El Cid Campeador Simplemente Rodrigo 5C .pdf



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Autor: Carlos del Solo

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El Cid Campeador
Simplemente Rodrigo
Carlos del Solo

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A María José (o Mari Pepi, como yo la llamo)
por caminar a mi lado y leerme todos los días.
A mi hija María Teresa.
A mis padres Carlos y María del Carmen.

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Primera Parte

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I - Primavera del año 1063
Ramiro I de Aragón sitia la ciudad de Graus

Nunca pensé que una batalla fuese algo tan encarnizado. Hasta ahora,
sólo había tenido contacto con las armas en los entrenamientos junto a mi
buen amigo el príncipe Sancho...
Ahora, era distinto, muy distinto. En los entrenamientos, no veía correr
la sangre de esta manera. Quizás la sangre de algún pequeño corte o
rozadura, pero nada de importancia. En estos momentos, estoy viendo como
los miembros de los combatientes son cercenados, las cabezas con el cuello
casi cortado se tuercen hacia un lado y el cuerpo, que ya casi no las
sostiene, se derrumba chocando contra el suelo. El campo es un barrizal,
pero no es agua la que convierte la tierra en lodo, es la sangre... Gritos, se
oyen gritos por todas partes. Lamentos y lloros. Sonidos desgarradores...
Sancho me había dicho que su padre Fernando, el rey, le había
comunicado que el regente de la Taifa de Zaragoza, el musulmán AlMuqtadir Billah, había solicitado ayuda, ya que el rey de Aragón, Ramiro,
había sitiado la ciudad de Graus. Nuestro rey no se puede negar, ya que la
taifa de Zaragoza paga religiosamente sus parias y, como contra prestación,
hay que acudir en su ayuda cuando lo requiere con motivos justificados.
—Rodrigo, me ha dicho mi padre que debo acudir en ayuda del rey moro
Al-Muqtadir, de la taifa de Zaragoza. Como sabes, es una de las taifas que
paga religiosamente la paria impuesta por mi padre para su protección.
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Parece que Ramiro, mi tío, rey de Aragón, ha puesto sitio a la ciudad de
Graus. No sé cuándo van a acabar estos líos de familia. Por algo llaman a
mi tío "el belicoso". ¡Qué afán tiene de conquistar todo lo que le rodea!
—Ya decía yo, Sancho, que te veía venir preocupado. Sabes que me
gustaría ir contigo y entrar en batalla. Quiero empezar a poner en práctica
todo lo que he aprendido contigo aquí en la corte. En cierto modo, pienso
que ya estoy preparado para lo que pueda acontecer en el campo de batalla.
—Ja, ja, ja. Rodrigo, ya me imaginaba que me dirías esto. Le he pedido
permiso a mi padre para poder llevarte y no ha puesto inconveniente. Eso
sí, me ha dicho que debes tener cuidado; una cosa es el patio de armas de la
fortaleza, con sus entrenamientos, y otra cosa muy distinta es estar metido
en el campo de batalla. Me ha pedido que te vigile, cree que eres de un gran
valor futuro para el reino. Se te ve valeroso y fiel a la corona. Está
convencido de que serás un guerrero importante, pero que, de momento, te
queda mucho por aprender. Así que sí, vendrás conmigo a cumplir con lo
que se me ha encomendado, pero prométeme obedecer lo que te diga en
todo momento. No quiero perder a mi mejor amigo.
—No te preocupes, príncipe. Estaré a tu lado y procuraré aprender todo
lo posible de la experiencia.
—Y, por cierto, Rodrigo, despídete bien de tu amiga esta noche, ya que
pasarás una buena temporada sin verla. Ja ja ja. Algún día conseguiré que
me cuentes de quién se trata.
Qué razón tenía mi príncipe y amigo Sancho, sólo el trayecto hasta
Graus nos ha llevado veintiséis días desde la corte en León. Más de cien
leguas de distancia son muchas para la infantería y los carros con las
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provisiones. No podíamos apretar más el paso y rezábamos para que la
fortaleza de Graus siguiese aguantando los envites de Ramiro.
Es 8 de mayo de 1063 y ya vemos en la lejanía la peña del Morral y la
muralla del castillo construido por los sarracenos. Se oyen los estruendos
desde aquí. Los de Ramiro están acampados en el llamado campo de
Zapata. No deben de ser más de dos mil hombres entre infantería y
caballería. Nosotros traemos pocos más de mil, veremos cómo se desarrolla
la contienda.
Sancho empieza a dar órdenes a sus oficiales. Yo permanezco a su lado,
en mi montura, intentando comprender todo lo que veo.
—¡Qué la caballería se coloque en vanguardia! Los arqueros detrás y
que la infantería se quede a retaguardia. ¡Vamos!
Con movimientos ordenados, todo el ejército se coloca en sus
posiciones. Nunca había visto en persona cómo se producía la formación de
ataque; me la habían explicado en infinidad de ocasiones, pero verlo con
mis propios ojos...
Las tropas de Ramiro ya se han percatado de nuestra presencia hace rato
y hacen lo propio. Pararon el lanzamiento de piedras contra la fortaleza y se
han preparado para la batalla. Desde esta distancia, no distingo bien lo que
están haciendo, la polvareda que se ha montado con los movimientos de los
ejércitos no me permiten ver con claridad.
Se hace el silencio, sólo se escucha el castañetear de algunos dientes,
supongo que por el miedo y el relincho de algún caballo. Parece que, poco a
poco, el polvo se está dispersando, va cayendo a su lugar de origen, la
tierra, y ya veo con más claridad las tropas del aragonés. Tienen al frente a
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su infantería, con escudos y lanzas, preparada para la embestida de la
caballería. Estamos todavía muy lejos. No tiene sentido, creo yo, que los
arqueros empiecen su trabajo.
—¡Avanzamos! Despacio. Quiero ver las reacciones del aragonés. Me
imagino que se esperaba nuestra visita —grita el príncipe castellano ya con
el yelmo bajado y tapándole parte de su cara.
Sin saber muy bien cómo es posible, empezamos a oír un estruendo de
caballería a nuestras espaldas. El rey Ramiro debía de saber, desde hace
tiempo, de nuestra llegada y nos tenía preparada su sorpresa. Es un rey
versado en mil batallas y no se iba a dejar sorprender. Su caballería ligera se
aproximaba al galope hacia nuestra retaguardia. Sancho empieza a dar
órdenes para organizar la defensa.
—¡Infantería, media vuelta! ¡Posición de defensa! ¡Escudos al frente!
Todo esto pilla por sorpresa a nuestras tropas. Nuestra caballería rompe
filas e intenta llegar al nuevo frente de batalla. Se quedan los arqueros
detrás de la tropa donde antes se encontraba la vanguardia. ¡Menudo caos
que se ha montado! La infantería del aragonés comienza su avance.
Estamos siendo atacados por dos frentes y en un terreno que desconocemos.
Acabábamos de llegar y no nos ha dado tiempo a estudiarlo.
—¡Arqueros, cargad y disparad!
Pero los arqueros están atemorizados, ya que ven acercarse a la carrera a
cientos de soldados que han dejado en su posición original sus lanzas y
llevan en sus manos el escudo y la espada, mientras gritan como poseídos
por el diablo.
—Rodrigo, esto tiene mala pinta. Pensaba pillar a mi tío por sorpresa,
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pero es perro viejo y el que me ha pillado por sorpresa ha sido él a mí. Va a
hacer una carnicería con nosotros, como no sepamos reaccionar. Y
reconozco que no sé muy bien qué acción tomar. ¡Se admiten ideas, amigo
Rodrigo! —grita Sancho para poder ser oído.
—Príncipe Sancho, su caballería ligera ataca a nuestra infantería. Ordena
resistir como sea. Organiza a nuestra caballería y que ataquen a su
infantería que viene a la carrera, ya sin lanzas, que es lo más peligroso para
nuestros caballeros. Que los arqueros se den media vuelta, se coloquen
detrás de nuestros infantes y que lancen sus flechas contra los caballeros del
aragonés. Si conseguimos que sus tropas de caballería sufran importantes
pérdidas, podrás dedicar la infantería a ayudar a nuestros caballeros contra
sus infantes. ¡Pero ya!
Sancho da las órdenes oportunas para poner en práctica mi idea de cómo
afrontar la situación. Mi cuerpo empieza a temblar por la responsabilidad
que me acabo de echar encima diciendo, en esta situación, lo que pensaba
que había que hacer. Intento concentrarme; en breve, me vería inmerso en
una batalla y si quería permanecer con vida, tendría que estar en plenas
condiciones mentales.
La caballería vuelve hacia atrás para encontrarse con la infantería
atacante. Los arqueros se ponen en la retaguardia de nuestros infantes y
comienzan a lanzar sus flechas hacia los caballeros que comienzan a caer
de sus cabalgaduras. La infantería aragonesa empieza a titubear al ver a
nuestra caballería pesada avanzar sobre ellos, pero ya es tarde y el choque
es inminente.
Gritos ensordecedores. Los caballeros con sus grandes espadas empiezan
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a despedazar a los atacantes de a pie. Los infantes enemigos son muchos y
también consiguen infringir graves daños sobre nuestros hombres a caballo.
Entre varios, se lanzan sobre nuestros caballos y los tumban para después,
utilizando sus espadas, cortar miembros y cabezas. La caballería enemiga
ha sido bastante diezmada, aunque se dirige por uno de nuestros flancos
hacia el lugar en el que su infantería se encuentra con nuestros caballeros
luchando a muerte. Nuestros arqueros se echan hacia los lados y la
infantería castellana se dirige a la carrera hacia el lugar de la lucha. Sancho
y yo mismo nos vemos rodeados por todos los lados de soldados; de
soldados de ambos bandos. Utilizando nuestras espadas, vamos
quitándonos de encima a todos los infantes aragoneses que se nos
aproximan. Estoy salpicado de sangre. En varias ocasiones, he tenido que
limpiarme la cara con la manga, ya que no podía ver. Sangre por todas
partes, gritos, hombres llorando y mirando horrorizados sus miembros
esparcidos. Lodos de sangre por el suelo. Mandobles de espada por aquí,
por allí. Veo a Sancho y está igual que yo. No sé a cuántos hombres he
podido herir o matar; tengo el brazo derecho dolorido de tanto manejar la
pesada espada.
Se acercan varios aragoneses y empujan mi caballo. Me caigo al suelo y
me levanto inmediatamente. No me ha aplastado mi caballo de casualidad.
Se abalanzan sobre mi varios soldados. Aprieto los dientes y me abalanzo
yo sobre ellos, gritando y con los ojos fuera de mis órbitas. No sé cómo,
pero, uno tras otro, van cayendo a mi alrededor. ¡Quieren matarme, pero no
se lo permitiré! Llega un momento en el que me veo rodeado de infantes
aragoneses, pero no se atreven a acercarse. Tengo mi alrededor todo lleno
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de cadáveres de sus compañeros. Les miro, grito, aprieto los dientes y me
lanzo hacia varios de ellos. Pongo la espada en alto amenazándoles. Salen
despavoridos.
Suenan cuernos en el campo aragonés, son sonidos de retirada. El rey
aragonés, Ramiro, ha sido herido de muerte. Las tropas aragonesas se
retiran hacia su retaguardia a la carrera. ¡Hemos ganado la batalla!
Parece ser que un morisco disfrazado de castellano se ha acercado a
Ramiro hasta llegar junto a él. El morisco con armadura y yelmo sólo
dejaba ver sus ojos y, en un descuido del rey, le ha clavado su lanza en un
ojo. El rey había caído al suelo herido de muerte y el atacante empezó a
gritar: «¡El rey ha muerto! ¡El rey ha muerto!».
Busco a Sancho a mi alrededor. Cuando le diviso, observo que también
le habían derribado de su caballo. Al igual que a mí, no se le veía el metal
de sus defensas, ya que está todo cubierto de sangre y sudor. Lo encuentro
apoyado en su espada, tan exhausto como yo. Nos abrazamos.
Sancho levanta la espada y grita:
—¡Victoria! —y, al unísono, los castellanos lanzan el mismo grito.
Buscamos nuestras monturas con la esperanza de que sigan en este
mundo. Casualmente, localizamos a nuestros caballos, que siguen vivos, y
nos subimos a ellos después de acariciarlos durante un rato para que se
tranquilizaran. Sancho, en mi compañía y la de sus oficiales, encabeza la
marcha hacia el campamento aragonés. Los soldados, que antes tenían
sitiada la fortaleza de Graus, se encuentran con una rodilla en el suelo, sin
sus armas, con la cabeza gacha, mientras pasamos delante suyo.
Sancho se dirige hacia la tienda real. Yo me quedo en puertas. Allí está el
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rey Ramiro, tumbado en su camastro, con la cara totalmente desfigurada y
llena de sangre. No está muerto, pero tardará pocas horas en morir.
Mi amigo, subido a una gran piedra, se dirige a los aragoneses:
—¡Aragoneses! Vuestro rey está fatalmente herido. Recoged vuestras
pertenencias y abandonad estas tierras. Llevad a vuestro rey con vosotros y
así poder darle cristiana sepultura. Recordad que estas tierras están
protegidas por Fernando, rey de Castilla y León, y nunca permitirá que sean
ocupadas por ejército enemigo alguno. Dad mis condolencias a la familia
real aragonesa por la muerte de mi tío.
Se oyen gritos de júbilo dentro de las murallas de la ciudad de Graus.
Llevaban mucho tiempo asediados y, probablemente, no les quedaba mucho
tiempo para haber claudicado, permitiendo la entrada de las tropas
aragonesas.
Los integrantes del ejército de Aragón parten y dejan montado su
campamento. Aprovechamos las infraestructuras dejadas para que nuestros
soldados se puedan acomodar y tener un sitio donde reposar cómodamente
durante unos días. Llevan casi un mes de viaje más una dura y encarnizada
batalla, por lo que necesitan y se merecen un descanso.
Los monjes, que nos han acompañado en la travesía, con sus viejas
túnicas y una cruz en la mano, van por el campo de batalla parándose en
cada caído y rezando sus plegarias. Ya hay algunos cuervos posados en los
cadáveres picando sus ojos y arrancándoselos de cuajo. Triste imagen.
Mucho me hará pensar en los próximos días todo lo sucedido.
Sancho, sus oficiales principales y yo mismo nos alojamos en la ciudad.
Somos agasajados por los anfitriones que están sumamente agradecidos por
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haber sido rescatados del asedio. Mientras permanecemos en la ciudad, los
pobladores se encargan de los caídos en la batalla. Levantan montañas de
cadáveres para ser quemados, no sin antes despojarles de todo lo que
pudiese tener valor para ellos. Los caballos muertos en la batalla son
troceados y llevados por los campesinos para ser consumidos como carne.
¡Cómo me alegro de ver mi caballo sano y salvo!, regalo de mi familia de
Vivar.
Cuando contaba con catorce años, murió mi padre. Su deseo era que me
formase como caballero en la corte. Debido a la amistad de mi familia con
el rey Fernando, su hijo, y amigo mio, Sancho vino al entierro. Después de
ver como mi padre desaparecía en la tierra, mientras los gritos de dolor
surcaban el aire, partí con Sancho hacia la corte. Mi madre me dio la espada
de mi padre y su mejor caballo entre sollozos. Había perdido a su marido y
ahora su hijo se iba lejos.
—Rodrigo, tu padre se sentía muy orgulloso de ti. Lleva su espada con
honor y, por favor, hazme saber de ti de vez en cuando. Te quiero, hijo.
Cuídate.
—Madre, llevaré siempre conmigo a padre y prometo escribirte para
contar como me va la vida, así como los progresos que vaya haciendo.
Pero, por favor, escríbeme tú también para saber qué tal estás. Te echaré
mucho de menos, madre.
Permanecemos diez días de descanso en la ciudad de Graus. Estos
moriscos sí que saben disfrutar de la vida. Bellas mujeres con ropas de seda
bailaban para nosotros de manera sensual, mientras nosotros hacíamos
cuenta de las viandas que se nos servían. No estamos acostumbrados los
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cristianos a esto. Los adornos de paredes, las vajillas, los muebles, todo es
de una belleza incomparable. Creo que sería capaz de acostumbrarme a
vivir así. Tenemos mucho que aprender de ellos. Son capaces de hablar de
la luna y las estrellas. Son versados, les gusta leer y formarse. Parecemos
bestias a su lado o, al menos, es lo que a mí me parece.
Una vez transcurridos los diez días, abandonamos el lugar rumbo de
nuevo a la corte en León.

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II - En la corte de León

Ya vamos de camino hacia León. Nos tomaremos la vuelta con más
calma o, al menos, eso me ha dicho Sancho.
—Ahora, Rodrigo, no tenemos prisa. No apresuraremos tanto el paso
como cuando íbamos en auxilio de Graus.
—Sancho, yo reconozco que estoy deseando llegar. Escribiré a mi madre
para contarle lo acontecido. Seguro que han llegado noticias a Vivar del
asedio de Graus y de que hemos acudido en su ayuda. Con toda
probabilidad, estará preocupada y será un alivio para ella saber que estoy
bien.
—Bueno, no tengas prisa, disfruta del viaje sin agobios. En la ida, te
veía muy nervioso, supongo que es normal porque te dirigías a tu primera
batalla real. Ahora, te diriges a la corte, relájate y disfruta del camino. Si
quieres, enviamos un emisario para que haga llegar una nota a tu madre y le
digan que estás perfectamente, comunicándole que la escribirás con más
tranquilidad cuando llegues a León.
—Gracias, Sancho.
—Por cierto, todo el mundo habla de la bravura con la que te
comportaste en la batalla. Se nota que has tenido buen profesor. Ja, ja, ja.
Bueno, fuera de bromas, te agradezco que me ayudases a salir del paso
cuando nos vimos atacados por la retaguardia. Reconozco que me quedé
totalmente bloqueado y, en esos difíciles momentos, me fuiste de gran
ayuda. Así que las gracias te las tengo que dar yo a ti.
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—Sancho, tengo que meditar mucho sobre lo que hemos pasado estos
días. La guerra es horrorosa y he visto cosas que ni me podía imaginar.
También, me he dado cuenta de que tengo mucho que aprender. Si algún día
quiero ser capaz de comandar un ejército, debo formarme, pero no solo en
el uso de las armas, que también, sino en la dirección de los soldados, las
estrategias y demás. Estoy convencido de que no sólo es importante tener
un gran ejército, también es muy importante saber comandarlo con
precisión y con astucia. Creo, firmemente, que la planificación y estudio
pueden dar grandes frutos y hacer ganar las batallas. Cuando esté en la
corte, no sólo me voy a esforzar en fortalecer mi cuerpo y manejar con
maestría las armas, también voy a intentar formarme en todo lo referente a
la guerra. He visto gran cantidad de libros y manuscritos en la corte que
versan sobre dichos temas. Libros no sólo castellanos, también he visto
algunos árabes y creo que estos últimos serán también de gran importancia.
Me ha quedado claro que los moriscos son eruditos en muchas materias y,
probablemente, también lo sean en el arte de la guerra.
—Rodrigo, creo que mi padre, el rey, tiene razón contigo. Siempre dice
que serías un gran valor para el reino. Yo digo más, ya lo eres. Has luchado
bien, los soldados te han visto y, muchos de ellos, ya te admiran. El
comentario generalizado es que si ya, con dieciocho años, luchas y te
comportas así, dentro de unos años serás un líder. Seguro que tu actitud te
llevará a ser un gran comandante de los ejércitos del reino. Al menos, si yo
llegase a ser rey, dios quiera que dentro de muchos años, me gustaría contar
contigo.
La travesía no tuvo ningún contratiempo. Me dediqué a charlar con
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Sancho de cosas banales, de anécdotas de la batalla, de los paisajes que
íbamos viendo en nuestro camino. Y a pensar. A pensar como convertirme
en alguien de quien mi padre, que en gloria esté, y mi madre estuviesen
orgullosos. Alguien de quien yo mismo estuviese orgulloso por servir bien a
mi rey y a mi dios.
Por cierto, qué bonitas son las tierras de Castilla y León.
Esta vez, hemos tardado treinta días en la travesía desde Graus hasta
León.
Queridísima madre,
Lo primero que quería decirte es que te echo mucho de menos. Aquí,
aunque tengo grandes amigos, el mejor de ellos Sancho, me acuerdo
siempre de tus buenas palabras, de tus caricias y de tus consejos. También
me acuerdo mucho de padre.
Como ya sabrás, hemos acudido a la ayuda de la ciudad de Graus.
Pertenece a la taifa de Zaragoza y siempre cumple con sus pagos de parias
al rey. Pues bien, el rey Ramiro de Aragón, que en paz descanse, puso sitio
a la ciudad y el rey Fernando se vio en la obligación de mandar a su
ejército en su ayuda. Sancho solicitó a su padre el llevarme con él y el rey
accedió.
De camino hacia Graus, estaba bastante nervioso, pues me encaminaba
a la batalla. Me he preparado duramente durante estos cuatro años que he
permanecido en la corte, pero no me había enfrentado con los avatares de
una batalla real.
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La guerra es muy triste, mamá, he visto cosas que ni me podía imaginar.
Siempre que se habla de las batallas parece que todo es glorioso, pero no
cuentan las miserias de la guerra. No quiero entrar en detalles contigo de
lo que se vivió, así que lo dejaré ahí.
Quiero decirte que tanto Sancho como el resto de oficiales del ejército
me felicitaron por mi comportamiento en la batalla. Llevé la espada de
padre y el caballo que tu me regalaste. Tanto lo uno como lo otro han
vuelto conmigo. En algún momento, temí por mi caballo, pero, finalmente,
al terminar la batalla, lo encontré asustado, pero sano y salvo.
El rey Ramiro de Aragón fue muerto por un soldado morisco disfrazado
de cristiano. Luego, me enteré que el soldado en cuestión se llama
Sadadah y que, con ropaje de soldado cristiano así como el yelmo que sólo
dejaba ver sus ojos, se acercó al rey y le clavó la lanza en un ojo. Tengo
que reconocer que, por un lado, me parece una muerte sin honor y fruto de
engaño, pero, por otro lado, debido a dicho incidente, las tropas
aragonesas se retiraron y se evitaron muchas muertes en ambos bandos.
Dicen que no hay mal que por bien no venga. El rey aragonés no murió en
el acto, pero duró poco tiempo.
Yo, que no te lo he dicho y debería haber sido lo primero en contarte,
estoy bien. No sufrí herida alguna de importancia en la batalla. Algún
rasguño del que ya no quedan restos. Espero que te llegasen las noticias de
mi estado por el emisario que te envió el príncipe Sancho. Se porta muy
bien conmigo y, debido a mi preocupación por informarte, me dijo que te
enviaría una nota tranquilizadora.
Ahora, he decidido seguir formándome en este arte de batallar que
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parece que es para lo que estoy dotado y para lo que me animó padre
cuando estaba en vida. Creo que cuanto mejor formado esté, más lejos
llegaré en este menester y más protegida estará mi propia vida en los
lances en los que me encuentre en el futuro.
Con todas las cosas que me están pasando, se me olvidó preguntarte:
¿Qué tal te encuentras? ¿Todo sigue bien? Vaya hijo más desagradecido
que tienes, no piensa más que en contarte sus aventuras y preocupaciones
sin preocuparse por el estado de su madre.
Bueno, pues creo que tampoco tengo mucho más que contarte. Espero
ansioso tus prontas noticias y deseando que todo vaya bien por Vivar, me
despido,
Tu hijo Rodrigo en León a 25 de Junio de 1063.

Después de poner la lacra en la carta, con el sello de mi padre, la entrego
para que, cuando salgan los mensajeros, la lleven a Burgos y esté en manos
de mi madre lo antes posible.
Los días en la corte pasan tranquilos. Parte de mi tiempo lo paso con los
entrenamientos y preparación en el arte de la guerra. Cada vez soy más
experto en lo referente a la batalla a caballo, manejo de la espada, tiro con
arco y uso de la lanza. Todo el mundo se sorprende de lo rápido que
aprendo y de como me muestro capaz de librarme del ataque de varios
adversarios a la vez. Reconozco que, a parte del entrenamiento físico, me
dedico a la lectura de manuscritos en los que detallan los pormenores de la
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lucha individual y cómo actuar en cada ocasión o circunstancia. Al estar
llenos de dibujos explicativos, no tengo muchos problemas en coger la idea
de cada uno de los movimientos que explican en sus textos. Comprendo que
la fuerza bruta de la que se jactan bastantes caballeros es fácilmente
contrarrestada con conocimientos. Con dicha formación intelectual y su
posterior práctica en el patio de entrenamiento, consigo formarme en
técnicas en las que, mediante sencillos movimientos, hacen perder el
equilibrio al adversario y aprovechan su fuerza en su contra; le ponen
nervioso y hacen que pierda el combate cuerpo a cuerpo con relativa
facilidad. Mentalmente, repito lo aprendido y, en la soledad de la
habitación, reproduzco una y otra vez los movimientos, mientras imagino el
adversario que me ataca.
También, busco toda la información que puedo, referente a la
preparación de la batalla y estrategias. Encontré algunos manuscritos
moriscos que hacen referencia a sus tácticas de combate. Aunque tengo
conocimientos de su escritura, he tenido que recurrir a traductores para que
me tradujeran lo que en ellos pone. Quizás sea en esos manuscritos
moriscos donde he encontrado información de más interés para mí. En
general, los ejércitos cristianos son muy caóticos e indisciplinados. La parte
más importante del ejercito en la batalla está formada por la caballería y, en
el caso cristiano, la forman caballeros nobles o adinerados que buscan la
fama y el propio prestigio, más que la obediencia al comandante y el
objetivo común de la batalla. Saqué como conclusión que para ganar
batallas, aunque es importante el número de efectivos, es muy importante la
preparación, estudio del terreno, estrategia, obediencia de los soldados e
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incluso la impresión dada al enemigo. Puede haber batallas que se ganen
incluso antes de lanzar una sola flecha porque el enemigo queda
impresionado por nuestra manera de actuar.
Pasa casi un año y llegan noticias de que los ejércitos del rey Fernando
han reconquistado Coímbra, que estaba en manos musulmanas. Parece ser
que el mozárabe, hijo de judíos, Sisando Davídiz, había convencido a
nuestro rey de la conveniencia de conquistar Coímbra. Según me han
contado, Sisando había sido educado en Córdoba y llegó a tener puestos de
gran importancia en Sevilla. Debido a todo ello, después de la toma de la
plaza, nuestro rey lo nombró conde y le dio el gobierno del nuevo condado
de Coímbra. Parece ser que hay planes de hacer que la ciudad florezca cada
vez más, construyendo varios castillos y ampliando los dominios por la
zona. Fue buena decisión la de reconquistar la ciudad y poner enfrente de la
misma a Sisando.
Veo a Sancho venir hacia mí con cara de enfado. ¿Qué habrá pasado esta
vez con su padre y sus hermanos? Siempre que le veo con esa cara es
porque su padre a vuelto a demostrar que, aunque él es el hermano mayor,
Alfonso es el preferido de su padre. No me voy a librar de escucharle.
—¡Mi padre me la ha vuelto a jugar! Nos ha dicho que, debido a que
cada vez su salud va a peor, ha hecho testamento. ¡No te lo podrás creer!
Con sus decisiones, lo único que va a conseguir es que sus hijos se maten
los unos a los otros y que todo el trabajo que se ha realizado hasta ahora
para intentar hacer de este reino algo grande y floreciente se eche por tierra.
¡No lo entiendo! Sé que existen las tradiciones, pero esto pasa de castaño a
oscuro. Y encima, como siempre, Alfonsito es su preferido y le deja la joya
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de la corona. No sé qué va a suceder cuando fallezca mi padre, pero la
verdad es que no auguro nada bueno ni para el reino ni para sus hijos.
—Tranquilízate, Sancho. Tampoco será tan grave. ¿Qué decisiones ha
tomado tu padre?
—¿Qué me tranquilice? Mira, a Alfonsito le deja el reino de León, la
joya de la corona, con las parias de la taifa Toledo —Sancho hace un sonido
similar al que puede hacer un perro rabioso—. A mí me deja Castilla con las
parias de la taifa de Zaragoza. Galicia y Portugal a nuestro hermano García
con las parias de Badajoz y Sevilla —vuelve a gruñir— y a mis hermanas
Urraca y Elvira les lega las ciudades de Zamora y Toro con sus
correspondientes rentas. ¡Menudo desaguisado! Y ya sabes que, encima, mi
hermana Urraca tiene preferencias por Alfonso, con lo que veremos como
acaba la cosa. Podríamos tener un reino floreciente y mi padre se dedica a
hacerlo trozos. Encima, con lo bien que nos llevamos, veremos si no
aprovechan los moriscos del sur para atosigarnos y hacernos perder terreno
—gruñe de nuevo—. Por cierto, también me ha dicho que la próxima
semana te nombrará caballero. Está muy sorprendido por tus progresos y
sabe de tu lealtad a la corona. ¡Enhorabuena!
—Bueno, Sancho, gracias, en primer lugar, por la grata noticia de mi
nombramiento. Sabes que lo deseaba con toda mi alma y no os defraudaré.
Por otro lado, no te ofusques, las costumbres de los reyes cristianos siempre
han sido esas: legan sus dominios a todos sus hijos, siempre los parten y
reparten. No te tendría que extrañar, en cierto modo es comprensible: un
padre debe tener complicado dejar todo a un hijo y nada a los otros. Yo
también entiendo que, probablemente, para el reino, no es lo mejor, pero
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iremos viendo cómo se desarrollan los acontecimientos. Quizás, entre
hermanos, lleguéis a entendimientos y los reinos, con el tiempo, se puedan
volver a unir. Ten paciencia.
—Seguro que se me pasará, amigo Rodrigo, pero me temo que, cuando
falte mi padre, va a haber más que palabras entre hermanos y eso es muy
triste. Por cierto, haz preparativos para partir. El rey viaja a Zamora por
unos asuntos y quiere que vayamos con él. Allí, en Zamora, será donde te
nombre caballero.
Así que partimos a Zamora con el rey Fernando. Contando al rey, somos
veinte jinetes a caballo y nos lleva un par de días llegar a la ciudad
zamorana. Podíamos haber tardado bastante menos, pero el rey tenía
dolores por todo el cuerpo y realizamos bastantes paradas de descanso.
Mira que le habían recomendado al rey no viajar, pero él se empeñó y ahora
estaba pagando las consecuencias. El rey cuenta ya cuarenta y ocho años de
edad, no es ningún joven para hacer estas travesías a caballo.
¡Qué emoción! En la iglesia de Santiago, situada fuera de los muros de
la ciudad de Zamora, enfrente del castillo que ordenó construir el rey
Fernando, estoy rodilla en suelo y frente a mí, nuestro amado rey. Como
dicta la norma de caballería, he ayunado durante todo un día y aunque
debiera tener hambre, la verdad es que tengo el estómago encogido. Me he
pasado toda la noche rezando y dando gracias a Dios por todo lo que me
está concediendo en mi vida y la dicha que siento por ser nombrado
caballero cristiano. Esta mañana, me he confesado y he tomado la
comunión. También han sido bendecidas mis ropas, espada y armadura. Voy
ataviado con mi armadura, así como capa y cinturón blancos. Tengo escudo
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y yelmo en el suelo, a mi derecha. La espada que me dio mi madre, y que
pertenecía a mi padre, está en las manos del rey. Intento controlarme para
que no se me salten las lágrimas. ¡Qué orgulloso estará mi padre en estos
momentos, viéndome desde la gloria que, seguro, le ha concedido nuestro
señor Jesucristo! Me produce una gran pena que no pueda estar aquí
conmigo. También pienso en mi madre, no tuve tiempo ni de avisarle de
que iba a ser nombrado caballero. Casi mejor, ya que se habría empeñado
en venir a Zamora y ya está mayor para estos andares. Le escribiré una
carta contando la buena nueva cuando me encuentre de nuevo en León.
—Yo, Fernando I de León, Castilla, Galicia y Portugal me encuentro
aquí, apadrinando el nombramiento como caballero de Don Rodrigo Díaz,
natural de Vivar, castellano de pura cepa y de noble sangre. Hijo de Diego
Laínez, noble caballero que luchó para ampliar las fronteras de nuestro
reino. Este hombre, que va a ser nombrado caballero, ha demostrado en
batalla su bravura y su lealtad al reino y a mí mismo. Yo, personalmente,
puedo dar fe de su fidelidad sin ningún tipo de reproche. También, puedo
dar fe de su devoción cristiana sin tacha. No obstante pido, a los aquí
reunidos, que si alguien conoce motivo importante para no realizar este
nombramiento, lo comunique en este preciso instante. Cualquiera que calle
a sabiendas de que el apadrinado no es merecedor de la confianza del reino,
estará cometiendo grave delito contra el rey.
El silencio en el templo era sepulcral.
—Rodrigo Díaz —apoya el rey la espada en mi hombro derecho—, en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo— me toca con la espada en
el otro hombro, en la cabeza y vuelve a mi hombro derecho—, te nombro
24

caballero cristiano de nuestro reino.
Sancho se acerca a mí. Coge mi yelmo y me lo coloca en la cabeza. Me
pongo de pie. El rey me entrega la espada de mi padre con la que acaba de
nombrarme caballero y Sancho me da el escudo. Realizo la señal de la cruz
en mi cara. Me giro y los asistentes gritan de júbilo. ¡Ya soy caballero! Me
siento feliz y orgulloso. ¡Qué trabajo me cuesta sujetar las lágrimas! Alguna
se me escapa y Sancho me sonríe. Siempre seré fiel a mi amigo Sancho.
Permanecemos varios días en la ciudad de Zamora, mientras el rey trata
sus asuntos con los nobles de la plaza. Me imagino que, entre otras cosas,
querrá dejar atados todos los asuntos referentes a sus deseos para después
de su muerte, en los que dejaba claro que la ciudad de Zamora pasaría a ser
dominio de su hija Urraca. Los nobles de la ciudad han jurado lealtad al rey
y sus deseos.
Me dedico, junto con Sancho, a la visita de la bonita ciudad atravesada
por el río Duero. Rodeamos sus altas murallas que, hace poco, han sido de
nuevo levantadas por orden del rey al ser Zamora muy importante en la
defensa del reino. No en vano, el rey la llamó “la bien cercada” cuando
estuvo viendo, personalmente, como había quedado. Se ha realizado una
buena obra para la defensa de la ciudad, tomarla al asalto no creo que fuese
tarea fácil. A caballo, recorremos los alrededores de la localidad que
dispone de pequeños bosques de encinas y pinos. También visitamos las
zonas de huertos a las orillas del río donde los campesinos no paran de
mimar su tierra para poder recoger sus mejores frutos. Creo que hace algo
más de calor que en León y por ello, quizás, los huertos sean más
fructíferos que en nuestra ciudad.
25

Ya volvemos a León. La verdad es que tengo muchas ganas de llegar
para poder escribir a mi madre y contarle la buena nueva. ¡Su hijo ha sido
nombrado caballero! Seguro que estará orgullosa de mí. Tengo que ir a
visitarla en algún momento, me gustará ver su cara cuando entre en Vivar,
montado en mi caballo, elegantemente ataviado de armadura y capa blanca.
El viaje no tiene más complicaciones que los quejidos del rey; la verdad
es que le debe doler todo el cuerpo. Tenía que haber hecho caso a los
doctores y o bien no haber emprendido el viaje o haberlo hecho en carro.
Pero claro, el rey Fernando puso el grito en el cielo cuando le hablaron de
viajar en carro.
—¡Creéis que soy una señorita! —gritó, mostrando lo ofendido que
estaba cuando le propusieron la idea.
Seguro que ahora se está acordando del carro, aunque no creo que nunca
lo reconozca.

26

III - Regreso al hogar. Vivar. Burgos. Principios de
1065

—Rodrigo —me aborda Sancho—, lo he estado pensando mucho y creo
que me voy a ir a vivir a Burgos. A fin de cuentas, dentro de unos años,
tendrá que ser mi hogar y centro de mi reino, ya que mi padre dejará León a
mi hermano Alfonso. He pensado que te gustaría continuar a mi lado y
venirte conmigo. Puedes quedarte en Burgos o, si quieres, que seguro que
querrás, irte a las tierras que te dejó tu padre en Vivar y así poder estar con
tu madre.
—Sancho, no sabes la alegría que me das —estoy convencido de que se
me iluminan los ojos de alegría—. Yo estaba pensando partir a Vivar y
tomar posesión de mis tierras. No sabía cómo decírtelo. También tengo
muchas ganas de ver a mi madre y va siendo hora de que la libre un poco de
la presión que supone la gestión de tierras y molinos. Como sabes, mi padre
hizo construir, junto al cauce del río Ubierna, varios molinos para hacer
harina. Esos molinos son de gran importancia en la zona, ya que permiten
moler el trigo y la cebada de los campesinos de la zona. Espero que todo
siga en funcionamiento y no haya muchos problemas, ya sabes como son
los molineros —me quedo un momento pensativo—. Por otro lado, creo, en
mi modesta opinión, que te va a hacer más bien que mal el que salgas de la
corte, aquí en León, ya que cada vez te veo con más tensiones con tus
hermanos. Incluso las miradas que le haces a tu padre puede que no te
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traigan nada bueno, si continuas aquí cerca de ellos.
—Pues no se hable más, Rodrigo —parece que Sancho se congratula con
las palabras de su buen amigo—, realizaremos los preparativos y partiremos
para Burgos lo antes posible. Voy a hablar con el rey para comunicarle la
decisión. Me da que él también piensa como tú y cree que será bueno que
pongamos un poco de distancia entre nosotros en estos momentos. Por
cierto, también tengo ganas de conocer a tu madre y decirle el desastre de
hijo que tiene. Ja, ja, ja. Es broma, Rodrigo, ¡no pongas esa cara! Sabes
bien que pienso todo lo contrario. Pocos hay como tú —Sancho casi se
atraganta por la risa que le ha dado al ver mi cara—. Por otro lado, ya pensé
que preferirías quedarte en tus tierras, en Vivar, pero no hay ningún
problema, ya que está al lado de Burgos. En poco más de una hora,
podemos encontrarnos y eso, ¡yendo de paseo! En caso de necesidad, a
caballo, clavando espuelas, en pocos minutos puedo tenerte a mi lado.
—Porque eres mi príncipe, si no, a veces te... Ja, ja, ja —reacciono,
mientas hago como que ahogo un invisible cuello delante de él—. Bien,
haré los preparativos para la partida. Es un viaje corto, si nos damos prisa,
podremos estar allí en tres días.
—Pues sí, Rodrigo, pero iremos sin prisa. No me importará disfrutar del
paseo y visitar con tranquilidad las aldeas por las que vayamos pasando.
A los tres días partimos y, como era de suponer, el rey estaba de acuerdo
con la partida. Padre e hijo se abrazan. Entre ellos, aunque con sus
manifiestas diferencias, se hace notar el lógico afecto que se tienen. Quizás
me parece atisbar que, a ambos, se les humedecen ligeramente los ojos.
También hay abrazos entre hermanos. Alfonso y García le desean buen
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viaje y también se nota que se echarán de menos. Urraca se despide con la
mano y Elvira besa y abraza a su hermano.
—Rodrigo —se acerca a mí el rey Fernando—, cuida bien de mi hijo. Es
fuerte y valeroso, pero también muy cabezota y temerario. Sé que puedo
contar con tu lealtad. Gracias por todo, Rodrigo. Espero que nos volvamos
a ver pronto.
—Majestad, ya sabéis que Sancho no sólo es mi príncipe, también es mi
mejor amigo. Contará siempre con mi lealtad. Mi fidelidad a la corona, a mi
rey y todo lo que ello conlleva no tiene ninguna duda para mí. No os
preocupéis, siempre que me necesite estaré a su lado.
En la primera jornada, llegamos hasta Sahagún, donde nos alojamos.
Somos bien recibidos en su monasterio dedicado a los santos Facundo y
Primitivo, hombres de tradición muy santoral, ya que fueron hijos de San
Marcelo y Santa Nonia que tuvieron hasta diez o doce hijos y todos ellos
son santos mártires. Los santos Facundo y Primitivo fueron unos
legionarios romanos que se convirtieron al cristianismo. Debido a ello,
fueron perseguidos siendo finalmente capturados. Tras la captura, tuvieron
que sufrir crueles torturas, siendo arrojados sus cuerpos al río Cea, que pasa
por la localidad. Los cuerpos sin vida fueron rescatados por los cristianos
de la zona y levantaron el primitivo santuario que fue consagrado a ambos
mártires. Fue destruido, en varias ocasiones, por los musulmanes, pero
reconstruido otras tantas. En la restauración ordenada por el rey Alfonso III,
allá por el año 872, se donó a los monjes que llegaron de Córdoba, siendo
un tal Alonso su abad, y se revitalizó su actividad.
En el monasterio, se ha montado cierto revuelo, ya que no es habitual
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que un príncipe se presente, y menos sin previo aviso, pero pronto todo
vuelve a la normalidad. Nos dan alojamiento y una monástica cena. El
abad no sólo es amable, sino que se desvive por nosotros, siempre dentro de
la austeridad que puede ofrecer un monasterio de estas características. Cabe
destacar la crema de puerros que cultivan los mismos monjes a la orilla del
río Cea. También nos ofrecen ricos guisos de lentejas y garbanzos así como
la posibilidad, que rehusamos, de que nos preparasen unas ancas de rana o
unos caracoles que parecen ser, según ellos, un exquisito manjar. Entre las
lentejas y los garbanzos, asoma algún trozo de cordero, así que no falta una
ración de carne en la cena. Mejor algo de cordero que ranas y caracoles.
—Ay, Rodrigo, que casi se me revuelven las tripas cuando va el abad y
nos ofrece comer ranas y caracoles. Ja, ja, ja. ¡Qué costumbres más raras
tienen en algunos lugares! Quizás las hayan traído antaño, cuando hace
años vinieron del sur los monjes que volvieron a poner en marcha el
monasterio. Dicen que por allá, por el sur, se guisan los caracoles y los
consideran un rico manjar —Sancho pone cara de asco y saca la lengua,
mientras simula una arcada.
—Calla, calla que a mí me pasó lo mismo. ¿Cómo se pueden comer esos
bichos que se arrastran por el suelo dejando esa baba? ¡Aj!. No me puedo ni
imaginar meterme eso en la boca —mi cara muestra, con toda seguridad, el
asco que estoy sintiendo—. Y ¡ranas! Les cortan las patas y se las comen.
Prefiero dejar el tema, Sancho. Esto no va a acabar bien.
—Ja, ja, ja. Rodrigo, pues descansa bien, si es que puedes, que ya sabes
como son los catres de los monasterios. Yo me tengo que pensar si echarme
en uno de esos catres que nos han ofrecido o tirarme al suelo, que lo mismo
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está más blando. Ja, ja, ja.
—Buenas noches, Sancho.
—Buenas noches, Rodrigo. ¡Qué cerquita te veo ya de tus tierras! —
palabras que me sacan una sonrisa.
Me cuesta dormir, pero no por lo incomodo del camastro, sino por los
nervios que tengo por la proximidad de las tierras que me vieron nacer y
crecer así como porque pronto podré ver a mi madre. ¿Cómo estará?
Nos levantamos y los monjes nos dan unos cuencos de leche y unos
trozos de pan para desayunar. Les bromeamos diciendo que si esto era
desayuno para un príncipe; cuando ponen cara de asustados, les soltamos
unas carcajadas tranquilizadoras y les decimos que es una broma, que
bastante agradecidos estamos por su acogida.
Partimos de nuevo y tanto el abad como los monjes salen a despedirnos.
—Gracias, príncipe Sancho, por vuestra visita. Esperamos volver a veros
pronto —se despide el Abad, haciendo una reverencia.
Continuamos por los caminos dirección a Burgos. Los terrenos son
bastante llanos con pocas subidas o bajadas, por lo que el camino se va
haciendo ligero sin demasiado esfuerzo por parte de nuestros caballos.
Hacemos varias paradas por el trayecto para observar los campos que nos
acompañan en nuestra travesía. Sancho se empeña en cazar un venado que
se nos ha cruzado, así que dedicamos un buen rato a dicha tarea.
Aprovechamos el venado para asarlo y comer. Se nota que Sancho tampoco
tiene prisa por llegar a Burgos e intenta disfrutar del viaje lo máximo
posible.
Llegamos ya, acercándose la noche, a la localidad de Carrión. Nos
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dirigimos a la casona, propiedad de Gómez Díaz y su mujer Teresa Peláez,
los condes Vanigómez. Nuestros nuevos anfitriones construyeron, allá por
el 1047, el monasterio de San Zoilo, un puente sobre el río y un hospital
para peregrinos. Son buena gente, castellanos típicos. La condesa está
emparentada con la realeza, ya que su padre fue Pelayo Froilaz y biznieta,
por tanto, del rey Bermudo II.
—Majestad, ¿por qué no habéis hecho avisar con tiempo de vuestra
visita? Os habríamos recibido con mayor lujo del que os podremos ofrecer
así de improviso —después de hacer la reverencia correspondiente, se
dirige el conde a Sancho.
—No os preocupéis, conde, tampoco sabíamos en qué plazas
pararíamos. Nos dirigimos a Burgos y decidimos hacer nuestra última
parada en Carrión. La parada anterior fue en Sahagún, en el monasterio, y
os podéis imaginar que el sitio más austero y simple no puede ser. Mañana
saldremos

e intentaremos, si dios quiere, llegar

de tirón a Burgos.

Madrugaremos para que no se nos eche la noche encima —responde
Sancho al conde, a la vez que le hace gestos para que se levante..
—Bien, pues entrad sin demora, haré que os preparen algo de cena con
lo que pueda haber en nuestra cocina. Os vuelvo a reiterar mis disculpas, si
no podemos trataros como es de menester —sigue el conde compungido
por no poder agasajar como es debido al hijo del rey.
—Gómez, seguro que no tendremos queja para con vos ni vuestro trato.
Os presento a mi buen amigo, el caballero don Rodrigo Díaz, nacido en
Vivar. Me acompaña en todas mis travesías. Quizás hayáis oído hablar de él
—me acerco un poco al conde y le hago una ligera reverencia.
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—Claro que hemos oído hablar de él. Dicen que os acompañó a Graus
cuando al rey de Aragón Ramiro, que en paz descanse, le dio por sitiar la
ciudad. Por lo que cuentan, este joven es valeroso y un gran guerrero. A
nuestros oídos han llegado comentarios de que los de Aragón corrían
despavoridos ante las embestidas de un tal Rodrigo Díaz nacido en tierras
de Burgos. Ya sabéis como son los juglares, supongo que siempre exageran
un poco las gestas de los castellanos para dar más emoción a sus cantares.
—No os han engañado, tendríais que haberle visto en el campo de
batalla. Tanto a caballo como posteriormente a pie, hizo suyas las vidas de
gran cantidad de aragoneses. Cuando la batalla estaba llegando a su fin, en
ocasiones, le vi rodeado por varios contrincantes y con sus gritos y
ademanes, ponía a todos en fuga. Habían visto lo que les había pasado a
sus compañeros momentos antes cuando intentaban acabar con él. Es una
fiera, os lo aseguro. Ja, ja, ja.
—También tú exageras, amigo Sancho.
—Majestad, don Rodrigo —nos habla el conde, mientras una hermosa
mujer se acerca—, os presento a mi esposa, la condesa Teresa Peláez.
Como sabéis, biznieta del rey Bermudo II —se le nota orgulloso de estar
emparentado con alguien de la realeza, aunque un poco lejana—. Venid
esposa, os presento al príncipe Sancho, hijo mayor de nuestro bien amado
rey Fernando y a su amigo, el caballero don Rodrigo Díaz —la condesa
hace una reverencia a Sancho y yo me aproximo a ella para besar su mano.
—Encantada de recibirles en nuestra humilde morada. Espero que se
sientan cómodos. Hablaré con el servicio inmediatamente para que
preparen una cena con lo que haya en nuestras despensas. Se les ve
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cansados por el viaje. Mientras, querido esposo, ¿por qué no pides que les
vayan preparando unos aposentos y así puedan recogerse cuando
consideren oportuno después de cenar? —se le nota una mujer de carácter y
con gobierno de su casa.
—Sí, cariño. Por favor, ¿queréis pasar al salón y acomodaros, mientras
dispongo que os preparen nuestras mejores habitaciones?
—Ay, Sancho, me parece que ya sé quien lleva los pantalones en esta
casa. Ja, ja, ja —le digo al príncipe cuando nos quedamos solos.
—¡Qué inocente eres, Rodrigo! En el campo de batalla o en el patio de
armas, te manejas bien, pero todavía no te has dado cuenta de quien maneja
las armas en los hogares de los hombres. Ja, ja, ja. Ya me contarás cuando
tengas esposa.
Pasamos la velada junto a los condes con conversaciones sin
importancia. Nos hablan del monasterio de San Zoilo. Parece ser que,
anteriormente, era mucho más pequeño, estaba muy deteriorado y dedicado
a San Juan Bautista. Pusieron todo su empeño en rehabilitarlo como es
debido y con motivo de que algunos monjes trajeron desde Córdoba
algunas reliquias de San Zoilo, decidieron dedicárselo a este santo. Se les
nota muy orgullosos por la obra realizada. También nos cuentan que
rehabilitaron el puente sobre el río, ya que había habido varios accidentes
con heridos de personas y animales que lo cruzaban. Por otro lado, están
también contentos porque, no hacía mucho, habían terminado las obras en
una casona que dedicarían a tratar a los peregrinos que pasasen por el
pueblo con algún problema o afección. Es un hospital para peregrinos, pero
su intención era que cualquier habitante que lo necesitara también fuera
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tratado en el mismo, sobre todo, si era un niño. Tiene la condesa bastante
preocupación por los niños, que parecen ser su debilidad, y dice no soportar
ver a una criatura pasándolo mal.
La noche en las camas facilitadas por los condes no tiene nada que ver
con la del monasterio. Aunque yo sigo nervioso por llegar, reconozco que
esta noche he dormido bastante bien en esa cama mullida y perfumada.
—Ha sido un placer tenerles en nuestra casa, —nos despiden los condes,
mientras nos disponemos a partir hacia Burgos— siempre recordaremos su
visita.
—Conde, condesa, muchas gracias por su hospitalidad. Si deciden hacer
alguna visita a Burgos, no duden en pasar por palacio. Serán bien recibidos
y así podré devolverles la hospitalidad —contesta Sancho, mientras se sube
a su caballo—. No nos demoraremos más en nuestra partida, a ver si
conseguimos no entretenernos por el camino y llegamos a Burgos antes del
anochecer.
Partimos de Carrión hacia Burgos casi al amanecer después de un rico
desayuno con leche de vaca y algunos bollos dulces que pusieron a nuestra
disposición los condes. Tenemos casi veinte leguas de camino hasta Burgos
y después hay unas dos leguas hasta Vivar, mi casa. Me imagino que partiré
hacia Vivar mañana, ya que seguramente llegaremos tarde y me gustaría
presentarme en casa, a mi madre, un poco más limpio y aseado de lo que
voy a estar hoy al final de la jornada.
Sancho, a veces, parece que adivina lo que pasa por mi cabeza:
—Rodrigo, hoy, cuando lleguemos a palacio, te alojarás en él. Así te
podrás dar un buen baño y cambiarte las ropas. Mañana partiré contigo a
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Vivar. Quiero ver la cara de tu madre cuando llegues y, de paso, dar yo
también un abrazo a la que dio vida a mi mejor amigo.
—Gracias, Sancho, yo también estaba pensando obrar así. Quiero
presentarme a mi madre con el mejor aspecto posible y, probablemente, no
será el que tenga cuando lleguemos a Burgos.
Pasamos la localidad de Osorno y decidimos parar al rato, pasada la
localidad, al encontrarnos con el río Abánades. Este río desemboca un poco
más adelante en el famoso Pisuerga, que atraviesa la ciudad de Valladolid.
El río lleva bastante caudal y está limitado a ambos lados por gran cantidad
de árboles. Nos hemos estado refrescando y los caballos calmaron su sed.
Después, continuamos camino hacia Burgos.
Pasamos, después de cruzar el río Pisuerga, por un puente de piedra, por
Melgar de Fernamental que debe su nombre a Fernán Armentález,
descendiente de los condes de Amaya, que no hace demasiado tiempo se
dedicó a repoblar la zona. Por esta zona pasan unas cuantas calzadas
romanas, por lo que es evidente que siempre ha sido zona con bastante
trasiego desde tiempos inmemoriales.
Llegamos a Sasamón, lugar en el que Octavio Augusto asentó su
campamento para, desde aquí, realizar las campañas contra cántabros y
astures. Se nota la gran presencia romana en la zona con los dos puentes
romanos sobre el río Brullés y la calzada romana que llega hasta Zaragoza.
Sancho también ha quedado impresionado con la iglesia de la localidad y
aprovecha la ocasión para mandar comprar unos quesos que, parece ser,
tienen buena fama por la zona. Hemos dado cuenta de unos buenos trozos
del queso adquirido y su fama es merecida.
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Continuamos camino ya teniendo próximo nuestro destino y pasamos
por Tardajos, donde Nuño Núñez construyó una fortificación. También se
encuentran las iglesias de San Pelayo y Santa Eulalia.
—Mira, Rodrigo, allí está Burgos. Ya prácticamente hemos llegado.
Iremos directamente al castillo y descansaremos. Mañana será otro día y
partiremos a Vivar. Me imagino que ya estarás ansioso.
—Pues sí, Sancho, pero, como bien dices, mañana será otro día.
Necesito un buen baño y descansar un poco. Casi cansan más estos viajes
que las luchas en el patio de armas. Ja, ja, ja.
—Por cierto, Rodrigo, ¿sabes que Burgos viene de la palabra burgo y
que significa “ciudad”? Estamos en la “ciudad” en plural. Intuyo que será
importante para mí esta localidad. Cuando reine, será la capital del reino sin
duda alguna. Mi padre también la tuvo como capital hasta que decidió
trasladarse a León.
Vamos pasando por las calles de la ciudad fundada allá por el año 884
por el conde Diego Porcelos, cuando nuestros ancestros avanzaban
estableciendo reinos cristianos por las tierras dominadas por los moros. A lo
lejos queda el monasterio de San Pedro de Cardeña que fue, prácticamente,
destruido sobre el año 934 por los moros. Fueron martirizados unos
doscientos monjes de los cuales, probablemente, ninguno salvó su vida.
¡Qué tristes episodios tiene nuestra historia! A lo alto, vemos el castillo,
nuestro destino para el día de hoy y alojamiento permanente para mi amigo
Sancho. Cruzamos el caudaloso río Arlanzón por el puente de piedra y
subimos hacia el castillo. ¡Qué ganas tengo de llegar!
La comitiva nos espera a las puertas del castillo. Recogen nuestros
37

caballos y pasamos al interior. Sancho les indica que deseamos lavarnos y
que, posteriormente, pasaríamos al salón a cenar. Todos se desviven para
atender al príncipe.
Después del baño y la cena, me dirijo a la habitación asignada. Tengo
prisa por dormirme lo antes posible y que llegue el día de mañana. ¿Qué tal
estará mi madre?
—¡Rodrigo! ¿Qué pasa? ¿No tenias tantas prisas por partir hacia Vivar?
Parece mentira que sea yo el que tenga que despertarte. Ja, ja, ja, —está
Sancho zarandeándome, mientras intento abrir los ojos. Yo no sé de dónde
saca las fuerzas mi amigo. Siempre viviendo deprisa. ¡Ni que se fuese a
morir pronto!
—Vale, vale, Sancho. Ya voy. Me costó un poco dormirme, ya que los
nervios me tuvieron en vilo un buen rato y ahora me pasa factura. Ya me
levanto. Me echaré la palancana por la cabeza y estaré como nuevo. —No
sé si lo digo o lo balbuceo. Tengo los ojos pegados y no los puedo abrir.
Reconozco a mi buen amigo por la voz, no porque lo vea.
Una vez que consigo levantarme, me dirijo a la palancana y me refresco
la cara. Parece que voy consiguiendo que mis ojos se vayan despegando
poco a poco. Cojo más agua y me mojo la nuca después de apartar mi largo
pelo. Tengo que peinarme un poco. ¡Vaya pelos que tengo! Solicito a una de
las sirvientas que haga el favor de peinarme. Trae un peine de largas púas y
estando yo sentado, me lo empieza a desenredar. No quiero presentarme a
mi madre con esta pinta.
—Gracias por tu servicio —muestro mi mejor sonrisa a la joven
sirvienta
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—Para lo que necesite, don Rodrigo —responde la joven, esbozando una
sonrisa un poco picarona.
—Bueno, Sancho, pues cuando quieras, podemos partir hacia mi casa.
—¿Cómo que cuando quiera? ¡Llevo ni se sabe el tiempo esperándote
para partir! Anda, vamos, que mira que eres pesado.
Las dos leguas que separan Burgos de Vivar se me están haciendo
eternas y eso que no vamos a mal paso. Voy ataviado con las mejores galas
que permitían la monta a caballo y una capa blanca. La espada de mi padre
colgada al cinto y a ambos lados del caballo llevo mi escudo con los
castillos y los leones así como mi yelmo.
Llegamos a Vivar, los chiquillos se aproximan corriendo al ver la
comitiva. Sancho llamó a seis jinetes para acompañarnos y van con los
estandartes del príncipe. El mismo príncipe también lleva unas buenas galas
que indican claramente su posición. Lleva su túnica con el escudo en el
pecho.
Los adultos, al verme pasar, me saludan con la mano. Creo que algunos
me han reconocido. Llego a casa. Hay gente trabajando a su alrededor. A
algunos les conozco y a otros no. Han pasado unos cuantos años. Nos
bajamos de los caballos y nos acercamos a la puerta. Está cerrada y la
golpeo con los nudillos.
Dentro se oye la voz de mi madre:
—¡Qué pesados! ¿No sabéis hacer nada sin preguntarme? ¿Ya habéis
terminado con las cochiqueras? —y abre la puerta.
—Hola, madre.
—¡Hijo! —se le llenan los ojos de lágrimas—. ¡Hijo mío! —se abalanza
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sobre mí y me abraza. Me abraza muy fuerte—. ¡Hijo mío! —vuelve a
repetir.
—Tranquila, madre —le digo devolviéndole el abrazo—. Si sigues así,
me vas a hacer llorar a mí también y no es menester en presencia de un
príncipe —mis ojos están humedeciéndose por la emoción.
—¡Déjame que te vea! Te has convertido en un hombre. Un hombre
fuerte. Y vos, majestad, debéis ser el príncipe Sancho. Mi hijo siempre me
habla de vos en sus cartas. Veo una fuerte amistad —mi madre hace una
reverencia al príncipe.
—Por favor, sois la madre de mi mejor amigo. Trátame de tú. Es un
orgullo para mí estar en la presencia de la mujer que ha dado la vida a
Rodrigo.
Mi madre ha envejecido bastante en estos años. La veo más delgada y
huesuda. Supongo que la falta de mi padre y que su hijo se haya marchado
tienen bastante que ver.
—¡Qué bien te veo, madre! Sigues igual de joven y guapa.
—Mira que eres mentiroso, Rodrigo. El tiempo no perdona. Pero pasad,
pasad. No esperaba ningún tipo de visita, por lo que no he podido preparar
la casa para vosotros como es debido.
—No se preocupe, señora —se adelantó Sancho—, yo me quedaré a
comer, pero después partiré de regreso a Burgos. No pienso molestarla más
que lo justo, pero es que no podía perderme este reencuentro de Rodrigo.
Hasta yo estoy emocionado y a punto de soltar las lágrimas que asoman de
mis ojos. Si no le importa, me quedaré a comer y no me demoraré en la
partida. Así les dejaré para que se cuenten y recuperen el tiempo de
40

ausencia.
—Príncipe Sancho, puedes quedarte todo el tiempo que consideres. Esta
es la casa de mi hijo y, viendo vuestra relación, también la tuya —la
arrugada cara de mi madre esboza una bonita sonrisa.
—Gracias, pero tengo asuntos que tratar. Así que no me demoraré nada
más que lo justo. También tengo que organizar mi nueva casa. Ya le contará
Rodrigo los pormenores, voy a fijar mi residencia en el castillo de Burgos.
Así que ya sabéis donde tenéis vuestra casa. Siempre seréis bienvenidos.
Pasamos una velada muy agradable. Mi madre, que se sienta a mi lado,
no para de abrazarme, cogerme la mano, apretarme. Parece que no
terminaba de creerse que está su hijo de vuelta en casa.
—Bueno, Rodrigo, ya parto para Burgos. Ya sabes que cuento contigo
para que pertenezcas a mi consejo. De momento, sigo ligado a lo que dicte
mi padre, pero en algún momento seré yo el que tenga que tomar decisiones
en el reino y siempre será bienvenida la palabra de un buen amigo.
—No te preocupes, Sancho. Estaré contigo a menudo y, en cualquier
caso, siempre que me hagas llamar. Por cierto, hay buenas zonas de caza
por la zona, así que ya sabes, cuando quieras, podemos preparar una cacería
por aquí.
Nos fundimos en un cálido y amistoso abrazo. El príncipe sube a su
caballo y tanto mi madre como yo les vemos partir. Sancho se gira y hace
un gesto de adiós con la mano. Los chiquillos corren detrás de ellos hasta
que salen de Vivar. No todos los días visita alguien de la familia real la
localidad.
Los días siguientes los paso viendo las tierras, los molinos y casas que
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me dejó mi padre y que, con tan buen hacer, ha estado administrando mi
madre. También hablo con las gentes del lugar. A muchos de ellos les
recordaba de mi infancia y a otros no sólo les recuerdo, sino que nos
fundimos en abrazos y risas. Esos niños con los que jugaba a la guerra
empuñando palos a modo de espada eran hombres y ahora trabajan en mis
tierras. ¡Qué tiempos aquellos!
Pasaron los días y los meses. Todos me dicen que mi madre ha
rejuvenecido. Se pasea de un lado para otro y no para de cantar. Se la ve
feliz y yo no quepo en mí al saber que, en cierta medida, soy yo el causante
de esa felicidad. Es una pena que no pudiese tener más hijos. Por lo que me
contaron, siendo yo muy pequeño, mi madre quedó embarazada y no tuvo
buen parto. El hijo que salió de sus entrañas estaba muerto y, debido a los
daños producidos, ella ya no podría quedarse embarazada. Mi padre
siempre la quiso y siempre le quitaba importancia al hecho de no poder
tener más hijos, aunque yo sé que a él le hubiese gustado ampliar la familia.
Yo voy al castillo, en Burgos, muy frecuentemente para estar con
Sancho. Hablamos y seguimos con nuestros entrenamientos en el patio de
armas. En ocasiones, salimos a cabalgar por los alrededores y disfrutar de
los bonitos paisajes de la zona.

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IV - Muere un rey y se divide un reino

Sancho está preocupado. Le han llegado noticias de que su padre no está
bien.
—Rodrigo, me llegan noticias de mi padre. Hay quien asegura que no
llegará al año que viene. Estoy preocupado. Aparte de que no deseo perder
a mi padre, es seguro que, después, los hermanos nos enzarzaremos en
redecillas y problemas. El testamento de mi padre no es justo y eso va a
traer complicaciones. No sé que le hubiese costado dejar los reinos a su
primogénito, o sea a mí, y haber dejado en buena posición a mis hermanos,
al igual que ha hecho con mis hermanas. Veremos que nos depara el futuro,
pero no estoy de acuerdo en separar lo que tanto esfuerzo ha costado unir.
—Sancho, de momento no te preocupes. Todavía no ha sucedido nada,
así que intenta disfrutar de la vida y de lo que ahora tienes. Por cierto, sé
que tienes varias ofertas de matrimonio. ¿Te piensas casar alguna vez?
Tengo ganas de verte sentando la cabeza.
—Ja, ja, ja Rodrigo. Pues me resisto. Sí que es cierto que hay unas
cuantas ofertas de matrimonio, pero la libertad que tengo ahora la perdería
y no te puedes imaginar lo bien que me lo paso estando soltero. Ya habrá
momento de elegir esposa, pero ese momento todavía no ha llegado.
En diciembre llega una carta de León con el sello del rey. Es escueta.

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Querido hermano Sancho, nuestro padre, el rey Fernando, está muy
mal. No creo que llegue a final de mes. Te ruego que vengas para estar a su
lado en estos difíciles momentos.
Alfonso
A 10 de diciembre de 1065.

Sancho manda a buscarme y partimos hacia León.
El 27 de diciembre el rey Fernando dio su ultimo suspiro y falleció en
presencia de su mujer, Sancha, y de sus hijos e hijas. También se
encontraban los obispos que había hecho llamar el rey al ver acercarse su
final.
Yo estaba en los salones junto al resto de caballeros y nobles, cuando
Sancho, como hijo mayor del rey, salió de los aposentos reales y se dirigió a
nosotros.
—El rey ha muerto.
Dos días antes, aunque se le veía bastante mal, el rey visitó la iglesia de
san Isidoro en donde estuvo rezando y acompañó en el coro a los clérigos
que allí se encontraban en la liturgia. Amaneció el día de navidad y
participó de la santa misa comulgando y, posteriormente, tuvo que ser
llevado en brazos al lecho, ya que por sí mismo no se valía. El día 26 el rey
vio que su final estaba llegando e hizo llamar a obispos, clérigos y demás.
Hizo que le vistieran con los atuendos propios del rey, incluyendo su manto
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regio; se colocó la corona y mandó que le trasladasen a la iglesia. Hincó las
rodillas frente a las reliquias de los santos y rezó, suplicando a Dios que
acogiese su alma:
Tuyo es el poder, tuyo es el reino, Señor. Encima estás de todos los reyes
y a ti se entregan todos los reinos del cielo y la tierra. Y de ese modo el
reino que de ti recibí y goberné por el tiempo que Tú, por tu libre voluntad,
quisiste, te lo reintegro ahora. Te pido que acojas mi alma, que sale de la
vorágine de este mundo, y la acojas con paz.
El rey, después de sus palabras a Dios, se despojó del manto y de la
corona. Se tendió en el suelo y recibió la ceniza sobre su cabeza.
El rey, con cincuenta y cinco años de edad, ha fallecido. Ha reinado
veintisiete años, seis meses y doce días. Que el rey descanse en paz.
Veremos que sucede a partir de ahora.
Los restos del rey fueron trasladados al monasterio de San Isidoro en el
mismo León, llamado hasta hace poco de San Juan Bautista. Triste comitiva
en la que, abriendo paso a caballo, se encontraban veinte caballeros con
uniformes de gala y estandartes del rey así como crespones o lazos negros
atados en las lanzas. Detrás del ataúd real, caminaban con cabeza gacha la
viuda, Sancha, el primogénito Sancho y el resto de hijos e hijas Alfonso,
García, Elvira y Urraca. Todos vestidos de negro. Detrás de la familia,
caminábamos multitud de caballeros, nobles y amigos de la familia. La
ciudad entera de León estaba presente viendo pasar la comitiva. La
cristiandad estaba de luto.
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El Rey Fernando “el Magno” fue enterrado junto a su padre, Sancho “el
Mayor”.
En el mismo momento en que falleció el rey Fernando, se hizo efectivo
el testamento dejado por él. Por ello, Sancho se proclama Sancho II rey de
Castilla, Alfonso se proclama Alfonso VI rey de León y García se proclama
García II rey de Galícia.
Una vez acabados los rituales funerarios, mi amigo Sancho se dirige a
mí:
—Rodrigo, partimos de nuevo para Burgos. Ya no podemos hacer nada
aquí. Mi madre tampoco se quedará sola, ya que Alfonso permanecerá en
León. Además, este no es mi sitio y permanecer más tiempo en él no hará
sino complicar las cosas.
—Como queráis, majestad, partamos pues.
Muy serio está Sancho en el camino de regreso a Burgos.
—Sancho, permitirme que os pregunte, os veo muy serio. ¿Qué tal
estáis? No me gusta ver a mi amigo así. —Ya no sé cómo tratar a Sancho.
Ahora es rey.
—Rodrigo, por favor. Para empezar, te rogaría que me tratases como
siempre. Somos amigos y ya sé que respetas más a la corona que a vuestra
propia vida, pero me resulta muy extraño que me hables así. Por otro lado,
estoy triste por la muerte de mi padre. También me entristece el recuerdo de
mi madre. Quería mucho a mi padre y ahora se ha quedado sola. No sé lo
que durará, pero me da que no mucho. La vi muy afectada. En estos días ha
envejecido mucho. Está desencajada —Sancho hace una pausa como
pensando lo siguiente que va a decirme—. Ya sabes que no comparto lo que
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ha hecho mi padre con el reino. No tiene sentido dividirlo. Ha costado
mucho esfuerzo llegar a unificarlo para que ahora quede separado. Dichosa
costumbre navarra de repartir el reino entre los hijos —Vuelve a callar
durante unos momentos—. Ahora no voy a emprender ninguna acción
porque no quiero ver a mi madre sufriendo por las peleas entre sus hijos,
pero el día que falte intentaré unificarlo de nuevo. Ahora no puedo porque,
quizás, la matase a disgustos y esto sí que no podría perdonármelo, pero no
puede quedar esto así.
—Sancho, siento tu tristeza y, como sabes, la hago mía. Lo de tu madre
es normal. Eran un buen matrimonio. A mi madre le pasó lo mismo cuando
mi padre falleció, pero, poco a poco, todo pasa. El tiempo cicatriza las
heridas y esperemos que en el caso de tu madre sea así también. En cuanto
a las acciones que tengas pensado emprender, te doy la razón: si te
enemistas con tus hermanos, tu madre sufrirá mucho por ver a sus hijos
peleados. Es mejor que el tiempo pase y tú también recapacites en lo que
quieres hacer y así puedas afianzar tus ideas o desecharlas. Cuando falte tu
madre, que quiera Dios que sea dentro de muchos años, ya tomarás las
decisiones que consideres oportunas. Ya sabes que yo estoy a tu lado.
—Gracias por estar conmigo, Rodrigo.
El camino hasta Burgos, aparte de ser triste, no tiene complicaciones.
Cuando llegamos al castillo, voy a mis aposentos y me aseo debidamente.
Al poco rato, llaman a mi puerta y me comunican que el rey requiere mi
presencia.
Una vez me termino de vestir, me dirijo al salón real y allí me encuentro
con Sancho.
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—Rodrigo, acércate. Has demostrado durante todos estos años que eres,
como vaticinó mi padre, un gran valor para la corona y para la cristiandad.
Como bien sabes, también para mí, ya que siempre que te necesito estás a
mi lado. En los conflictos con armas pocos se desenvuelven como tú. He
decidido, si quieres aceptarlo, nombrarte mi portaestandarte. Serás mi mano
derecha en todo lo relacionado con las campañas que se pongan en marcha
y, en el caso de que yo no esté presente, serás mi representación. Quiero
que seas el mayor oficial de mis ejércitos. No creo que haya otro hombre
más cualificado. ¿Aceptas mi ofrecimiento, Rodrigo?
—Majestad —me arrodillo ante el rey Sancho—, claro que acepto. Es el
mayor honor que podéis hacer a un caballero. Siempre estaré a vuestro
lado, igual que he hecho hasta ahora en todas las tareas que me
encomendéis. Gracias, majestad. Me he quedado sin palabras.
—Levántate, Rodrigo. Ahora, si quieres, puedes partir a Vivar. No tengo
pensado de momento realizar campaña alguna y tu lugar está en tus tierras.
Ya sabes, no obstante, que me gusta verte por aquí y estás a pocos pasos de
Burgos. Dame un abrazo y nos vemos pronto.
—Mi rey, al igual que hacía antes y ahora con más motivo, estaré
frecuentemente en Burgos y siempre que requiráis mi presencia. Gracias
por invitarme a partir a Vivar. Después de los acontecimientos vividos en
León, quiero pasar más tiempo con mi madre —abrazo con calidez a mi rey
y amigo—. Marcho inmediatamente.
Me dispongo a salir de la estancia y, antes de llegar a la puerta, me giro
hacia Sancho y le hago una reverencia.
Camino a Vivar voy pensativo. Cómo van cambiando las circunstancias
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de la vida. Mi mejor amigo ha perdido a su padre y, debido a ello, ha
pasado a ser rey de Castilla. Ahora es rey, pero, dentro de que era su anhelo,
está triste por la pérdida de su padre, de la situación en que queda su madre
y porque cree que lo que debe hacer es enemistarse con sus hermanos para
hacer posible volver unir el reino. ¡Buena papeleta la que tiene por delante!
Y me da que la misma papeleta me va a tocar a mí. ¡Me ha nombrado su
primer oficial! El que porta su estandarte real. El que, en caso de ausencia
del rey en la batalla, dirige los ejércitos. Su mano derecha en cuestiones
militares. Seguiré preparándome para tal tarea. Es una gran responsabilidad
que, aunque deseada, siempre genera respeto. ¿Seré capaz de desempeñarla
con eficiencia?
Los días pasan, los meses pasan y yo estoy al lado de mi madre en Vivar.
De vez en cuando, visito al rey en Burgos, pero, gracias a Dios, no hay
conflictos en los que utilizar las armas. La taifa de Zaragoza está tranquila,
paga sus parias religiosamente y los reyes Alfonso y García, hermanos de
Sancho, no han realizado ninguna acción contra Castilla.
Yo

sigo

estudiando

tácticas

militares

y

realizo

diariamente

entrenamientos tanto físicos como técnicos en el manejo de armas. Si tengo
que volverme a ver en situación de batalla, quiero estar lo más preparado
posible y más ahora, que soy el primer oficial del rey.

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V - Año 1067. Muere la reina madre Sancha de León

Estamos en octubre del año 1067. Un jinete a caballo llega al galope a
las puertas de mi casa. Espero malas noticias, no es normal que el caballo
llegue tan sofocado trayendo mensajes del rey. Debe haber prisa. Quito el
sello de lacre del rey para ponerme a leer inmediatamente:
Rodrigo, necesito que vengas a Burgos. Debo partir de inmediato hacia
León y quiero que me acompañes. Me ha llegado una carta de mi hermano
Alfonso contándome que mi madre está mal y no le dan mucho tiempo de
vida. Por favor, no te demores. Te espero para partir.
Yo, el rey Sancho.
Indico al jinete que baje del caballo, se refresque y de agua al animal.
—Gracias, Don Rodrigo.
—Madre, tengo que partir. Me ha escrito el rey contándome que su
madre está muriéndose. Quiere que parta con él a León. Debo acompañarle.
—Claro, Rodrigo. En estos momentos el rey, tu amigo, te necesita a su
lado. No te demores. Prepárate y no le hagas esperar. Ya sabes que aquí
dejas todo en buenas manos.
—Gracias, madre.
Recojo lo necesario para el viaje y me pongo en camino inmediatamente
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