para mi
enemigo.
––Peligro del cual vuestro enemigo se libró haciendo desaparecer al ayo y a la nodriza,
––dijo Aramis con tranquilidad.
––¡Desaparecer! ––exclamó el preso. ––Pero, ¿de qué modo desaparecieron?
––Del modo más seguro, ––respondió el obispo; ––muriendo.
––¿Envenenados? ––preguntó el cautivo palideciendo ligeramente y pasándose por el
rostro una mano tembloroso.
––Envenenados.
––Fuerza es que mi enemigo sea muy cruel. O que la necesídad le obligue de manera
inflexible, para que aquellas dos inocentes criaturas, mis únicos apoyos, hayan sido asesinados en el mismo día; porque mi ayo y mi nodriza nunca habían hecho mal a nadie.
––En vuestra casa la necesidad es dura, monseñor, y ella es también la que me obliga
con profundo pesar mío, a decirss que vuestro ayo y vuestra nodriza fueron asesinados.
––¡Ah! ––exclamó el joven frunciendo las cejas, ––no me decís nada que yo no sospechara.
––¿Y en qué fundabais vuestras sospechas?
––Voy a decíroslo.
El joven se apoyó en los codos y aproximó su rostro al rostro de Aramis con tanta expresión de dignidad, de abnegación, y aun diremos de reto, que el obispo sintió cómo la
electricidad del entusiasmo subía de su marchitado corazón y en abrasadoras chispas a su
cráneo duro como el acero.
––Hablad, monseñor, ––repuso Herblay. Ya os he manifestado que expongo mi vida
hablándoos, pero por poco que mi vida valga, os suplico la recibáis como rescate da la
vuestra.
––Pues bien escuchad por qué sospeché que habían asesinado a mi nodriza y a mi ayo...
––A quien vos dabais título de padre.
––Es verdad, pero yo ya sabía que no lo era mío.
––¿Qué os hizo suponer?...
––Lo mismo que me da suponer que vos no sois mi amigo: el respeto excesivo.
––Yo no aliento el designio de ocultar la realidad. El joven hizo una señal con la cabeza
y prosiguió:
––Es indudable que yo no estaba destinado a permanecer encerrado eternamente, y lo
que así me lo da a entender, sobre todo en este instante, es el cuidado que se tomaron en
hacer de mí un caballero lo más cumplido. Mi ayo me enseñó cuanto él sabía, esto es,
matemáticas, nociones de geometría, astronomía esgrima y equitación. Todas las mañanas me ejercitaba en la esgrima en una sala de la planta baja, y montaba a caballo en el
huerto. Ahora bien, una calurosa mañana de verano me dormí en la sala de armas, sin que
hasta entonces el más pequeño indicio hubiese venido a instruirme o a despertar mis sospechas, a no ser el respeto del ayo. Vivía como los niños, como los pájaros y las plantas,
de aire y de sol, por más que hubiese cumplido los quince.
––¿Luego hace de eso ocho años?
––Poco más o menos: se me ha olvidado ya la medida del tiempo.
––¿Qué os decía vuestro ayo para estimularos al trabajo?
––Que el hombre debe procurar crearse en la tierra una fortuna que Dios le ha negado
al nacer; que yo, pobre, huérfano y oscuro, no podía contar más que conmigo mismo, toda vez que no había ni habría quien se interesara por mí... Como os decía, pues, estaba yo
en la sala de armas, donde, fatigado por mi lección de esgrima, me dormí. Mi ayo estaba
en el piso primero, en su cuarto situado verticalmente sobre el mío. De improviso llegó al
mí una exclamación apagada, como si la hubiese proferido mi ayo, y luego oí que éste
llamaba a Peronnette, mi nodriza, que indudablemente se hallaba en el huerto, pues mi
ayo descendió precipitadamente la escalera. Inquieto por su inquietud, me levanté. Mi
ayo abrió la puerta que ponía en comunicación el vestíbulo con el huerto, y siguió llamando a Peronnette... Las ventanas de la sala de armas daban al patio, y en aquel instante
tenían cerrados los postigos; pero al través de una rendija de uno de ellos, vi cómo mi ayo
se acercaba a un gran pozo situado casi debajo de las ventanas de su estudio, se asomaba
al brocal, miraba hacia abajo, y hacía desacompasados ademanes, al tiempo que volvía a
llamar a Peronnette. Ahora bien, como yo, desde el sitio en que estaba atisbando, no sólo
podía ver, sino también oír, vi y oí.
––Hacedme la merced de continuar, monseñor, ––dijo Herblay. ––Mi ayo, al ver a mi
nodriza; que acudió a sus voces, salió a su encuentro, la asió del brazo, tiró vivamente de
ella hacia el brocal, y en cuanto los dos estuvieron asomados al pozo, dijo mi ayo:
“––Mirad, mirad, ¡qué desventura!
“––Sosegaos, por dios, ––repuso mi nodriza. ––¿qué pasa?
“––Aquella carta. ––exclamó mi ayo tendiendo la mano hacia el fondo del pozo, ––
¿veis aquella carta?
“––Qué carta? ––preguntó mi nodriza.
“––La carta que veis nadando en el agua es la última que me ha escrito la reina.
“Al oír yo la palabra “reina”, me estremecí de los pies a la cabeza. ¡Conque, dije entre
mí, el que pasa por mi padre, el que incesantemente me recomienda la modestia y la
humildad, está en correspondencia con la reina!
“––¿La última carta de Su Majestad? ––dijo mi nodriza, como si no le hubiese causado
emoción alguna el ver aquella carta en el fondo del pozo. ––¿Cómo ha ido al parar allí?
“––Una casualidad. señora Peronnette, ––respondió mi ayo. ––Al entrar en mi cuarto he
abierto la puerta, y como también estaba abierta la ventana, se formado una corriente de
aire que ha hecho volar un papel. Yo, al ver el papel, he conocido en él la carta de la reina, y me he asomado apresuradamente a la ventana lanzando un grito; el papel ha revoloteado por un instante en el aire y ha caído en el pozo.
“––Pues bien, ––objetó la nodriza, ––es lo mismo que si estuviese quemada, y como la
reina cada vez que viene quema sus cartas...
“¡Cada vez que viene! murmuré, ––dijo el preso. Y fijando la mirada en Aramis, añadió: ––¿Luego aquella mujer que venía a verme todos los meses era la reina?
Aramis hizo una señal afirmativa con la cabeza.
––“Bien, sí, ––repuso mi ayo, ––pero esa carta encerraba instrucciones, y ¿como voy yo
ahora a cumplirlas?
“––¡Ah! la reina no querrá creer en este incidente, ––dijo el buen sujeto moviendo la
cabeza; ––pensará que me he propuesto conservar la carta para convertirla en un arma.
¡Es tan recelosa y el señor de Mazarino tan...! Ese maldito italiano es capaz de hacernos
envenenar a la primera sospecha.
Aramis movió casi imperceptiblemente la cabeza y se sonrió.
––“¡Son tan suspicaces en todo lo que se refiere a Felipe! ––continuó mi ayo.
“Felipe es el nombre que me daban, ––repuso el cautivo interrumpiendo su relato. Luego prosiguió:
“––Pues no hay que titubear, ––repuso la señora Peronnette; ––es preciso que alguien
baje al pozo.
“––¡Para que el que saque la carta la lea al subir! ––Hagamos que baje algún aldeano
que no sepa leer así estaréis tranquilo.
“––Bueno ––dijo mi ayo; ––pero el que baje al pozo ¿no va a adivinar la importancia de
un papel por el cual se arriesga la vida de un hombre? Con todo eso acabáis de inspirarme
una idea, señora Peronnette; alguien va a bajar al pozo, es verdad, pero ese alguien soy
yo.
“Pero al oír semejante proposición, mi nodriza empezó a llorar de tal suerte y a proferir
tales lamentos; suplicó con tales instancias al anciano caballero, que éste le prometió buscar una escalera de mano bastante larga para poder bajar hasta el pozo, mientras ella se
llegaba al cortijo en solicitud de un mozo decidido, al cual darían a entender que había
caído, envuelta en un papel, una alhaja en el agua.
“––Y como el papel, ––añadió mi ayo, ––en el agua se desdobla, no causará extrañeza
el encontrar la carta abierta.
“––Quizás ya se haya borrado, ––objetó mi nodriza.
“––Poco importa, con tal que la recuperemos. La reina, al entregársela, verá que no la
hemos traicionado, y, por consiguiente, Mazarino no desconfiará, ni nosotros tendremos
que temer de él.
“En tomando esta resolución, mi ayo y mi nodriza se separaron. Yo volví al cerrar el
postigo, y, al ver que mi ayo se disponía a entrar de nuevo, me recosté en mis almohadones, pero zumbándome los oídos a causa de lo que acababa de oír. Pocos segundos después mi ayo entreabrió la puerta y, al verme recostado en los almohadones, volvió a cerrarla poquito al poco en la creencia de que yo estaba adormecido. Apenas cerrada la
puerta, volví a levantarme, y, prestando oído atento, oí como se alejaba el rumor de las
pisadas. Luego me volví a mi postigo, y vi salir a mi ayo y a mi nodriza, que me dejaron
solo. Entonces, y sin tomarme siquiera la molestia de atravesar el vestíbulo, salté por la
ventana, me acerqué apresuradamente al pozo, y, como mi ayo, me asomé a él y vi algo
blanquecino y luminoso que temblequeaba en los trémulos círculos de la verdosa agua.
Aquel brillante disco me fascinaba y me atraía; mis ojos estaban fijos, y mi respiración
era jadeante; el pozo me aspiraba con su ancha boca, y su helado aliento, y me parecía
leer allá en el fondo del agua, caracteres de fuego trazados en el papel que había tocado la
reina. Entonces, inconscientemente, animado por uno de esos arranques instintivos que
nos empujan a las pendientes fatales, até una de las extremidades de la cuerda al hierro
del pozo, dejé colgar hasta flor de agua el cubo, cuidando de no tocar el papel, que empezaba a tomar un color verdoso, prueba evidente de que iba sumergiéndose, y tomando un
pedazo de lienzo mojado para no lastimarme las manos, me deslicé al abismo. Al verme
suspendido encima de aquella agua sombría, y al notar que el cielo iba achicándose encima de mi cabeza, se apoderó de mí el vértigo y se me erizaron los cabellos; pero mi voluntad fue superior a mi terror y a mi malestar. Así llegué hasta el agua y, sosteniéndome
con una mano, me zambullí resueltamente en ella y tomé el precioso papel, que se partió
en dos entre mis dedos. Ya en mi poder la carta, la escondí en mi pechera, y ora haciendo
fuerza con los pies en las paredes del pozo, era sosteniéndome con las manos, vigoroso,
ágil, y sobre todo apresurado, llegué al brocal, que quedó completamente mojado con el
agua que chorreaba de la parte inferior de mi cuerpo. Una vez fuera del pozo con mi
botín, me fui á lo último del huerto, con la intención de refugiarme en una especie de
bosquecillo que allí había, pero no bien senté la planta en mi escondrijo, sonó la campana
de la puerta de entrada. Acababa de regresar mi ayo. Entonces calculé que me quedaban
diez minutos antes que aquél pudiese dar conmigo, si, adivinando, dónde estaba yo, venía
directamente a mí, y veinte si se tomaba la molestia de buscarme, lo cual era más que suficiente para que yo pudiese leer la preciosa carta, de la que me apresuré a juntar los
fragmentos. Los caracteres empezaban a borrarse, pero a pesar de ello conseguí descifrarlos.
––¿Qué decía la carta aquella, monseñor? ––preguntó Aramis vivamente interesado.
––Lo bastante para darme a entender que mi ayo era noble, y que mi nodriza, si bien no
dama de alto vuelo, era más que una sirvienta; y, por último, que mi cuna era ilustre, toda
vez que la reina Ana de Austria y el primer ministro Mazarino me recomendaban de tan
eficaz manera.
––¿Y qué sucedió? ––preguntó Herblay, al ver que el cautivo se callaba, por la emoción.
––Lo que sucedió fue que el obrero llamado por mi ayo no encontró nada en el pozo,
por más que buscó; que mi ayo advirtió que el brocal estaba mojado, que yo no me sequé
lo bastante al sol; que mi nodriza reparó que mis ropas estaban húmedas, y, por último,
que el fresco del agua y la conmoción que me causó el descubrimiento, me dieron un calenturón tremendo seguido de un delirio, durante el cual todo lo dije, de modo que, guiado por mis propias palabras, mi ayo encontró bajo mi cabecera los dos fragmentos de la
carta escrita por la reina.
––¡Ah! ahora comprendo, ––exclamó Aramis.
––Desde aquel instante no puedo hablar sino por conjeturas. Es indudable que mi pobre
ayo y mi desventurada nodriza, no atreviéndose a guardar el secreto de lo que pasó, se lo
escribie ron a la reina, enviándole al mismo tiempo los pedazos de la carta.
––Después de lo cual os arrestaron y os trasladaron a la Bastilla.
––Ya lo veis.
––Y vuestros servidores desaparecieron.
––¡Ay sí.
––Dejemos a los muertos, ––dijo el obispo de Vannes, ––y veamos qué puede hacerse
con el vivo. ¿No me habéis dicho que estabais resignado?
––Y os lo repito.
––¿Sin que os importe la libertad?
––Sí.
––¿Y que nada ambicionabais ni deseabais? ¡Qué! ¿os callais?
––Ya he hablado más que suficiente, ––respondió el preso. ––Ahora os toca a vos. Estoy fatigado.
––Voy a obedeceros, ––repuso Aramis. Se recogió mientras su fisonomía tomaba una
expresión de solemnidad profunda. Se veía que había llegado al punto culminante del papel que fuera a representar en la Bastilla.
––En la casa en que habitabais, ––dijo por fin Herblay, ––no había espejo alguno, ¿no
es verdad?
––¿Espejo? No entiendo qué queréis decir, ni nunca oí semejante palabra, ––repuso el
joven.
––Se da el nombre de espejo al un mueble que refleja los objetos, y permite, verbigracia, que uno vea las facciones de su propia imagen en un cristal preparado, como vos veis
las mías a simple vista.
––No, no había en la casa espejo alguno.
––Tampoco lo hay aquí, ––dijo Aramis después de haber mirado a todas partes; ––veo
que en la Bastilla se han tomado las mismas precauciones que en Noisy-le-Sec.
––¿Con qué fin?
––Luego lo sabréis. Me habéis dicho que os habían enseñado matemáticas, astronomía,
esgrima y equitación; pero no me habéis hablado de historia.
––A veces mi ayo me contaba las hazañas del rey san Luis, de Francisco I y de Enrique
IV.
––¿Nada más?
––Casi nada más.
––También esto es hijo del cálculo; así como os privaron de espejos, que reflejan lo
presente, han hecho que ignoréis la historia, que refleja lo pasado, Y como desde que estáis preso os han quitado los libros, desconocéis muchas cosas con ayuda de las cuales
podríais reconstruir el derrumbado edificio de vuestros recuerdos o de vuestros intereses.
––Es verdad, ––dijo el preso.
––Pues bien, en sucintos términos voy al poneros al corriente de lo que ha pasado en
Francia de veintitrés a veinticuatro años a esta parte, es decir la fecha probable de vuestro
nacimiento, o lo que es lo mismo, desde el momento que os interesa.
––Decid, ––dijo el joven, recobrando su actitud seria y recogida. Entonces Aramis le
contó, con grandes detalles, la historia de los últimos años de Luis XIII y el nacimiento
misterioso de un príncipe, hermano gemelo de Luis XIV. El prisionero oyó este relato
con la más viva emoción.
––Dos hijos mellizos cambiaron en amargura el nacimiento de uno solo, porque en
Francia, y esto es probable que no lo sepáis, el primogénito es quien sucede en el trono al
padre.
––Lo sé.
––Y los médicos y los jurisconsultos, ––añadió Aramis, ––opinan que cabe dudar si el
hijo que primero sale del claustro materno es el primogénito según la ley de Dios y de la
naturaleza.
El preso ahogó un grito y se puso más blanco que las sábanas que le cubrían el cuerpo.
––Fácil os será ahora comprender que el rey, ––continuó el prelado, ––que con tal gozo
viera asegurada su sucesión, se abandonase al dolor al pensar que en vez de uno tenía dos
herederos, y que tal vez el que acababa de nacer y era desconocido, disputaría el derecho
de primogenitura al que viniera al mundo dos horas antes, y que, dos horas antes había
sido proclamado. Así pues, aquel segundo hijo podía, con el tiempo y armado de los intereses o de los caprichos de un partido, sembrar la discordia y la guerra civil en el pueblo, destruyendo ipso facto la dinastía a la cual debía consolidar.
––Comprendo, comprendo, ––murmuró el joven.
––He ahí lo que dicen, lo que afirman, ––continuó Aramis; ––he ahí por qué uno de los
hijos de Ana de Austria, indignamente separado de su hermano, indignamente secuestra-
do, reducido a la obscuridad más absoluta, ha desaparecido de tal suerte que, excepto su
madre, no hay en Francia quien sepa que tal hijo existe.
––¡Sí, su madre que lo ha abandonado! ––exclamó el cautivo con acento de desesperación.
––Excepto la dama del vestido negro y las cintas encarnadas, ––prosiguió Herblay, ––y
excepto, por fin...
––Excepto vos, ¿no es verdad? Vos, que venís a contarme esa historia y a despertar en
mi alma la curiosidad, el odio, la ambición, y ¿quién sabe? quizá la sed de venganza; excepto vos, que si sois el hombre a quien espero, el hombre de que me habla el billete, en
una palabra, el hombre que Dios debe enviarme, traéis...
––¿Qué? ––preguntó Aramis.
––El retrato del rey Luis XIV, que en este momento se sienta en el trono de Francia.
––Aquí está el retrato, ––replicó el obispo entregando al preso un artístico esmalte en el
cual se veía la imagen de Luis XIV, altivo, gallardo, viviente, por decirlo así.
El preso tomó con avidez el retrato y fijó en él los ojos cual si hubiese querido devorarlo.
––Y aquí tenéis un espejo, monseñor, ––dijo Herblay, dejando al joven el tiempo necesario para anudar sus ideas.
––¡Tan encumbrado! ¡tan encumbrado! –– murmuró el preso devorando con la mirada
el retrato de Luis XIV y su propia imagen reflejada en el espejo.
––¿Qué opináis? ––preguntó entonces Aramis.
––Que estoy perdido, ––respondió el joven, ––que el rey nunca me perdonará.
––Pues yo me pregunto, ––replicó el obispo fijando en el preso una mirada brillante y
significativa, ––cuál de los dos es el rey, si el que representa el retrato, o el que refleja ese
espejo.
––El rey es el que se sienta en el trono, que no estás preso, y que, al contrario manda
aprisionar a los demás. La realeza es el poder, y ya veis que yo no tengo poder alguno.
––Monseñor, ––dijo Herblay con respeto más profundo que hasta entonces, ––tened por
entendido que, si queréis, será el rey el que, al salir de la prisión sepa sostenerse en el
trono en el que le colocarán sus amigos.
––No me tentéis, ––dijo con amargura el cautivo.
––No flaqueéis, monseñor, ––persistió con energía el obispo. ––He traído todas las
pruebas de vuestra cuna, consultadlas, demostraos a vos mismo que sois hijo del rey, y,
después, obremos.
––No, es imposible.
––A no ser que, ––añadió con ironía el prelado, ––sea corriente en vuestra estirpe que
los príncipes excluidos del trono sean todos ellos cobardes y sin honor, como vuestro tío
Gastón de Orleans. que una y otra vez conspiró contra su hermano el rey Luis XIII.
––¿Mi tío Gastón de Orleans conspiró contra su hermano? ––exclamó el príncipe despavorido; ––¿conspiró para destronarlo?
––Sí, monseñor.
––¿Qué me decís?
––La pura verdad.
––¿Y tuvo amigos... fieles?
––Como yo lo soy vuestro.
––¿Y sucumbió?
––Sí, monseñor, pero por su culpa, y para rescatar, no su vida, porque la vida del hermano del rey es sagrada, inviolable, sino para rescatar su libertad, vuestro tío sacrificó
hoy, el baldón de la historia y la execración de innumerables familias nobles del reino.
––Comprendo, ––repuso el príncipe. ––y mi tío ¿mató a sus amigos por debilidad o por
traición?
––Por debilidad; lo cual equivale siempre a la traición en los príncipes.
––¿No puede uno sucumbir por incapacidad, por ignorancia? ¿Estimáis vos que un pobre cautivo como yo, no solamente educado lejos de la corte, mas también de la sociedad,
pueda ayudar a los amigos que intentaren salvarlo?
Y en el instante en que Aramis iba a responder, el joven exclamó de improviso y con
ímpetu, que reveló el ardor de su sangre: ––Sí, hablamos de amigos; pero ¿a título de qué
tendría yo amigos, cuando no hay quien me conozca, y, para agenciármelos, no tengo libertad, dinero, ni poder?
––Ya he tenido la honra de ofrecerme a Vuestra Alteza Real, ––dijo Aramis.
––No me deis ese calificativo; es una irrisión o una crueldad. ¿Para hablarme de grandeza, de poder y aun de realeza debíais escoger una prisión? Queréis hacerme creer en el
esplendor, y nos ocultamos en las tinieblas. Me ensalzáis en la gloria, y ahogamos nuestras palabras bajo las colgaduras de esta cama. Me hacéis vislumbrar la omnipotencia, y
oigo en el corredor los pasos del carcelero, pasos que os hacen temblar a vos más que no
a mí. Para que sea yo menos incrédulo, arrancadme de la Bastilla; dad aire a mis pulmones, espuelas a mis talones, una espada a mi brazo, y empezaremos a entendernos.
––Ya es mi intención daros todo eso, y más, monseñor; pero ¿lo queréis vos?
––No he acabado todavía. ––repuso el joven. ––Sé que hay guardias en todas las galerías, cerrojos en todas las puertas, cañones y soldados en todos los rastrillos. ¿Cómo venceréis vos a los guardias? ¿cómo clavaréis los cañones? ¿Con qué romperéis los cerrojos
y los rastrillos?
––¿Cómo ha llegado a vuestras manos el billete en el cual os he anunciado mi venida,
monseñor?
––Para un billete basta sobornar a un carcelero.
––Pues quien dice un carcelero, dice diez. Admito que sea posible arrancar de la Bastilla a un pobre preso, que lo escondan en sitio donde los agentes del rey no puedan tomarlo, y que nutran convenientemente al desventurado en un asilo incógnito.
––¡Ah! monseñor, ––repuso Aramis sonriéndose.
––Admito que el que hiciese tal por mí, fuese ya más que un hombre; más siendo yo,
como decís, príncipe, hermano de rey, ¿cómo vais a devolverme la categoría y la fuerza
que mi madre y mi hermano me han ocultado? Si debo pasar una vida de rencores y de
luchas, ¿cómo haréis que yo venza en los combates y sea invulnerable a mis enemigos?
¡Ah! antes bien sepultadme en negra caverna y en lo más intrincado de una montaña:
proporcionadme la alegría de oír en libertad los rumores del río y del llano, de ver en libertad el sol, el firmamento, las tempestades; esto me basta. No me prometáis más, porque no podéis darme más y el engañarme sería un crimen, tanto más cuanto os llamáis mi
amigo.
––Monseñor, ––repuso Aramis después de haber escuchado respetuosamente, ––admiro
el firme y recto criterio que dicta vuestras palabras, y me huelgo mucho de haber adivinado en vos a mi rey. Se me había olvidado deciros, monseñor, que si os dignara dejaros
guiar por mí, sí consintierais en ser el príncipe más poderoso de la tierra, serviríais los
intereses de los muchos amigos que están dispuestos a sacrificarse por el triunfo de vuestra causa.
––¿Muchos decís?
––Muchos, sí, y con todo eso más importantes por su poderío que no por el número.
––Explicaos.
––No puedo; pero os juro ante Dios queme escucha, que me explicaré el día mismo en
que os vea sentado en el trono de Francia.
––Pero ¿y mi hermano?
––Seréis vos el árbitro de su suerte. ¿Acaso le compadecéis?
––¡Quién! ¿yo compadecer al queme hace pudrir en un calabozo? ¡Nunca!
––¡Enhorabuena!
––Si él mismo hubiese venido a este calabozo, y, tomándome la mano, me hubiese dicho: “Hermano mío, Dios nos ha creado para que nos amemos, no para combatirnos.
Vengo a vos, hermano mío. Un perjuicio bárbaro os condenaba a perecer en la obscuridad, lejos de los hombres, privado de todos los goces, y yo quiero que os sentéis junto a
mí, y ceñiros la espada de mi padre ¿Aprovecharéis esta reconciliación para destruir mi
poder o para oprimirme? ¿Haréis uso de esa espada para derramar mi sangre?...” “¡Oh!
no, le hubiera respondido yo; os miro como a mi salvador, y os respetaré como a rey mío.
Me dais mucho más que no me había dado Dios. Por vos, gozo de la libertad: por vos
tengo el derecho de amar y ser amado en este mundo”.
––¿Y habríais cumplido vuestra palabra, monseñor?
––Sí. Mas, ¿que me decís del admirable parecido que Dios me ha dado.con mi hermano?
––Que tal parecido encerraba un aviso providencial que el rey debió no haber despreciado: que vuestra madre ha cometido un crimen al hacer diferentes en dicha y en fortuna
a aquellos que la naturaleza creara tan parecidos en su seno, y que el castigo debe reducirse a restablecer el equilibrio.
––¿Lo cual significa?...
––Que si os devuelvo vuestro sitio en el trono de vuestro hermano, vuestro hermano
tomará aquí el vuestro.
––¡Ay! ¡se padece mucho en una prisión, sobre todo cuando se ha bebido con abundancia en la copa de la vida!
––Vuestra alteza quedará libre de hacer lo que más le plazca; perdone si bien le parece,
una vez haya castigado.
––Está bien. Y ahora dejad que os diga que no volveré a escucharos sino fuera de la
Bastilla.
––Iba a decir a Vuestra Alteza que sólo me cabría la honra de veros una vez más.
––¿Cuándo?
––El día que mi príncipe salga de este lúgubre recinto.
––Dios os escuche. ¿De qué manera me avisaréis?
––Vendré por vos.
––¿Vos mismo?
––No salgáis de este aposento sino conmigo, monseñor, y si en mi ausencia os compelen a ello, recordad que no será de mi parte.
––¿Luego sobre el particular no debo decir palabra a persona alguna más que a vos?
––Unicamente a mí, ––respondió Aramis inclinándose y asiendo la mano que le tendió
el preso.
––Caballero, ––dijo el cautivo afectuosamente. ––Si habéis venido para devolverme el
sitio que dios me había destinado al sol de la fortuna y de la gloria: si, por vuestra mediación, me es dado vivir en la memoria de los hombres, y honrar mi estirpe con actos gloriosos o por el bien que haya hecho a mis pueblos, si, desde la tristísima situación en que
languidezco, subo a la cumbre de los honores, sostenido por vuestra generosa mano,
compartiré mi poder y mi gloria con vos, a quien bendigo, a quien doy de todo corazón
las gracias. Y aun quedaréis poco pagado; siempre será incompleta vuestra parte, porque
nunca conseguiré compartir con vos toda la dicha que me habéis proporcionado.
––Monseñor, ––dijo Aramis, conmovido ante la palidez y el arranque del preso, ––la
nobleza de vuestra alma me colma de gozo y de admiración. No os toca a vos darme las
gracias, sino a los pueblos de los cuales labraréis la dicha, a vuestros descendientes, a
quienes haréis ilustres. Es verdad, monseñor, me deberéis más que la vida, pues os habré
dado la inmortalidad.
El cautivo tendió la mano al Aramis, y al ver que éste se la besaba de rodillas, lanzó
una exclamación de seductiva modestia.
––Es el primer homenaje prestado a nuestro futuro rey, ––dijo el prelado. ––Cuando
vuelva a veros, os diré: “Buenos días, Sire”.
––Hasta aquel momento no más ilusiones, no más luchas, porque mi vida se quebrantaría, ––exclamó el joven llevándose al pecho sus blancos y flacos dedos. ––¡Oh! ¡qué
pequeño es este calabozo, qué baja esa ventana, qué estrechas esas puertas! ¿Cómo puede
haber pasado por ellas, cómo puede haber cabido aquí tanto orgullo, tanta felicidad, tanto
esplendor?
––Vuestra Alteza me colma de satisfacción al suponer que yo he traído cuanto acaba de
manifestar.
Dichas estas palabras, Aramis se acercó a la puerta y llamó a ella con los nudillos.
Casi inmediatamente después el carcelero abrió, acompañado del gobernador, quien,
devorado por la inquietud y el temor, empezaba a escuchar a la puerta del calabozo.
Por fortuna ninguno de los dos interlocutores se había olvidado de bajar la voz, aun en
los más impetuosos arranques de la pasión.
––¡Qué confesión tan larga! ––dijo Baisemeaux haciendo un esfuerzo para reírse. ––
¿Quién dijera que un recluso, un hombre poco menos que difunto, pudiese haber cometido tantos y tan largos pecados?
Aramis guardó silencio. No veía el instante de salir de la Bastilla, de la que aumentaba
en tercio y quinto el peso de las murallas el secreto que lo abrumaba.
––Hablemos de negocios, mi querido gobernador, ––dijo Aramis así que hubo llegado
al aposento de Baisemeaux.
––¡Ay! ––exclamó por toda respuesta el gobernador.
––¿No tenéis que pedirme mi recibo por ciento cincuenta mil libras? ––dijo el prelado.
––Y pagar el primer tercio de ellas. ––añadió el pobre gobernador exhalando un suspiro
y adelantando tres pasos hacia su armario de hierro.
––Aquí está el recibo, ––dijo Aramis.
––Y aquí está el dinero, ––repuso Baisemeaux lanzando una sarta de suspiros.
––La orden sólo me ha dicho que os entregara un recibo de cincuenta mil libras, ––dijo
Herblay, ––no que yo cobrase dinero. Adiós, señor gobernador.
Aramis salió, dejando a Baisemeaux más que sofocado por la sorpresa y la alegría, en
presencia de aquel regalo regio hecho con tal desprendimiento por el confesor extraordinario de la Bastilla.
LA COLMENA, LAS ABEJAS Y LA MIEL
Después de su visita a la Bastilla y a toda prisa llegó a San Mandé el obispo de Vannes.
Toda la parte izquierda del piso primero estaba destinada a los epicúreos más célebres
de París y al los más familiares de la casa, ocupados cada cual en su puesto, como abejas
en sus alvéolos, en producir una miel destinada al panal real que Fouquet pensaba servir a
Su Majestad durante las fiestas.
Pelissón, meditaba el prólogo de los “Importunos”, comedia en tres actos que debía
hacer representar Mojiere; Loret escribía anticipadamente la crónica de las fiestas de
Vaux; La Fontaine iba de uno en otro, como de flor en flor las abejas, distraído, incómodo, insoportable, zumbando y susurrando a la espalda de cada uno mil impertinencias
poéticas. Y tantas incomodó a Pelissón, que éste levantó la cabeza y le dijo con voz destemplada:
––A lo menos tomad para mí un consonante, ya que os paseáis por los jardines del Parnaso.
––¿Qué consonante deseáis? ––preguntó el fabulista, como le llamaba la Sevigné.
––Un consonante a “luz”.
––”Capuz”, ––respondió La Fontaine.
––¡Hombre! no cuela hablar de capuces cuando uno ensalza las delicias de Vaux, ––
dijo Loret.
––Además de que “luz y capuz” no consuenan, ––repuso Pelissón.
––¡Cómo que no consuenan! ––exclamó La Fontaine con ademán de sorpresa.
––No; yo advierto que tenéis una costumbre malísima, tan mala, que a ella deberéis el
no llegar nunca a ser verdadero poeta. Rimáis que es una lástima.
––¿De veras opináis así, Pelissón? ––dijo La Fontaine.
––De veras. No olvidéis que un consonante nunca es bueno cuando puede hallarse otro
mejor.
––Digo que toda mi vida seré un jumento, mi querido compañero, ––dijo La Fontaine
exhalando un profundo suspiro. ––Por lo que se ve, rimo desastrosamente.
––Hacéis mal.
––¿Lo veis? soy un faquín.
––¿Quién dice tal?
––Pelissón. ¿No me habéis dicho que yo era un faquín, Pelissón? Pelissón absorto otra
vez en la composición de su prólogo, se guardó de contestar.
––Si Pelissón ha dicho que erais un faquín, ––repuso Moliére, ––os ha inferido una
ofensa grave.
––¿De veras?
––Y pues sois noble, os aconsejo que no dejéis impune tal injuria.
––¡Ay! ––exclamó La Fontaine.
––¿Os habéis batido alguna vez?
––Una, con un teniente de caballería ligera.
––¿Qué os hizo?
––Parece que sedujo a mi mujer.
––¡Ah! ––repuso Moliére palideciendo ligeramente.
Pero como al oír lo que acababa de decir La Fontaine, los demás habían vuelto el rostro. Moliére conservó en sus labios su burlona sonrisa, y continuó haciendo hablar al fabulista, a quien preguntó:
––¿Qué resultó del duelo?
––Resultó que mi adversario me desarmó, y luego y después de darme toda clase de satisfacciones, me prometió no volver a poner nunca más los pies en mi casa.
––¿Y vos os disteis por satisfecho? ––preguntó Moliére.
Al contrario. Recogí mi espada, y le dije a mi adversario que no me había batido con él
porque fuese el amante de mi mujer, sino porque me habían dicho que debía batirme: y
que como nunca había sido yo tan dichoso como en aquel tiempo, me hiciese la merced
de continuar frecuentando mi casa, como antes, so pena de reanudar el duelo. De modo
que el teniente se vio obligado a seguir galanteando a mi mujer, y yo continué siendo el
marido más feliz de la tierra.
Al oír las palabras de La Fontaine, todos se rieron.
En este apareció el obispo de Vannes, con un rollo de planos y pergaminos debajo del
brazo.
Como si el ángel de la muerte hubiese helado aquellas vivas y placenteras imaginaciones, todo quedó repentinamente envuelto en el más profundo silencio, y cada cual recobró su impasibilidad y su pluma.
Aramis distribuyó esquelas de convite entre los presentes, y les dio las gracias en nombre del señor Fouquet. Díjoles que retenido el superintendente en su gabinete por el trabajo, solicitaba de aquellos que le enviasen algo de su labor del día para hacerle olvidar a él
la fatiga de su trabajo nocturno.
Estas palabras hicieron bajar la frente a todos. Hasta La Fontaine se sentó a una mesa y
empezó a escribir velozmente. Pelissón puso en limpio su prólogo; Moliere entregó cincuenta versos calentitos, Loret, su artículo sobre las maravillosas fiestas de que el se
hiciera profeta, y Aramis encargado de recoger el botín como el rey de las abejas, se volvió a sus habitaciones, silencioso y atareado, después de haber dicho a los circunstantes
que se preparasen para ponerse en camino el día siguiente por la tarde.
––En este caso tengo que avisar a los de mi casa. ––dijo Moliere.
––¡Ah! es verdad, ––repuso Loret sonriéndose, ––el pobre Moliere “ama” a su mujer.
––”Amo”, sí, ––replicó Moliere sonriéndose de manera suave y triste, ––amo”, pero esto no quiere decir que “me amen”.
––Pues yo estoy seguro de que me aman en Chateau––Thierry, ––dijo La Fontaine.
En esto volvió a entrar Aramis, y preguntó:
––¿Quién se viene conmigo? Voy a decir dos palabras al señor Fouquet, y dentro de un
cuarto de hora salgo para París. Ofrezco mi carroza.
––Como tengo prisa, acepto, ––dijo Moliere.
––Yo como aquí ––repuso Lores. ––Gourville me ha ofrecido langostines... ¿Habéis oído? ¡Langostines!... Vaya, La Fontaine, busca una consonante.
Aramis salió en compañía de Moliere como él sabía hacerlo, y al llegar al pie de la escalera oyó que La Fontaine entreabría la puerta y decía a voces:
¿Te ha ofrecido langostines?
El se sabrá con qué fines.
Las carcajadas de los epicúreos redoblaron y llegaron hasta los oídos de Fouquet, en el
instante en que Aramis abría la puerta de su gabinete.
Moliere, se había encargado de ordenar que engancharan, mientras Herblay iba a ver al
superintendente para ponerse de acuerdo con él.
––¡Cómo ríen arriba! ––dijo Fouquet exhalando un suspiro.
––¿Y vos no os reís, monseñor?
––Ya se acabó para mí el reír, señor de Herblay.
––La fiesta se acerca.
––Y el dinero se aleja.
––¿No os he dicho y repetido que eso corría de mi cuenta?
––Me habéis ofrecido millones.
––Estarán en vuestro poder al día siguiente de la entrada del rey en Vaux.
Fouquet dirigió una escrutadora mirada a Aramis, y se pasó una helada mano por su
humedecida frente. Aramis comprendió que el superintendente dudaba de él, o conocía la
imposibilidad en que se hallaba de hacerse con dinero; porque, ¿cómo podía Fouquet suponer que un pobre obispo, antiguo cura, antiguo mosquetero, lo hallase?
––¿Por qué dudáis? ––preguntó Aramis. Y al ver que el superintendente se limitaba a
sonreírse y a mover la cabeza, añadió: ––¡Hombre de poca fe!
––Mi querido señor de Herblay, ––repuso Fouquet, ––si caigo...
––¿Qué?
––A lo menos caeré de tan inmensa altura, que en mi caída me desmenuzaré. ––Y moviendo la cabeza como para sustraerse a sí mismo, preguntó: ––¿De dónde venís, mi buen
amigo?
––De París. ––¡Ah!
––De casa de Percerín.
––¿A qué habéis ido a casa de Percerín? Porque supongo que no dais una importancia
tan grande como eso a los trajes de nuestros poetas.
––Me ha llevado a casa de Percerín el deseo de proporcionar una sorpreesa.
––¡Una sorpresa! ¿Qué es ello?
––Una sorpresa que vais a dar al rey.
––¿Costará cara?
––¡Bah! cien doblones para Le Brun.
––¿Una pintura? Me alegro. Pero ¿qué debe representar la pintura esa?
––Ya os lo diré luego. De paso, y por más que digáis, he inspeccionado los trajes de
nuestros poetas.
––¿Son elegantes, ricos?
––Magníficos; pocos grandes señores los ostentarán parecidos. Así se verá la diferencia
que va de los cortesanos de la riqueza a los de la amistad.
––¡Agudo y generoso como siempre, mi querido prelado!
––Pertenezco a vuestra escuela.
––¿Y adónde vais ahora? ––preguntó Fouquet estrechando la mano de Herblay.
––A parís en cuanto me dais una carta.
––¿Para quién?
––Para Lyonne.
––¿Qué deseáis de Lyonne?
––Un auto.
––¡Un auto! ¿Queréis encerrar a alguien en la Bastilla?
––Al contrario, quiero que salga de ella cierto individuo.
––¿Quién?
––Un pobre diablo, un joven, un niño que está encerrado va ya para diez años por haber
escrito dos versos latinos contra los jesuitas.
––¡Por dos versos latinos! ¿Y nada más que por dos versos latinos hace diez años que
está preso el infeliz?
––Sí.
––¿Y no ha cometido otro crimen?
Aparte de dichos dos versos, es inocente como vos y yo.
––¿Palabra?
––Palabra.
––¿Cómo se llama?
––Seldón.
––En verdad es excesivo. ¿Pero cómo sabiendo eso no me habíais advertido?
––Porque hasta ayer no me lo dijo la madre del desventurado.
––¿Y está pobre esa mujer?
––Está en la miseria más espantosa.
––¡Oh Dios! ––exclamó Fouquet, ––a las veces permitís tales injusticias, que me explico que haya infortunados que duden de vos. Tomad, señor de Herblay.
Dichas estas palabras, el superintendente tomó una pluma y escribió velozmente algunas líneas a su compañero Lyonne.
Aramis tomó el papel y se encaminó a la puerta.
––Guardaos, ––dijo Fouquet, abriendo su cajón y sacando diez libranzas de a mil libras
que había en él, ––haced que salga el hijo, y entregad estas libranzas a la madre; pero sobre todo no le digáis...
––¿Qué, monseñor?
––Que con eso tiene diez mil libras más que yo, pues de lo contrario diría que yo soy un
pobrísimo superintendente. Id, y espero que Dios bendiga a los que piensan en los pobres.
––También yo lo espero, ––dijo Aramis besando la mano de Fouquet y saliendo apresuradamente con la carta para Lyonne, las libranzas para la madre de Seldón, y llevándose
consigo a Moliere, que ya empezaba a impacientarse.
OTRA CENA EN LA BASTILLA
Sonaban las siete de la tarde en el gran reloj de la Bastilla. Era la hora de la cena de los
pobres cautivos. Las puertas, rechinando sobre sus descomunales goznes, daban paso a
las fuentes y a las cestas atestadas de manjares, cuya delicadeza, como el mismo Baisemeaux nos lo ha dado a conocer, se apropiaba a la condición del detenido.
Aquella era también la hora en que cenaba el gobernador, que aquel día tenía un convidado, por lo cual el asador volteaba más cargado que de costumbre.
La cena del gobernador, aparte de las sopas y los entremeses, se componía de un lebrato
mechado, ceñido de perdices asadas que a su vez estaban rodeadas de codornices, gallinas en salsa, jamón frito y rociado con vino blanco, cardos de Guipúzcoa y langostines.
Baisemeaux, sentado a la mesa, se restregaba las manos y miraba al obispo de Vannes,
el cual, vestido a lo caballero, con altas botas y la espada al cinto, no cesaba de hablar de
su hambre y demostraba la más viva impaciencia.
El gobernador no estaba acostumbrado a las familiaridades de su grandeza monseñor de
Vannes, y aquella noche, Aramis, que se había puesto un tanto alegre, hacía confidencia
tras confidencia. El prelado se convirtió casi en mosquetero, y tocó los límites de la desenvoltura. Respecto de Baisemeaux, se entregó en cuerpo y alma y con la facilidad de las
gentes vulgares, a la momentánea llaneza de su comensal.
––Caballero ––exclamó el gobernador, ––y perdonad que así os llame, pues en verdad
esta noche no me atrevo a llamaros monseñor.
––No, llamadme caballero, ––repuso Aramis; ––traigo botas. ––Pues bien, caballero,
¿sabéis a quién me recordáis esta noche:
––No, ––respondió Aramis escanciándose vino, ––pero supongo que a un buen comensal vuestro.
A dos me recordáis... dos personas, una de ellas muy ilustre, el difunto cardenal, el gran
cardenal, el de Rochela, el que llevaba botas cual vos. No es verdad?
––Lo es, ––respondió Herblay. ––¿Y la otra?
––La otra es cierto mosquetero muy garrido, muy valiente, tan atrevido cuanto afortunado, que ahorcó los hábitos para hacerse mosquetero, y luego dejó la espada para hacerse cura. ––Y al ver que Aramis se dignaba sonreírse, se alentó a añadir: Y de cura se hizo
obispo, y de obispo...
––¡Alto ahí! ––dijo Herblay.
––Os digo que me parecéis un cardenal.
––Basta, basta, señor de Baisemeaux. Vos mismo habéis dicho que calzo botas de caballero; pero ni aun esta noche, y pese a mis botas, quiero enemistarme con la Iglesia.
––Sin embargo, alentáis malas intenciones. –
––Malas como todo lo mundano.
––¿Recorréis calles y callejuelas enmascarado?
––Sí.
––¿Y continuáis esgrimiendo la espada?
––Sólo cuando me obligan a ello. Hacedme la merced de llamar a Francisco.
––Ahí tenéis vino.
––No es para eso, sino porque aquí hace calor y la ventana está cerrada.
––Cuando ceno mando cerrarlas todas para no oír el paso de las rondas o la llegada de
los correos.
––¿Conque se les oye cuando la ventana está abierta?
––Clarísimamente, y eso me molesta.
––Pero uno se ahoga aquí... ¡Francisco!
––¿Señor?
––Hacedme el favor de abrir la ventana, ––dijo Aramis. ––Con vuestro permiso, señor
de Baisemeaux.
––Monseñor está aquí en su casa, ––respondió el gobernador. ––Decidme, os encontraréis solo ahora que el señor conde de La Fere se ha vuelto a sus penates de Blois. Es
amigo muy antiguo, ¿no es verdad?
––Lo habéis tan bien como yo, pues fuisteis mosquetero con nosotros, ––respondió
Aramis.
––Con mis amigos nunca cuento las batallas ni los años.
––Y obráis cuerdamente; pero yo hago algo más que querer al señor de La Fere, le venero.
––Pues a mí me place más el señor de D'Artagnan. ¡Qué buen bebedor! A lo menos uno
puede leer en el pensamiento de hombres como el capitán.
––Baisemeaux, emborrachadme esta anoche, echemos una cana al aire como en otros
días, y si tengo alguna pesadumbre en el corazón, os juro que la veréis como veríais un
diamante dentro de vuestro vaso.
––Bravo, ––dijo Baisemeaux escanciándose un buen porqué de vino y trasegándolo en
su estómago mientras se estremecía de gozo al ver que iba a ser partícipe de algún pecado
capital del obispo.
Mientras el gobernador bebía. Aramis escuchaba con la mayor atención el ruido que
subía del patio.
Como a las ocho y al llegar a la quinta botella, entró un correo con grande estrépito, pese a lo cual nada oyó el gobernador.
––¡Cargue el diablo con él! ––exclamó Aramis.
––¿Qué pasa? ––preguntó Baisemeaux. ––supongo que no os referís al vino que bebéis
ni a quien os lo da a beber.
––No, es un caballo que por sí solo mete tanto ruido en el patio como pudiera hacerlo
un escuadrón entero.
––Será algún correo, ––dijo Baisemeaux bebiendo a más y mejor. ––Tenéis razón, cargue con él el diablo, y pronto, para que no volvamos a oír hablar de él.
––Os olvidáis de mí, Baisemeaux; mi vaso está vacío, ––dijo Aramis mostrando el suyo.
––Palabra que me dais el mayor placer... ¡Francisco!... ¡vino!
––Está bien, señor, ––dijo Francisco;... ––pero... ha llegado un correo...
––Que se lo lleve el diablo.
––Sin embargo, señor...
––Que lo deje en la escribanía; mañana veremos. ––Y canturreando añadió: ––Mañana
será de día.
––Señor, ––tartamudeó el soldado Francisco bien a su pesar.
––Cuidado con lo que hacéis, Baisemeaux, ––repuso Aramis.
––¿Y de qué he de tener yo cuidado? ––exclamó el gobernador, algo más que alegre.
––A veces las cartas que llegan por correo a los gobernadores de ciudadela, son órdenes.
––Casi siempre.
––¿No proceden de los ministros las órdenes?
––Sí; pero...
––¿Y no se limitan los ministros a refrendar la firma del rey? ––Puede que tengáis
razón. Con todo eso no deja de ser enojo, so, cuando uno está sentado al una mesa bien
servida y en compañía de un amigo... Perdonad, caballero, se me había olvidado que soy
yo quien os he convidado al mi mesa y que hablo con un presunto cardenal.
––Dejemos de lado con todo eso y volvamos a Francisco.
––¿Qué ha hecho Francisco?
––Ha murmurado.
––Malo, malo, malo...
––Sin embargo, ha murmurado, y cuando ha murmurado, es que pasa algo fuera de lo
usual. Podría muy bien suceder que Francisco no anduviese descaminado al murmurar,
sino vos al resistiros a escuchar.
––¿Yo no tener razón delante de Francisco? ––exclamó Baisemeaux. ––Duro me parece.
––Solamente en lo que atañe a la irregularidad del servicio en este caso concreto. Perdonad si os he molestado; pero he creído que debía haceros una observación que juro importante.
––Puede que tengáis razón, ––masculló el gobernador. ––Una orden del rey es sagrada.
Pero repito que las órdenes que llegan mientras estoy cenando, el diablo...
––Si vos hubieseis obrado así con el gran cardenal y la orden hubiese tenido alguna importancia...
––Si he hecho lo que he hecho ha sido para no molestar a un obispo, lo cual me disculpa.
––No olvidéis que he sido soldado, y que acostumbro ver consignas en todas partes.
––¿Conque queréis?
––Quiero que cumpláis con vuestro deber, amigo mío, a lo menos en presencia de ese
soldado.
––Esto es matemático; ––dijo Baisemeaux. Y volviéndose hacia Francisco, añadió: ––
Que suban la orden del rey.
El soldado salió.
––¿Sabéis que es? ––dijo el gobernador a Aramis: ––pues algo por el estilo: “Cuidado
con el fuego en las inmediaciones del polvorín”; o bien “Vigilad a fulano, que no se fugue”. ¡Si supieseis cuántas veces me han hecho despertar sobresaltado en lo mejor, en lo
más profundo de mi sueño, para comunicarme una orden llegada al galope, o más bien
para entregarme un pliego en el que sólo me preguntaban si había novedad! Se conoce
que los que pierden el tiempo en escribir tales órdenes no han dormido nunca en la Bastilla que de haber dormido, conocerían mejor el grueso de mis murallas, la vigilancia de
mis oficiales, la multiplicidad de mis rondas. En fin ¡Qué haremos, monseñor! su oficio
es escribir para molestarme cuando estoy contento; para turbarme cuando estoy rebosando de satisfacción. ––añadió Baisemeaux inclinándose ante Aramis. ––Dejémosles, pues,
que cumplan su cometido.
––Y cumplid vos el vuestro, ––propuso el obispo, cuya mirada, aunque risueña se imponía.
De regreso Francisco, Baisemeaux le tomó de las manos la orden del ministro, la abrió
y la leyó con lentitud, mientras Aramis hacía que bebía para observar a su anfitrión al
través del cristal.
––¿No lo dije? ––exclamó el gobernador.
––¿Qué es? ––preguntó el obispo.
––Una orden de excarcelación. ¡Vaya una nueva para molestarnos!
––Buena es para el interesado, no lo negaréis.
––¡Y a las ocho de la noche!
––Eso es caridad.
––Bueno, sí admito que sea caridad; pero no para mí que me divierto, sino para el
haragán que se aburre en su calabozo, –– prorrumpió el gobernador exasperado.
––¿Acaso salís perjudicado con esa excarcelación? ¿El preso que os quitan es de los de
cuantía?
––¡Psí! es un pobre diablo, un hambriento de los de a cinco libras.
––¿Me permitís si no hay indiscreción? ––dijo Herblay. ––Tomad, leed.
––La hoja ostenta en el margen la palabra “urgente”. ¿Lo habéis notado?
––¡Urgente!... ¡un hombre que está aquí hace diez años! ¿Y ahora les viene la prisa de
soltarle, hoy, esta noche misma, a las ocho?
Baisemeaux encogió los hombros con ademán de soberano desdén, tiró la orden encima
de la mesa y la emprendió de nuevo con los manjares.
––Tienen unos arranques, que ¡vaya! ––repuso Baisemeaux con la boca llena; ––a lo
mejor prenden a un hombre, lo alimentan por espacio de diez años, recomendando que
sobre todo se ejerza sobre él la más escrupulosa vigilancia; y cuando uno se ha acostumbrado a mirar al detenido como a un hombre peligroso, ¡pam! sin saber por qué ni por
qué no, le escriben a uno que lo suelte, y aprisa, sin perder segundo. ¿Y aún diréis que no
hay para qué encoger los hombros?
––Bien, sí; pero por más que uno chille, no cabe otro remedio que cumplir la orden.
––Poquito a poco, poquito a poco, ¿Os figuráis que soy un esclavo?
––¿Quién os dice tal? Todos conocemos vuestra independencia.
––A Dios gracias...
––Pero también todos conocemos vuestro compasivo corazón.
––Decídmelo a mí.
––Y vuestra obediencia a vuestros superiores. Cuando uno ha sido soldado, lo recuerda
mientras vive, ¿no es verdad, Baisemeaux?
––Por eso obedeceré estrictamente, y mañana en cuanto asome el día, el preso será
puesto en libertad.
––¿Mañana?
––Al amanecer.
––¿Y por qué no esta noche, supuesto que la orden es urgente?
––Porque esta noche cenamos y también nos apremia a nosotros el tiempo.
––Mi querido Baisemeaux, por más que calce botas, soy sacerdote, y la caridad es para
mí un deber más imperioso que el hambre y la se. Ese desventurado ha padecido ––
bastante tiempo, pues según vos mismo me habéis dicho, hace diez años que está encerrado en la Bastilla. Abreviadle su suplicio proporcionadle sin más tardar la––alegría que
le espera, y Dios os recompensará.
––¿Os empeñáis?
––Os lo ruego.
––¿Así, en lo mejor de la cena?
––Sí, y vuestra acción será la bendición de vuestra mesa.
––Cúmplase vuestra voluntad; pero os advierto que comeremos frío.
––No importa.
––Baisemeaux se echó atrás para tirar del cordón de la campanilla y llamar a Francisco
y por un movimiento natural, se volvió hacia la puerta.
Como la orden estaba sobre la mesa, Aramis aprovechó aquel instante para trocarla con
otro papel doblado de la misma manera y que sacó de su bolsillo.
––Francisco, dijo el gobernador, ––que suba aquí el mayor con los llaveros de la Bertaudiére.
El ordenanza hizo una reverencia con la cabeza, y dejó solos a los dos comensales.
EL GENERAL DE LA ORDEN
Durante unos instantes ambos guardaron el mayor silencio, durante el cual Aramis no
perdió de vista al gobernador, que al parecer no estaba muy decidido al interrumpir su
cena, y que era evidente buscaba una razón cualquier, buena o mala, para retardar el
cumplimiento de la orden, a lo menos hasta después de los postres.
––¡Ah caramba! ––exclamó de improviso Baisemeaux, como si hubiese encontrado lo
que buscaba, no puede ser.
––¿Qué es lo que no puede ser? ––preguntó Aramis.
––El dar suelta al preso al esta hora. ¿Adónde irá si no conoce París?
––Adonde pueda.
––Ya lo veis, sería lo mismo que libertar a un ciego.
Ahí fuera me aguarda una carroza, y yo me encargo de conducirlo adonde quiera.
––Para todo tenéis respuesta... ¡Francisco!... al mayor que vaya abrir el calabozo del señor Seldón, número 3 de la Bertaudiére.
––¿Seldón, decís? ––preguntó con la mayor naturalidad el obispo. ––Sí, es el nombre
del individuo al quien ponen en libertad.
––Querréis decir Marchiali, ––replicó Aramis.
––¿Marchiali? ¡Je! ¡Je! Seldón.
––Tengo para mí que os engañáis, señor de Baisemeaux.
––Como que he leído la orden...
––Y yo también.
––Y en ella he visto Seldón en letras gordas, así, ––repuso el gobernador mostrando un
dedo.
––Pues yo he visto Marchiali en letras así, ––replicó Aramis alzando dos dedos.
––Aclarémoslo inmediatamente, ––dijo Baisemeaux, plenamente convencido de lo que
afirmaba. ––Basta leer el papel; aquí esta, ––¿Veis como dice Marchiali? ––dijo Herblay
desdoblando el papel. ––Mirad.
––Es verdad, ––respondió el gobernador con ademán de terror y dejando caer los brazos.
––¿No os lo dije?
––¡Cómo! ¡el hombre de quien tanto hemos hablado! ¡El hombre sobre quien me recomiendan incesantemente que vele!
––Ya lo veis, Marchiali, ––replicó el inflexible Aramis.
––Confieso que no entiendo jota, monseñor.
––Sin embargo, debéis dar crédito a vuestros ojos.
––¡Y decir que reza Marchiali!
––Y en buena letra.
––¡Es fenomenal! Todavía estoy viendo la orden y el nombre de Seldón, irlandés. Y
aun recuerdo que debajo del nombre, había un borrón.
––No hay borrón alguno; ved.
––Sí, repito, ––dijo el gobernador; ––y tan es así, que he arañado la arenilla de que el
borrón estaba cubierto.
––Sea lo que fuere, con o sin borrón dice la orden que pongáis en libertad a Marchiali.
––De que ponga en libertad a Marchiali. ––repitió el gobernador esforzándose en recobrar la lucidez de su mente.
––Y vais a soltar al preso. Si de paso os da el corazón por abrir las puertas de la Bastilla
a Seldón, no me opongo.
Aramis coronó sus últimas palabras con una sonrisa tan preñada de ironía, que Baisemeaux acabó de serenar y cobró alientos.
––Monseñor, ––dijo Baisemeaux, ––Marchiali es el preso a quien el otro día vino a visitar por manera tan imperiosa y tan en secreto un padre cura, confesor de “nuestra orden”.
––No sé nada de eso, ––replicó Aramis.
––Sin embargo, no hace tanto tiempo...
––Es verdad; pero entre nosotros importa que el hombre de hoy olvide lo que hizo el
hombre de ayer.
––Como quiera que sea, ––repuso Baisemeaux, ––la visita del confesor jesuita habrá
sido grandemente provechosa para ese joven.
Aramis no replicó y se puso a comer y a beber.
Baisemeaux, lejos de imitar a Herblay, tomó nuevamente la orden y, después de releerla, la examinó por el anverso y por el reverso con la mayor atención.
Aquel examen, en circunstancias normales habría hecho subir los colores al rostro del
poco paciente Aramis; pero el obispo de Vannes no se atufaba por tan poco, sobre todo
cuando sabía que el atufarse era peligroso.
––¿Vais a libertar a Marchiali? ––dijo Herblay. ––¡Zape! ¡Qué rico jeréz, mi querido
gobernador!
––Lo pondré en libertad después que haya visto yo al correo que ha traído la orden, y
del interrogatorio a que voy a sujetarlo resulte claro para mí...
––Pero, si las órdenes están selladas, y por consiguiente nada sabe de ellas el correo. ¿Y
qué queréis ver claro por ese camino?
––Bueno, enviaré un parte al ministerio, y el señor Lyonne confirmará o rectificará la
orden.
––¿Y qué provecho vais a sacar? ––repuso Aramis con la mayor frescura.
––Así uno nunca se engaña, ni falta al respeto que un subalterno debe a sus superiores,
ni infringe los deberes del cargo que desempeña por voluntad propia.
––Vuestra elocuencia me admira. Es verdad, un subalterno debe respetar a sus superiores, y es culpado cuando se engaña, y es castigado cuando infringe los deberes o las leyes
del cargo que desempeña.
Baisemeaux fijó una mirada de extrañeza en el obispo.
––De lo cual se sigue, ––continuó Aramis, ––que para descargo de vuestra conciencia
acudís a la consulta.
––Sí, monseñor.
––Y si un superior os impone una orden, ¿la cumpliréis?
––Claro que sí, monseñor.
––¿Conocéis bien la firma del rey, señor de Baisemeaux?
––Sí. monseñor.
––¿No está estampada al pie de esa orden de libertad?
––Es verdad, pero puede...
––Ser falsa, ¿no es verdad?
––Se han dado casos, monseñor.
––Decís bien. ¿Y la del señor de Lyonne?
––También figura en esa orden; pero así como pueden falsificar la firma del rey, con
tanta mayor razón pueden hacerlo con la del señor de Lyonne.
––Andáis a paso de gigante por el campo de la lógica, señor Baisemeaux, ––dijo Aramis, ––y vuestra argumentación no tiene réplica. Pero ¿en qué os fundáis para suponer
que esas firmas sean falsas?
––En que la firma de Su Majestad no está refrendada. Además, el señor de Lyonne no
está presente para decirme que ha firmado.
––Pues bien, señor de Baisemeaux, ––repuso Aramis fijando en el gobernador su mirada de águila, ––adopto sin vacilar vuestras dudas y vuestra manera de aclararlas y voy a
tomar una pluma si me la dais.
Baisemeaux le dio una pluma.
Y una hoja en blanco, ––añadió Aramis.
––Baisemeaux le dio el papel.
––Y yo también, presente, incontestable, voy a escribir una orden a la cual estoy seguro
de que daréis fe, por mucha que sea vuestra incredulidad.
Ante la glacial seguridad de Aramis, el gobernador palideció. Creyó que la voz de aquél
tan afable y alegre poco antes, había tomado un sonido fúnebre y siniestro.
Aramis tomó la pluma y escribió, mientras el gobernador, petrificado leía por encima
de su hombro:
“A. M. D. G.” escribió el obispo, trazando una cruz debajo de aquellas cuatro letras,
que significaban “ad majorem Dei gliriam”. Luego continuó:
“Es nuestra voluntad que la orden entregada al señor de Baisemeaux de Montiexun, gobernador de la Bastilla por el rey, sea tenida por buena y valedera, y puesta en ejecución
inmediatamente.
Herblay,
general de la Compañía por gracia de Dios.
Tal fue la emoción que sintió el gobernador, que se le contrajeron las facciones, abrió la
boca y quedó con la mirada fija, inmóvil y mudo.
Aramis, sin dignarse siquiera mirar al gobernador, sacó de su faltriquera un pequeño estuche que encerraba un trozo de cera negra; cerró su carta, imprimió en la cera un sello
que suspendido al cuello y debajo de su jubón llevaba, y terminada su operación le entregó silenciosamente la orden.
Templándole las manos que daba compasión, miró Baisemeaux con ojos apagados y sin
inteligencia el sello, y después cayó en su silla como herido por el rayo.
––Vaya, ––dijo Aramis tras un dilatado silencio, ––no me hagáis creer que la presencia
del general de la compañía es terrible como la de Dios, y que uno muere a consecuencia
de haberle visto. ¡Animo! levantaos, dadme vuestra mano, y obedeced.
Baisemeaux, tranquilizado, si no satisfecho, obedeció, besó la mano a Aramis y se levantó diciendo con tartamuda lengua:
––¿Inmediatamente?
––No exageremos, ––repuso Aramis; ––sentaos otra vez en vuestro sitio, y rindamos
acatamiento a esos ricos postres.
––De esta no me levanto, monseñor, ––dijo Baisemeaux. ––¡Y yo, que he reído y bromeado con vos, y he osado trataros de igual a igual!
––¿Quieres callarte, mi viejo compadre? ––replicó el obispo comprendiendo que la
cuerda estaba muy tirante y sería peligroso romperla. Vivamos cada cual en nuestra esfera respectiva: tú, contando con mi protección y amistad, y yo con tu obediencia. Pagados
puntualmente esos dos tributos, sigamos tan contentos. Baisemeaux reflexionó, y al ver,
de una ojeada, las consecuencias fatales que podía acarrearle la extorsión de un preso por
medio de una orden falsa. puso en parangón aquellas con la orden oficial del general de la
orden, y halló que esta última no le compensaba.
––Mi buen Baisemeaux, sois un mentecato, ––dijo Aramis, que leyó en el pensamiento
de su comensal. ––Perded el hábito de reflexionar, cuando yo me tomo la molestia de
hacerlo pro vos.
––Bueno, sí; pero ¿cómo voy a arreglarme? ––repuso el gobernador después de haberse
inclinado ante un nuevo gesto que hiciera el obispo.
––¡Qué hacéis cuando soltáis a un preso?
––Sigo las instrucciones del reglamento.
––Pues obrad ahora de la misma manera.
––Me presento con el mayor en el calabozo del preso, y yo mismo le acompaño cuando
es personaje de cuenta.
––Marchiali no es nada de eso, ––repuso Aramis con negligencia.
––No lo sé, ––replicó el gobernador con acento que quería decir: A vos os toca probármelo.
––Pues si no lo sabéis, es señal que yo tengo razón; de consiguiente tratad a Marchiali
como si fuera de los ínfimos.
––Seguiré al pie de la letra el reglamento, el cual indica que el carcelero o uno de los
oficiales subalternos debe conducir el preso a la presencia del gobernador, en el archivo.
––Es una disposición muy atinada. ¿Qué más?
––Luego, se devuelven al preso cuantos objetos de valor traía en el instante de la encarcelación, así como los trajes y papeles, salvo orden contraria del ministro.
––¿Qué reza la orden del ministro acerca de Marchiali?
––Absolutamente nada, pues el desventurado entró en la Bastilla sin joyas, sin papeles
y casi desnudo.
––Ya veis que no puede ser más sencillo el caso.
––Quedaos aquí, y que conduzcan el preso al archivo.
Baisemeaux llamó a un teniente, y le dio una consigna, que éste transmitió automáticamente a quien debía.
Media hora después se oyó cerrar una puerta en el patio: era la puerta del torreón que
acababa de soltar su presa. Aramis apagó todas las bujías del comedor, dejando tan sólo
una encendida detrás de la puerta. Aquella luz trémula no permitía fijarse en los objetos,
pues duplicaba los aspectos y los vislumbres con su movilidad.
Se iba acercando el rumor de pasos.
––Salid a recibir a esos hombres, ––dijo Aramis.
El gobernador obedeció, y despidiendo al sargento y a los carceleros, seguido del preso
regresó al comedor, donde con voz conmovida notificó al joven la orden que le devolvía
la libertad.
El preso escuchó sin hacer un gesto ni proferir una palabra.
––Ahora y cumpliendo una formalidad que exige el reglamento, ––añadió el gobernador, ––vais a jurar que nunca jamás revelaréis cuánto habéis visto u oído en la Bastilla.
El preso vio un crucifijo, y tendiendo la mano, juró sólo con los labios.
––Estáis libre, ––dijo Baisemeaux, ––¿adónde pensáis ir?
El joven volvió la cabeza como buscando tras sí una protección con la cual contara de
antemano.
––Aquí estoy, para prestaros el servicio que os plazca pedirme, ––dijo Aramis saliendo
de la penumbra.
––Dios os tenga en su santa guarda, ––dijo el preso con voz tan firme que hizo estremecer al gobernador, tanto cuanto le extrañara la fórmula.
El preso, ligeramente sonrojado, apoyó sin vacilación su brazo en el del obispo.
––¿Os da mala espina mi orden? ––dijo Aramis estrechando la mano a Baisemeaux; ––
¿teméis que la encuentren si vienen a practicar un registro?
––Deseo conservarla, ––respondió el gobernador. ––Si la encontraran en mi casa sería
señal cierta de mi perdición, y en este caso tendría en vos un poderoso auxiliar.
––¿Lo decís porque soy vuestro cómplice? ––repuso Aramis encogiendo los hombros. –
–¡Bah! Adiós, Baisemeaux.
Los caballos aguardaban, sacudiendo, en su impaciencia, la carroza.
El obispo, a quien el gobernador acompañó hasta el pie de la escalinata, subió a la carroza después de haber hecho que se instalara en ella Marchiali, y dijo al cochero esta
única palabra:
––¡Adelante!
La carroza rodó estrepitosamente por el empedrado del patio, precedida de un individuo
que alumbraba el camino con una hacha de viento y daba a cada cuerpo de guardia la orden de dejar libre el paso.
Aramis no respiró durante todo el tiempo que emplearon en abrir los rastrillos, y tal era
el estado de su ánimo, que pudieran haberle oído los latidos de su corazón.
El preso, sepultado en uno de los rincones de la carroza, tampoco daba señales de vida.
Por fin, tras la carroza se cerró la última puerta, la de la calle de San Antonio. A uno y
otro lado se veía el cielo, la libertad, la vida. Los caballos, sujetados por una mano firme,
marcharon al paso hasta el centro del barrio, donde tomaron el trote. Poco a poco, ora
porque se enardecían, ya porque les aguijaban, fueron aumentando su velocidad hasta
que, una vez en Bercy, la carroza, más que por los caballos, parecía arrastrada por el
huracán. Así corrieron los caballos hasta Villanueva de San Jorge, donde estaba preparado el relevo. Ahora, en vez de dos fueron cuatro los caballos que arrastraron la carroza
hacia Melún, no sin hacer un alto en el riñón del bosque de Senart, indudablemente a
órdenes dadas de antemano por Aramis.
––¿Qué pasa? ––preguntó el preso al detenerse la carroza y cual si despertara de largo
sueño.
––Pasa, monseñor, ––respondió Herblay, ––que antes de seguir adelante es preciso que
Vuestra Alteza y yo conversemos un poco.
––Tan pronto se presente ocasión, ––repuso el joven príncipe.
––No puede ser más oportuna la presente, monseñor; nos hallamos en el corazón del
bosque, y por lo tanto nadie puede oírnos.
––¿Y el postillón?
––El postillón de este relevo es sordo mudo, monseñor.
––A vuestra órdenes, pues, señor Herblay.
––¿Os place quedaros aquí en la carroza?
––Sí, estamos bien sentados y le he tomado cariño a la carroza esta; es la que me ha restituido a la liberta.
––Con vuestra licencia, monseñor, falta todavía otra precaución.
––¿Cuál?
––Como nos hallamos en medio del camino real, pueden pasar jinetes o carrozas que
viajan como nosotros, y que al vernos parados, supondrían que nos pasa algún percance.
Evitemos ofertas que nos incomodarían.
––Pues ordenad al postillón que esconda la carroza en una de las alamedas laterales.
––Tal era mi intención, monseñor.
Aramis tocó con la mano al sordo mudo y le hizo una seña. Aquél se apeó inmediatamente, tomó por las riendas a los dos primeros caballos y los condujo, al través de las
malezas, a una alameda sinuosa, en lo último de la cual, en aquella oscura noche, las nubes formaban una cortina más negra que la tinta. Luego el mudo se tendió en un talud,
junto a sus caballos, que empezaron a arrancar a derecha y a izquierda los retoños de las
encinas.
––Os escucho, ––dijo el joven príncipe a Aramis, ––pero ¿qué hacéis?
––Desarmo unas pistolas de las que ya no tenemos necesidad.
EL TENTADOR
––Príncipe mío, ––dijo Aramis volviéndose en la carroza, hacia su compañero, ––por
muy poco que yo valga, por menguado que sea mi ingenio, por muy ínfimo que sea el
lugar que ocupo en la escala de los seres pensadores, nunca he hablado con un hombre de
quien no haya leído en su imaginación al través de la máscara viviente echada sobre
nuestra inteligencia para reprimir sus manifestaciones. Pero esta noche, en medio de la
oscuridad que nos envuelve y de la reserva en que os veo, no me será dable leer en vuestras facciones, y una voz secreta me dice que me costará trabajo arrancaros una palabra
sincera. Os suplico, pues, no por amor a mí, pues los vasallos deben no pesar nada en la
balanza de los príncipes, sino por amor a vos, que grabéis en vuestra mente mis palabras
y las inflexiones de mi voz, que en las graves circunstancias en que estamos metidos,
tendrán cada una de ellas su significado y su valor, como jamás lo habrán tenido en el
mundo otras palabras.
––Escucho, ––repitió con decisión el príncipe, ––sin ambicionar ni temer cuanto vais a
decirme.
Dijo, y se hundió todavía más en los mullidos almohadones de la carroza, no sólo para
sustraerse fisicamente a su compañero, mas también para arrancar a éste aun la suposición de su presencia. Estaban completamente a oscuras.
––Monseñor, ––continuó Aramis, ––os es conocida la historia del gobierno que hoy rige los destinos de Francia. El rey ha salido de una infancia cautiva, oscura y estrecha como la vuestra, con la diferencia, sin embargo, de que en vez de sufrir, como vos, la esclavitud de la prisión, la oscuridad de la soledad y la estrechez de la vida oculta, ha pasado
su infortunio, sus humillaciones y estrecheces en plena luz del implacable sol de la realeza, anegada en claridad en que toda tacha parece asqueroso fango, en que toda gloria parece una tacha. El rey ha padecido, y en sus padecimientos ha acumulado rencores, y se
vengará, lo cual significa que será un mal rey. No digo que derrame sangre como Luis XI
o Carlos IX, pues no tiene que lavar injurias mortales; pero devorará el dinero y la subsistencia de sus vasallos, porque ha padecido injurias de interés y de dinero. Así pues, cuando examino de frente los méritos y los defectos de ese príncipe, lo primero que hago es
poner a salvo mi conciencia, que me absuelve de que le condene.
Aramis hizo una pausa para coordinar sus ideas y para dejar que las palabras que acababa de pronunciar se grabasen hondamente en el espíritu de Felipe.
––Dios todo lo hace bien, ––prosiguió el obispo de Vannes; y de esto estoy tan persuadido, que desde un principio me felicité de que me hubiese escogido por depositario del
secreto que os he ayudado a descubrir. Dios, justiciero y previsor, para consumar una
grande obra necesitaba un instrumento inteligente, perseverante, convencido; y ese instrumento soy yo, que estoy dotado de clara inteligencia, soy perseverante y estoy convencido, yo, que gobierno un pueblo misterioso que ha tomado por divisa la de Dios: “Patiens quia aeternus!”
El príncipe hizo un movimiento.
––Conozco que habéis levantado la cabeza, monseñor, ––prosiguió Aramis, ––y que os
admira que yo gobierne un pueblo. No pudisteis imaginar que tratabais con un rey. ¡Ah!
monseñor, soy rey, es verdad, pero rey de un pueblo humildísimo y desheredado: humilde, porque sólo tiene fuerza arrastrándose; desheredado, porque en este mundo casi nunca
cosecha el trigo que siembra, no come el fruto que cultiva. Trabaja por una abstracción,
reune todas las moléculas de su poder para formar con ellas un hombre, y con las gotas de
su sudor forma una nube alrededor de ese hombre, que a su vez y con su ingenio debe
convertirla en una aureola abrillantada con los rayos de todas las coronas de la cristiandad. Este es el hombre que está a vuestro lado, monseñor; lo cual equivale a deciros que
os he sacado del abismo a impulsos de un gran designio, y que en mi esplendoroso designio quiero haceros superior a las potestades de la tierra y a mí.
––Me habláis de la secta religiosa de la cual sois la cabeza, –– dijo el príncipe tocando
ligeramente en el brazo de Aramis. –– Ahora bien, de lo que me habéis dicho resulta, a
mi modo de ver, que el día que os propongáis precipitar a aquel a quien habréis encumbrado, lo precipitaréis, y tendréis bajo vuestro dominio a vuestro dios de la víspera.
––No, monseñor, ––replicó el obispo; ––si yo no tuviese dos miras, no habría arriesgado una partida tan terrible con vuestra alteza real. El día que seréis encumbrado, lo estaréis para siempre; al poner el pie en el estribo, todo lo derribaréis, todo lo arrojaréis tan
lejos de vos, que nunca jamás su vista os recordará ni siquiera su derecho a vuestra gratitud.
––¡Oh! caballero.
––Vuestra exclamación, monseñor, es hija de la nobleza de vuestro corazón. Gracias.
Tened por seguro que aspiro a más que a la gratitud; tengo la certidumbre de que, al llegar vos a la cima, me juzgaréis todavía más digno de vuestra amistad, y que ambos obraremos tales portentos, que serán recordados de siglo en siglo.
––Decidme sin reticencias lo que soy actualmente y qué os proponéis que sea en el día
de mañana, ––repuso el príncipe.
––Sois el hijo del rey Luis XIII, hermano del rey Luis XIV, y heredero natural y legítimo del trono de Francia. Conservándoos junto a él, como ha hecho con su hermano menor Felipe, el rey se reservaba el derecho de ser soberano legítimo. Sólo Dios y los médicos podían disputarle la legitimidad. Los médicos prefieren siempre al rey que reina al
que no reina, y Dios no obraría bien perjudicando a un príncipe digno. Pero Dios ha permitido que os persiguieran, y esa persecución os consagra hoy rey de Francia. ¿Os lo disputan? prueba que tenéis derecho a reinar; ¿os secuestran? señal que teníais derecho a ser
proclamado; ¿no se han atrevido a derramar vuestra sangre como la de vuestros servidores? es que vuestra sangre es divina. Ved ahora lo que ha hecho en vuestro provecho
Dios, a quien tantas veces habéis acusado de haberos perseguido sin descanso. Mañana, o
pasado mañana, a la primera ocasión, vos, fantasma real, retrato viviente de Luis XIV, os
sentaréis en su trono, del que la voluntad de Dios, confiada a la ejecución del brazo de un
hombre, lo habrá precipitado sin remisión.
––Comprendo, no derramarán la sangre de mi hermano.
––Sólo vos seréis el árbitro de su destino.
––El secreto que han abusado respecto de mí...
––Lo usaréis vos para con él. ¿Qué hacía él para ocultarlo? Os escondía. Vivo retrato
suyo, descubriríais la trama urdida por Mazarino y Ana de Austria. Vos tendréis el mismo
interés en guardar bajo llave al que, preso, se os parecerá, como vos os parecíais a él
siendo rey.
––Vuelvo a lo que os decía. ¿Quién lo custodiará?
––El mismo que os custodiaba a vos.
––Y decidme, ¿quién está en ese secreto, aparte de vos que lo habéis vuelto en mi provecho?
––La reina madre y la señora de Chevreuse.
––¿Qué harán?
––Nada, si vos queréis.
––No entiendo.
––¿Cómo van a conoceros si vos obráis de modo que no os conozcan?
––Es verdad; pero hay otras dificultades más graves todavía.
––¿Cuáles?
––Mi hermano está casado, y yo no puedo quitarle su mujer.
––Haré que España consienta en un repudio, está bien con vuestra nueva política y con
la moral humana. Así saldrá beneficiado todo lo noble y útil.
––El rey, secuestrado, hablará.
––¿A quién? ¿A las paredes?
––¿Llamáis paredes a los hombres en quienes tendréis vos depositada vuestra confianza?
––En caso necesario, sí. Por otra parte, los designios de Dios no se detienen en tan buen
camino. Un plan de tal magnitud se completa con los resultados, como un cálculo geométrico. El rey, secuestrado, no constituirá para vos el obstáculo que vos para el soberano
reinante. Dios ha dotado de un alma orgullosa e impaciente a vuestro hermano, a quien,
además, ha enervado, desarmado con el goce de los honores y el hábito del poder soberano. Dios, que tenía dispuesto que el resultado del cálculo geométrico de que os he hablado fuese vuestro advenimiento al trono y la destrucción de cuanto os es perjudicial, ha
decidido que el vencido acabe sus sufrimientos a poco de haber vos acabado con los
vuestros. Dios ha preparado, pues, el alma y el cuerpo del rey para la brevedad de la
agonía. Vos, aprisionado como un particular, secuestrado con vuestras dudas, privado de
todo, con el hábito de una vida solitaria, habéis resistido; pero vuestro hermano, cautivo,
Descargar el documento (PDF)
alejandro-dumas-el-hombre-de-la-mascara-de-hierro (1).pdf (PDF, 1.5 MB)
Documentos relacionados
Palabras claves relacionadas
senor
porque
repuso
orden
herblay
gobernador
monsenor
baisemeaux
aramis
athos
preso
bastilla
artagnan
vuestra
quien