EXHORTACIÓN APOSTÓLICA FAMILIARIS CONSORTIO .pdf
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EXHORTACIÓN APOSTÓLICA
FAMILIARIS CONSORTIO
DE SU SANTIDAD
JUAN PABLO II
AL EPISCOPADO,
AL CLERO Y A LOS FIELES
DE TODA LA IGLESIA
SOBRE LA MISIÓN
DE LA FAMILIA CRISTIANA
EN EL MUNDO ACTUAL
INTRODUCCIÓN
La Iglesia al servicio de la familia
1. La familia, en los tiempos modernos, ha sufrido quizá como ninguna otra
institución, la acometida de las transformaciones amplias, profundas y rápidas
de la sociedad y de la cultura. Muchas familias viven esta situación
permaneciendo fieles a los valores que constituyen el fundamento de la
institución familiar. Otras se sienten inciertas y desanimadas de cara a su
cometido, e incluso en estado de duda o de ignorancia respecto al significado
último y a la verdad de la vida conyugal y familiar. Otras, en fin, a causa de
diferentes situaciones de injusticia se ven impedidas para realizar sus derechos
fundamentales.
La Iglesia, consciente de que el matrimonio y la familia constituyen uno de los
bienes más preciosos de la humanidad, quiere hacer sentir su voz y ofrecer su
ayuda a todo aquel que, conociendo ya el valor del matrimonio y de la familia,
trata de vivirlo fielmente; a todo aquel que, en medio de la incertidumbre o de la
ansiedad, busca la verdad y a todo aquel que se ve injustamente impedido para
vivir con libertad el propio proyecto familiar. Sosteniendo a los primeros,
iluminando a los segundos y ayudando a los demás, la Iglesia ofrece su servicio
a todo hombre preocupado por los destinos del matrimonio y de la familia[1].
De manera especial se dirige a los jóvenes que están para emprender su camino
hacia el matrimonio y la familia, con el fin de abrirles nuevos horizontes,
ayudándoles a descubrir la belleza y la grandeza de la vocación al amor y al
servicio de la vida.
El Sínodo de 1980 continuación de los Sínodos anteriores
2. Una señal de este profundo interés de la Iglesia por la familia ha sido el último
Sínodo de los Obispos, celebrado en Roma del 26 de septiembre al 25 de octubre
de 1980. Fue continuación natural de los anteriores[2]. En efecto, la familia
cristiana es la primera comunidad llamada a anunciar el Evangelio a la persona
humana en desarrollo y a conducirla a la plena madurez humana y cristiana,
mediante una progresiva educación y catequesis.
Es más, el reciente Sínodo conecta idealmente, en cierto sentido, con el que
abordó el tema del sacerdocio ministerial y de la justicia en el mundo
contemporáneo. Efectivamente, en cuanto comunidad educativa, la familia debe
ayudar al hombre a discernir la propia vocación y a poner todo el empeño
necesario en orden a una mayor justicia, formándolo desde el principio para
unas relaciones interpersonales ricas en justicia y amor.
Los Padres Sinodales, al concluir su Asamblea, me presentaron una larga lista de
propuestas, en las que recogían los frutos de las reflexiones hechas durante las
intensas jornadas de trabajo, a la vez que me pedían, con voto unánime, que me
hiciera intérprete ante la humanidad de la viva solicitud de la Iglesia en favor de
la familia, dando oportunas indicaciones para un renovado empeño pastoral en
este sector fundamental de la vida humana y eclesial.
Al recoger tal deseo mediante la presente Exhortación, como una actuación
peculiar del ministerio apostólico que se me ha encomendado, quiero expresar
mi gratitud a todos los miembros del Sínodo por la preciosa contribución en
doctrina y experiencia que han ofrecido, sobre todo con sus «propositiones»,
cuyo texto he confiado al Pontificio Consejo para la Familia, disponiendo que
haga un estudio profundo de las mismas, a fin de valorizar todos los aspectos de
las riquezas allí contenidas.
El bien precioso del matrimonio y de la familia
3. La Iglesia, iluminada por la fe, que le da a conocer toda la verdad acerca del
bien precioso del matrimonio y de la familia y acerca de sus significados más
profundos, siente una vez más el deber de anunciar el Evangelio, esto es, la
«buena nueva», a todos indistintamente, en particular a aquellos que son
llamados al matrimonio y se preparan para él, a todos los esposos y padres del
mundo.
Está íntimamente convencida de que sólo con la aceptación del Evangelio se
realiza de manera plena toda esperanza puesta legítimamente en el matrimonio
y en la familia.
Queridos por Dios con la misma creación[3], matrimonio y familia están
internamente ordenados a realizarse en Cristo[4] y tienen necesidad de su
gracia para ser curados de las heridas del pecado[5] y ser devueltos «a su
principio»[6], es decir, al conocimiento pleno y a la realización integral del
designio de Dios.
En un momento histórico en que la familia es objeto de muchas fuerzas que
tratan de destruirla o deformarla, la Iglesia, consciente de que el bien de la
sociedad y de sí misma está profundamente vinculado al bien de la familia[7],
siente de manera más viva y acuciante su misión de proclamar a todos el
designio de Dios sobre el matrimonio y la familia, asegurando su plena vitalidad,
así como su promoción humana y cristiana, contribuyendo de este modo a la
renovación de la sociedad y del mismo Pueblo de Dios.
PRIMERA PARTE
LUCES Y SOMBRAS DE LA FAMILIA
EN LA ACTUALIDAD
Necesidad de conocer la situación
4. Dado que los designios de Dios sobre el matrimonio y la familia afectan al
hombre y a la mujer en su concreta existencia cotidiana, en determinadas
situaciones sociales y culturales, la Iglesia, para cumplir su servicio, debe
esforzarse por conocer el contexto dentro del cual matrimonio y familia se
realizan hoy[8].
Este conocimiento constituye consiguientemente una exigencia imprescindible de
la tarea evangelizadora. En efecto, es a las familias de nuestro tiempo a las que
la Iglesia debe llevar el inmutable y siempre nuevo Evangelio de Jesucristo; y
son a su vez las familias, implicadas en las presentes condiciones del mundo, las
que están llamadas a acoger y a vivir el proyecto de Dios sobre ellas. Es más, las
exigencias y llamadas del Espíritu Santo resuenan también en los
acontecimientos mismos de la historia, y por tanto la Iglesia puede ser guiada a
una comprensión más profunda del inagotable misterio del matrimonio y de la
familia, incluso por las situaciones, interrogantes, ansias y esperanzas de los
jóvenes, de los esposos y de los padres de hoy[9].
A esto hay que añadir una ulterior reflexión de especial importancia en los
tiempos actuales. No raras veces al hombre y a la mujer de hoy día, que están
en búsqueda sincera y profunda de una respuesta a los problemas cotidianos y
graves de su vida matrimonial y familiar, se les ofrecen perspectivas y
propuestas seductoras, pero que en diversa medida comprometen la verdad y la
dignidad de la persona humana. Se trata de un ofrecimiento sostenido con
frecuencia por una potente y capilar organización de los medios de comunicación
social que ponen sutilmente en peligro la libertad y la capacidad de juzgar con
objetividad.
Muchos son conscientes de este peligro que corre la persona humana y trabajan
en favor de la verdad. La Iglesia, con su discernimiento evangélico, se une a
ellos, poniendo a disposición su propio servicio a la verdad, libertad y dignidad
de todo hombre y mujer.
Discernimiento evangélico
5. El discernimiento hecho por la Iglesia se convierte en el ofrecimiento de una
orientación, a fin de que se salve y realice la verdad y la dignidad plena del
matrimonio y de la familia.
Tal discernimiento se lleva a cabo con el sentido de la fe[10] que es un don
participado por el Espíritu Santo a todos los fieles[11]. Es por tanto obra de toda
la Iglesia, según la diversidad de los diferentes dones y carismas que junto y
según la responsabilidad propia de cada uno, cooperan para un más hondo
conocimiento y actuación de la Palabra de Dios. La Iglesia, consiguientemente,
no lleva a cabo el propio discernimiento evangélico únicamente por medio de los
Pastores, quienes enseñan en nombre y con el poder de Cristo, sino también por
medio de los seglares: Cristo «los constituye sus testigos y les dota del sentido
de la fe y de la gracia de la palabra (cfr. Act 2, 17-18; Ap 19, 10) para que la
virtud del evangelio brille en la vida diaria familiar y social»[12]. Más aún, los
seglares por razón de su vocación particular tienen el cometido específico de
interpretar a la luz de Cristo la historia de este mundo, en cuanto que están
llamados a iluminar y ordenar todas las realidades temporales según el designio
de Dios Creador y Redentor.
El «sentido sobrenatural de la fe»[13] no consiste sin embargo única o
necesariamente en el consentimiento de los fieles. La Iglesia, siguiendo a Cristo,
busca la verdad que no siempre coincide con la opinión de la mayoría. Escucha a
la conciencia y no al poder, en lo cual defiende a los pobres y despreciados. La
Iglesia puede recurrir también a la investigación sociológica y estadística, cuando
se revele útil para captar el contexto histórico dentro del cual la acción pastoral
debe desarrollarse y para conocer mejor la verdad; no obstante tal investigación
por sí sola no debe considerarse, sin más, expresión del sentido de la fe.
Dado que es cometido del ministerio apostólico asegurar la permanencia de la
Iglesia en la verdad de Cristo e introducirla en ella cada vez más profundamente,
los Pastores deben promover el sentido de la fe en todos los fieles, valorar y
juzgar con autoridad la autenticidad de sus expresiones, educar a los creyentes
para un discernimiento evangélico cada vez más maduro[14].
Para hacer un auténtico discernimiento evangélico en las diversas situaciones y
culturas en que el hombre y la mujer viven su matrimonio y su vida familiar, los
esposos y padres cristianos pueden y deben ofrecer su propia e insustituible
contribución. A este cometido les habilita su carisma y don propio, el don del
sacramento del matrimonio[15].
Situación de la familia en el mundo de hoy
6. La situación en que se halla la familia presenta aspectos positivos y aspectos
negativos: signo, los unos, de la salvación de Cristo operante en el mundo;
signo, los otros, del rechazo que el hombre opone al amor de Dios.
En efecto, por una parte existe una conciencia más viva de la libertad personal y
una mayor atención a la calidad de las relaciones interpersonales en el
matrimonio, a la promoción de la dignidad de la mujer, a la procreación
responsable, a la educación de los hijos; se tiene además conciencia de la
necesidad de desarrollar relaciones entre las familias, en orden a una ayuda
recíproca espiritual y material, al conocimiento de la misión eclesial propia de la
familia, a su responsabilidad en la construcción de una sociedad más justa. Por
otra parte no faltan, sin embargo, signos de preocupante degradación de
algunos valores fundamentales: una equivocada concepción teórica y práctica de
la independencia de los cónyuges entre sí; las graves ambigüedades acerca de la
relación de autoridad entre padres e hijos; las dificultades concretas que con
frecuencia experimenta la familia en la transmisión de los valores; el número
cada vez mayor de divorcios, la plaga del aborto, el recurso cada vez más
frecuente a la esterilización, la instauración de una verdadera y propia
mentalidad anticoncepcional.
En la base de estos fenómenos negativos está muchas veces una corrupción de
la idea y de la experiencia de la libertad, concebida no como la capacidad de
realizar la verdad del proyecto de Dios sobre el matrimonio y la familia, sino
como una fuerza autónoma de autoafirmación, no raramente contra los demás,
en orden al propio bienestar egoísta.
Merece también nuestra atención el hecho de que en los países del llamado
Tercer Mundo a las familias les faltan muchas veces bien sea los medios
fundamentales para la supervivencia como son el alimento, el trabajo, la
vivienda, las medicinas, bien sea las libertades más elementales. En cambio, en
los países más ricos, el excesivo bienestar y la mentalidad consumista,
paradójicamente unida a una cierta angustia e incertidumbre ante el futuro,
quitan a los esposos la generosidad y la valentía para suscitar nuevas vidas
humanas; y así la vida en muchas ocasiones no se ve ya como una bendición,
sino como un peligro del que hay que defenderse.
La situación histórica en que vive la familia se presenta pues como un conjunto
de luces y sombras.
Esto revela que la historia no es simplemente un progreso necesario hacia lo
mejor, sino más bien un acontecimiento de libertad, más aún, un combate entre
libertades que se oponen entre sí, es decir, según la conocida expresión de san
Agustín, un conflicto entre dos amores: el amor de Dios llevado hasta el
desprecio de sí, y el amor de sí mismo llevado hasta el desprecio de Dios[16].
Se sigue de ahí que solamente la educación en el amor enraizado en la fe puede
conducir a adquirir la capacidad de interpretar los «signos de los tiempos», que
son la expresión histórica de este doble amor.
Influjo de la situación en la conciencia de los fieles
7. Viviendo en un mundo así, bajo las presiones derivadas sobre todo de los
medios de comunicación social, los fieles no siempre han sabido ni saben
mantenerse inmunes del oscurecerse de los valores fundamentales y colocarse
como conciencia crítica de esta cultura familiar y como sujetos activos de la
construcción de un auténtico humanismo familiar.
Entre los signos más preocupantes de este fenómeno, los Padres Sinodales han
señalado en particular la facilidad del divorcio y del recurso a una nueva unión
por parte de los mismos fieles; la aceptación del matrimonio puramente civil, en
contradicción con la vocación de los bautizados a «desposarse en el Señor»; la
celebración del matrimonio sacramento no movidos por una fe viva, sino por
otros motivos; el rechazo de las normas morales que guían y promueven el
ejercicio humano y cristiano de la sexualidad dentro del matrimonio.
Nuestra época tiene necesidad de sabiduría
8. Se plantea así a toda la Iglesia el deber de una reflexión y de un compromiso
profundos, para que la nueva cultura que está emergiendo sea íntimamente
evangelizada, se reconozcan los verdaderos valores, se defiendan los derechos
del hombre y de la mujer y se promueva la justicia en las estructuras mismas de
la sociedad. De este modo el «nuevo humanismo» no apartará a los hombres de
su relación con Dios, sino que los conducirá a ella de manera más plena.
En la construcción de tal humanismo, la ciencia y sus aplicaciones técnicas
ofrecen nuevas e inmensas posibilidades. Sin embargo, la ciencia, como
consecuencia de las opciones politicas que deciden su dirección de investigación
y sus aplicaciones, se usa a menudo contra su significado original, la promoción
de la persona humana. Se hace pues necesario recuperar por parte de todos la
conciencia de la primacía de los valores morales, que son los valores de la
persona humana en cuanto tal. Volver a comprender el sentido último de la vida
y de sus valores fundamentales es el gran e importante cometido que se impone
hoy día para la renovación de la sociedad. Sólo la conciencia de la primacía de
éstos permite un uso de las inmensas posibilidades, puestas en manos del
hombre por la ciencia; un uso verdaderamente orientado como fin a la
promoción de la persona humana en toda su verdad, en su libertad y dignidad.
La ciencia está llamada a ser aliada de la sabiduría.
Por tanto se pueden aplicar también a los problemas de la familia las palabras
del Concilio Vaticano II: «Nuestra época, más que ninguna otra, tiene necesidad
de esta sabiduría para humanizar todos los nuevos descubrimientos de la
humanidad. El destino futuro del mundo corre peligro si no se forman hombres
más instruidos en esta sabiduría»[17].
La educación de la conciencia moral que hace a todo hombre capaz de juzgar y
de discernir los modos adecuados para realizarse según su verdad original, se
convierte así en una exigencia prioritaria e irrenunciable.
Es la alianza con la Sabiduría divina la que debe ser más profundamente
reconstituida en la cultura actual. De tal Sabiduría todo hombre ha sido hecho
partícipe por el mismo gesto creador de Dios. Y es únicamente en la fidelidad a
esta alianza como las familias de hoy estarán en condiciones de influir
positivamente en la construcción de un mundo más justo y fraterno.
Gradualidad y conversión
9. A la injusticia originada por el pecado —que ha penetrado profundamente
también en las estructuras del mundo de hoy— y que con frecuencia pone
obstáculos a la familia en la plena realización de sí misma y de sus derechos
fundamentales, debemos oponernos todos con una conversión de la mente y del
corazón, siguiendo a Cristo Crucificado en la renuncia al propio egoísmo:
semejante conversión no podrá dejar de ejercer una influencia beneficiosa y
renovadora incluso en las estructuras de la sociedad.
Se pide una conversión continua, permanente, que, aunque exija el alejamiento
interior de todo mal y la adhesión al bien en su plenitud, se actúa sin embargo
concretamente con pasos que conducen cada vez más lejos. Se desarrolla así un
proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración de los
dones de Dios y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la
vida personal y social del hombre. Por esto es necesario un camino pedagógico
de crecimiento con el fin de que los fieles, las familias y los pueblos, es más, la
misma civilización, partiendo de lo que han recibido ya del misterio de Cristo,
sean conducidos pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico
y a una integración más plena de este misterio en su vida.
Inculturación
10. Está en conformidad con la tradición constante de la Iglesia el aceptar de las
culturas de los pueblos, todo aquello que está en condiciones de expresar mejor
las inagotables riquezas de Cristo[18]. Sólo con el concurso de todas las
culturas, tales riquezas podrán manifestarse cada vez más claramente y la
Iglesia podrá caminar hacia un conocimiento cada día más completo y profundo
de la verdad, que le ha sido dada ya enteramente por su Señor.
Teniendo presente el doble principio de la compatibilidad con el Evangelio de las
varias culturas a asumir y de la comunión con la Iglesia Universal se deberá
proseguir en el estudio, en especial por parte de las Conferencias Episcopales y
de los Dicasterios competentes de la Curia Romana, y en el empeño pastoral
para que esta «inculturación» de la fe cristiana se lleve a cabo cada vez más
ampliamente, también en el ámbito del matrimonio y de la familia.
Es mediante la «inculturación» como se camina hacia la reconstitución plena de
la alianza con la Sabiduría de Dios que es Cristo mismo. La Iglesia entera
quedará enriquecida también por aquellas culturas que, aun privadas de
tecnología, abundan en sabiduría humana y están vivificadas por profundos
valores morales.
Para que sea clara la meta y, consiguientemente, quede indicado con seguridad
el camino, el Sínodo justamente ha considerado a fondo en primer lugar el
proyecto original de Dios acerca del matrimonio y de la familia: ha querido
«volver al principio», siguiendo las enseñanzas de Cristo[19].
SEGUNDA PARTE
EL DESIGNIO DE DIOS
SOBRE EL MATRIMONIO
Y LA FAMILIA
El hombre imagen de Dios Amor
11. Dios ha creado al hombre a su imagen y semejanza[20]: llamándolo a la
existencia por amor, lo ha llamado al mismo tiempo al amor.
Dios es amor[21] y vive en sí mismo un misterio de comunión personal de amor.
Creándola a su imagen y conservándola continuamente en el ser, Dios inscribe
en la humanidad del hombre y de la mujer la vocación y consiguientemente la
capacidad y la responsabilidad del amor y de la comunión[22]. El amor es por
tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano.
En cuanto espíritu encarnado, es decir, alma que se expresa en el cuerpo
informado por un espíritu inmortal, el hombre está llamado al amor en esta su
totalidad unificada. El amor abarca también el cuerpo humano y el cuerpo se
hace partícipe del amor espiritual.
La Revelación cristiana conoce dos modos específicos de realizar integralmente
la vocación de la persona humana al amor: el Matrimonio y la Virginidad. Tanto
el uno como la otra, en su forma propia, son una concretización de la verdad
más profunda del hombre, de su «ser imagen de Dios».
En consecuencia, la sexualidad, mediante la cual el hombre y la mujer se dan
uno a otro con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es algo
puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en
cuanto tal. Ella se realiza de modo verdaderamente humano, solamente cuando
es parte integral del amor con el que el hombre y la mujer se comprometen
totalmente entre sí hasta la muerte. La donación física total sería un engaño si
no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona,
incluso en su dimensión temporal; si la persona se reservase algo o la posibilidad
de decidir de otra manera en orden al futuro, ya no se donaría totalmente.
Esta totalidad, exigida por el amor conyugal, corresponde también con las
exigencias de una fecundidad responsable, la cual, orientada a engendrar una
persona humana, supera por su naturaleza el orden puramente biológico y toca
una serie de valores personales, para cuyo crecimiento armonioso es necesaria
la contribución perdurable y concorde de los padres.
El único «lugar» que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir,
el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y
la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios
mismo[23], que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado. La
institución matrimonial no es una ingerencia indebida de la sociedad o de la
autoridad ni la imposición intrínseca de una forma, sino exigencia interior del
pacto de amor conyugal que se confirma públicamente como único y exclusivo,
para que sea vivida así la plena fidelidad al designio de Dios Creador. Esta
fidelidad, lejos de rebajar la libertad de la persona, la defiende contra el
subjetivismo y relativismo, y la hace partícipe de la Sabiduría creadora.
Matrimonio y comunión entre Dios y los hombres
12. La comunión de amor entre Dios y los hombres, contenido fundamental de la
Revelación y de la experiencia de fe de Israel, encuentra una significativa
expresión en la alianza esponsal que se establece entre el hombre y la mujer.
Por esta razón, la palabra central de la Revelación, «Dios ama a su pueblo», es
pronunciada a través de las palabras vivas y concretas con que el hombre y la
mujer se declaran su amor conyugal.
Su vínculo de amor se convierte en imagen y símbolo de la Alianza que une a
Dios con su pueblo[24]. El mismo pecado que puede atentar contra el pacto
conyugal se convierte en imagen de la infidelidad del pueblo a su Dios: la
idolatría es prostitución[25], la infidelidad es adulterio, la desobediencia a la ley
es abandono del amor esponsal del Señor. Pero la infidelidad de Israel no
destruye la fidelidad eterna del Señor y por tanto el amor siempre fiel de Dios se
pone como ejemplo de las relaciones de amor fiel que deben existir entre los
esposos[26].
Jesucristo, esposo de la Iglesia, y el sacramento del matrimonio
13. La comunión entre Dios y los hombres halla su cumplimiento definitivo en
Cristo Jesús, el Esposo que ama y se da como Salvador de la humanidad,
uniéndola a sí como su cuerpo.
Él revela la verdad original del matrimonio, la verdad del «principio»[27] y,
liberando al hombre de la dureza del corazón, lo hace capaz de realizarla
plenamente.
Esta revelación alcanza su plenitud definitiva en el don de amor que el Verbo de
Dios hace a la humanidad asumiendo la naturaleza humana, y en el sacrificio
que Jesucristo hace de sí mismo en la cruz por su Esposa, la Iglesia. En este
sacrificio se desvela enteramente el designio que Dios ha impreso en la
humanidad del hombre y de la mujer desde su creación[28]; el matrimonio de
los bautizados se convierte así en el símbolo real de la nueva y eterna Alianza,
sancionada con la sangre de Cristo. El Espíritu que infunde el Señor renueva el
corazón y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó.
El amor conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado
interiormente, la caridad conyugal, que es el modo propio y específico con que
los esposos participan y están llamados a vivir la misma caridad de Cristo que se
dona sobre la cruz.
En una página justamente famosa, Tertuliano ha expresado acertadamente la
grandeza y belleza de esta vida conyugal en Cristo: «¿Cómo lograré exponer la
felicidad de ese matrimonio que la Iglesia favorece, que la ofrenda eucarística
refuerza, que la bendición sella, que los ángeles anuncian y que el Padre ratifica?
... ¡Qué yugo el de los dos fieles unidos en una sola esperanza, en un solo
propósito, en una sola observancia, en una sola servidumbre! Ambos son
hermanos y los dos sirven juntos; no hay división ni en la carne ni en el espíritu.
Al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne y donde la carne es
única, único es el espíritu»[29].
La Iglesia, acogiendo y meditando fielmente la Palabra de Dios, ha enseñado
solemnemente y enseña que el matrimonio de los bautizados es uno de los siete
sacramentos de la Nueva Alianza[30].
En efecto, mediante el bautismo, el hombre y la mujer son inseridos
definitivamente en la Nueva y Eterna Alianza, en la Alianza esponsal de Cristo
con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de
vida y de amor conyugal, fundada por el Creador[31], es elevada y asumida en
la caridad esponsal de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora.
En virtud de la sacramentalidad de su matrimonio, los esposos quedan
vinculados uno a otro de la manera más profundamente indisoluble. Su recíproca
pertenencia es representación real, mediante el signo sacramental, de la misma
relación de Cristo con la Iglesia.
Los esposos son por tanto el recuerdo permanente, para la Iglesia, de lo que
acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la
salvación, de la que el sacramento les hace partícipes. De este acontecimiento
de salvación el matrimonio, como todo sacramento, es memorial, actualización y
profecía; «en cuanto memorial, el sacramento les da la gracia y el deber de
recordar las obras grandes de Dios, así como de dar testimonio de ellas ante los
hijos; en cuanto actualización les da la gracia y el deber de poner por obra en el
presente, el uno hacia el otro y hacia los hijos, las exigencias de un amor que
perdona y que redime; en cuanto profecía les da la gracia y el deber de vivir y
de testimoniar la esperanza del futuro encuentro con Cristo»[32].
Al igual que cada uno de los siete sacramentos, el matrimonio es también un
símbolo real del acontecimiento de la salvación, pero de modo propio. «Los
esposos participan en cuanto esposos, los dos, como pareja, hasta tal punto que
el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la
gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en
dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de
Cristo y su misterio de Alianza. El contenido de la participación en la vida de
Cristo es también específico: el amor conyugal comporta una totalidad en la que
entran todos los elementos de la persona —reclamo del cuerpo y del instinto,
fuerza del sentimiento y de la afectividad, aspiración del espíritu y de la
voluntad—; mira a una unidad profundamente personal que, más allá de la unión
en una sola carne, conduce a no hacer más que un solo corazón y una sola
alma; exige la indisolubilidad y fidelidad de la donación reciproca definitiva y se
abre a la fecundidad (cfr. Humanae vitae, 9). En una palabra, se trata de
características normales de todo amor conyugal natural, pero con un significado
nuevo que no sólo las purifica y consolida, sino que las eleva hasta el punto de
hacer de ellas la expresión de valores propiamente cristianos»[33].
Los hijos, don preciosísimo del matrimonio
14. Según el designio de Dios, el matrimonio es el fundamento de la comunidad
más amplia de la familia, ya que la institución misma del matrimonio y el amor
conyugal están ordenados a la procreación y educación de la prole, en la que
encuentran su coronación[34].
En su realidad más profunda, el amor es esencialmente don y el amor conyugal,
a la vez que conduce a los esposos al recíproco «conocimiento» que les hace
«una sola carne»[35], no se agota dentro de la pareja, ya que los hace capaces
de la máxima donación posible, por la cual se convierten en cooperadores de
Dios en el don de la vida a una nueva persona humana. De este modo los
cónyuges, a la vez que se dan entre sí, dan más allá de sí mismos la realidad del
hijo, reflejo viviente de su amor, signo permanente de la unidad conyugal y
síntesis viva e inseparable del padre y de la madre.
Al hacerse padres, los esposos reciben de Dios el don de una nueva
responsabilidad. Su amor paterno está llamado a ser para los hijos el signo
visible del mismo amor de Dios, «del que proviene toda paternidad en el cielo y
en la tierra»[36].
Sin embargo, no se debe olvidar que incluso cuando la procreación no es posible,
no por esto pierde su valor la vida conyugal. La esterilidad física, en efecto,
puede dar ocasión a los esposos para otros servicios importantes a la vida de la
persona humana, como por ejemplo la adopción, la diversas formas de obras
educativas, la ayuda a otras familias, a los niños pobres o minusválidos.
La familia, comunión de personas
15. En el matrimonio y en la familia se constituye un conjunto de relaciones
interpersonales —relación conyugal, paternidad-maternidad, filiación,
fraternidad— mediante las cuales toda persona humana queda introducida en la
«familia humana» y en la «familia de Dios», que es la Iglesia.
El matrimonio y la familia cristiana edifican la Iglesia; en efecto, dentro de la
familia la persona humana no sólo es engendrada y progresivamente
introducida, mediante la educación, en la comunidad humana, sino que mediante
la regeneración por el bautismo y la educación en la fe, es introducida también
en la familia de Dios, que es la Iglesia.
La familia humana, disgregada por el pecado, queda reconstituida en su unidad
por la fuerza redentora de la muerte y resurrección de Cristo[37]. El matrimonio
cristiano, partícipe de la eficacia salvífica de este acontecimiento, constituye el
lugar natural dentro del cual se lleva a cabo la inserción de la persona humana
en la gran familia de la Iglesia.
El mandato de crecer y multiplicarse, dado al principio al hombre y a la mujer,
alcanza de este modo su verdad y realización plenas.
La Iglesia encuentra así en la familia, nacida del sacramento, su cuna y el lugar
donde puede actuar la propia inserción en las generaciones humanas, y éstas, a
su vez, en la Iglesia.
Matrimonio y virginidad
16. La virginidad y el celibato por el Reino de Dios no sólo no contradicen la
dignidad del matrimonio, sino que la presuponen y la confirman. El matrimonio y
la virginidad son dos modos de expresar y de vivir el único Misterio de la Alianza
de Dios con su pueblo. Cuando no se estima el matrimonio, no puede existir
tampoco la virginidad consagrada; cuando la sexualidad humana no se considera
un gran valor donado por el Creador, pierde significado la renuncia por el Reino
de los cielos.
En efecto, dice acertadamente San Juan Crisóstomo: «Quien condena el
matrimonio, priva también la virginidad de su gloria; en cambio, quien lo alaba,
hace la virginidad más admirable y luminosa. Lo que aparece un bien solamente
en comparación con un mal, no es un gran bien; pero lo que es mejor aún que
bienes por todos considerados tales, es ciertamente un bien en grado
superlativo»[38].
En la virginidad el hombre está a la espera, incluso corporalmente, de las bodas
escatológicas de Cristo con la Iglesia, dándose totalmente a la Iglesia con la
esperanza de que Cristo se dé a ésta en la plena verdad de la vida eterna. La
persona virgen anticipa así en su carne el mundo nuevo de la resurrección
futura[39].
En virtud de este testimonio, la virginidad mantiene viva en la Iglesia la
conciencia del misterio del matrimonio y lo defiende de toda reducción y
empobrecimiento.
Haciendo libre de modo especial el corazón del hombre[40], «hasta encenderlo
mayormente de caridad hacia Dios y hacia todos los hombres»[41], la virginidad
testimonia que el Reino de Dios y su justicia son la perla preciosa que se debe
preferir a cualquier otro valor aunque sea grande, es más, que hay que buscarlo
como el único valor definitivo. Por esto, la Iglesia, durante toda su historia, ha
defendido siempre la superioridad de este carisma frente al del matrimonio, por
razón del vínculo singular que tiene con el Reino de Dios[42].
Aun habiendo renunciado a la fecundidad física, la persona virgen se hace
espiritualmente fecunda, padre y madre de muchos, cooperando a la realización
de la familia según el designio de Dios.
Los esposos cristianos tienen pues el derecho de esperar de las personas
vírgenes el buen ejemplo y el testimonio de la fidelidad a su vocación hasta la
muerte. Así como para los esposos la fidelidad se hace a veces difícil y exige
sacrificio, mortificación y renuncia de sí, así también puede ocurrir a las
personas vírgenes. La fidelidad de éstas incluso ante eventuales pruebas, debe
edificar la fidelidad de aquéllos[43].
Estas reflexiones sobre la virginidad pueden iluminar y ayudar a aquellos que por
motivos independientes de su voluntad no han podido casarse y han aceptado
posteriormente su situación en espíritu de servicio.
TERCERA PARTE
MISIÓN DE LA FAMILIA CRISTIANA
¡Familia, sé lo que eres!
17. En el designio de Dios Creador y Redentor la familia descubre no sólo su
«identidad», lo que «es», sino también su «misión», lo que puede y debe
«hacer». El cometido, que ella por vocación de Dios está llamada a desempeñar
en la historia, brota de su mismo ser y representa su desarrollo dinámico y
existencial. Toda familia descubre y encuentra en sí misma la llamada
imborrable, que define a la vez su dignidad y su responsabilidad: familia, ¡«sé»
lo que «eres»!
Remontarse al «principio» del gesto creador de Dios es una necesidad para la
familia, si quiere conocerse y realizarse según la verdad interior no sólo de su
ser, sino también de su actuación histórica. Y dado que, según el designio divino,
está constituida como «íntima comunidad de vida y de amor»[44], la familia
tiene la misión de ser cada vez más lo que es, es decir, comunidad de vida y
amor, en una tensión que, al igual que para toda realidad creada y redimida,
hallará su cumplimiento en el Reino de Dios. En una perspectiva que además
llega a las raíces mismas de la realidad, hay que decir que la esencia y el
cometido de la familia son definidos en última instancia por el amor. Por esto la
familia recibe la misión de custodiar, revelar y comunicar el amor, como reflejo
vivo y participación real del amor de Dios por la humanidad y del amor de Cristo
Señor por la Iglesia su esposa.
Todo cometido particular de la familia es la expresión y la actuación concreta de
tal misión fundamental. Es necesario por tanto penetrar más a fondo en la
singular riqueza de la misión de la familia y sondear sus múltiples y unitarios
contenidos.
En este sentido, partiendo del amor y en constante referencia a él, el reciente
Sínodo ha puesto de relieve cuatro cometidos generales de la familia:
1) formación de una comunidad de personas;
2) servicio a la vida;
3) participación en el desarrollo de la sociedad;
4) participación en la vida y misión de la Iglesia.
I - FORMACIÓN DE UNA COMUNIDAD DE PERSONAS
El amor, principio y fuerza de la comunión
18. La familia, fundada y vivificada por el amor, es una comunidad de personas:
del hombre y de la mujer esposos, de los padres y de los hijos, de los parientes.
Su primer cometido es el de vivir fielmente la realidad de la comunión con el
empeño constante de desarrollar una auténtica comunidad de personas.
El principio interior, la fuerza permanente y la meta última de tal cometido es el
amor: así como sin el amor la familia no es una comunidad de personas, así
también sin el amor la familia no puede vivir, crecer y perfeccionarse como
comunidad de personas. Cuanto he escrito en la encíclica Redemptor hominis
encuentra su originalidad y aplicación privilegiada precisamente en la familia en
cuanto tal: «El hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser
incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si
no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no
participa en él vivamente»[45].
El amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada y más
amplia, el amor entre los miembros de la misma familia —entre padres e hijos,
entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares— está animado e
impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la familia a una
comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de lacomunidad
conyugal y familiar.
Unidad indivisible de la comunión conyugal
19. La comunión primera es la que se instaura y se desarrolla entre los
cónyuges; en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer «no son
ya dos, sino una sola carne»[46] y están llamados a crecer continuamente en su
comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la
recíproca donación total.
Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe
entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los
esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por
esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente
humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma,
la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del
matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a
los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen
viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo
místico del Señor Jesús.
El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y
al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una
unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles —del cuerpo, del
carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma[47]—, revelando así
a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de
Cristo.
Semejante comunión queda radicalmente contradicha por la poligamia; ésta, en
efecto, niega directamente el designio de Dios tal como es revelado desde los
orígenes, porque es contraria a la igual dignidad personal del hombre y de la
mujer, que en el matrimonio se dan con un amor total y por lo mismo único y
exclusivo. Así lo dice el Concilio Vaticano II: «La unidad matrimonial confirmada
por el Señor aparece de modo claro incluso por la igual dignidad personal del
hombre y de la mujer, que debe ser reconocida en el mutuo y pleno amor»[48].
Una comunión indisoluble
20. La comunión conyugal se caracteriza no sólo por su unidad, sino también por
su indisolubilidad: «Esta unión íntima, en cuanto donación mutua de dos
personas, lo mismo que el bien de los hijos, exigen la plena fidelidad de los
cónyuges y reclaman su indisoluble unidad»[49].
Es deber fundamental de la Iglesia reafirmar con fuerza —como han hecho los
Padres del Sínodo— la doctrina de la indisolubilidad del matrimonio; a cuantos,
en nuestros días, consideran difícil o incluso imposible vincularse a una persona
por toda la vida y a cuantos son arrastrados por una cultura que rechaza la
indisolubilidad matrimonial y que se mofa abiertamente del compromiso de los
esposos a la fidelidad, es necesario repetir el buen anuncio de la perennidad del
amor conyugal que tiene en Cristo su fundamento y su fuerza[50].
Enraizada en la donación personal y total de los cónyuges y exigida por el bien
de los hijos, la indisolubilidad del matrimonio halla su verdad última en el
designio que Dios ha manifestado en su Revelación: Él quiere y da la
indisolubilidad del matrimonio como fruto, signo y exigencia del amor
absolutamente fiel que Dios tiene al hombre y que el Señor Jesús vive hacia su
Iglesia.
Cristo renueva el designio primitivo que el Creador ha inscrito en el corazón del
hombre y de la mujer, y en la celebración del sacramento del matrimonio ofrece
un «corazón nuevo»: de este modo los cónyuges no sólo pueden superar la
«dureza de corazón»[51], sino que también y principalmente pueden compartir
el amor pleno y definitivo de Cristo, nueva y eterna Alianza hecha carne. Así
como el Señor Jesús es el «testigo fiel»[52], es el «sí» de las promesas de
Dios[53] y consiguientemente la realización suprema de la fidelidad incondicional
con la que Dios ama a su pueblo, así también los cónyuges cristianos están
llamados a participar realmente en la indisolubilidad irrevocable, que une a
Cristo con la Iglesia su esposa, amada por Él hasta el fin[54].
El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los
esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de
toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor:
«lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre»[55].
Dar testimonio del inestimable valor de la indisolubilidad y fidelidad matrimonial
es uno de los deberes más preciosos y urgentes de las parejas cristianas de
nuestro tiempo. Por esto, junto con todos los Hermanos en el Episcopado que
han tomado parte en el Sínodo de los Obispos, alabo y aliento a las numerosas
parejas que, aun encontrando no leves dificultades, conservan y desarrollan el
bien de la indisolubilidad; cumplen así, de manera útil y valiente, el cometido a
ellas confiado de ser un «signo» en el mundo —un signo pequeño y precioso, a
veces expuesto a tentación, pero siempre renovado— de la incansable fidelidad
con que Dios y Jesucristo aman a todos los hombres y a cada hombre. Pero es
obligado también reconocer el valor del testimonio de aquellos cónyuges que,
aun habiendo sido abandonados por el otro cónyuge, con la fuerza de la fe y de
la esperanza cristiana no han pasado a una nueva unión: también estos dan un
auténtico testimonio de fidelidad, de la que el mundo tiene hoy gran necesidad.
Por ello deben ser animados y ayudados por los pastores y por los fieles de la
Iglesia.
La más amplia comunión de la familia
21. La comunión conyugal constituye el fundamento sobre el cual se va
edificando la más amplia comunión de la familia, de los padres y de los hijos, de
los hermanos y de las hermanas entre sí, de los parientes y demás familiares.
Esta comunión radica en los vínculos naturales de la carne y de la sangre y se
desarrolla encontrando su perfeccionamiento propiamente humano en el
instaurarse y madurar de vínculos todavía más profundos y ricos del espíritu: el
amor que anima las relaciones interpersonales de los diversos miembros de la
familia, constituye la fuerza interior que plasma y vivifica la comunión y la
comunidad familiar.
La familia cristiana está llamada además a hacer la experiencia de una nueva y
original comunión, que confirma y perfecciona la natural y humana. En realidad
la gracia de Cristo, «el Primogénito entre los hermanos»[56], es por su
naturaleza y dinamismo interior una «gracia fraterna como la llama santo Tomás
de Aquino[57]. El Espíritu Santo, infundido en la celebración de los sacramentos,
es la raíz viva y el alimento inagotable de la comunión sobrenatural que
acomuna y vincula a los creyentes con Cristo y entre sí en la unidad de la Iglesia
de Dios. Una revelación y actuación específica de la comunión eclesial está
constituida por la familia cristiana que también por esto puede y debe decirse
«Iglesia doméstica»[58].
Todos los miembros de la familia, cada uno según su propio don, tienen la gracia
y la responsabilidad de construir, día a día, la comunión de las personas,
haciendo de la familia una «escuela de humanidad más completa y más
rica»[59]: es lo que sucede con el cuidado y el amor hacia los pequeños, los
enfermos y los ancianos; con el servicio recíproco de todos los días,
compartiendo los bienes, alegrías y sufrimientos.
Un momento fundamental para construir tal comunión está constituido por el
intercambio educativo entre padres e hijos[60], en que cada uno da y recibe.
Mediante el amor, el respeto, la obediencia a los padres, los hijos aportan su
específica e insustituible contribución a la edificación de una familia
auténticamente humana y cristiana[61]. En esto se verán facilitados si los
padres ejercen su autoridad irrenunciable como un verdadero y propio
«ministerio», esto es, como un servicio ordenado al bien humano y cristiano de
los hijos, y ordenado en particular a hacerles adquirir una libertad
verdaderamente responsable, y también si los padres mantienen viva la
conciencia del «don» que continuamente reciben de los hijos.
La comunión familiar puede ser conservada y perfeccionada sólo con un gran
espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una pronta y generosa disponibilidad de
todos y cada uno a la comprensión, a la tolerancia, al perdón, a la reconciliación.
Ninguna familia ignora que el egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los
conflictos atacan con violencia y a veces hieren mortalmente la propia comunión:
de aquí las múltiples y variadas formas de división en la vida familiar. Pero al
mismo tiempo, cada familia está llamada por el Dios de la paz a hacer la
experiencia gozosa y renovadora de la «reconciliación», esto es, de la comunión
reconstruida, de la unidad nuevamente encontrada. En particular la participación
en el sacramento de la reconciliación y en el banquete del único Cuerpo de Cristo
ofrece a la familia cristiana la gracia y la responsabilidad de superar toda división
y caminar hacia la plena verdad de la comunión querida por Dios, respondiendo
así al vivísimo deseo del Señor: que todos «sean una sola cosa»[62].
Derechos y obligaciones de la mujer
22. La familia, en cuanto es y debe ser siempre comunión y comunidad de
personas, encuentra en el amor la fuente y el estímulo incesante para acoger,
respetar y promover a cada uno de sus miembros en la altísima dignidad de
personas, esto es, de imágenes vivientes de Dios. Como han afirmado
justamente los Padres Sinodales, el criterio moral de la autenticidad de las
relaciones conyugales y familiares consiste en la promoción de la dignidad y
vocación de cada una de las personas, las cuales logran su plenitud mediante el
don sincero de sí mismas[63].
En esta perspectiva, el Sínodo ha querido reservar una atención privilegiada a la
mujer, a sus derechos y deberes en la familia y en la sociedad. En la misma
perspectiva deben considerarse también el hombre como esposo y padre, el niño
y los ancianos.
De la mujer hay que resaltar, ante todo, la igual dignidad y responsabilidad
respecto al hombre; tal igualdad encuentra una forma singular de realización en
la donación de uno mismo al otro y de ambos a los hijos, donación propia del
matrimonio y de la familia. Lo que la misma razón humana intuye y reconoce, es
revelado en plenitud por la Palabra de Dios; en efecto, la historia de la salvación
es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer.
Creando al hombre «varón y mujer»[64], Dios da la dignidad personal de igual
modo al hombre y a la mujer, enriqueciéndolos con los derechos inalienables y
con las responsabilidades que son propias de la persona humana. Dios
manifiesta también de la forma más elevada posible la dignidad de la mujer
asumiendo Él mismo la carne humana de María Virgen, que la Iglesia honra
como Madre de Dios, llamándola la nueva Eva y proponiéndola como modelo de
la mujer redimida. El delicado respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su
seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que
a los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva
de la Resurrección a los apóstoles, son signos que confirman la estima especial
del Señor Jesús hacia la mujer. Dirá el Apóstol Pablo: «Todos, pues, sois hijos de
Dios por la fe en Cristo Jesús. No hay ya judío o griego, no hay siervo o libre, no
hay varón o hembra, porque todos sois uno en Cristo Jesús»[65].
Mujer y sociedad
23. Sin entrar ahora a tratar de los diferentes aspectos del amplio y complejo
tema de las relaciones mujer-sociedad, sino limitándonos a algunos puntos
esenciales, no se puede dejar de observar cómo en el campo más
específicamente familiar una amplia y difundida tradición social y cultural ha
querido reservar a la mujer solamente la tarea de esposa y madre, sin abrirla
adecuadamente a las funciones públicas, reservadas en general al hombre.
No hay duda de que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer
justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas. Por otra
parte, la verdadera promoción de la mujer exige también que sea claramente
reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás
funciones públicas y a las otras profesiones. Por otra parte, tales funciones y
profesiones deben integrarse entre sí, si se quiere que la evolución social y
cultural sea verdadera y plenamente humana.
Esto resultará más fácil si, como ha deseado el Sínodo, una renovada «teología
del trabajo» ilumina y profundiza el significado del mismo en la vida cristiana y
determina el vínculo fundamental que existe entre el trabajo y la familia, y por
consiguiente el significado original e insustituible del trabajo de la casa y la
educación de los hijos[66]. Por ello la Iglesia puede y debe ayudar a la sociedad
actual, pidiendo incansablemente que el trabajo de la mujer en casa sea
reconocido por todos y estimado por su valor insustituible. Esto tiene una
importancia especial en la acción educativa; en efecto, se elimina la raíz misma
de la posible discriminación entre los diversos trabajos y profesiones cuando
resulta claramente que todos y en todos los sectores se empeñan con idéntico
derecho e idéntica responsabilidad. Aparecerá así más espléndida la imagen de
Dios en el hombre y en la mujer.
Si se debe reconocer también a las mujeres, como a los hombres, el derecho de
acceder a las diversas funciones públicas, la sociedad debe sin embargo
estructurarse de manera tal que las esposas y madres no sean de hecho
obligadas a trabajar fuera de casa y que sus familias puedan vivir y prosperar
dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia.
Se debe superar además la mentalidad según la cual el honor de la mujer deriva
más del trabajo exterior que de la actividad familiar. Pero esto exige que los
hombres estimen y amen verdaderamente a la mujer con todo el respeto de su
dignidad personal, y que la sociedad cree y desarrolle las condiciones adecuadas
para el trabajo doméstico.
La Iglesia, con el debido respeto por la diversa vocación del hombre y de la
mujer, debe promover en la medida de lo posible en su misma vida su igualdad
de derechos y de dignidad; y esto por el bien de todos, de la familia, de la
sociedad y de la Iglesia.
Es evidente sin embargo que todo esto no significa para la mujer la renuncia a
su feminidad ni la imitación del carácter masculino, sino la plenitud de la
verdadera humanidad femenina tal como debe expresarse en su
comportamiento, tanto en familia como fuera de ella, sin descuidar por otra
parte en este campo la variedad de costumbres y culturas.
Ofensas a la dignidad de la mujer
24. Desgraciadamente el mensaje cristiano sobre la dignidad de la mujer halla
oposición en la persistente mentalidad que considera al ser humano no como
persona, sino como cosa, como objeto de compraventa, al servicio del interés
egoísta y del solo placer; la primera víctima de tal mentalidad es la mujer.
Esta mentalidad produce frutos muy amargos, como el desprecio del hombre y
de la mujer, la esclavitud, la opresión de los débiles, la pornografía, la
prostitución —tanto más cuando es organizada— y todas las diferentes
discriminaciones que se encuentran en el ámbito de la educación, de la
profesión, de la retribución del trabajo, etc.
Además, todavía hoy, en gran parte de nuestra sociedad permanecen muchas
formas de discriminación humillante que afectan y ofenden gravemente algunos
grupos particulares de mujeres como, por ejemplo, las esposas que no tienen
hijos, las viudas, las separadas, las divorciadas, las madres solteras.
Estas y otras discriminaciones han sido deploradas con toda la fuerza posible por
los Padres Sinodales. Por lo tanto, pido que por parte de todos se desarrolle una
acción pastoral específica más enérgica e incisiva, a fin de que estas situaciones
sean vencidas definitivamente, de tal modo que se alcance la plena estima de la
imagen de Dios que se refleja en todos los seres humanos sin excepción alguna.
El hombre esposo y padre
25. Dentro de la comunión-comunidad conyugal y familiar, el hombre está
llamado a vivir su don y su función de esposo y padre.
Él ve en la esposa la realización del designio de Dios: «No es bueno que el
hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada»[67], y hace suya la
exclamación de Adán, el primer esposo: «Esta vez sí que es hueso de mis
huesos y carne de mi carne»[68].
El auténtico amor conyugal supone y exige que el hombre tenga profundo
respeto por la igual dignidad de la mujer: «No eres su amo —escribe san
Ambrosio— sino su marido; no te ha sido dada como esclava, sino como mujer...
Devuélvele sus atenciones hacia ti y sé para con ella agradecido por su
amor»[69]. El hombre debe vivir con la esposa «un tipo muy especial de amistad
personal»[70]. El cristiano además está llamado a desarrollar una actitud de
amor nuevo, manifestando hacia la propia mujer la caridad delicada y fuerte que
Cristo tiene a la Iglesia[71].
El amor a la esposa madre y el amor a los hijos son para el hombre el camino
natural para la comprensión y la realización de su paternidad. Sobre todo, donde
las condiciones sociales y culturales inducen fácilmente al padre a un cierto
desinterés respecto de la familia o bien a una presencia menor en la acción
educativa, es necesario esforzarse para que se recupere socialmente la
convicción de que el puesto y la función del padre en y por la familia son de una
importancia única e insustituible[72]. Como la experiencia enseña, la ausencia
del padre provoca desequilibrios psicológicos y morales, además de dificultades
notables en las relaciones familiares, como también, en circunstancias opuestas,
la presencia opresiva del padre, especialmente donde todavía vige el fenómeno
del «machismo», o sea, la superioridad abusiva de las prerrogativas masculinas
que humillan a la mujer e inhiben el desarrollo de sanas relaciones familiares.
Revelando y reviviendo en la tierra la misma paternidad de Dios[73], el hombre
está llamado a garantizar el desarrollo unitario de todos los miembros de la
familia. Realizará esta tarea mediante una generosa responsabilidad por la vida
concebida junto al corazón de la madre, un compromiso educativo más solícito y
compartido con la propia esposa[74], un trabajo que no disgregue nunca la
familia, sino que la promueva en su cohesión y estabilidad, un testimonio de
vida cristiana adulta, que introduzca más eficazmente a los hijos en la
experiencia viva de Cristo y de la Iglesia.
Derechos del niño
26. En la familia, comunidad de personas, debe reservarse una atención
especialísima al niño, desarrollando una profunda estima por su dignidad
personal, así como un gran respeto y un generoso servicio a sus derechos. Esto
vale respecto a todo niño, pero adquiere una urgencia singular cuando el niño es
pequeño y necesita de todo, está enfermo, delicado o es minusválido.
Procurando y teniendo un cuidado tierno y profundo para cada niño que viene a
este mundo, la Iglesia cumple una misión fundamental. En efecto, está llamada
a revelar y a proponer en la historia el ejemplo y el mandato de Cristo, que ha
querido poner al niño en el centro del Reino de Dios: «Dejad que los niños
vengan a mí, ... que de ellos es el reino de los cielos»[75].
Repito nuevamente lo que dije en la Asamblea General de las Naciones Unidas,
el 2 de octubre de 1979: «Deseo ... expresar el gozo que para cada uno de
nosotros constituyen los niños, primavera de la vida, anticipo de la historia
futura de cada una de las patrias terrestres actuales. Ningún país del mundo,
ningún sistema político puede pensar en el propio futuro, si no es a través de la
imagen de estas nuevas generaciones que tomarán de sus padres el múltiple
patrimonio de los valores, de los deberes y de las aspiraciones de la nación a la
que pertenecen, junto con el de toda la familia humana. La solicitud por el niño,
incluso antes de su nacimiento, desde el primer momento de su concepción y, a
continuación, en los años de la infancia y de la juventud es la verificación
primaria y fundamental de la relación del hombre con el hombre. Y por eso, ¿qué
más se podría desear a cada nación y a toda la humanidad, a todos los niños del
mundo, sino un futuro mejor en el que el respeto de los Derechos del Hombre
llegue a ser una realidad plena en las dimensiones del 2000 que se
acerca?»[76].
La acogida, el amor, la estima, el servicio múltiple y unitario —material, afectivo,
educativo, espiritual— a cada niño que viene a este mundo, deberá constituir
siempre una nota distintiva e irrenunciable de los cristianos, especialmente de
las familias cristianas; así los niños, a la vez que crecen «en sabiduría, en
estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres»[77], serán una preciosa
ayuda para la edificación de la comunidad familiar y para la misma santificación
de los padres[78].
Los ancianos en familia
27. Hay culturas que manifiestan una singular veneración y un gran amor por el
anciano; lejos de ser apartado de la familia o de ser soportado como un peso
inútil, el anciano permanece inserido en la vida familiar, sigue tomando parte
activa y responsable —aun debiendo respetar la autonomía de la nueva familia—
y sobre todo desarrolla la preciosa misión de testigo del pasado e inspirador de
sabiduría para los jóvenes y para el futuro.
Otras culturas, en cambio, especialmente como consecuencia de un desordenado
desarrollo industrial y urbanístico, han llevado y siguen llevando a los ancianos a
formas inaceptables de marginación, que son fuente a la vez de agudos
sufrimientos para ellos mismos y de empobrecimiento espiritual para tantas
familias.
Es necesario que la acción pastoral de la Iglesia estimule a todos a descubrir y a
valorar los cometidos de los ancianos en la comunidad civil y eclesial, y en
particular en la familia. En realidad, «la vida de los ancianos ayuda a clarificar la
escala de valores humanos; hace ver la continuidad de las generaciones y
demuestra maravillosamente la interdependencia del Pueblo de Dios. Los
ancianos tienen además el carisma de romper las barreras entre las
generaciones antes de que se consoliden: ¡Cuántos niños han hallado
comprensión y amor en los ojos, palabras y caricias de los ancianos! y ¡cuánta
gente mayor no ha subscrito con agrado las palabras inspiradas "la corona de los
ancianos son los hijos de sus hijos" (Prov 17, 6)!»[79].
II - SERVICIO A LA VIDA
1) La transmisión de la vida.
Cooperadores del amor de Dios Creador
28. Dios, con la creación del hombre y de la mujer a su imagen y semejanza,
corona y lleva a perfección la obra de sus manos; los llama a una especial
participación en su amor y al mismo tiempo en su poder de Creador y Padre,
mediante su cooperación libre y responsable en la transmisión del don de la vida
humana: «Y bendíjolos Dios y les dijo: " Sed fecundos y multiplicaos y henchid la
tierra y sometedla"»[80].
Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo
largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la
generación la imagen divina de hombre a hombre[81].
La fecundidad es el fruto y el signo del amor conyugal, el testimonio vivo de la
entrega plena y recíproca de los esposos: «El cultivo auténtico del amor
conyugal y toda la estructura de la vida familiar que de él deriva, sin dejar de
lado los demás fines del matrimonio, tienden a capacitar a los esposos para
cooperar con fortaleza de espíritu con el amor del Creador y del Salvador, quien
por medio de ellos aumenta y enriquece diariamente su propia familia»[82].
La fecundidad del amor conyugal no se reduce sin embargo a la sola procreación
de los hijos, aunque sea entendida en su dimensión específicamente humana: se
amplía y se enriquece con todos los frutos de vida moral, espiritual y
sobrenatural que el padre y la madre están llamados a dar a los hijos y, por
medio de ellos, a la Iglesia y al mundo.
La doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la Iglesia
29. Precisamente porque el amor de los esposos es una participación singular en
el misterio de la vida y del amor de Dios mismo, la Iglesia sabe que ha recibido
la misión especial de custodiar y proteger la altísima dignidad del matrimonio y
la gravísima responsabilidad de la transmisión de la vida humana.
De este modo, siguiendo la tradición viva de la comunidad eclesial a través de la
historia, el reciente Concilio Vaticano II y el magisterio de mi predecesor Pablo
VI, expresado sobre todo en la encíclica Humanae vitae, han transmitido a
nuestro tiempo un anuncio verdaderamente profético, que reafirma y propone de
nuevo con claridad la doctrina y la norma siempre antigua y siempre nueva de la
Iglesia sobre el matrimonio y sobre la transmisión de la vida humana.
Por esto, los Padres Sinodales, en su última asamblea declararon textualmente:
«Este Sagrado Sínodo, reunido en la unidad de la fe con el sucesor de Pedro,
mantiene firmemente lo que ha sido propuesto en el Concilio Vaticano II (cfr.
Gaudium et spes, 50) y después en la encíclica Humanae vitae, y en concreto,
que el amor conyugal debe ser plenamente humano, exclusivo y abierto a una
nueva vida (Humanae vitae, n. 11 y cfr. 9 y 12)»[83].
La Iglesia en favor de la vida
30. La doctrina de la Iglesia se encuentra hoy en una situación social y cultural
que la hace a la vez más difícil de comprender y más urgente e insustituible para
promover el verdadero bien del hombre y de la mujer.
En efecto, el progreso científico-técnico, que el hombre contemporáneo
acrecienta continuamente en su dominio sobre la naturaleza, no desarrolla
solamente la esperanza de crear una humanidad nueva y mejor, sino también
una angustia cada vez más profunda ante el futuro. Algunos se preguntan si es
un bien vivir o si sería mejor no haber nacido; dudan de si es lícito llamar a otros
a la vida, los cuales quizás maldecirán su existencia en un mundo cruel, cuyos
terrores no son ni siquiera previsibles. Otros piensan que son los únicos
destinatarios de las ventajas de la técnica y excluyen a los demás, a los cuales
imponen medios anticonceptivos o métodos aún peores. Otros todavía, cautivos
como son de la mentalidad consumista y con la única preocupación de un
continuo aumento de bienes materiales, acaban por no comprender, y por
consiguiente rechazar la riqueza espiritual de una nueva vida humana. La razón
última de estas mentalidades es la ausencia, en el corazón de los hombres, de
Dios cuyo amor sólo es más fuerte que todos los posibles miedos del mundo y
los puede vencer.
Ha nacido así una mentalidad contra la vida (anti-life mentality) , como se ve en
muchas cuestiones actuales: piénsese, por ejemplo, en un cierto pánico derivado
de los estudios de los ecólogos y futurólogos sobre la demografía, que a veces
exageran el peligro que representa el incremento demográfico para la calidad de
la vida.
Pero la Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es
siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el
egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida: y en cada
vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel «Sí», de aquel «Amén» que
es Cristo mismo[84]. Al «no» que invade y aflige al mundo, contrapone este
«Sí» viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de cuantos
acechan y rebajan la vida.
La Iglesia está llamada a manifestar nuevamente a todos, con un
convencimiento más claro y firme, su voluntad de promover con todo medio y
defender contra toda insidia la vida humana, en cualquier condición o fase de
desarrollo en que se encuentre.
Por esto la Iglesia condena, como ofensa grave a la dignidad humana y a la
justicia, todas aquellas actividades de los gobiernos o de otras autoridades
públicas, que tratan de limitar de cualquier modo la libertad de los esposos en la
decisión sobre los hijos. Por consiguiente, hay que condenar totalmente y
rechazar con energía cualquier violencia ejercida por tales autoridades en favor
del anticoncepcionismo e incluso de la esterilización y del aborto procurado. Al
mismo tiempo, hay que rechazar como gravemente injusto el hecho de que, en
las relaciones internacionales, la ayuda económica concedida para la promoción
de los pueblos esté condicionada a programas de anticoncepcionismo,
esterilización y aborto procurado[85].
Para que el plan divino sea realizado cada vez más plenamente
31. La Iglesia es ciertamente consciente también de los múltiples y complejos
problemas que hoy, en muchos países, afectan a los esposos en su cometido de
transmitir responsablemente la vida. Conoce también el grave problema del
incremento demográfico como se plantea en diversas partes de mundo, con las
implicaciones morales que comporta.
Ella cree, sin embargo, que una consideración profunda de todos los aspectos de
tales problemas ofrece una nueva y más fuerte confirmación de la importancia
de la doctrina auténtica acerca de la regulación de la natalidad, propuesta de
nuevo en el Concilio Vaticano II y en la encíclica Humanae vitae.
Por esto, junto con los Padres del Sínodo, siento el deber de dirigir una acuciante
invitación a los teólogos a fin de que, uniendo sus fuerzas para colaborar con el
magisterio jerárquico, se comprometan a iluminar cada vez mejor los
fundamentos bíblicos, las motivaciones éticas y las razones personalistas de esta
doctrina. Así será posible, en el contexto de una exposición orgánica, hacer que
la doctrina de la Iglesia en este importante capítulo sea verdaderamente
accesible a todos los hombres de buena voluntad, facilitando su comprensión
cada vez más luminosa y profunda; de este modo el plan divino podrá ser
realizado cada vez más plenamente, para la salvación del hombre y gloria del
Creador.
A este respecto, el empeño concorde de los teólogos, inspirado por la adhesión
convencida al Magisterio, que es la única guía auténtica del Pueblo de Dios,
presenta una urgencia especial también a causa de la relación íntima que existe
entre la doctrina católica sobre este punto y la visión del hombre que propone la
Iglesia. Dudas o errores en el ámbito matrimonial o familiar llevan a una
ofuscación grave de la verdad integral sobre el hombre, en una situación cultural
que muy a menudo es confusa y contradictoria. La aportación de iluminación y
profundización, que los teólogos están llamados a ofrecer en el cumplimiento de
su cometido específico, tiene un valor incomparable y representa un servicio
singular, altamente meritorio, a la familia y a la humanidad.
En la visión integral del hombre y de su vocación
32. En el contexto de una cultura que deforma gravemente o incluso pierde el
verdadero significado de la sexualidad humana, porque la desarraiga de su
referencia a la persona, la Iglesia siente más urgente e insustituible su misión de
presentar la sexualidad como valor y función de toda la persona creada, varón y
mujer, a imagen de Dios.
En esta perspectiva el Concilio Vaticano II afirmó claramente que «cuando se
trata de conjugar el amor conyugal con la responsable transmisión de la vida, la
índole moral de la conducta no depende solamente de la sincera intención y
apreciación de los motivos, sino que debe determinarse con criterios objetivos,
tomados de la naturaleza de la persona y de sus actos, criterios que mantienen
íntegro el sentido de la mutua entrega y de la humana procreación, entretejidos
con el amor verdadero; esto es imposible sin cultivar sinceramente la virtud de
la castidad conyugal»[86].
Es precisamente partiendo de la «visión integral del hombre y de su vocación, no
sólo natural y terrena sino también sobrenatural y eterna»[87], por lo que Pablo
VI afirmó, que la doctrina de la Iglesia «está fundada sobre la inseparable
conexión que Dios ha querido y que el hombre no puede romper por propia
iniciativa, entre los dos significados del acto conyugal: el significado unitivo y el
significado procreador»[88]. Y concluyó recalcando que hay que excluir, como
intrínsecamente deshonesta, «toda acción que, o en previsión del acto conyugal,
o en su realización, o en el desarrollo de sus consecuencias naturales, se
proponga, como fin o como medio, hacer imposible la procreación»[89].
Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos
dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer
y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como «árbitros» del
designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad humana, y con ella la
propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación «total». Así, al
lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el
anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir,
el de no darse al otro totalmente: se produce, no sólo el rechazo positivo de la
apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor
conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal.
En cambio, cuando los esposos, mediante el recurso a períodos de infecundidad,
respetan la conexión inseparable de los significados unitivo y procreador de la
sexualidad humana, se comportan como «ministros» del designio de Dios y «se
sirven» de la sexualidad según el dinamismo original de la donación «total», sin
manipulaciones ni alteraciones[90].
A la luz de la misma experiencia de tantas parejas de esposos y de los datos de
las diversas ciencias humanas, la reflexión teológica puede captar y está llamada
a profundizar la diferencia antropológica y al mismo tiempo moral, que existe
entre el anticoncepcionismo y el recurso a los ritmos temporales. Se trata de una
diferencia bastante más amplia y profunda de lo que habitualmente se cree, y
que implica en resumidas cuentas dos concepciones de la persona y de la
sexualidad humana, irreconciliables entre sí. La elección de los ritmos naturales
comporta la aceptación del tiempo de la persona, es decir de la mujer, y con
esto la aceptación también del diálogo, del respeto recíproco, de la
responsabilidad común, del dominio de sí mismo. Aceptar el tiempo y el diálogo
significa reconocer el carácter espiritual y a la vez corporal de la comunión
conyugal, como también vivir el amor personal en su exigencia de fidelidad. En
este contexto la pareja experimenta que la comunión conyugal es enriquecida
por aquellos valores de ternura y afectividad, que constituyen el alma profunda
de la sexualidad humana, incluso en su dimensión física. De este modo la
sexualidad es respetada y promovida en su dimensión verdadera y plenamente
humana, no «usada» en cambio como un «objeto» que, rompiendo la unidad
personal de alma y cuerpo, contradice la misma creación de Dios en la trama
más profunda entre naturaleza y persona.
La Iglesia Maestra y Madre para los esposos en dificultad
33. También en el campo de la moral conyugal la Iglesia es y actúa como
Maestra y Madre.
Como Maestra, no se cansa de proclamar la norma moral que debe guiar la
transmisión responsable de la vida. De tal norma la Iglesia no es ciertamente ni
la autora ni el árbitro. En obediencia a la verdad que es Cristo, cuya imagen se
refleja en la naturaleza y en la dignidad de la persona humana, la Iglesia
interpreta la norma moral y la propone a todos los hombres de buena voluntad,
sin esconder las exigencias de radicalidad y de perfección.
Como Madre, la Iglesia se hace cercana a muchas parejas de esposos que se
encuentran en dificultad sobre este importante punto de la vida moral; conoce
bien su situación, a menudo muy ardua y a veces verdaderamente atormentada
por dificultades de todo tipo, no sólo individuales sino también sociales; sabe
que muchos esposos encuentran dificultades no sólo para la realización concreta,
sino también para la misma comprensión de los valores inherentes a la norma
moral.
Pero la misma y única Iglesia es a la vez Maestra y Madre. Por esto, la Iglesia no
cesa nunca de invitar y animar, a fin de que las eventuales dificultades
conyugales se resuelvan sin falsificar ni comprometer jamas la verdad. En
efecto, está convencida de que no puede haber verdadera contradicción entre la
ley divina de la transmisión de la vida y la de favorecer el auténtico amor
conyugal[91]. Por esto, la pedagogía concreta de la Iglesia debe estar siempre
unida y nunca separada de su doctrina. Repito, por tanto, con la misma
persuasión de mi predecesor: «No menoscabar en nada la saludable doctrina de
Cristo es una forma de caridad eminente hacia las almas»[92].
Por otra parte, la auténtica pedagogía eclesial revela su realismo y su sabiduría
solamente desarrollando un compromiso tenaz y valiente en crear y sostener
todas aquellas condiciones humanas —psicológicas, morales y espirituales— que
son indispensables para comprender y vivir el valor y la norma moral.
No hay duda de que entre estas condiciones se deben incluir la constancia y la
paciencia, la humildad y la fortaleza de ánimo, la confianza filial en Dios y en su
gracia, el recurso frecuente a la oración y a los sacramentos de la Eucaristía y de
la reconciliación[93]. Confortados así, los esposos cristianos podrán mantener
viva la conciencia de la influencia singular que la gracia del sacramento del
matrimonio ejerce sobre todas las realidades de la vida conyugal, y por
consiguiente también sobre su sexualidad: el don del Espíritu, acogido y
correspondido por los esposos, les ayuda a vivir la sexualidad humana según el
plan de Dios y como signo del amor unitivo y fecundo de Cristo por su Iglesia.
Pero entre las condiciones necesarias está también el conocimiento de la
corporeidad y de sus ritmos de fertilidad. En tal sentido conviene hacer lo posible
para que semejante conocimiento se haga accesible a todos los esposos, y ante
todo a las personas jóvenes, mediante una información y una educación clara,
oportuna y seria, por parte de parejas, de médicos y de expertos. El
conocimiento debe desembocar además en la educación al autocontrol; de ahí la
absoluta necesidad de la virtud de la castidad y de la educación permanente en
ella. Según la visión cristiana, la castidad no significa absolutamente rechazo ni
menosprecio de la sexualidad humana: significa más bien energía espiritual que
sabe defender el amor de los peligros del egoísmo y de la agresividad, y sabe
promoverlo hacia su realización plena.
Pablo VI, con intuición profunda de sabiduría y amor, no hizo más que escuchar
la experiencia de tantas parejas de esposos cuando en su encíclica escribió: «El
dominio del instinto, mediante la razón y la voluntad libre, impone sin ningún
género de duda una ascética, para que las manifestaciones afectivas de la vida
conyugal estén en conformidad con el orden recto y particularmente para
observar la continencia periódica. Esta disciplina, propia de la pureza de los
esposos, lejos de perjudicar el amor conyugal, le confiere un valor humano más
sublime. Exige un esfuerzo continuo, pero, en virtud de su influjo beneficioso, los
cónyuges desarrollan integralmente su personalidad, enriqueciéndose de valores
espirituales: aportando a la vida familiar frutos de serenidad y de paz y
facilitando la solución de otros problemas; favoreciendo la atención hacia el otro
cónyuge; ayudando a superar el egoísmo, enemigo del verdadero amor, y
enraizando más su sentido de responsabilidad. Los padres adquieren así la
capacidad de un influjo más profundo y eficaz para educar a los hijos»[94].
Itinerario moral de los esposos
34. Es siempre muy importante poseer una recta concepción del orden moral, de
sus valores y normas; la importancia aumenta, cuanto más numerosas y graves
se hacen las dificultades para respetarlos.
El orden moral, precisamente porque revela y propone el designio de Dios
Creador, no puede ser algo mortificante para el hombre ni algo impersonal; al
contrario, respondiendo a las exigencias más profundas del hombre creado por
Dios, se pone al servicio de su humanidad plena, con el amor delicado y
vinculante con que Dios mismo inspira, sostiene y guía a cada criatura hacia su
felicidad.
Pero el hombre, llamado a vivir responsablemente el designio sabio y amoroso
de Dios, es un ser histórico, que se construye día a día con sus opciones
numerosas y libres; por esto él conoce, ama y realiza el bien moral según
diversas etapas de crecimiento.
También los esposos, en el ámbito de su vida moral, están llamados a un
continuo camino, sostenidos por el deseo sincero y activo de conocer cada vez
mejor los valores que la ley divina tutela y promueve, y por la voluntad recta y
generosa de encarnarlos en sus opciones concretas.
Ellos, sin embargo, no pueden mirar la ley como un mero ideal que se puede
alcanzar en el futuro, sino que deben considerarla como un mandato de Cristo
Señor a superar con valentía las dificultades. «Por ello la llamada "ley de
gradualidad" o camino gradual no puede identificarse con la "gradualidad de la
ley", como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para
los diversos hombres y situaciones. Todos los esposos, según el plan de Dios,
están llamados a la santidad en el matrimonio, y esta excelsa vocación se realiza
en la medida en que la persona humana se encuentra en condiciones de
responder al mandamiento divino con ánimo sereno, confiando en la gracia
divina y en la propia voluntad»[95]. En la misma línea, es propio de la
pedagogía de la Iglesia que los esposos reconozcan ante todo claramente la
doctrina de la Humanae vitae como normativa para el ejercicio de su sexualidad
y se comprometan sinceramente a poner las condiciones necesarias para
observar tal norma.
Esta pedagogía, como ha puesto de relieve el Sínodo, abarca toda la vida
conyugal. Por esto la función de transmitir la vida debe estar integrada en la
misión global de toda la vida cristiana, la cual sin la cruz no puede llegar a la
resurrección. En semejante contexto se comprende cómo no se puede quitar de
la vida familiar el sacrificio, es más, se debe aceptar de corazón, a fin de que el
amor conyugal se haga más profundo y sea fuente de gozo íntimo.
Este camino exige reflexión, información, educación idónea de los sacerdotes,
religiosos y laicos que están dedicados a la pastoral familiar; todos ellos podrán
ayudar a los esposos en su itinerario humano y espiritual, que comporta la
conciencia del pecado, el compromiso sincero a observar la ley moral y el
ministerio de la reconciliación. Conviene también tener presente que en la
intimidad conyugal están implicadas las voluntades de dos personas, llamadas
sin embargo a una armonía de mentalidad y de comportamiento. Esto exige no
poca paciencia, simpatía y tiempo. Singular importancia tiene en este campo la
unidad de juicios morales y pastorales de los sacerdotes: tal unidad debe ser
buscada y asegurada cuidadosamente, para que los fieles no tengan que sufrir
ansiedades de conciencia[96].
El camino de los esposos será pues más fácil si, con estima de la doctrina de la
Iglesia y con confianza en la gracia de Cristo, ayudados y acompañados por los
pastores de almas y por la comunidad eclesial entera, saben descubrir y
experimentar el valor de liberación y promoción del amor auténtico, que el
Evangelio ofrece y el mandamiento del Señor propone.
Suscitar convicciones y ofrecer ayudas concretas
35. Ante el problema de una honesta regulación de la natalidad, la comunidad
eclesial, en el tiempo presente, debe preocuparse por suscitar convicciones y
ofrecer ayudas concretas a quienes desean vivir la paternidad y la maternidad de
modo verdaderamente responsable.
En este campo, mientras la Iglesia se alegra de los resultados alcanzados por las
investigaciones científicas para un conocimiento más preciso de los ritmos de
fertilidad femenina y alienta a una más decisiva y amplia extensión de tales
estudios, no puede menos de apelar, con renovado vigor, a la responsabilidad de
cuantos —médicos, expertos, consejeros matrimoniales, educadores, parejas—
pueden ayudar efectivamente a los esposos a vivir su amor, respetando la
estructura y finalidades del acto conyugal que lo expresa. Esto significa un
compromiso más amplio, decisivo y sistemático en hacer conocer, estimar y
aplicar los métodos naturales de regulación de la fertilidad[97].
Un testimonio precioso puede y debe ser dado por aquellos esposos que,
mediante el compromiso común de la continencia periódica, han llegado a una
responsabilidad personal más madura ante el amor y la vida. Como escribía
Pablo VI, «a ellos ha confiado el Señor la misión de hacer visible ante los
hombres la santidad y la suavidad de la ley que une el amor mutuo de los
esposos con su cooperación al amor de Dios, autor de la vida humana»[98].
2) La educación.
El derecho-deber educativo de los padres
36. La tarea educativa tiene sus raíces en la vocación primordial de los esposos a
participar en la obra creadora de Dios; ellos, engendrando en el amor y por
amor una nueva persona, que tiene en sí la vocación al crecimiento y al
desarrollo, asumen por eso mismo la obligación de ayudarla eficazmente a vivir
una vida plenamente humana. Como ha recordado el Concilio Vaticano II:
«Puesto que los padres han dado la vida a los hijos, tienen la gravísima
obligación de educar a la prole, y por tanto hay que reconocerlos como los
primeros y principales educadores de sus hijos. Este deber de la educación
familiar es de tanta transcendencia que, cuando falta, difícilmente puede
suplirse. Es, pues, deber de los padres crear un ambiente de familia animado por
el amor, por la piedad hacia Dios y hacia los hombres, que favorezca la
educación íntegra personal y social de los hijos. La familia es, por tanto, la
primera escuela de las virtudes sociales, que todas las sociedades
necesitan»[99].
El derecho-deber educativo de los padres se califica como esencial, relacionado
como está con la transmisión de la vida humana; como original y primario,
respecto al deber educativo de los demás, por la unicidad de la relación de amor
que subsiste entre padres e hijos; como insustituible e inalienable y que, por
consiguiente, no puede ser totalmente delegado o usurpado por otros.
Por encima de estas características, no puede olvidarse que el elemento más
radical, que determina el deber educativo de los padres, es el amor paterno y
materno que encuentra en la acción educativa su realización, al hacer pleno y
perfecto el servicio a la vida. El amor de los padres se transforma de fuente en
alma, y por consiguiente, en norma, que inspira y guía toda la acción educativa
concreta, enriqueciéndola con los valores de dulzura, constancia, bondad,
servicio, desinterés, espíritu de sacrificio, que son el fruto más precioso del
amor.
Educar en los valores esenciales de la vida humana
37. Aun en medio de las dificultades, hoy a menudo agravadas, de la acción
educativa, los padres deben formar a los hijos con confianza y valentía en los
valores esenciales de la vida humana. Los hijos deben crecer en una justa
libertad ante los bienes materiales, adoptando un estilo de vida sencillo y
austero, convencidos de que «el hombre vale más por lo que es que por lo que
tiene»[100].
En una sociedad sacudida y disgregada por tensiones y conflictos a causa del
choque entre los diversos individualismos y egoísmos, los hijos deben
enriquecerse no sólo con el sentido de la verdadera justicia, que lleva al respeto
de la dignidad personal de cada uno, sino también y más aún del sentido del
verdadero amor, como solicitud sincera y servicio desinteresado hacia los
demás, especialmente a los más pobres y necesitados. La familia es la primera y
fundamental escuela de socialidad; como comunidad de amor, encuentra en el
don de sí misma la ley que la rige y hace crecer. El don de sí, que inspira el
amor mutuo de los esposos, se pone como modelo y norma del don de sí que
debe haber en las relaciones entre hermanos y hermanas, y entre las diversas
generaciones que conviven en la familia. La comunión y la participación vivida
cotidianamente en la casa, en los momentos de alegría y de dificultad,
representa la pedagogía más concreta y eficaz para la inserción activa,
responsable y fecunda de los hijos en el horizonte más amplio de la sociedad.
La educación para el amor como don de sí mismo constituye también la premisa
indispensable para los padres, llamados a ofrecer a los hijos una educación
sexual clara y delicada. Ante una cultura que «banaliza» en gran parte la
sexualidad humana, porque la interpreta y la vive de manera reductiva y
empobrecida, relacionándola únicamente con el cuerpo y el placer egoísta, el
servicio educativo de los padres debe basarse sobre una cultura sexual que sea
verdadera y plenamente personal. En efecto, la sexualidad es una riqueza de
toda la persona —cuerpo, sentimiento y espíritu— y manifiesta su significado
íntimo al llevar la persona hacia el don de sí misma en el amor.
La educación sexual, derecho y deber fundamental de los padres, debe realizarse
siempre bajo su dirección solícita, tanto en casa como en los centros educativos
elegidos y controlados por ellos. En este sentido la Iglesia reafirma la ley de la
subsidiaridad, que la escuela tiene que observar cuando coopera en la educación
sexual, situándose en el espíritu mismo que anima a los padres.
En este contexto es del todo irrenunciable la educación para la castidad, como
virtud que desarrolla la auténtica madurez de la persona y la hace capaz de
respetar y promover el «significado esponsal» del cuerpo. Más aún, los padres
cristianos reserven una atención y cuidado especial —discerniendo los signos de
la llamada de Dios— a la educación para la virginidad, como forma suprema del
don de uno mismo que constituye el sentido mismo de la sexualidad humana.
Por los vínculos estrechos que hay entre la dimensión sexual de la persona y sus
valores éticos, esta educación debe llevar a los hijos a conocer y estimar las
normas morales como garantía necesaria y preciosa para un crecimiento
personal y responsable en la sexualidad humana.
Por esto la Iglesia se opone firmemente a un sistema de información sexual
separado de los principios morales y tan frecuentemente difundido, el cual no
sería más que una introducción a la experiencia del placer y un estímulo que
lleva a perder la serenidad, abriendo el camino al vicio desde los años de la
inocencia.
Misión educativa y sacramento del matrimonio
38. Para los padres cristianos la misión educativa, basada como se ha dicho en
su participación en la obra creadora de Dios, tiene una fuente nueva y específica
en el sacramento del matrimonio, que los consagra a la educación propiamente
cristiana de los hijos, es decir, los llama a participar de la misma autoridad y del
mismo amor de Dios Padre y de Cristo Pastor, así como del amor materno de la
Iglesia, y los enriquece en sabiduría, consejo, fortaleza y en los otros dones del
Espíritu Santo, para ayudar a los hijos en su crecimiento humano y cristiano.
El deber educativo recibe del sacramento del matrimonio la dignidad y la llamada
a ser un verdadero y propio «ministerio» de la Iglesia al servicio de la edificación
de sus miembros. Tal es la grandeza y el esplendor del ministerio educativo de
los padres cristianos, que santo Tomás no duda en compararlo con el ministerio
de los sacerdotes: «Algunos propagan y conservan la vida espiritual con un
ministerio únicamente espiritual: es la tarea del sacramento del orden; otros
hacen esto respecto de la vida a la vez corporal y espiritual, y esto se realiza con
el sacramento del matrimonio, en el que el hombre y la mujer se unen para
engendrar la prole y educarla en el culto a Dios»[101].
La conciencia viva y vigilante de la misión recibida con el sacramento del
matrimonio ayudará a los padres cristianos a ponerse con gran serenidad y
confianza al servizio educativo de los hijos y, al mismo tiempo, a sentirse
responsables ante Dios que los llama y los envía a edificar la Iglesia en los hijos.
Así la familia de los bautizados, convocada como iglesia doméstica por la Palabra
y por el Sacramento, llega a ser a la vez, como la gran Iglesia, maestra y madre.
La primera experiencia de Iglesia
39. La misión de la educación exige que los padres cristianos propongan a los
hijos todos los contenidos que son necesarios para la maduración gradual de su
personalidad desde un punto de vista cristiano y eclesial. Seguirán pues las
líneas educativas recordadas anteriormente, procurando mostrar a los hijos a
cuán profundos significados conducen la fe y la caridad de Jesucristo. Además, la
conciencia de que el Señor confía a ellos el crecimiento de un hijo de Dios, de un
hermano de Cristo, de un templo del Espíritu Santo, de un miembro de la
Iglesia, alentará a los padres cristianos en su tarea de afianzar en el alma de los
hijos el don de la gracia divina.
El Concilio Vaticano II precisa así el contenido de la educación cristiana: «La cual
no persigue solamente la madurez propia de la persona humana... sino que
busca, sobre todo, que los bautizados se hagan más conscientes cada día del
don recibido de la fe, mientras se inician gradualmente en el conocimiento del
misterio de la salvación; aprendan a adorar a Dios Padre en espíritu y en verdad
(cf. Jn 4, 23), ante todo en la acción litúrgica, formándose para vivir según el
hombre nuevo en justicia y santidad de verdad (Ef 4, 22-24), y así lleguen al
hombre perfecto, en la edad de la plenitud de Cristo (cf. Ef 4, 13), y contribuyan
al crecimiento del Cuerpo místico. Conscientes, además, de su vocación,
acostúmbrense a dar testimonio de la esperanza que hay en ellos (cf. 1 Pe 3,
15) y a ayudar a la configuración cristiana del mundo»[102].(
También el Sínodo, siguiendo y desarrollando la línea conciliar ha presentado la
misión educativa de la familia cristiana como un verdadero ministerio, por medio
del cual se transmite e irradia el Evangelio, hasta el punto de que la misma vida
de familia se hace itinerario de fe y, en cierto modo, iniciación cristiana y escuela
de los seguidores de Cristo. En la familia consciente de tal don, como escribió
Pablo VI, «todos los miembros evangelizan y son evangelizados»[103].
En virtud del ministerio de la educación los padres, mediante el testimonio de su
vida, son los primeros mensajeros del Evangelio ante los hijos. Es más, rezando
con los hijos, dedicándose con ellos a la lectura de la Palabra de Dios e
introduciéndolos en la intimidad del Cuerpo —eucarístico y eclesial— de Cristo
mediante la iniciación cristiana, llegan a ser plenamente padres, es decir
engendradores no sólo de la vida corporal, sino también de aquella que,
mediante la renovación del Espíritu, brota de la Cruz y Resurrección de Cristo.
A fin de que los padres cristianos puedan cumplir dignamente su ministerio
educativo, los Padres Sinodales han manifestado el deseo de que se prepare un
texto adecuado de catecismo para las familias claro, breve y que pueda ser
fácilmente asimilado por todos. Las conferencias episcopales han sido invitadas
encarecidamente a comprometerse en la realización de este catecismo.
Relaciones con otras fuerzas educativas
40. La familia es la primera, pero no la única y exclusiva, comunidad educadora;
la misma dimensión comunitaria, civil y eclesial del hombre exige y conduce a
una acción más amplia y articulada, fruto de la colaboración ordenada de las
diversas fuerzas educativas. Estas son necesarias, aunque cada una puede y
debe intervenir con su competencia y con su contribución propias[104].
La tarea educativa de la familia cristiana tiene por esto un puesto muy
importante en la pastoral orgánica; esto implica una nueva forma de
colaboración entre los padres y las comunidades cristianas, entre los diversos
grupos educativos y los pastores. En este sentido, la renovación de la escuela
católica debe prestar una atención especial tanto a los padres de los alumnos
como a la formación de una perfecta comunidad educadora.
Debe asegurarse absolutamente el derecho de los padres a la elección de una
educación conforme con su fe religiosa.
El Estado y la Iglesia tienen la obligación de dar a las familias todas las ayudas
posibles, a fin de que puedan ejercer adecuadamente sus funciones educativas.
Por esto tanto la Iglesia como el Estado deben crear y promover las instituciones
y actividades que las familias piden justamente, y la ayuda deberá ser
proporcionada a las insuficiencias de las familias. Por tanto, todos aquellos que
en la sociedad dirigen las escuelas, no deben olvidar nunca que los padres han
sido constituidos por Dios mismo como los primeros y principales educadores de
los hijos, y que su derecho es del todo inalienable.
Pero como complementario al derecho, se pone el grave deber de los padres de
comprometerse a fondo en una relación cordial y efectiva con los profesores y
directores de las escuelas.
Si en las escuelas se enseñan ideologías contrarias a la fe cristiana, la familia
junto con otras familias, si es posible mediante formas de asociación familiar,
debe con todas las fuerzas y con sabiduria ayudar a los jóvenes a no alejarse de
la fe. En este caso la familia tiene necesidad de ayudas especiales por parte de
los pastores de almas, los cuales no deben olvidar que los padres tienen el
derecho inviolable de confiar sus hijos a la comunidad eclesial.
Un servicio múltiple a la vida
41. El amor conyugal fecundo se expresa en un servicio a la vida que tiene
muchas formas, de las cuales la generación y la educación son las más
inmediatas, propias e insustituibles. En realidad, cada acto de verdadero amor al
hombre testimonia y perfecciona la fecundidad espiritual de la familia, porque es
obediencia al dinamismo interior y profundo del amor, como donación de sí
mismo a los demás.
En particular los esposos que viven la experiencia de la esterilidad física,
deberán orientarse hacia esta perspectiva, rica para todos en valor y exigencias.
Las familias cristianas, que en la fe reconocen a todos los hombres como hijos
del Padre común de los cielos, irán generosamente al encuentro de los hijos de
otras familias, sosteniéndoles y amándoles no como extraños, sino como
miembros de la única familia de los hijos de Dios. Los padres cristianos podrán
así ensanchar su amor más allá de los vínculos de la carne y de la sangre,
estrechando esos lazos que se basan en el espíritu y que se desarrollan en el
servicio concreto a los hijos de otras familias, a menudo necesitados incluso de
lo más necesario.
Las familias cristianas se abran con mayor disponibilidad a la adopción y acogida
de aquellos hijos que están privados de sus padres o abandonados por éstos.
Mientras esos niños, encontrando el calor afectivo de una familia, pueden
experimentar la cariñosa y solícita paternidad de Dios, atestiguada por los
padres cristianos, y así crecer con serenidad y confianza en la vida, la familia
entera se enriquecerá con los valores espirituales de una fraternidad más
amplia.
La fecundidad de las familias debe llevar a su incesante «creatividad», fruto
maravilloso del Espíritu de Dios, que abre el corazón para descubrir las nuevas
necesidades y sufrimientos de nuestra sociedad, y que infunde ánimo para
asumirlas y darles respuesta. En este marco se presenta a las familias un vasto
campo de acción; en efecto, todavía más preocupante que el abandono de los
niños es hoy el fenómeno de la marginación social y cultural, que afecta
duramente a los ancianos, a los enfermos, a los minusválidos, a los drogadictos,
a los excarcelados, etc.
De este modo se ensancha enormemente el horizonte de la paternidad y
maternidad de las familias cristianas; un reto para su amor espiritualmente
fecundo viene de estas y tantas otras urgencias de nuestro tiempo. Con las
familias y por medio de ellas, el Señor Jesús sigue teniendo «compasión» de las
multitudes.
III - PARTICIPACIÓN EN EL DESARROLLO DE LA SOCIEDAD
La familia, célula primera y vital de la sociedad
42. «El Creador del mundo estableció la sociedad conyugal como origen y
fundamento de la sociedad humana»; la familia es por ello la «célula primera y
vital de la sociedad»[105].
La familia posee vínculos vitales y orgánicos con la sociedad, porque constituye
su fundamento y alimento continuo mediante su función de servicio a la vida. En
efecto, de la familia nacen los ciudadanos, y éstos encuentran en ella la primera
escuela de esas virtudes sociales, que son el alma de la vida y del desarrollo de
la sociedad misma.
Así la familia, en virtud de su naturaleza y vocación, lejos de encerrarse en sí
misma, se abre a las demás familias y a la sociedad, asumiendo su función
social.
La vida familiar como experiencia de comunión y participación
43. La misma experiencia de comunión y participación, que debe caracterizar la
vida diaria de la familia, representa su primera y fundamental aportación a la
sociedad.
Las relaciones entre los miembros de la comunidad familiar están inspiradas y
guiadas por la ley de la «gratuidad» que, respetando y favoreciendo en todos y
cada uno la dignidad personal como único título de valor, se hace acogida
cordial, encuentro y diálogo, disponibilidad desinteresada, servicio generoso y
solidaridad profunda.
Así la promoción de una auténtica y madura comunión de personas en la familia
se convierte en la primera e insustituible escuela de socialidad, ejemplo y
estímulo para las relaciones comunitarias más amplias en un clima de respeto,
justicia, diálogo y amor.
De este modo, como han recordado los Padres Sinodales, la familia constituye el
lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización
de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la construcción del
mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en particular
custodiando y transmitiendo las virtudes y los «valores». Como dice el Concilio
Vaticano II, en la familia «las distintas generaciones coinciden y se ayudan
mutuamente a lograr una mayor sabiduría y a armonizar los derechos de las
personas con las demás exigencias de la vida social»[106].
Como consecuencia, de cara a una sociedad que corre el peligro de ser cada vez
más despersonalizada y masificada, y por tanto inhumana y deshumanizadora,
con los resultados negativos de tantas formas de «evasión» —como son, por
ejemplo, el alcoholismo, la droga y el mismo terrorismo—, la familia posee y
comunica todavía hoy energías formidables capaces de sacar al hombre del
anonimato, de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo
con profunda humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad e
irrepetibilidad en el tejido de la sociedad.
Función social y política
44. La función social de la familia no puede ciertamente reducirse a la acción
procreadora y educativa, aunque encuentra en ella su primera e insustituible
forma de expresión.
Las familias, tanto solas como asociadas, pueden y deben por tanto dedicarse a
muchas obras de servicio social, especialmente en favor de los pobres y de todas
aquellas personas y situaciones, a las que no logra llegar la organización de
previsión y asistencia de las autoridades públicas.
La aportación social de la familia tiene su originalidad, que exige se la conozca
mejor y se la apoye más decididamente, sobre todo a medida que los hijos
crecen, implicando de hecho lo más posible a todos sus miembros[107].
En especial hay que destacar la importancia cada vez mayor que en nuestra
sociedad asume la hospitalidad, en todas sus formas, desde el abrir la puerta de
la propia casa, y más aún la del propio corazón, a las peticiones de los
hermanos, al compromiso concreto de asegurar a cada familia su casa, como
ambiente natural que la conserva y la hace crecer. Sobre todo, la familia
cristiana está llamada a escuchar el consejo del Apóstol: «Sed solícitos en la
hospitalidad»[108], y por consiguiente en practicar la acogida del hermano
necesitado, imitando el ejemplo y compartiendo la caridad de Cristo: «El que
diere de beber a uno de estos pequeños sólo un vaso de agua fresca porque es
mi discípulo, en verdad os digo que no perderá su recompensa»[109].
La función social de las familias está llamada a manifestarse también en la forma
de intervención política, es decir, las familias deben ser las primeras en procurar
que las leyes y las instituciones del Estado no sólo no ofendan, sino que
sostengan y defiendan positivamente los derechos y los deberes de la familia. En
este sentido las familias deben crecer en la conciencia de ser «protagonistas» de
la llamada «política familiar», y asumirse la responsabilidad de transformar la
sociedad; de otro modo las familias serán las primeras víctimas de aquellos
males que se han limitado a observar con indiferencia. La llamada del Concilio
Vaticano II a superar la ética individualista vale también para la familia como
tal[110].
La sociedad al servicio de la familia
45. La conexión íntima entre la familia y la sociedad, de la misma manera que
exige la apertura y la participación de la familia en la sociedad y en su
desarrollo, impone también que la sociedad no deje de cumplir su deber
fundamental de respetar y promover la familia misma.
Ciertamente la familia y la sociedad tienen una función complementaria en la
defensa y en la promoción del bien de todos los hombres y de cada hombre.
Pero la sociedad, y más específicamente el Estado, deben reconocer que la
familia es una «sociedad que goza de un derecho propio y primordial»[111] y
por tanto, en sus relaciones con la familia, están gravemente obligados a
atenerse al principio de subsidiaridad.
En virtud de este principio, el Estado no puede ni debe substraer a las familias
aquellas funciones que pueden igualmente realizar bien, por sí solas o asociadas
libremente, sino favorecer positivamente y estimular lo más posible la iniciativa
responsable de las familias. Las autoridades públicas, convencidas de que el bien
de la familia constituye un valor indispensable e irrenunciable de la comunidad
civil, deben hacer cuanto puedan para asegurar a las familias todas aquellas
ayudas —económicas, sociales, educativas, políticas, culturales— que necesitan
para afrontar de modo humano todas sus responsabilidades.
Carta de los derechos de la familia
46. El ideal de una recíproca acción de apoyo y desarrollo entre la familia y la
sociedad choca a menudo, y en medida bastante grave, con la realidad de su
separación e incluso de su contraposición.
En efecto, como el Sínodo ha denunciado continuamente, la situación que
muchas familias encuentran en diversos países es muy problemática, si no
incluso claramente negativa: instituciones y leyes desconocen injustamente los
derechos inviolables de la familia y de la misma persona humana, y la sociedad,
en vez de ponerse al servicio de la familia, la ataca con violencia en sus valores
y en sus exigencias fundamentales. De este modo la familia, que, según los
planes de Dios, es célula básica de la sociedad, sujeto de derechos y deberes
antes que el Estado y cualquier otra comunidad, es víctima de la sociedad, de los
retrasos y lentitudes de sus intervenciones y más aún de sus injusticias notorias.
Por esto la Iglesia defiende abierta y vigorosamente los derechos de la familia
contra las usurpaciones intolerables de la sociedad y del Estado. En concreto, los
Padres Sinodales han recordado, entre otros, los siguientes derechos de la
familia:
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a existir y progresar como familia, es decir, el derecho de todo hombre,
especialmente aun siendo pobre, a fundar una familia, y a tener los
recursos apropiados para mantenerla;
a ejercer su responsabilidad en el campo de la transmisión de la vida y a
educar a los hijos;
a la intimidad de la vida conyugal y familiar;
a la estabilidad del vínculo y de la institución matrimonial;
a creer y profesar su propia fe, y a difundirla;
a educar a sus hijos de acuerdo con las propias tradiciones y valores
religiosos y culturales, con los instrumentos, medios e instituciones
necesarias;
a obtener la seguridad física, social, política y económica, especialmente
de los pobres y enfermos;
el derecho a una vivienda adecuada, para una vida familiar digna;
el derecho de expresión y de representación ante las autoridades públicas,
económicas, sociales, culturales y ante las inferiores, tanto por sí misma
como por medio de asociaciones;
a crear asociaciones con otras familias e instituciones, para cumplir
adecuada y esmeradamente su misión;
a proteger a los menores, mediante instituciones y leyes apropiadas,
contra los medicamentos perjudiciales, la pornografía, el alcoholismo,
etc.;
el derecho a un justo tiempo libre que favorezca, a la vez, los valores de
la familia;
el derecho de los ancianos a una vida y a una muerte dignas;
el derecho a emigrar como familia, para buscar mejores condiciones de
vida[112].
La Santa Sede, acogiendo la petición explícita del Sínodo, se encargará de
estudiar detenidamente estas sugerencias, elaborando una «Carta de los
derechos de la familia», para presentarla a los ambientes y autoridades
interesadas.
Gracia y responsabilidad de la familia cristiana
47. La función social propia de cada familia compete, por un título nuevo y
original, a la familia cristiana, fundada sobre el sacramento del matrimonio. Este
sacramento, asumiendo la realidad humana del amor conyugal en todas sus
implicaciones, capacita y compromete a los esposos y a los padres cristianos a
vivir su vocación de laicos, y por consiguiente a «buscar el reino de Dios
gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios»[113].
El cometido social y político forma parte de la misión real o de servicio, en la que
participan los esposos cristianos en virtud del sacramento del matrimonio,
recibiendo a la vez un mandato al que no pueden sustraerse y una gracia que los
sostiene y los anima.
De este modo la familia cristiana está llamada a ofrecer a todos el testimonio de
una entrega generosa y desinteresada a los problemas sociales, mediante la
«opción preferencial» por los pobres y los marginados. Por eso la familia,
avanzando en el seguimiento del Señor mediante un amor especial hacia todos
los pobres, debe preocuparse especialmente de los que padecen hambre, de los
indigentes, de los ancianos, los enfermos, los drogadictos o los que están sin
familia.
Hacia un nuevo orden internacional
48. Ante la dimensión mundial que hoy caracteriza a los diversos problemas
sociales, la familia ve que se dilata de una manera totalmente nueva su
cometido ante el desarrollo de la sociedad; se trata de cooperar también a
establecer un nuevo orden internacional, porque sólo con la solidaridad mundial
se pueden afrontar y resolver los enormes y dramáticos problemas de la justicia
en el mundo, de la libertad de los pueblos y de la paz de la humanidad.
La comunión espiritual de las familias cristianas, enraizadas en la fe y esperanza
común y vivificadas por la caridad, constituye una energía interior que origina,
difunde y desarrolla justicia, reconciliación, fraternidad y paz entre los hombres.
La familia cristiana, como «pequeña Iglesia», está llamada, a semejanza de la
«gran Iglesia», a ser signo de unidad para el mundo y a ejercer de ese modo su
función profética, dando testimonio del Reino y de la paz de Cristo, hacia el cual
el mundo entero está en camino.
Las familias cristianas podrán realizar esto tanto por medio de su acción
educadora, es decir, ofreciendo a los hijos un modelo de vida fundado sobre los
valores de la verdad, libertad, justicia y amor, bien sea con un compromiso
activo y responsable para el crecimiento auténticamente humano de la sociedad
y de sus instituciones, bien con el apoyo, de diferentes modos, a las asociaciones
dedicadas específicamente a los problemas del orden internacional.
IV - PARTICIPACIÓN EN LA VIDA Y MISIÓN DE LA IGLESIA
La familia en el misterio de la Iglesia
49. Entre los cometidos fundamentales de la familia cristiana se halla el eclesial,
es decir, que ella está puesta al servicio de la edificación del Reino de Dios en la
historia, mediante la participación en la vida y misión de la Iglesia.
Para comprender mejor los fundamentos, contenidos y características de tal
participación, hay que examinar a fondo los múltiples y profundos vínculos que
unen entre sí a la Iglesia y a la familia cristiana, y que hacen de esta última
como una «Iglesia en miniatura» (Ecclesia domestica) [114] de modo que sea, a
su manera, una imagen viva y una representación histórica del misterio mismo
de la Iglesia.
Es ante todo la Iglesia Madre la que engendra, educa, edifica la familia cristiana,
poniendo en práctica para con la misma la misión de salvación que ha recibido
de su Señor. Con el anuncio de la Palabra de Dios, la Iglesia revela a la familia
cristiana su verdadera identidad, lo que es y debe ser según el plan del Señor;
con la celebración de los sacramentos, la Iglesia enriquece y corrobora a la
familia cristiana con la gracia de Cristo, en orden a su santificación para la gloria
del Padre; con la renovada proclamación del mandamiento nuevo de la caridad,
la Iglesia anima y guía a la familia cristiana al servicio del amor, para que imite y
reviva el mismo amor de donación y sacrificio que el Señor Jesús nutre hacia
toda la humanidad.
Por su parte la familia cristiana está insertada de tal forma en el misterio de la
Iglesia que participa, a su manera, en la misión de salvación que es propia de la
Iglesia. Los cónyuges y padres cristianos, en virtud del sacramento, «poseen su
propio don, dentro del Pueblo de Dios, en su estado y forma de vida»[115]. Por
eso no sólo «reciben» el amor de Cristo, convirtiéndose en comunidad
«salvada», sino que están también llamados a «transmitir» a los hermanos el
mismo amor de Cristo, haciéndose así comunidad «salvadora». De esta manera,
a la vez que es fruto y signo de la fecundidad sobrenatural de la Iglesia, la
familia cristiana se hace símbolo, testimonio y participación de la maternidad de
la Iglesia[116].
Un cometido eclesial propio y original
50. La familia cristiana está llamada a tomar parte viva y responsable en la
misión de la Iglesia de manera propia y original, es decir, poniendo a servicio de
la Iglesia y de la sociedad su propio ser y obrar, en cuanto comunidad íntima de
vida y de amor.
Si la familia cristiana es comunidad cuyos vínculos son renovados por Cristo
mediante la fe y los sacramentos, su participación en la misión de la Iglesia debe
realizarse según una modalidad comunitaria; juntos, pues, los cónyuges en
cuanto pareja, y los padres e hijos en cuanto familia, han de vivir su servicio a la
Iglesia y al mundo. Deben ser en la fe «un corazón y un alma sola»[117],
mediante el común espíritu apostólico que los anima y la colaboración que los
empeña en las obras de servicio a la comunidad eclesial y civil.
La familia cristiana edifica además el Reino de Dios en la historia mediante esas
mismas realidades cotidianas que tocan y distinguen su condición de vida. Es por
ello en el amor conyugal y familiar —vivido en su extraordinaria riqueza de
valores y exigencias de totalidad, unicidad, fidelidad y fecundidad[118]— donde
se expresa y realiza la participación de la familia cristiana en la misión profética,
sacerdotal y real de Jesucristo y de su Iglesia. El amor y la vida constituyen por
lo tanto el núcleo de la misión salvífica de la familia cristiana en la Iglesia y para
la Iglesia.
Lo recuerda el Concilio Vaticano II cuando dice: «La familia hará partícipes a
otras familias, generosamente, de sus riquezas espirituales. Así es como la
familia cristiana, cuyo origen está en el matrimonio, que es imagen y
participación de la alianza de amor entre Cristo y la Iglesia, manifestará a todos
la presencia viva del Salvador en el mundo y la auténtica naturaleza de la
Iglesia, ya por el amor, la generosa fecundidad, la unidad y fidelidad de los
esposos, ya por la cooperación amorosa de todos sus miembros»[119].
Puesto así el fundamento de la participación de la familia cristiana en la misión
eclesial, hay que poner de manifiesto ahora su contenido en la triple unitaria
referencia a Jesucristo Profeta, Sacerdote y Rey, presentando por ello la familia
cristiana como 1) comunidad creyente y evangelizadora, 2) comunidad en
diálogo con Dios, 3) comunidad al servicio del hombre.
1) La familia cristiana, comunidad creyente y evangelizadora
La fe, descubrimiento y admiración del plan de Dios sobre la familia
51. Dado que participa de la vida y misión de la Iglesia, la cual escucha
religiosamente la Palabra de Dios y la proclama con firme confianza[120], la
familia cristiana vive su cometido profético acogiendo y anunciando la Palabra de
Dios. Se hace así, cada día más, una comunidad creyente y evangelizadora.
También a los esposos y padres cristianos se exige la obediencia a la fe[121], ya
que son llamados a acoger la Palabra del Señor que les revela la estupenda
novedad —la Buena Nueva— de su vida conyugal y familiar, que Cristo ha hecho
santa y santificadora. En efecto, solamente mediante la fe ellos pueden descubrir
y admirar con gozosa gratitud a qué dignidad ha elevado Dios el matrimonio y la
familia, constituyéndolos en signo y lugar de la alianza de amor entre Dios y los
hombres, entre Jesucristo y la Iglesia esposa suya. La misma preparación al
matrimonio cristiano se califica ya como un itinerario de fe. Es, en efecto, una
ocasión privilegiada para que los novios vuelvan a descubrir y profundicen la fe
recibida en el Bautismo y alimentada con la educación cristiana. De esta manera
reconocen y acogen libremente la vocación a vivir el seguimiento de Cristo y el
servicio al Reino de Dios en el estado matrimonial.
El momento fundamental de la fe de los esposos está en la celebración del
sacramento del matrimonio, que en el fondo de su naturaleza es la
proclamación, dentro de la Iglesia, de la Buena Nueva sobre el amor conyugal.
Es la Palabra de Dios que «revela» y «culmina» el proyecto sabio y amoroso que
Dios tiene sobre los esposos, llamados a la misteriosa y real participación en el
amor mismo de Dios hacia la humanidad. Si la celebración sacramental del
matrimonio es en sí misma una proclamación de la Palabra de Dios en cuanto
son por título diverso protagonistas y celebrantes, debe ser una «profesión de
fe» hecha dentro y con la Iglesia, comunidad de creyentes.
Esta profesión de fe ha de ser continuada en la vida de los esposos y de la
familia. En efecto, Dios que ha llamado a los esposos «al» matrimonio, continúa
a llamarlos «en el» matrimonio[122]. Dentro y a través de los hechos, los
problemas, las dificultades, los acontecimientos de la existencia de cada día,
Dios viene a ellos, revelando y proponiendo las «exigencias» concretas de su
participación en el amor de Cristo por su Iglesia, de acuerdo con la particular
situación —familiar, social y eclesial— en la que se encuentran. El
descubrimiento y la obediencia al plan de Dios deben hacerse «en conjunto» por
parte de la comunidad conyugal y familiar, a través de la misma experiencia
humana del amor vivido en el Espíritu de Cristo entre los esposos, entre los
padres y los hijos.
Para esto, también la pequeña Iglesia doméstica, como la gran Iglesia, tiene
necesidad de ser evangelizada continua e intensamente. De ahí deriva su deber
de educación permanente en la fe.
Ministerio de evangelización de la familia cristiana
52. En la medida en que la familia cristiana acoge el Evangelio y madura en la
fe, se hace comunidad evangelizadora. Escuchemos de nuevo a Pablo VI: «La
familia, al igual que la Iglesia, debe ser un espacio donde el Evangelio es
transmitido y desde donde éste se irradia.
Dentro pues de una familia consciente de esta misión, todos los miembros de la
misma evangelizan y son evangelizados. Los padres no sólo comunican a los
hijos el Evangelio, sino que pueden a su vez recibir de ellos este mismo
Evangelio profundamente vivido... Una familia así se hace evangelizadora de
otras muchas familias y del ambiente en que ella vive»[123].
Como ha repetido el Sínodo, recogiendo mi llamada lanzada en Puebla, la futura
evangelización depende en gran parte de la Iglesia doméstica[124]. Esta misión
apostólica de la familia está enraizada en el Bautismo y recibe con la gracia
sacramental del matrimonio una nueva fuerza para transmitir la fe, para
santificar y transformar la sociedad actual según el plan de Dios.
La familia cristiana, hoy sobre todo, tiene una especial vocación a ser testigo de
la alianza pascual de Cristo, mediante la constante irradiación de la alegría del
amor y de la certeza de la esperanza, de la que debe dar razón: «La familia
cristiana proclama en voz alta tanto las presentes virtudes del reino de Dios
como la esperanza de la vida bienaventurada»[125].
La absoluta necesidad de la catequesis familiar surge con singular fuerza en
determinadas situaciones, que la Iglesia constata por desgracia en diversos
lugares: «En los lugares donde una legislación antirreligiosa pretende incluso
impedir la educación en la fe, o donde ha cundido la incredulidad o ha penetrado
el secularismo hasta el punto de resultar prácticamente imposible una verdadera
creencia religiosa, la Iglesia doméstica es el único ámbito donde los niños y los
jóvenes pueden recibir una auténtica catequesis»[126].
Un servicio eclesial
53. El ministerio de evangelización de los padres cristianos es original e
insustituible y asume las características típicas de la vida familiar, hecha, como
debería estar, de amor, sencillez, concreción y testimonio cotidiano[127].
La familia debe formar a los hijos para la vida, de manera que cada uno cumpla
en plenitud su cometido, de acuerdo con la vocación recibida de Dios.
Efectivamente, la familia que está abierta a los valores transcendentes, que sirve
a los hermanos en la alegría, que cumple con generosa fidelidad sus obligaciones
y es consciente de su cotidiana participación en el misterio de la cruz gloriosa de
Cristo, se convierte en el primero y mejor seminario de vocaciones a la vida
consagrada al Reino de Dios.
El ministerio de evangelización y catequesis de los padres debe acompañar la
vida de los hijos también durante su adolescencia y juventud, cuando ellos,
como sucede con frecuencia, contestan o incluso rechazan la fe cristiana recibida
en los primeros años de su vida. Y así como en la Iglesia no se puede separar la
obra de evangelización del sufrimiento del apóstol, así también en la familia
cristiana los padres deben afrontar con valentía y gran serenidad de espíritu las
dificultades que halla a veces en los mismos hijos su ministerio de
evangelización.
No hay que olvidar que el servicio llevado a cabo por los cónyuges y padres
cristianos en favor del Evangelio es esencialmente un servicio eclesial, es decir,
que se realiza en el contexto de la Iglesia entera en cuanto comunidad
evangelizada y evangelizadora. En cuanto enraizado y derivado de la única
misión de la Iglesia y en cuanto ordenado a la edificación del único Cuerpo de
Cristo[128], el ministerio de evangelización y de catequesis de la Iglesia
doméstica ha de quedar en íntima comunión y ha de armonizarse
responsablemente con los otros servicios de evangelización y de catequesis
presentes y operantes en la comunidad eclesial, tanto diocesana como
parroquial.
Predicar el Evangelio a toda criatura
54. La universalidad sin fronteras es el horizonte propio de la evangelización,
animada interiormente por el afán misionero, ya que es de hecho la respuesta a
la explícita e inequívoca consigna de Cristo: «Id por el mundo y predicad el
Evangelio a toda criatura»[129].
También la fe y la misión evangelizadora de la familia cristiana poseen esta
dimensión misionera católica. El sacramento del matrimonio que plantea con
nueva fuerza el deber arraigado en el bautismo y en la confirmación de defender
y difundir la fe[130], constituye a los cónyuges y padres cristianos en testigos de
Cristo «hasta los últimos confines de la tierra»[131], como verdaderos y propios
misioneros» del amor y de la vida.
Una cierta forma de actividad misionera puede ser desplegada ya en el interior
de la familia. Esto sucede cuando alguno de los componentes de la misma no
tiene fe o no la practica con coherencia. En este caso, los parientes deben
ofrecerles tal testimonio de vida que los estimule y sostenga en el camino hacia
la plena adhesión a Cristo Salvador[132].
Animada por el espíritu misionero en su propio interior, la Iglesia doméstica está
llamada a ser un signo luminoso de la presencia de Cristo y de su amor incluso
para los «alejados», para las familias que no creen todavía y para las familias
cristianas que no viven coherentemente la fe recibida. Está llamada «con su
ejemplo y testimonio» a iluminar «a los que buscan la verdad»[133].
Así como ya al principio del cristianismo Aquila y Priscila se presentaban como
una pareja misionera[134], así también la Iglesia testimonia hoy su incesante
novedad y vigor con la presencia de cónyuges y familias cristianas que, al menos
durante un cierto período de tiempo, van a tierras de misión a anunciar el
Evangelio, sirviendo al hombre por amor de Jesucristo.
Las familias cristianas dan una contribución particular a la causa misionera de la
Iglesia, cultivando la vocación misionera en sus propios hijos e hijas[135] y, de
manera más general, con una obra educadora que prepare a sus hijos, desde la
juventud «para conocer el amor de Dios hacia todos los hombres»[136].
2) La familia cristiana, comunidad en diálogo con Dios
El santuario doméstico de la Iglesia
55. El anuncio del Evangelio y su acogida mediante la fe encuentran su plenitud
en la celebración sacramental. La Iglesia, comunidad creyente y evangelizadora,
es también pueblo sacerdotal, es decir, revestido de la dignidad y partícipe de la
potestad de Cristo, Sumo Sacerdote de la nueva y eterna Alianza[137].
También la familia cristiana está inserta en la Iglesia, pueblo sacerdotal,
mediante el sacramento del matrimonio, en el cual está enraizada y de la que se
alimenta, es vivificada continuamente por el Señor y es llamada e invitada al
diálogo con Dios mediante la vida sacramental, el ofrecimiento de la propia vida
y oración.
Este es el cometido sacerdotal que la familia cristiana puede y debe ejercer en
íntima comunión con toda la Iglesia, a través de las realidades cotidianas de la
vida conyugal y familiar. De esta manera la familia cristiana es llamada a
santificarse y a santificar a la comunidad eclesial y al mundo.
El matrimonio, sacramento de mutua santificación y acto de culto
56. Fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la
familia cristiana es el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la
gracia santificadora del bautismo. En virtud del misterio de la muerte y
resurrección de Cristo, en el que el matrimonio cristiano se sitúa de nuevo, el
amor conyugal es purificado y santificado: «El Señor se ha dignado sanar este
amor, perfeccionarlo y elevarlo con el don especial de la gracia y la
caridad»[138].
El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del
matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia.
Lo recuerda explícitamente el Concilio Vaticano II cuando dice que Jesucristo
«permanece con ellos para que los esposos, con su mutua entrega, se amen con
perpetua fidelidad, como Él mismo amó a la Iglesia y se entregó por ella... Por
ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado,
están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya
virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del espíritu de Cristo,
que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su
propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la
glorificación de Dios»[139].
La vocación universal a la santidad está dirigida también a los cónyuges y padres
cristianos. Para ellos está especificada por el sacramento celebrado y traducida
concretamente en las realidades propias de la existencia conyugal y
familiar[140]. De ahí nacen la gracia y la exigencia de una auténtica y profunda
espiritualidad conyugal y familiar, que ha de inspirarse en los motivos de la
creación, de la alianza, de la cruz, de la resurrección y del signo, de los que se
ha ocupado en más de una ocasión el Sínodo.
El matrimonio cristiano, como todos los sacramentos que «están ordenados a la
santificación de los hombres, a la edificación del Cuerpo de Cristo y, en
definitiva, a dar culto a Dios»[141], es en sí mismo un acto litúrgico de
glorificación de Dios en Jesucristo y en la Iglesia. Celebrándolo, los cónyuges
cristianos profesan su gratitud a Dios por el bien sublime que se les da de poder
revivir en su existencia conyugal y familiar el amor mismo de Dios por los
hombres y del Señor Jesús por la Iglesia, su esposa.
Y como del sacramento derivan para los cónyuges el don y el deber de vivir
cotidianamente la santificación recibida, del mismo sacramento brotan también
la gracia y el compromiso moral de transformar toda su vida en un continuo
sacrificio espiritual[142]. También a los esposos y padres cristianos, de modo
especial en esas realidades terrenas y temporales que los caracterizan, se
aplican las palabras del Concilio: «También los laicos, como adoradores que en
todo lugar actúan santamente, consagran el mundo mismo a Dios»[143].
Matrimonio y Eucaristía
57. El deber de santificación de la familia cristiana tiene su primera raíz en el
bautismo y su expresión máxima en la Eucaristía, a la que está íntimamente
unido el matrimonio cristiano. El Concilio Vaticano II ha querido poner de relieve
la especial relación existente entre la Eucaristía y el matrimonio, pidiendo que
habitualmente éste se celebre «dentro de la Misa»[144]. Volver a encontrar y
profundizar tal relación es del todo necesario, si se quiere comprender y vivir con
mayor intensidad la gracia y las responsabilidades del matrimonio y de la familia
cristiana.
La Eucaristía es la fuente misma del matrimonio cristiano. En efecto, el sacrificio
eucarístico representa la alianza de amor de Cristo con la Iglesia, en cuanto
sellada con la sangre de la cruz[145]. Y en este sacrificio de la Nueva y Eterna
Alianza los cónyuges cristianos encuentran la raíz de la que brota, que configura
interiormente y vivifica desde dentro, su alianza conyugal. En cuanto
representación del sacrificio de amor de Cristo por su Iglesia, la Eucaristía es
manantial de caridad. Y en el don eucarístico de la caridad la familia cristiana
halla el fundamento y el alma de su «comunión» y de su «misión», ya que el Pan
eucarístico hace de los diversos miembros de la comunidad familiar un único
cuerpo, revelación y participación de la más amplia unidad de la Iglesia;
además, la participación en el Cuerpo «entregado» y en la Sangre «derramada»
de Cristo se hace fuente inagotable del dinamismo misionero y apostólico de la
familia cristiana.
El sacramento de la conversión y reconciliación
58. Parte esencial y permanente del cometido de santificación de la familia
cristiana es la acogida de la llamada evangélica a la conversión, dirigida a todos
los cristianos que no siempre permanecen fieles a la «novedad» del bautismo
que los ha hecho «santos». Tampoco la familia es siempre coherente con la ley
de la gracia y de la santidad bautismal, proclamada nuevamente en el
sacramento del matrimonio.
El arrepentimiento y perdón mutuo dentro de la familia cristiana que tanta parte
tienen en la vida cotidiana, hallan su momento sacramental específico en la
Penitencia cristiana. Respecto de los cónyuges cristianos, así escribía Pablo VI en
la encíclica Humanae vitae: «Y si el pecado les sorprendiese todavía, no se
desanimen, sino que recurran con humilde perseverancia a la misericordia de
Dios, que se concede en el Sacramento de la Penitencia»[146].
La celebración de este sacramento adquiere un significado particular para la vida
familiar. En efecto, mientras mediante la fe descubren cómo el pecado
contradice no sólo la alianza con Dios, sino también la alianza de los cónyuges y
la comunión de la familia, los esposos y todos los miembros de la familia son
alentados al encuentro con Dios «rico en misericordia»[147], el cual, infundiendo
su amor más fuerte que el pecado[148], reconstruye y perfecciona la alianza
conyugal y la comunión familiar.
La plegaria familiar
59. La Iglesia ora por la familia cristiana y la educa para que viva en generosa
coherencia con el don y el cometido sacerdotal recibidos de Cristo Sumo
Sacerdote. En realidad, el sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en el
matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para la familia el
fundamento de una vocación y de una misión sacerdotal, mediante la cual su
misma existencia cotidiana se transforma en «sacrificio espiritual aceptable a
Dios por Jesucristo»[149]. Esto sucede no sólo con la celebración de la Eucaristía
y de los otros sacramentos o con la ofrenda de sí mismos para gloria de Dios,
sino también con la vida de oración, con el diálogo suplicante dirigido al Padre
por medio de Jesucristo en el Espíritu Santo.
La plegaria familiar tiene características propias. Es una oración hecha en
común, marido y mujer juntos, padres e hijos juntos. La comunión en la plegaria
es a la vez fruto y exigencia de esa comunión que deriva de los sacramentos del
bautismo y del matrimonio. A los miembros de la familia cristiana pueden
aplicarse de modo particular las palabras con las cuales el Señor Jesús promete
su presencia: «Os digo en verdad que si dos de vosotros conviniereis sobre la
tierra en pedir cualquier cosa, os lo otorgará mi Padre que está en los cielos.
Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en
medio de ellos»[150].
Esta plegaria tiene como contenido original la misma vida de familia que en las
diversas circunstancias es interpretada como vocación de Dios y es actuada
como respuesta filial a su llamada: alegrías y dolores, esperanzas y tristezas,
nacimientos y cumpleaños, aniversarios de la boda de los padres, partidas,
alejamientos y regresos, elecciones importantes y decisivas, muerte de personas
queridas, etc., señalan la intervención del amor de Dios en la historia de la
familia, como deben también señalar el momento favorable de acción de gracias,
de imploración, de abandono confiado de la familia al Padre común que está en
los cielos. Además, la dignidad y responsabilidades de la familia cristiana en
cuanto Iglesia doméstica solamente pueden ser vividas con la ayuda incesante
de Dios, que será concedida sin falta a cuantos la pidan con humildad y
confianza en la oración.
Maestros de oración
60. En virtud de su dignidad y misión, los padres cristianos tienen el deber
específico de educar a sus hijos en la plegaria, de introducirlos progresivamente
al descubrimiento del misterio de Dios y del coloquio personal con Él: «Sobre
todo en la familia cristiana, enriquecida con la gracia y los deberes del
sacramento del matrimonio, importa que los hijos aprendan desde los primeros
años a conocer y a adorar a Dios y a amar al prójimo según la fe recibida en el
bautismo»[151].
Elemento fundamental e insustituible de la educación a la oración es el ejemplo
concreto, el testimonio vivo de los padres; sólo orando junto con sus hijos, el
padre y la madre, mientras ejercen su propio sacerdocio real, calan
profundamente en el corazón de sus hijos, dejando huellas que los posteriores
acontecimientos de la vida no lograrán borrar. Escuchemos de nuevo la llamada
que Pablo VI ha dirigido a las madres y a los padres: «Madres, ¿enseñáis a
vuestros niños las oraciones del cristiano? ¿Preparáis, de acuerdo con los
sacerdotes, a vuestros hijos para los sacramentos de la primera edad: confesión,
comunión, confirmación? ¿Los acostumbráis, si están enfermos, a pensar en
Cristo que sufre? ¿A invocar la ayuda de la Virgen y de los santos? ¿Rezáis el
rosario en familia? Y vosotros, padres, ¿sabéis rezar con vuestros hijos, con toda
la comunidad doméstica, al menos alguna vez? Vuestro ejemplo, en la rectitud
del pensamiento y de la acción, apoyado por alguna oración común vale una
lección de vida, vale un acto de culto de un mérito singular; lleváis de este modo
la paz al interior de los muros domésticos: "Pax huic domui". Recordad: así
edificáis la Iglesia»[152].
Plegaria litúrgica y privada
61. Hay una relación profunda y vital entre la oración de la Iglesia y la de cada
uno de los fieles, como ha confirmado claramente el Concilio Vaticano II[153].
Una finalidad importante de la plegaria de la Iglesia doméstica es la de constituir
para los hijos la introducción natural a la oración litúrgica propia de toda la
Iglesia, en el sentido de preparar a ella y de extenderla al ámbito de la vida
personal, familiar y social. De aquí deriva la necesidad de una progresiva
participación de todos los miembros de la familia cristiana en la Eucaristía, sobre
todo los domingos y días festivos, y en los otros sacramentos, de modo
particular en los de la iniciación cristiana de los hijos. Las directrices conciliares
han abierto una nueva posibilidad a la familia cristiana, que ha sido colocada
entre los grupos a los que se recomienda la celebración comunitaria del Oficio
divino[154]. Pondrán asimismo cuidado las familias cristianas en celebrar,
incluso en casa y de manera adecuada a sus miembros, los tiempos y
festividades del año litúrgico.
Para preparar y prolongar en casa el culto celebrado en la iglesia, la familia
cristiana recurre a la oración privada, que presenta gran variedad de formas.
Esta variedad, mientras testimonia la riqueza extraordinaria con la que el
Espíritu anima la plegaria cristiana, se adapta a las diversas exigencias y
situaciones de vida de quien recurre al Señor. Además de las oraciones de la
mañana y de la noche, hay que recomendar explícitamente —siguiendo también
las indicaciones de los Padres Sinodales— la lectura y meditación de la Palabra
de Dios, la preparación a los sacramentos, la devoción y consagración al Corazón
de Jesús, las varias formas de culto a la Virgen Santísima, la bendición de la
mesa, las expresiones de la religiosidad popular.
Dentro del respeto debido a la libertad de los hijos de Dios, la Iglesia ha
propuesto y continúa proponiendo a los fieles algunas prácticas de piedad en las
que pone una particular solicitud e insistencia. Entre éstas es de recordar el rezo
del rosario: «Y ahora, en continuidad de intención con nuestros Predecesores,
queremos recomendar vivamente el rezo del santo Rosario en familia ... no cabe
duda de que el Rosario a la Santísima Virgen debe ser considerado como una de
las más excelentes y eficaces oraciones comunes que la familia cristiana está
invitada a rezar. Nos queremos pensar y deseamos vivamente que cuando un
encuentro familiar se convierta en tiempo de oración, el Rosario sea su
expresión frecuente y preferida»[155]. Así la auténtica devoción mariana, que se
expresa en la unión sincera y en el generoso seguimiento de las actitudes
espirituales de la Virgen Santísima, constituye un medio privilegiado para
alimentar la comunión de amor de la familia y para desarrollar la espiritualidad
conyugal y familiar. Ella, la Madre de Cristo y de la Iglesia, es en efecto y de
manera especial la Madre de las familias cristianas, de las Iglesias domésticas.
Plegaria y vida
62. No hay que olvidar nunca que la oración es parte constitutiva y esencial de la
vida cristiana considerada en su integridad y profundidad. Más aún, pertenece a
nuestra misma «humanidad» y es «la primera expresión de la verdad interior del
hombre, la primera condición de la auténtica libertad del espíritu»[156].
Por ello la plegaria no es una evasión que desvía del compromiso cotidiano, sino
que constituye el empuje más fuerte para que la familia cristiana asuma y ponga
en práctica plenamente sus responsabilidades como célula primera y
fundamental de la sociedad humana. En ese sentido, la efectiva participación en
la vida y misión de la Iglesia en el mundo es proporcional a la fidelidad e
intensidad de la oración con la que la familia cristiana se una a la Vid fecunda,
que es Cristo[157].
De la unión vital con Cristo, alimentada por la liturgia, de la ofrenda de sí mismo
y de la oración deriva también la fecundidad de la familia cristiana en su servicio
específico de promoción humana, que no puede menos de llevar a la
transformación del mundo[158].
3 ) La familia cristiana, comunidad al servicio del hombre
El nuevo mandamiento del amor
63. La Iglesia, pueblo profético, sacerdotal y real, tiene la misión de llevar a
todos los hombres a acoger con fe la Palabra de Dios, a celebrarla y profesarla
en los sacramentos y en la plegaria, y finalmente a manifestarla en la vida
concreta según el don y el nuevo mandamiento del amor.
La vida cristiana encuentra su ley no en un código escrito, sino en la acción
personal del Espíritu Santo que anima y guía al cristiano, es decir, en «la ley del
espíritu de vida en Cristo Jesús»[159]: «el amor de Dios se ha derramado en
nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado»[160].
Esto vale también para la pareja y para la familia cristiana: su guía y norma es
el Espíritu de Jesús, difundido en los corazones con la celebración del
sacramento del matrimonio. En continuidad con el bautismo de agua y del
Espíritu, el matrimonio propone de nuevo la ley evangélica del amor, y con el
don del Espíritu la graba más profundamente en el corazón de los cónyuges
cristianos. Su amor, purificado y salvado, es fruto del Espíritu que actúa en el
corazón de los creyentes y se pone a la vez como el mandamiento fundamental
de la vida moral que es una exigencia de su libertad responsable.
La familia cristiana es así animada y guiada por la ley nueva del Espíritu y en
íntima comunión con la Iglesia, pueblo real, es llamada a vivir su «servicio» de
amor a Dios y a los hermanos. Como Cristo ejerce su potestad real poniéndose
al servicio de los hombres[161], así también el cristiano encuentra el auténtico
sentido de su participación en la realeza de su Señor, compartiendo su espíritu y
su actitud de servicio al hombre: «Este poder lo comunicó a sus discípulos, para
que también ellos queden constituidos en soberana libertad, y por su abnegación
y santa vida venzan en sí mismos el reino del pecado (cf. Rom 6, 12). Más aún,
para que sirviendo a Cristo también en los demás, conduzcan con humildad y
paciencia a sus hermanos al Rey, cuyo servicio equivale a reinar. También por
medio de los fieles laicos el Señor desea dilatar su reino: reino de verdad y de
vida, reino de santidad y de gracia, reino de justicia, de amor y de paz. Un reino
en el cual la misma creación será liberada de la servidumbre de la corrupción
para participar en la libertad de la gloria de los hijos de Dios (cf. Rom 8,
21)»[162].
Descubrir en cada hermano la imagen de Dios
64. Animada y sostenida por el mandamiento nuevo del amor, la familia cristiana
vive la acogida, el respeto, el servicio a cada hombre, considerado siempre en su
dignidad de persona y de hijo de Dios.
Esto debe realizarse ante todo en el interior y en beneficio de la pareja y la
familia, mediante el cotidiano empeño en promover una auténtica comunidad de
personas, fundada y alimentada por la comunión interior de amor. Ello debe
desarrollarse luego dentro del círculo más amplio de la comunidad eclesial en el
que la familia cristiana vive. Gracias a la caridad de la familia, la Iglesia puede y
debe asumir una dimensión más doméstica, es decir, más familiar, adoptando un
estilo de relaciones más humano y fraterno.
La caridad va más allá de los propios hermanos en la fe, ya que «cada hombre
es mi hermano»; en cada uno, sobre todo si es pobre, débil, si sufre o es tratado
injustamente, la caridad sabe descubrir el rostro de Cristo y un hermano a amar
y servir.
Para que el servicio al hombre sea vivido en la familia de acuerdo con el estilo
evangélico, hay que poner en práctica con todo cuidado lo que enseña el Concilio
Vaticano II: «Para que este ejercicio de la caridad sea verdaderamente
irreprochable y aparezca como tal, es necesario ver en el prójimo la imagen de
Dios, según la cual ha sido creado, y a Cristo Señor, a quien en realidad se
ofrece lo que al necesitado se da»[163].
La familia cristiana, mientras con la caridad edifica la Iglesia, se pone al servicio
del hombre y del mundo, actuando de verdad aquella «promoción humana»,
cuyo contenido ha sido sintetizado en el Mensaje del Sínodo a las familias: «Otro
cometido de la familia es el de formar los hombres al amor y practicar el amor
en toda relación humana con los demás, de tal modo que ella no se encierre en
sí misma, sino que permanezca abierta a la comunidad, inspirándose en un
sentido de justicia y de solicitud hacia los otros, consciente de la propia
responsabilidad hacia toda la sociedad»[164].
CUARTA PARTE
PASTORAL FAMILIAR:
TIEMPOS, ESTRUCTURAS, AGENTES
Y SITUACIONES
I - TIEMPOS DE LA PASTORAL FAMILIAR
La Iglesia acompaña a la familia cristiana en su camino
65. Al igual que toda realidad viviente, también la familia está llamada a
desarrollarse y crecer. Después de la preparación durante el noviazgo y la
celebración sacramental del matrimonio la pareja comienza el camino cotidiano
hacia la progresiva actuación de los valores y deberes del mismo matrimonio.
A la luz de la fe y en virtud de la esperanza, la familia cristiana participa, en
comunión con la Iglesia, en la experiencia de la peregrinación terrena hacia la
plena revelación y realización del Reino de Dios.
Por ello hay que subrayar una vez más la urgencia de la intervención pastoral de
la Iglesia en apoyo de la familia. Hay que llevar a cabo toda clase de esfuerzos
para que la pastoral de la familia adquiera consistencia y se desarrolle,
dedicándose a un sector verdaderamente prioritario, con la certeza de que la
evangelización, en el futuro, depende en gran parte de la Iglesia
doméstica[165].
La solicitud pastoral de la Iglesia no se limitará solamente a las familias
cristianas más cercanas, sino que, ampliando los propios horizontes en la medida
del Corazón de Cristo, se mostrará más viva aún hacia el conjunto de las familias
en general y en particular hacia aquellas que se hallan en situaciones difíciles o
irregulares. Para todas ellas la Iglesia tendrá palabras de verdad, de bondad, de
comprensión, de esperanza, de viva participación en sus dificultades a veces
dramáticas; ofrecerá a todos su ayuda desinteresada, a fin de que puedan
acercarse al modelo de familia, que ha querido el Creador «desde el principio» y
que Cristo ha renovado con su gracia redentora.
La acción pastoral de la Iglesia debe ser progresiva, incluso en el sentido de que
debe seguir a la familia, acompañándola paso a paso en las diversas etapas de
su formación y de su desarrollo.
Preparación
66. En nuestros días es más necesaria que nunca la preparación de los jóvenes
al matrimonio y a la vida familiar. En algunos países siguen siendo las familias
mismas las que, según antiguas usanzas, transmiten a los jóvenes los valores
relativos a la vida matrimonial y familiar mediante una progresiva obra de
educación o iniciación. Pero los cambios que han sobrevenido en casi todas las
sociedades modernas exigen que no sólo la familia, sino también la sociedad y la
Iglesia se comprometan en el esfuerzo de preparar convenientemente a los
jóvenes para las reponsabilidades de su futuro. Muchos fenómenos negativos
que se lamentan hoy en la vida familiar derivan del hecho de que, en las nuevas
situaciones, los jóvenes no sólo pierden de vista la justa jerarquía de valores,
sino que, al no poseer ya criterios seguros de comportamiento, no saben cómo
afrontar y resolver las nuevas dificultades. La experiencia enseña en cambio que
los jóvenes bien preparados para la vida familiar, en general van mejor que los
demás.
Esto vale más aún para el matrimonio cristiano, cuyo influjo se extiende sobre la
santidad de tantos hombres y mujeres. Por esto, la Iglesia debe promover
programas mejores y más intensos de preparación al matrimonio, para eliminar
lo más posible las dificultades en que se debaten tantos matrimonios, y más aún
para favorecer positivamente el nacimiento y maduración de matrimonios
logrados.
La preparación al matrimonio ha de ser vista y actuada como un proceso gradual
y continuo. En efecto, comporta tres momentos principales: una preparación
remota, una próxima y otra inmediata.
La preparación remota comienza desde la infancia, en la juiciosa pedagogía
familiar, orientada a conducir a los niños a descubrirse a sí mismos como seres
dotados de una rica y compleja psicología y de una personalidad particular con
sus fuerzas y debilidades. Es el período en que se imbuye la estima por todo
auténtico valor humano, tanto en las relaciones interpersonales como en las
sociales, con todo lo que significa para la formación del carácter, para el dominio
y recto uso de las propias inclinaciones, para el modo de considerar y encontrar
a las personas del otro sexo, etc. Se exige, además, especialmente para los
cristianos, una sólida formación espiritual y catequística, que sepa mostrar en el
matrimonio una verdadera vocación y misión, sin excluir la posibilidad del don
total de sí mismo a Dios en la vocación a la vida sacerdotal o religiosa.
Sobre esta base se programará después, en plan amplio, la preparación
próxima, la cual comporta —desde la edad oportuna y con una adecuada
catequesis, como en un camino catecumenal— una preparación más específica
para los sacramentos, como un nuevo descubrimiento. Esta nueva catequesis de
cuantos se preparan al matrimonio cristiano es absolutamente necesaria, a fin
de que el sacramento sea celebrado y vivido con las debidas disposiciones
morales y espirituales. La formación religiosa de los jóvenes deberá ser
integrada, en el momento oportuno y según las diversas exigencias concretas,
por una preparación a la vida en pareja que, presentando el matrimonio como
una relación interpersonal del hombre y de la mujer a desarrollarse
continuamente, estimule a profundizar en los problemas de la sexualidad
conyugal y de la paternidad responsable, con los conocimientos
médico-biológicos esenciales que están en conexión con ella y los encamine a la
familiaridad con rectos métodos de educación de los hijos, favoreciendo la
adquisición de los elementos de base para una ordenada conducción de la familia
(trabajo estable, suficiente disponibilidad financiera, sabia administración,
nociones de economía doméstica, etc.).
Finalmente, no se deberá descuidar la preparación al apostolado familiar, a la
fraternidad y colaboración con las demás familias, a la inserción activa en
grupos, asociaciones, movimientos e iniciativas que tienen como finalidad el bien
humano y cristiano de la familia.
La preparación inmediata a la celebración del sacramento del matrimonio debe
tener lugar en los últimos meses y semanas que preceden a las nupcias, como
para dar un nuevo significado, nuevo contenido y forma nueva al llamado
examen prematrimonial exigido por el derecho canónico. De todos modos,
siendo como es siempre necesaria, tal preparación se impone con mayor
urgencia para aquellos prometidos que presenten aún carencias y dificultades en
la doctrina y en la práctica cristiana.
Entre los elementos a comunicar en este camino de fe, análogo al
catecumenado, debe haber también un conocimiento serio del misterio de Cristo
y de la Iglesia, de los significados de gracia y responsabilidad del matrimonio
cristiano, así como la preparación para tomar parte activa y consciente en los
ritos de la liturgia nupcial.
A las distintas fases de la preparación matrimonial —descritas anteriormente
sólo a grandes rasgos indicativos— deben sentirse comprometidas la familia
cristiana y toda la comunidad eclesial. Es deseable que las Conferencias
Episcopales, al igual que están interesadas en oportunas iniciativas para ayudar
a los futuros esposos a que sean más conscientes de la seriedad de su elección y
los pastores de almas a que acepten las convenientes disposiciones, así también
procuren que se publique un directorio para la pastoral de la familia. En él se
deberán establecer ante todo los elementos mínimos de contenido, de duración y
de método de los «cursos de preparación», equilibrando entre ellos los diversos
aspectos —doctrinales, pedagógicos, legales y médicos— que interesan al
matrimonio, y estructurándolos de manera que cuantos se preparen al mismo,
además de una profundización intelectual, se sientan animados a inserirse
vitalmente en la comunidad eclesial.
Por más que no sea de menospreciar la necesidad y obligatoriedad de la
preparación inmediata al matrimonio —lo cual sucedería si se dispensase
fácilmente de ella— , sin embargo tal preparación debe ser propuesta y actuada
de manera que su eventual omisión no sea un impedimento para la celebración
del matrimonio.
Celebración
67. El matrimonio cristiano exige por norma una celebración litúrgica, que
exprese de manera social y comunitaria la naturaleza esencialmente eclesial y
sacramental del pacto conyugal entre los bautizados.
En cuanto gesto sacramental de santificación, la celebración del matrimonio
—inserida en la liturgia, culmen de toda la acción de la Iglesia y fuente de su
fuerza santificadora—[166] debe ser de por sí válida, digna y fructuosa. Se abre
aquí un campo amplio para la solicitud pastoral, al objeto de satisfacer
ampliamente las exigencias derivadas de la naturaleza del pacto conyugal
elevado a sacramento y observar además fielmente la disciplina de la Iglesia en
lo referente al libre consentimiento, los impedimentos, la forma canónica y el rito
mismo de la celebración. Este último debe ser sencillo y digno, según las normas
de las competentes autoridades de la Iglesia, a las que corresponde a su vez
—según las circunstancias concretas de tiempo y de lugar y en conformidad con
las normas impartidas por la Sede Apostólica[167] — asumir eventualmente en
la celebración litúrgica aquellos elementos propios de cada cultura que mejor se
prestan a expresar el profundo significado humano y religioso del pacto
conyugal, con tal de que no contengan algo menos conveniente a la fe y a la
moral cristiana.
En cuanto signo, la celebración litúrgica debe llevarse a cabo de manera que
constituya, incluso en su desarrollo exterior, una proclamación de la Palabra de
Dios y una profesión de fe de la comunidad de los creyentes. El empeño pastoral
se expresará aquí con la preparación inteligente y cuidadosa de la «liturgia de la
Palabra» y con la educación a la fe de los que participan en la celebración, en
primer lugar de los que se casan.
En cuanto gesto sacramental de la Iglesia, la celebración litúrgica del matrimonio
debe comprometer a la comunidad cristiana, con la participación plena, activa y
responsable de todos los presentes, según el puesto e incumbencia de cada uno:
los esposos, el sacerdote, los testigos, los padres, los amigos, los demás fieles,
todos los miembros de una asamblea que manifiesta y vive el misterio de Cristo
y de su Iglesia.
Para la celebración del matrimonio cristiano en el ámbito de las culturas o
tradiciones ancestrales, se sigan los principios anteriormente enunciados.
Celebración del matrimonio y evangelización de los bautizados no
creyentes
68. Precisamente porque en la celebración del sacramento se reserva una
atención especial a las disposiciones morales y espirituales de los contrayentes,
en concreto a su fe, hay que afrontar aquí una dificultad bastante frecuente, que
pueden encontrar los pastores de la Iglesia en el contexto de nuestra sociedad
secularizada.
En efecto, la fe de quien pide desposarse ante la Iglesia puede tener grados
diversos y es deber primario de los pastores hacerla descubrir, nutrirla y hacerla
madurar. Pero ellos deben comprender también las razones que aconsejan a la
Iglesia admitir a la celebración a quien está imperfectamente dispuesto.
El sacramento del matrimonio tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el
sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el
mismo pacto conyugal instituido por el Creador «al principio». La decisión pues
del hombre y de la mujer de casarse según este proyecto divino, esto es, la
decisión de comprometer en su respectivo consentimiento conyugal toda su vida
en un amor indisoluble y en una fidelidad incondicional, implica realmente,
aunque no sea de manera plenamente consciente, una actitud de obediencia
profunda a la voluntad de Dios, que no puede darse sin su gracia. Ellos quedan
ya por tanto inseridos en un verdadero camino de salvación, que la celebración
del sacramento y la inmediata preparación a la misma pueden completar y llevar
a cabo, dada la rectitud de su intención.
Es verdad, por otra parte, que en algunos territorios, motivos de carácter más
bien social que auténticamente religioso impulsan a los novios a pedir casarse en
la iglesia. Esto no es de extrañar. En efecto, el matrimonio no es un
acontecimiento que afecte solamente a quien se casa. Es por su misma
naturaleza un hecho también social que compromete a los esposos ante la
sociedad. Desde siempre su celebración ha sido una fiesta que une a familias y
amigos. De ahí pues que haya también motivos sociales, además de los
personales, en la petición de casarse en la iglesia.
Sin embargo, no se debe olvidar que estos novios, por razón de su bautismo,
están ya realmente inseridos en la Alianza esponsal de Cristo con la Iglesia y
que, dada su recta intención, han aceptado el proyecto de Dios sobre el
matrimonio y consiguientemente —al menos de manera implícita— acatan lo que
la Iglesia tiene intención de hacer cuando celebra el matrimonio. Por tanto, el
solo hecho de que en esta petición haya motivos también de carácter social, no
justifica un eventual rechazo por parte de los pastores. Por lo demás, como ha
enseñado el Concilio Vaticano II, los sacramentos, con las palabras y los
elementos rituales nutren y robustecen la fe[168]; la fe hacia la cual están ya
orientados en virtud de su rectitud de intención que la gracia de Cristo no deja
de favorecer y sostener.
Querer establecer ulteriores criterios de admisión a la celebración eclesial del
matrimonio, que debieran tener en cuenta el grado de fe de los que están
próximos a contraer matrimonio, comporta además muchos riesgos. En primer
lugar el de pronunciar juicios infundados y discriminatorios; el riesgo además de
suscitar dudas sobre la validez del matrimonio ya celebrado, con grave daño
para la comunidad cristiana y de nuevas inquietudes injustificadas para la
conciencia de los esposos; se caería en el peligro de contestar o de poner en
duda la sacramentalidad de muchos matrimonios de hermanos separados de la
plena comunión con la Iglesia católica, contradiciendo así la tradición eclesial.
Cuando por el contrario, a pesar de los esfuerzos hechos, los contrayentes dan
muestras de rechazar de manera explícita y formal lo que la Iglesia realiza
cuando celebra el matrimonio de bautizados, el pastor de almas no puede
admitirlos a la celebración. Y, aunque no sea de buena gana, tiene obligación de
tomar nota de la situación y de hacer comprender a los interesados que, en tales
circunstancias, no es la Iglesia sino ellos mismos quienes impiden la celebración
que a pesar de todo piden.
Una vez más se presenta en toda su urgencia la necesidad de una evangelización
y catequesis prematrimonial y postmatrimonial puestas en práctica por toda la
comunidad cristiana, para que todo hombre y toda mujer que se casan, celebren
el sacramento del matrimonio no sólo válida sino también fructuosamente.
Pastoral postmatrimonial
69. El cuidado pastoral de la familia normalmente constituida significa
concretamente el compromiso de todos los elementos que componen la
comunidad eclesial local en ayudar a la pareja a descubrir y a vivir su nueva
vocación y misión. Para que la familia sea cada vez más una verdadera
comunidad de amor, es necesario que sus miembros sean ayudados y formados
en su responsabilidad frente a los nuevos problemas que se presentan, en el
servicio recíproco, en la coparticipación activa a la vida de familia.
Esto vale sobre todo para las familias jóvenes, las cuales, encontrándose en un
contexto de nuevos valores y de nuevas responsabilidades, están más
expuestas, especialmente en los primeros años de matrimonio, a eventuales
dificultades, como las creadas por la adaptación a la vida en común o por el
nacimiento de hijos. Los cónyuges jóvenes sepan acoger cordialmente y valorar
inteligentemente la ayuda discreta, delicada y valiente de otras parejas que
desde hace tiempo tienen ya experiencia del matrimonio y de la familia. De este
modo, en seno a la comunidad eclesial —gran familia formada por familias
cristianas— se actuará un mutuo intercambio de presencia y de ayuda entre
todas las familias, poniendo cada una al servicio de las demás la propia
experiencia humana, así como también los dones de fe y de gracia. Animada por
verdadero espíritu apostólico esta ayuda de familia a familia constituirá una de
las maneras más sencillas, más eficaces y más al alcance de todos para
transfundir capilarmente aquellos valores cristianos, que son el punto de partida
y de llegada de toda cura pastoral. De este modo las jóvenes familias no se
limitarán sólo a recibir, sino que a su vez, ayudadas así, serán fuente de
enriquecimiento para las otras familias, ya desde hace tiempo constituidas, con
su testimonio de vida y su contribución activa.
En la acción pastoral hacia las familias jóvenes, la Iglesia deberá reservar una
atención específica con el fin de educarlas a vivir responsablemente el amor
conyugal en relación con sus exigencias de comunión y de servicio a la vida, así
como a conciliar la intimidad de la vida de casa con la acción común y generosa
para edificación de la Iglesia y la sociedad humana. Cuando, por el advenimiento
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