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La puerta vedada
Cuentos
Clara del Carmen Guillén
©Clara del Carmen Guillén.
Fernando Frankof por las fotografías.
D.R.©2015
Consejo Estatal para las Culturas y las Artes de Chiapas,
Boulevard Ángel Albino Corzo 2151, Fracc. San Roque,
29040, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.
ISBN
Impreso y hecho en México.
Presentación
Es un privilegio compartirles este libro, producto del
esfuerzo conjunto entre el H. Ayuntamiento de Tuxtla
Gutiérrez, el Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes y el Consejo Estatal para las Culturas y las
Artes de Chiapas.
Esta colección que lleva por nombre Editar, un
cuento reúne narrativa, crónica y cuentos infantiles;
textos que reflejan desde diferentes ópticas, las
tradiciones, costumbres, historias de vida y maneras
de pensar diversas y valiosas del pueblo de Chiapas.
Este esfuerzo interinstitucional tiene como objetivo
privilegiar la lectura y dar meritoria cabida a la
expresión escrita, que contribuye al conocimiento,
al análisis, genera reflexión y enciende nuestra
imaginación.
Nuestra capital Tuxtla Gutiérrez, es cuna de gente
valiosa, escritores que perciben y comparten la
manera de pensar de nuestra gente y con variados
recursos estilísticos nos ponen en contacto con
mundos y escenarios particulares, haciéndonos ver y
entender la vida con originales descripciones.
Las manifestaciones culturales dan una dimensión
muy importante a nuestro pueblo, a través de ellas,
los seres humanos dibujamos las diversas superficies
de nuestra identidad.
Convencido de que la literatura es una manera
extraordinaria de transmitir los valores de nuestro
pueblo, espero que este libro sea del agrado de
ustedes.
Samuel Toledo Córdova Toledo
Presidente Municipal de Tuxtla Gutiérrez
Prólogo
La puerta vedada es un nuevo racimo de cuentos que
pone en nuestras manos Clara del Carmen Guillén,
escritora que ya en otras ocasiones nos ha hecho
viajar a sus mundos, por medio de una letra llena de
paisajes plagados de ternura.
Los mundos de Clara del Carmen, como ella nos
los transmite, la han llevado a alcanzar diversas
distinciones que más que enriquecerla a ella en su
historial como autora, nos enriquece a nosotros sus
beneficiarios, lectores de milagrerías.
Unas veces la hemos visto en el domeño del verso y
en otras contándonos historias que nos hacen viajar,
que nos hacen encontrar una nueva dimensión de las
cosas; sí existen estas, por lo menos tal constatamos
en las páginas con las que nos convida a sus
ensoñaciones.
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Clara del Carmen Guillén
Catedrática de literatura, ella misma se mete a crearnos
entornos, espirales, líneas que avanzan y retroceden
según la magia de lo contado, en donde terminamos
siendo parte de la página leída, de la historia planteada,
de la vida vivida por sus narraciones.
Clara del Carmen Guillén pertenece a una generación
de escritoras que han ayudado a enriquecer las letras
chiapanecas de nuestros días. Qué responsabilidad de
escritoras, vivir en estos tiempos, discurrir las historias
y los poemas en Chiapas. Existe un doble reto al que
se tiene entonces que responder: el primero, es ser,
como escritora o como ser humano, la suma de los
tiempos que le ha tocado. El mundo se ha vuelto cada
vez más chico con el desarrollo de la tecnología. Los
escritores de ahora tienen la obligación de conocer
más que antes a los autores de otros tiempos y de otros
lares. El otro reto, es responder a esa modernidad
impuesta por la tecnología desarrollando la visión
en un lugar en donde más triunfa un paisaje vegetal,
con lo bucólico que esto representa, pero también lo
difícil en cuanto a relaciones humanas, en las que los
pobres son más pobres que los de otros sitios. Son
realidades encontradas con las que lidia una escritora
como Clara del Carmen y de cuya lidia lo que triunfa
es el talento y la sensibilidad de una atinada autora.
261
La puerta vedada
Por lo que respecta a este nuevo libro: La puerta
vedada, habrá que aceptar que hay aquí una nueva
demostración del manejo de una sensibilidad y de
un lenguaje. Con Clara del Carmen Guillén, vamos
al cielo o vamos al infierno, pero en la tracción de
su verbo jamás quedaremos detenidos; nuestra
imaginación siempre estará en movimiento. Por eso
mismo es que desde aquí le damos las gracias por su
escritura.
Roberto López Moreno
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“Escribir es una forma de terapia. A veces me pregunto cómo
se las arreglan los que no escriben, los que no componen
música o pintan, para escapar de la locura, de la melancolía,
del terror pánico inherente a la condición humana”
Graham Greene
“La literatura no puede reflejar todo lo negro de la vida.
La razón principal es que la literatura escoge y la vida no”.
Pío Baroja
La puerta vedada
Vivir en cada rosa
El tren inicia con lentitud el viaje que me lleva de
Santiago de Chile a Rancagua. Desde el punto en que
me ubico, puedo ver, reflejados en la ventanilla, los
rostros de mis compañeros de viaje, desconocidos,
pero coincidentes durante el trayecto. Disfruto verlos
platicar o cerrar los ojos como para evadirse; imagino
su propia historia y su personalidad a flor de piel.
Siempre me ha gustado hacer eso y me salen unas
historias fantásticas que hacen menos cansado cada
recorrido. Mi vecina de asiento es una joven con
manos delicadas, como de pianista. Nuestras miradas
se cruzan en un ¡hola! No pronunciado, pero que
continúa con una sonrisa y un —¿crees que lloverá
esta tarde?— que digo, aprovechando el momento
más propicio para iniciar una conversación. —No
creo, por acá, cuando va a llover, se percibe en el
ambiente; huele a humedad, te pones triste; y hoy,
si te das cuenta, no creo que alguien sienta eso—.
Nuevamente el silencio nos alcanza. Ella continua
leyendo, como lo ha hecho casi desde que iniciamos el
viaje. La he contemplado con interés desde que subió,
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Clara del Carmen Guillén
por eso me di cuenta de sus manos que sostienen un
libro de poemas cuyo autor no distingo y del que
tampoco pregunto por no parecer entrometido. Ella
se mete en la lectura, yo, en la duda sobre el autor, en
la duda sobre si sus manos son de pianista, en la duda
sobre si lloverá porque me estoy poniendo triste. Las
nubes van cubriendo lentamente la tarde y percibo la
humedad de octubre que se mete a mis sensaciones,
a mis pensamientos, a mi silencio que está buscando
cómo escapar, para volverse palabras dirigidas a una
destinataria que en este momento está metida en algo
que la hace llorar, aunque lo disimule limpiándose
discretamente con un pañuelo desechable; ella, que
ha pasado a ser lo más interesante de este viaje, tiene
que decirme qué la pone triste. —¿Lloverá entonces?,
le digo, tocándole suavemente la mano izquierda que
sostiene el libro. Ella levanta el rostro y me ve. Sus
ojos están enrojecidos, pero lo está más su alma, tiene
una mirada demasiado triste para ocultar que algo
la ha hecho ponerse así. —¿Qué? ¿No comprendo?
—¿Lloverá entonces esta tarde? —No lo sé. —Acabas
de decirme que percibes que va a llover porque te
pones triste, y tú lo estás ahora. —Cuando estoy frente
a este texto. —Me muestra la página que ha leído
posiblemente muchas veces. —Me pongo a llorar; es
algo que no puedo controlar y que a la vez me llama
a leerlo una y otra y otra vez, como una adicción,
como una necesidad imperiosa. No le pregunto
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La puerta vedada
el nombre del autor. Tampoco veo la portada, me
interesa ella. —¿De dónde eres? La interrogo con la
intensión de continuar la charla interrumpida. —Soy
de Santiago, y viajo constantemente a Rancagua.
Mi abuela plantó allá una vid que me recomendó al
morir y tengo que cuidarla para que no muera. ¿Y
tú? Tu acento no parece ser chileno. Siento que se
abren mil posibilidades. Como por arte mágico se
apaga la tristeza y se inunda de luz el andén donde
viajamos ella y yo. Le digo que estoy investigando la
vida de un autor originario de Rancagua, como una
tarea autoimpuesta. Le comento de la universidad,
de mis constantes viajes para conocer su país; de
mi sorpresa al enterarme que una de las canciones
más escuchadas por mi familia desde que era muy
pequeño, no era de autor mexicano, como me decía
mi abuelo, que la cantaba a mi abuela, tantas veces
que la memoricé. Ahora sé que es de un chileno, de
quien no supe hasta apenas hace unos días, cuando
alguien me habló de él en el bar donde la cantaba un
grupo.
Llegamos a nuestro destino sin concluir la charla.
Ya la esperan, me dice. Nos despedimos con una
mezcla de complicidad y ruptura no deseada; como
si quisiéramos continuar el viaje. Al menos eso
siento cuando toco sus manos. No le pido dirección,
ni teléfono, ni correo electrónico, en el aturdimiento
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Clara del Carmen Guillén
normal de quien tiene junto a sí a una persona
atractiva, joven, extremadamente sensible. ¡Qué
tonto! pienso, no me dijo su nombre. Es demasiado
tarde. Ya no está en la estación.
Paso el día buscando información en Rancagua,
población pequeña y hospitalaria. Todo me guía
a dos lugares: la casa de la esposa del poeta y el
cementerio del lugar. La casa está cerrada. Un taxi me
lleva al panteón. El taxista, amablemente se ofrece
a guiarme hasta la tumba. —Todo mundo la conoce
aquí. —Me dice. Entramos. Hay mucho movimiento:
personas que llevan flores, como en una procesión
que cumple un objetivo, tal vez algún acontecimiento
qué conmemorar. Pasa el cortejo a nuestro lado. El
hombre me lleva al lugar donde reposa el poeta. Se
puede leer un texto de Óscar Castro sobre la lápida,
cerca de la cual crece una vid, una vid añosa, húmeda
por la lluvia; al lado, un amontonamiento de tierra
recién preparada, tal vez para sembrar algo.
Escucho pasos muy cerca de mí y levanto la vista.
La joven del tren está frente a mí de nuevo. Trae un
rosal que planta con respeto a un lado de la tumba. Es
un momento místico que no se rompe ni con el paso
de las personas que regresan del cortejo, ni con mi
presencia enmudecida por la sorpresa. Poda la vid,
mezcla hojas y ramas con la tierra suelta y musita una
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La puerta vedada
oración o no sé si repite algún verso del libro que leía
con tanto interés durante el viaje. Después escucho su
voz suave, hermosísima cantar entre sollozos “—Yo
me pondré a vivir en cada rosa, y en cada lirio que
tus ojos miren, y en cada trino cantaré tu nombre,
para que no me olvides…” caen sus lágrimas sobre
la tierra recién removida; con devoción coloca un
ramo de rosas rojas y permanece durante un largo
rato en silencio, con el libro abierto, sin moverse,
como unida a ese lugar, como si no quisiera irse. Yo,
sorprendido por la coincidencia y su extraordinaria y
mágica relación con el poeta chileno, profundamente
conmovido ante la escena, la observo casi a punto de
ponerme a llorar. Una voz diferente rompe la magia.
Alguien llega por ella. Me dice adiós y la pierdo de
vista de nuevo. ¡Qué tonto!, vuelvo a decirme, no
pregunté su nombre .
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La puerta vedada
Espero el tren
Recordar les duele. Ambos me lo han dicho tantas
veces. Se nota que ansían desatar ese nudo que se
escucha cuando me hablan. Él recuerda sus pasos,
sus movimientos, su tono de voz, el primer beso.
Ella también me dice lo mismo: sobrevive por él,
sumergida en los sueños que se construyeron.
—
Su recuerdo me duele— me repite constante –fue una
relación inolvidable desde el primer día, cuando nos
conocimos casualmente en la estación del tren, una
tarde. Nuestras miradas se entrecruzaron, buenos
amigos por un mes, después, absoluta asociación
de sentimientos. Y él siempre evocando: –Fue algo
hermoso, sí, la recuerdo recargada en el árbol aquel
que fue nuestro cómplice, bella, con esos ojazos
color miel que me cautivaron.
–No le digas cuando lo veas, por favor, que aún lo
amo, que lo imposible ha hecho más grande este
sentimiento, por favor, no le digas hijo. –Pero te
lo platico, abuelo, porque pronto irás a la frontera
y la verás, te llevaré, tienen que verse; de eso me
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Clara del Carmen Guillén
encargaré personalmente, lo prometo. Se lo he dicho
a ella también.
La estrategia está lanzada, saldrá el tren vespertino que
nos llevará a la ciudad. Veo su rostro, sus manos que
se entretejen, lo veo cerrar los ojos, evocándola, según
me comenta, con una voz que más que confidencia,
demuestra ansiedad por verla, por recobrarla; por
acercar la distancia que los separa; nervios mezclados
con recuerdos. La suavidad de una piel guardada en
esas manos; la espalda tersa, incomparable, descrita
por un hombre enamorado.
El tren avanza sobre el paisaje nevado; establece
sus condiciones al pasajero: su área de no fumar,
de fumadores, pero nadie le impide soñar, cerrar los
ojos, dormir, evocar para abreviar el cansancio y la
distancia.
II
–Espero el tren como siempre hijo, esperarlo me
acerca a él, pero sé que no volverá.
–¿Sabrá ella que estoy a punto de llegar? muero de
ansiedad por verla.
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La puerta vedada
Ambos se amparan en los sueños: él casi cree vivir
junto a ella; ella muere por él; se aproximan con sus
recuerdos; los imagino tomándose de la mano, como
ambos me han platicado: Junto a él en el bosque,
junto a ella en la escuela, viendo el río desde lo alto,
en los corredores de la preparatoria, en su banca del
parque central. Y al padre de ella, con autoridad mal
entendida, que los separó para siempre.
Nieva. La tarde tiene tan próxima a la noche que es
difícil distinguir los rostros de los demás entre la
densa neblina. Bajan los pasajeros, abordan el autobús
que los espera; rostros desconocidos, miradas que se
encuentran, mientras se acomodan en los asientos. El
abuelo me interroga: –Disculpe no sé dónde estoy,
busco a mi nieto –Abuelo, yo soy tu nieto. –¡Ah!–
Cierra los ojos y se va perdiendo en el tiempo, en su
soledad. Llevarlo al asilo me duele, pero estoy seguro
que ahí será feliz, a su lado.
Llegamos. En el asilo ella nos espera. –Hola abuela,
te traigo este viejo conocido tuyo; hemos hablado
de ti todo el camino–. Frente a frente ella y él, se
desconocen; y su gran amor, aquel que no pudo
romper barreras, el reconstruido por la enfermedad,
se muere lentamente, mientras ambos, poco a poco,
se olvidarán de sí mismos.
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La puerta vedada
La puerta vedada
Siempre es conmovedor el ocaso/por indigente o charro que
sea,/pero más conmovedor todavía/es aquel brillo desesperado
y final/que herrumbra la llanura/cuando el sol último se ha
hundido./Nos duele sostener esa luz tirante y distinta,/esa
alucinación que impone al espacio/el unánime miedo a la
sombra/y que cesa de golpe…
Jorge Luis Borges
El calor sofocante del mediodía resecó mi garganta.
Necesitaba agua, mucha agua para saciar la sed y
refrescar mi cuerpo; el camino se metía a mis ojos
inclemente, indiferente a mi desesperada necesidad
de sombra: ni árboles, ni una casa, ni una sola señal
de vida. Esperé en vano sentado sobre el pastizal
seco, tenía que buscar una salida, una solución: diez
horas caminando, los pies hinchados, la boca seca me
lo exigían; también la imperiosa necesidad de estar
fuera de ese ambiente completamente desconocido
por mí, acostumbrado a vivir en la hermosa montaña,
rodeado de cascadas, vegetación fecunda, con un río
caudaloso y limpio, lleno de rápidos.
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Clara del Carmen Guillén
Crecí al lado de mi madre, quien me formó por el
buen camino, me ha dicho qué es bueno y qué es
malo. Ella me ha insistido siempre que no vaya a salir
por esa puerta, que está maldita; –por aquí se fueron
el abuelo, el tío, tu padre, y jamás volvieron. ¿Qué
haría si tú también te vas? –me dice constantemente.
Me preocupa qué hará cuando sepa que la desobedecí.
Estoy seguro que ya descubrió mi ausencia y no sé si
ya se dio cuenta que abrí la puerta que siempre me
prohibió. Ahora que soy un poco mayor me pregunté
¿Qué puede tener de malo abrir una simple puerta de
madera? Y la abrí. De par en par.
Cuando niño esa puerta me daba miedo; suponía que
mi madre guardaba algún secreto detrás de ella, iba al
traspatio, corría por el campo y extrañamente no veía
señal de ella; desde ese punto todo era vegetación
y belleza: enormes árboles formados a propósito en
posición perfecta, se perdían en una larga vereda;
pájaros, flores y agua en abundancia.
Pero hace unas horas, cuando abrí los ojos, la
luz del sol me llegó y me encontré con un camino
interminable, sin agua, sin árboles que no eran un
sueño; no eran una visión de hombre enfermo y
agobiado por el hambre y la sed. Entonces comprendí
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La puerta vedada
las razones de mamá, pues si pasé mi infancia y no
toqué la puerta por temor pero me transformé en este
adolescente curioso que no se sujetó a las reglas que
regían la casa, ahora ¿qué le diré cuando la encuentre?
Quiero verla, decirle que no estaba equivocada, que
le perdí el miedo a esa puerta que nadie podía tocar
para hacerla trozos de madera, y se abría llevándote
consigo para siempre, según ella, por una razón muy
poderosa; estoy seguro que me entenderá, a todos nos
pasa lo mismo cuando el amor nos llama.
¡Qué tentador es el misterio a mi edad! Empecé a
despertar mi curiosidad una noche en que soñé que
abría la puerta a escondidas de mi madre: una luz
brillante, hermosísima, penetró hasta nuestra casa;
primero vi que Dios me extendió los brazos abiertos
invitándome a ir hasta él; cuando quise tocarlo,
se convirtió en una paloma que se echó a volar
hasta perderse; después, una mujer hermosísima,
indescriptible, me ofreció las delicias de su cuerpo;
me perdí en ella y con ella durante todo el sueño,
realizado en un paraíso parecido al traspatio de mi
casa, en un río más caudaloso que el nuestro.
Después de mi sueño ya no fui el mismo: mi obsesión
por la puerta era frenética, exagerada; pensaba en
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Clara del Carmen Guillén
ella a todas horas y en la mujer que soñé y de la
cual me había enamorado perdidamente. –¿Qué te
pasa hijo? come –me decía mi madre preocupada;
–Arréglate un poco, ve con tus amigos a pasear.
Pero era imposible, aunque no insistía en el peligro
de la puerta, posiblemente para no darle importancia,
ella sabía que era la causante de la desaparición de
mis familiares, siempre lo comentó. Pero estaba
enamorado y esa mujer estaba ahí, o cuando menos
estuvo en mi sueño. No, no pude esperar más: cuando
quedé solo en casa, después de haber dormido varias
horas buscando repetir mi anhelada experiencia sin
lograrlo, decidí acabar con el misterio: con una mezcla
de miedo, reto y esperanza, me dirigí a la puerta y la
toqué; una ráfaga violenta me empujó hacia el otro
lado. Un resplandor llegado desde lo alto hirió mis
ojos, mientras que el viento, que se había huracanado,
pasaba a través de mí, casi derribándome. Quise
regresar pero no pude, la puerta había desaparecido;
mi casa, el traspatio, todo se había esfumado como
por arte de magia, y me encontré solo, en un camino
extraño, pobre; una larga fila de troncos derribados
y secos y un lugar que alguna vez fue río era todo el
paisaje.
2 24 1
La puerta vedada
El viento cesó súbitamente. Quise ubicarme pero
el temor me invadió. No podía regresar: mi casa se
perdió en un punto indefinido. Decidí caminar para
buscar comida y hospedaje. La única realidad era
esa naturaleza muerta con árboles caídos. Entre ellos
avancé por largo tiempo hasta llegar a este llano seco
que me está matando de sed, igual que a ustedes los
mató hace tiempo.
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La puerta vedada
Dentro de tí
¡
– Pase la acusada! dijo el hombre con severidad. La
mirada de la joven penetró a su mundo. ¡Esa mirada!
No acertaba a disimular su asombro, pero era el juez,
el de la última palabra. Percibió algo en ella, algo
demasiado familiar que atrapó sus pensamientos,
jaló presencias y vio lo que quería ver: los ojos de
su amada. Aquella que le arrebató la alegría de vivir;
la misma que desapareció misteriosamente, sin dejar
rastro.
Sí, después de más de treinta años, de aquel escándalo
siniestro que marcó su destino, ahí la tenía, enfrente:
acusada de haberse descubierto el rostro, de haber
sido la única capaz de ver fijamente, de igual a igual
a su hombre; de no inclinarse ante él. Ella, Salwa era
otra, realmente era otra, no podía ser ella, imposible,
pero tenía su mirada y eso, eso cambiaba todo.
Para no perder su autoridad y recuperar la calma, el
juez extendía papeles y simulaba ordenarlos, pero la
joven no bajaba la vista. Lo seguía como si de sus
ojos brotaran preguntas, súplicas, recuerdos, retos;
unas ansias incontenibles de llorar, que controlaba
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Clara del Carmen Guillén
con sólo posarse fijamente en ese punto exacto: su
boca. La boca de él que ahora daría la sentencia.
Hombre al fin, el hacedor de reglas. El hombre que
ella amó sin cortapisas, el que mató sus sueños.
El hombre recuperó el aplomo. Era el juez, no podía
ser de otra forma. Nada de sentimentalismo –se dijo.
–Mujer ya has hablado, te hemos dado la palabra y
con ella nos has hecho entender tu situación. Eres
una rebelde. No cabe en tu voluntad el respetar las
reglas, nuestras reglas. No hablas con el respeto que
nos debes. No te cubres el rostro. Has profanado
nuestras costumbres al caminar sola por la noche.
Has mirado con reto. Se te condena a morir para que
tu cuerpo quede libre de pecado.
Salwa seguía viendo el movimiento de sus labios.
Escuchaba a lo lejos su voz, pero estaba viajando a
donde quería llegar. No era ese su mundo. Su libertad
no tenía que ver con esos labios amados. Ahora
hablaba el idioma distante del espacio que habitaba
desde mucho tiempo atrás –ven– le dijo al felino que
se acercaba a ella. –Ven, llévame contigo, dentro de ti
como hace mucho. Ya no te escondas, el hombre no te
hará más daño; yo seré tu guía. Tú serás mi cuerpo.
Ven…
Ella se fue lentamente, descalza; se quitó las ropas y
salió desnuda. Igual que entonces, nadie le impidió el
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La puerta vedada
paso. Ella era nuevamente lo que deseó siempre: ser
libre. Nadie fue tras ella. Nadie la vio después.
II
En la selva, el felino acecha a su presa. Su instinto
le hace descubrir un cachorro que dormita lejos de
su madre. Un cervatillo que intenta huir. El felino a
punto de lanzarse escucha –¡no¡ ¡no lo mates! es muy
pequeño todavía. El obedece y sacia su hambre con
los restos de un animal que otro no terminó de comer.
De pronto, un disparo le llega al corazón, directo,
fulminante; alza los ojos y ve al cazador: la misma
mirada del juez, del temido hombre amado. El parece
reconocerla. Agoniza. Lo ve fijamente con esa misma
mirada que interroga, suplica, recuerda, reta…dice
adiós al hacedor de reglas, la voz amada se pierde
entre su agonía mientras recupera el idioma del
submundo que habita. –Ven,– le dice al ave solitaria
–Llévame contigo, dentro de ti pero vuela alto, muy
alto. Llévame hasta donde el hombre no nos alcance.
Donde las reglas y la mano del hombre no nos hagan
regresar.
La luna llena de octubre dibujó la silueta del ave que
voló, voló, voló, hasta perderse. Mientras su cerebro
repetía la sentencia: –eres una rebelde, no hablas con
el respeto que nos debes, no obedeces, no te cubres el
rostro, has profanado nuestras leyes… que tu cuerpo
libre... libre... libre
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La puerta vedada
Desde la calle
¿Qué se ama cuando se ama, mi Dios, la luz terrible de la vida...?
Gonzalo Rojas
Terco, esa es la palabra exacta que lo identifica y
lo persigue. Para todos es Manuel, pero en realidad
no sabemos su nombre. Es como una sombra que
llama la atención. Asoma su cara acostumbrada al
sol constante, a la ventana de su pequeña habitación.
Aspira profundamente, se nota que quiere absorber
las primeras humedades. Los rayos del sol matutino,
apenas pueden verse entre la nata que cubre el cielo.
Su sonrisa enajenada nos dice que es feliz de vivir
en la gran ciudad, la gran tumba, la egoísta que
todo se guarda para sí. Una vez aspirado el smog
de la mañana, de llevarse consigo un trozo de su
calle en la garganta, sale a caminar, sosteniendo su
soledad en medio de la avenida. Consigue unirse al
tránsito incansable y se hace un punto, un punto en
la distancia, viéndolo, como ahora, desde su ventana.
Llega puntual, como siempre. Sustrae las semillas,
los frascos con aguas verdes, rojas, lilas, los olores
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Clara del Carmen Guillén
diversos, los colores más llamativos. Se dispone a
trabajar: vende esperanzas, buenas vibras, olores para
el buen espíritu, conjuros contra el mal, la envidia;
veladoras contra la injusticia. Receta, muestra,
encamina almas. Alimenta con la única forma que
puede, la solución a cualquier imposible que detecta
en el rostro de sus compradores, ávidos por conseguir
la paz y el fin de sus problemas y enfermedades con
la gama multicolor que ofrece.
Es un buen trabajo, y la calle elegida desde aquella
vez que salió buscando el sitio exacto, cuando su
desempleo llegó al grado de no ponerse a llorar y
como buen mexicano, no se confió que el gobierno
se preocupara por él, puso en marcha muchas
posibilidades, hasta que encontró una: aunque llena
de voces, indiferencias, pasos, siempre esta calle trae
a alguien interesado: el que llega lleno de problemas,
la persona sin trabajo, el enamorado, el frustrado
–¿qué me recomienda para tener buena suerte?
–éste, –responde y muestra– es un collar hecho de
semillas de higuera. Lo debe llevar siempre puesto, y
cuando va a pedir un trabajo, quita una, la rompe y
se unta el aceite que sale de ella, ya verá, encontrará
trabajo, novia, lo que usted desee. Cuesta veinte
pesos. –Deme uno.
Así pasa el día, la semana, el tiempo que nunca lo
apremia.
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La puerta vedada
II
Cuando era niño sentía que volaba junto con su
papalote; que era él mismo elevándose, convirtiéndose
en papel y madera. Veía desde lo alto cómo su mano
sostenía el hilo; la veía lejana, pues su cuerpo, el
resto, era el papalote. Veía los campos, las flores
pequeñísimas, las casas y sus tejados en miniatura.
Volaba alto, muy alto y su mano soltaba más y más
el hilo, hasta que creció y la necesidad y la muerte de
sus padres siendo un adolescente, lo trajeron a esta
enorme ciudad, donde es imposible elevar sueños:
más fácil es caer preso de la realidad pasmosa, turbia,
como las calles en las que a diario deja huellas y
tiempo; su calle, donde decidió detenerse y vender lo
que su ingenio le indica.
Todo el día rodeado de pasos y voces lo hacen olvidar
su soledad o al menos ignorarla; aunque le pesa saberse
solo, completamente solo, desde que abre los ojos al
día, hasta que anochece: nadie con quien compartir
penas, nadie con quien hablar sobre esa desazón que
lo ahoga, respecto a ese sentimiento de culpa que
no muere y no morirá, lo sabe por la forma en que
le entró el amor a bocajarro y se convirtió en una
sombra, que ofrece milagros, esoterismo, esperanzas;
la sombra que hoy, tras su voz de merolico, se esconde
con sus remordimientos y su inmenso amor oculto,
silencioso, inaudito.
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Clara del Carmen Guillén
III
Se levantó temprano. Caminar diariamente por las
calles cuando casi todos están dormidos, es una
costumbre que para ella es ley, así que este día se da
el tiempo suficiente para contemplar las baratijas que
los vendedores ambulantes ofrecen en el centro de la
ciudad. No lleva la prisa propia de todo trabajador
de las grandes ciudades que checa tarjeta o firma la
entrada a su trabajo, pues aún es muy temprano.
Recorre uno a uno los puestos: joyería de plata y
fantasía; juguetes, flores artificiales. Ve al merolico
que vende productos esotéricos. Le atraen los diversos
colores de los líquidos, los aromas. Ahí se detiene.
Él la ve y su rostro palidece; su corazón se
transtorna, acelera su ritmo. Ella en esa calle, frente
a él, preguntándole por cierta esencia milagrosa para
enfermos del alma. Ella, tocando los collares, oliendo
las pócimas, ignorándolo, como si nunca lo hubiera
visto, como si no hubiera besado su cuerpo entero,
palmo a palmo, como si no hubiese sido suya aquella
noche. Deseó ser el papalote de su niñez y volar
hasta perderse. Verla, sí, pero desde lo alto, para no
alcanzar su aroma, su mirada, su voz preguntando –
para qué sirve este collar, y este bálsamo–. Pidiendo
–una buena receta para olvidar momentos difíciles–,
única frase que dice con un dejo depresivo. La única
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La puerta vedada
que manifiesta esa rabia por vivir que hoy la condujo
a esa calle a buscar un escape a sus frustraciones. La
única que deja ver la impotencia que ha tenido desde
que un maldito desconocido la violó y el delito quedó
impune por falta de pruebas y testigos. Su mirada,
que parece desconocer el sentido de la suya, se pierde
en las preguntas y en los frascos, collares y esencias;
se pierde en las otras miradas que buscan, revuelven.
Fugaz clientela cotidiana que lo mantiene ocupado.
Su corazón no puede aparentar tranquilidad, late
aceleradamente; ella, inmutable ante su presencia,
compra el collar que “te da tranquilidad si has
sufrido situaciones adversas” lee la etiqueta. Sustrae
del bolso un billete de cien pesos y le paga, rozando
con su mano la mano masculina que tiembla ante el
contacto. No, definitivamente no lo reconoce. Se va,
y el hombre, por primera vez, levanta su mercancía
más temprano. Feliz por saber que no es un asesino;
que la noche que la ultrajó, aquella noche oscura, ella,
la mujer de sus sueños, su gran amor, aún está en este
mundo. Entra a su cuarto y duerme plácidamente,
saboreando aquel cuerpo, volando, como aquel
papalote. Como un niño que recupera el juguete más
amado.
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Clara del Carmen Guillén
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La puerta vedada
Pasos bajo la luna
“Mi corazón está brotando flores en mitad de la noche”
Poema náhuatl
Me preguntas qué hago aquí, por qué vivo cargando
esta cobija, este viejo petate; este nudo de voces
interiores, por qué no tengo casa.
Voy a hablarte de mí, porque a diario me has
acompañado siguiéndome los pasos, soportando mis
silencios, y has tenido paciencia para encontrarnos
desde este fondo que a veces se me escapa. Sí, estuve
enamorado. Cierro los ojos y la veo tan cerca, radiante
y bella. Era una adolescente, la única que caminaba
en mi pensamiento como caminar sobre húmedas
esponjas. Tenía mi corazón en sus manos y lo
jugueteaba salpicándose con mi sangre, empapándose
de ella. Pero nunca le hablé con los labios, siempre la
vi y un sabroso temblor me delataba. Con verla mi
corazón palpitaba acelerado. Era un profundo amor
que casi siempre gritaba, pero lo encerré conmigo.
Cuando la conocí, era mi tiempo aquel cuando
calle y camino eran algo distinto. Ahora ya perdí el
significado y la calle es casa, camino, camino recto,
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Clara del Carmen Guillén
sin fin, sin ella, pero, es, camino que se afianza, y
echo a andar; mis zapatos son el anotador puntual de
los tantos kilómetros recorridos a pie nocturno, mira
lo desgastados que están, pero no importa, disfruto
el canto de las estrellas, su manto que me cubre;
escucho el llanto triste del arroyo; me perturba que
alguien interrumpa su letanía, su letargo, su protesta
ambulante. Él me cuenta la historia aquella de los
pájaros que bebían su agua limpia en la época de la
prehisteria, en la época dulce de los niños subiéndose
a su espalda y sumergiéndose en el oxígeno limpio de
su cuerpo.
Eran noches catárticas, noches mías, noches después
de ella, que se fue desvaneciendo de mi vista poco
a poco y me dejó solo, sin su imagen, aquí, en este
constante caminar bajo la luna.
Frente a donde extiendo la cobija que acarreo conmigo,
vive una niña, Cristina, mi amiga. Siempre vuelvo
a ese lugar después del constante viaje nocturno;
aunque no me canso ni busco dormir porque no me
fue dada la maravilla de aislarme de esta realidad
cerrando los ojos, no olvido la costumbre de recostar
mi cuerpo. No sueño, porque se necesita estar
dormido para soñar; pero no me explico entonces por
qué vivo de sueños y entre sueños. Posiblemente es
verdad lo que gritan algunos: estoy loco, creo que sí,
porque invento para mí, lo que para otros no existe,
porque quiero darle a Cristina y a todos los niños que
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La puerta vedada
me buscan, los sonidos de la naturaleza que recojo en
las noches, bajo, la luna llena.
Es la primera que viene a diario a platicar conmigo,
solamente tiene siete años y unos ojos negros llenos
de bondad; la única que trae escondida una ración
de comida para mí, su mejor amigo; una ración de
afecto que no traje en mi equipaje cuando llegué
a este pueblo. Porque quiero que sepas que de allá
me echaron con violencia. Me quitaron el sueño.
Allá, donde salí sabe Dios desde cuándo, no existe
la sonrisa; están pendientes de inventar nuevas leyes,
gestionando más muertes, generando su política
todopoderosa, olvidando la felicidad de un día bien
vivido. Se les envenenó el entusiasmo y se quedaron
así, sin sonreír. Casi enmudecieron sus gargantas para
no cantar porque para ellos era perder el tiempo; con
envidia, encerraron a los pájaros para matar su canto;
tiraron los árboles y pusieron horribles monumentos
dedicados al ego y a la frivolidad.
Y yo no puedo estar sin sonreír. Tengo tantos motivos
para hacerlo: para regalarles a los niños mi gesto, ellos
lo necesitan. Aquí también ya casi están olvidando
cuál es la receta para mover los músculos que forman
la alegría; también casi olvidan el canto de los pájaros,
porque en su casa, los patios son larguísimas planchas
de cemento con plantas artificiales, para disimular la
angustia de las abejas en busca de polen. Por eso,
desde que me di cuenta, recojo por las noches los
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Clara del Carmen Guillén
paisajes nocturnos, se los llevo, me buscan. Quiero
que sepan que en algún lugar, el agua corre libre fuera
de un edificio fantasía, corre para ellos que no pueden
llegar, pero corre entre la esperanza de los árboles
que a diario manifiestan su deseo de verlos otra vez,
bajo su sombra, jugando divertidos. Yo les llevo el
mensaje.
Por eso me echaron de ese lugar donde vivía tan
cerca de ella, desmenuzaron feroces mis sueños a
su modo; me lanzaron las piedras que aún quedaban
en sus calles absurdas, controladas, gigantes; me
robaron todas las estrellas que llevaba a los niños de
mi barrio; arrebataron mis ideales y los exhibieron
en noticias más que rojas: “¡Loco que pretende
recoger las estrellas para dárselas a los niños, puede
ser peligroso, señora, retire a sus hijos del parque
central, aléjelos de él!, “¡Malviviente que protesta a
gritos por la falta de amor al mar, está causando
desorden en las plazas públicas, si lo ve, denúncielo!”
“¡Loco que pretende recuperar un río que existió
hace años!” gritaban los voceadores para despertar
la curiosidad; entonces a los niños les cubrieron los
ojos para que no me vieran pasar frente a su casa; les
quitaron mi voz; les evitaron asomarse a la ventana.
Lanzaron mis pertenencias a la calle. Lo soporté todo,
porque allí era mi lugar, ahí estaban mis recuerdos y
latía mi corazón al ritmo de sus pasos, al ritmo de su
mirada que dejó de sonreírme, que me abandonó para
siempre con su cambio de rostro. Ella, también me
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La puerta vedada
creyó loco y me lanzó la más grande de las piedras.
Ahora, después de caminar por tanto tiempo me
quedé aquí, en este lugar, donde recibo todavía el
atardecer, puedo ver cómo el sol se oculta, cómo
amanece limpia la mañana. Y aquí me quedaré hasta
que alguien decrete que todo lo que sea sonreírle a
la vida es cosa de locos, y me lancen las piedras de
sus calles, que guardarán por siempre, bajo tantos
recuerdos, las huellas de mis pasos.
–¿Quieres acompañarme en esta aventura que no
termina? ¿Por qué no me contestas? Ya te conté mi
historia. Cuéntame ahora la tuya. –El silencio pesado,
la mirada disuelta en el asombro, la voz negándose
a salir, fue la respuesta. El hombre que escuchaba
vio que el reloj del parque daba las doce treinta,
sacó la pequeña grabadora que llevaba escondida,
la desactivó y colocó en el estuche, mientras sonreía
satisfecho. Los periódicos al día siguiente volverían
a circular con noticias frescas. El loco de la ciudad
está vivo.
El pueblo, sumergido en la oscuridad, no pudo ver
el rostro del hombre que reinició el camino, que
abandonó aquel pueblo para siempre, levantando las
piedras de las calles, para no lastimarse.
Durante mucho tiempo, el vagabundo caminó sin
rumbo fijo por la carretera federal.
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La puerta vedada
El trasplante
La cobija haciendo un bulto apretado, monologando,
la sombra que es Miguel se pierde entre la gente.
Toma un rayo de sol entre sus manos y canta la
canción cotidiana, tan conocida por todos los que
lo vemos a diario. Por las calles saluda a cuanta
persona encuentra; es feliz y festeja con su forma
acostumbrada. ¡Buenos días, vecino!, le deseo una
maravillosa semana.
Desde que decidió cambiarse de células lo comentó
con cuanto conocido tenía. Nadie le creyó, hasta que
escuchamos en las noticias las palabras sabihondas del
médico comentando el suceso: “Trasplante de células
vegetales a un fulano en un hospital de la ciudad de
México”. Explicó que se buscó la planta más idónea,
más ágil para el cambio: le pusieron células de girasol.
Después de muchos análisis y experimentos de los
especialistas y pruebas de compatibilidad, ocurrió el
milagro: las células se instalaron cómodamente en
su nueva morada, con clorofila y todo, comenzaron
a librar batallas, torrentes sanguíneos contra savia;
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Clara del Carmen Guillén
vasos leñosos, huraños al principio, aceptaron
pertenecer a un cuerpo rojo y tibio. De inmediato los
cambios sorprendentes: decidió ser más planta que
hombre y que nadie lo toque, le duele ese pellizco
grosero; le duelen las burlas de quienes afirman que
está loco. Alguien lo lastima y la savia asoma por sus
dedos en ramas que se elevan. Hombre que se avecina
y se cura el dolor de planta con fomentos de alcohol
y una pastilla. Se marchita, pero el agua erige en él su
estancia jugosa y preferida. Se torna lozana la planta
que es y no comprendemos si su locura es real o se
la inventa para seguirle el juego a las miradas. –¡ya
le brotó una flor entre sus manos! ¡Ya tiene ramas y
semillas!– se acercan, lo tocan, se enamora: quiero
que te trasplantes para amarte, te ofrezco mi cuerpo,
no lo pienses tanto.
La chica une su cuerpo tibio al de Miguel, se enlazan
amorosos; ella besa sus brazos-ramas; él fertiliza a
la bella. En la plenitud del acto carnal recupera su
conciencia de hombre, olvida su condición humanovegetal, se casa y forma una familia numerosa, hasta
que un día, en ese constante ir y venir de la vida,
ya entrado en años, al salir al bosque, siente que su
cuerpo se renueva con la lluvia, y decide injertar sus
brotes en una planta que lo hace recobrar su feliz
condición fotosintética.
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Clara del Carmen Guillén
Como en aquellos tiempos
–Te consta que no quise viajar sin despedirme de
ti, y que si hubiera estado en mis manos otra cosa
sería, pero nuestras decisiones se fueron a la borda,
tú lo sabes, y hasta la fecha no puedo exterminar este
sentimiento de culpa.
No, no fue la guerra, la corrupción de los políticos, la
contaminación, ni la paz falsificada por la indiferencia,
la deuda externa o el desastre ecológico lo que nos
preocupaba, tú sabes, lo importante en ese tiempo era
estar juntos, como buenos amigos. ¿recuerdas? Fue
el tiempo del desequilibrio, eso decimos los adultos.
Estudiábamos la preparatoria llevábamos en nuestras
andanzas varios días escapándonos de clases y dos o
tres borracheras. Pero algo pasó y el escarmiento que
recibimos nos cambió por completo. ¿Te acuerdas?
El director citó a nuestros padres; la sanción duró
hasta hoy que te encuentro, pues nos separaron así,
sin tomar en cuenta nuestra opinión. Fue algo muy
doloroso amigo, seguramente también para ti. En
serio, nunca tuve un cuate como tú, fuera de serie y
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La puerta vedada
loco de atar. Iguales, igualitos hasta con los gustos
por las chicas. Nos gustaban las mismas y eso no
facilitaba las cosas, pues te enamoraste de Tere y yo
también; te gustaba Lucía, y a mí me encantaban sus
ojos color miel y su voz; eras uno de los mejores en el
equipo de básquetbol y yo no me quedaba atrás, pues
juntos íbamos a los torneos. Éramos buenos, sí, hasta
que juntamos nuestros gustos por los vicios. Allí fue
el acabose ¿o no?, después de ese partido en que le
ganamos a los de la prepa y el festejo, cómo olvidarlo
si nos marcó para siempre: la chica desnudándose
frente a nosotros, las copas, una tras otra; una entre
los dos, una botella de litro entre tres, una misma
mujer entre los dos, que se ofrecía, se ofrecía a nuestra
edad, a nuestros deseos. ¡Qué cuerpo tenía, hermano,
qué ondular de caderas! Toditita para nosotros, para
los dos que no queríamos ser el segundo. Al mismo
tiempo tu sexo y el mío queríamos penetrarla. Era
deliciosa. Alguien tuvo que llegar primero, no
recuerdo quién, sólo sé que ella gritó que era virgen,
que era nuestra, los primeros hombres de su vida. Los
tres, tú, ella, yo, hasta el fondo de la inconciencia,
ebrios, con el deseo a flor de piel y la chica asida
a nuestros cuerpos, esperando aún más de nosotros,
adolescentes ávidos al margen de toda racionalidad.
Después que el director habló con nuestros padres me
obligaron a preparar mis maletas. Ellos no perdonan
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Clara del Carmen Guillén
un error. Al menos los míos así actuaron: me sacaron
de la escuela antes que sonara a expulsión; tenían la
vergüenza, la rabia o no sé qué sentimiento metido
en la sorpresa. Inmediatamente me mandaron a
Guadalajara, con mi tío Manuel. Recuerdo muy bien
las palabras de mi papá: –¡Tu tío si a va a saber
enseñarte a controlar tus instintos, vaguito de porra,
mira que meterte con una muchachita decente,
abusar de la hijita del director, todo por tus malas
compañías, cabrón!
Desde entonces he preguntado por ti, pues no pude
despedirme; ni de eso me dieron la oportunidad. Me
llevaron a la terminal de autobuses, vigilado por mi
papá que me entregó personalmente a mi tío. Con él
viví todos estos años. Terminé la carrera. Hace un mes
me gradué y ya tengo trabajo. Ahora estoy aquí, frente
a frente, contigo, mi cuate del alma. No puedo más
con mi conciencia y he venido a ayudarte a mantener
a nuestro hijo. Supe hace poco que el director te casó
con su hija al otro día que nos encontró con ella en
su casa, y como en los tiempos aquellos mano, es tan
culpa tuya como mía. ¿O no?.
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Clara del Carmen Guillén
La esperanza
“Finalmente él me va matando de hambre, y yo me voy
muriendo de despecho; pues cuando pensé venir a este
gobierno a comer caliente y beber frío; a recrear el cuerpo
entre sábanas de holanda, sobre colchones de plumas, he
venido a hacer penitencia, como si fuera ermitaño.”
Miguel de Cervantes,
Don Quijote de la Mancha
–Pues como te iba diciendo antes de que nos
interrumpieran, me prometió mi compadre que me iba
a hacer muy rico, y le creí; cómo dudar de él que nunca
me ha quedado mal y siempre cumple sus promesas.
–Vas a ser tan rico, que tendrás muchas casas, vas a
tener tu carro, ya verás, después ni me vas a querer
saludar –me dijo una tarde que estábamos tomando
trago en mi casa, como todos los sábados–. –Te lo
aseguro compadrito, vas a tener tanto dinero, como
no te lo imaginas. Yo te voy a ayudar. Sólo sigue mis
instrucciones al pie de la letra.
Le obedecí en todo. ¿Quién no quiere ser rico así,
tan fácilmente. Mucho más si te lo dice tu amigo,
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