REFLEXIÓN SOBRE LA PASCUA DEL ENFERMO .pdf
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Autor: Manuel
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DOMINGO VI DEL TIEMPO DE PASCUA
Hch 8,4-8 – 1Pe.3,15-18 – Jn.14.1-21
REFLEXIÓN SOBRE EL DÍA DE LAPASCUA DEL ENFERMO
A LAS COMUNIDDES CRISTIANAS DE SAN LUIS GONZAGA
Y SAN CRISTOVO DAS VIÑAS
Los creyentes - a pesar de la pandemia del coronavirus que estamos sufriendo, a
pesar de las enfermedades, de los problemas de la vida - debemos tener esperanza y
vivir con esperanza, porque creemos y confiamos en Jesús.
Pero, lo que los creyentes no podemos hacer, es vivir como personas que desconocen
o se desentienden de la presencia del mal en el mundo, que aparece bajo mil formas:
hambre, injusticia, pobreza, enfermedad, covid-19.
Hoy, Domingo VI del Tiempo de Pascua, celebramos la Pascua del enfermo, y nos
planteamos un mal real y universal: la enfermedad. La enfermedad que es una
experiencia personal y una realidad universal. Poderosos y débiles, ricos y pobres,
sabios e ignorantes, todos están (estamos) expuestos al riesgo de la enfermedad.
El dolor es un misterio al que hay que acercarse con los pies descalzos, como
Moisés se acercó a la zarza ardiente. Nada realmente más grave que acercarse al
dolor con sentimentalismos.Y ante esta realidad, me atrevo a formular algunas
respuestas parciales.
Una primera, sería, que dedicarnos a combatir el dolor es más importante y urgente
que dedicarnos a hacer teorías y respuestas sobre él. El hombre está gastando más
tiempo en preguntarse por qué sufrimos, que es importante, que en combatir el
sufrimiento.
Por eso ¡benditos sean los médicos, las enfermeras, cuantos se dedican a curar
cuerpos o almas, cuantos luchan por disminuir la montaña de dolor que padecen los
hombres!
Una segunda respuesta parcial, es aquella que nos ayude a ver nosotros y a enseñar
a los demás, que el dolor es una herencia de todos los humanos sin excepción.
Uno de los grandes peligros de la enfermedad es que empieza convenciéndonos de
que nosotros somos los únicos que sufrimos en el mundo, o en todo caso, los que más
sufrimos.
Una de las caras más negras del dolor es que tiende a convertirnos en egoístas, que
nos incita a mirar sólo hacia nosotros. Un simple dolor de muelas nos empuja a
creernos la víctima número uno. Así, si en un telediario nos muestran miles de
muertos, como es en el caso que estamos viviendo con los miles de muertos
ocasionados por el coronavirus, pensamos en ellos durante dos minutos, pero si nos
duele el dedo meñique gastamos las veinticuatro horas del día en autocompadecernos. Salir de uno mismo es muy difícil, salir de nuestro propio dolor es casi
un milagro. Y tendríamos que empezar por ese descubrimiento del dolor de los demás
para medir y situar convenientemente el nuestro.
Hay que tratar de no mitificar nuestro dolor o no volvernos contra Dios y contra la vida,
como si fuéramos las únicas víctimas. Cuando vas conociendo a los hombres,
descubres que todos estamos mutilados de algo. Hay a quien le faltan los riñones, o le
sobra un cáncer, o le falta un brazo o trabajo, o tiene un amor no correspondido, o un
hijo muerto… Y muchos, que quisieron ser actores o médicos, y hoy, trabajan en una
oficina, o de albañiles, carpinteros…. Otros tienen un hijo drogadicto, o hubieran
querido tener una cultura que no pudieron adquirir. Todos. Todos…
¿Qué derecho tengo a quejarme de mis carencias como si fueran las únicas del
mundo?
La tercera gran respuesta es la que enseña a ver los aspectos positivos de la
enfermedad.
Dejando de lado una seudo-espiritualidad cristiana que hablaba de las excelencias del
dolor, hay que decir, que en la mano del hombre está el conseguir que ese dolor sea
ruina o parto.
Yo nunca me imagino a Dios, mandando dolores a sus hijos sólo para probarlos. El
dolor es más bien una parte de nuestra condición humana, deuda de nuestra raza
atada al tiempo. Por eso hay que decir que no hay ser humno sin dolor.
Lo que Dios, sí, nos da, es la posibilidad de que ese dolor sea fructífero. El hombre
tiene en sus manos ese don terrible de conseguir que su propio dolor y el de sus
prójimos se convierta en vinagre o en vino generoso.
Y tenemos que reconocer con tristeza que desgraciadamente son muchos más los
seres destruidos por la amargura que aquellos que saben convertirlo en fuerza y
alegría. Por esto, el verdadero problema del dolor no es su naturaleza, sino su
sentido.
Ahí es donde se retrata un ser humano, la manera de sufrir es el más grande
testimonio que un alma da de sí misma: Así ocurre que hay supuestos “grandes” de
este mundo que se hunden en la primera tormenta, mientras que “pequeñas” personas
son maravillosas cuando llega la angustia.
Desde estas premisas llego a una conclusión: me interesa más una vida plena que
una vida larga. El valor de una vida no se mide por los años que dura, sino por los
frutos que produce. De ahí, que, ante la enfermedad, pase lo que pase, a lo que no
tenemos derecho es a desperdiciar nuestra vida, a creer que porque estoy enfermo
tengo disculpa para no cumplir con mi deber o a amargar la vida a los que me rodean.
Y me veo obligado a subrayar que la verdadera enfermedad del mundo es la falta
de amor, el egoísmo. ¡Tantos enfermos amargados porque no encontraron una mano
compasiva y amiga! ¡Qué fácil, en cambio, seguir cuando te sientes amado y ayudado!
Nunca en nuestra vida haremos algo mejor que querer a nuestros enfermos,
sostenerlos y sonreírles. Hay en el mundo un déficit de compasión.
El progreso de la ciencia, de la medicina ha aliviado muchas dolencias y vencido
muchas enfermedades, muchas pandemias… pero aparecen otras nuevas, como el
“cáncer” y el “sida”, el “corona virus” (covid.19) que nos recuerdan que todos podemos
pasar por la experiencia de la enfermedad.
Por eso, ante esta realidad, ¿qué enseñanza podemos sacar de la experiencia de la
enfermedad?. Pienso que la enfermedad puede ayudarnos:
A descubrir la fragilidad y los límites de nuestra condición humana.
A cuestionar el “culto” que damos muchas veces a nuestro cuerpo.
A poner a prueba nuestra seguridad y nuestro orgullo, ya que la enfermedad
puede echar por tierra todos nuestros planes.
A conocernos mejor a nosotros mismos, descubriendo si somos o no somos
capaces de hacer frente a los problemas de la enfermedad.
A preocuparnos más de los demás y no preocuparnos sólo de nosotros
mismos.
En cualquier caso, la enfermedad nos plantea a los creyentes, una serie de
interrogantes:
¿Hago yo algo por aliviar la soledad y el sufrimiento de los enfermos?
¿Veo en el enfermo, no a un ser inútil, sino a un ser que sufre y que necesita
compañía, comprensión y cariño?
¿Estoy dispuesto a hacer algo por los enfermos?
Recordemos, para acabar, aquellas palabras de Jesús:
“Venid, benditos de mi Padre, a poseer el reino preparado para vosotros, porque
estuve enfermo y me visitasteis…”
Nunca en nuestra vida haremos algo mejor que querer a nuestros enfermos,
sostenerlos y sonreírles. Es más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle
media hora de amistad. La mejor medicina es la cercanía, la comprensión cordial.
Y este debe ser el gesto cristiano de cara al enfermo; acercarse a él, ponerle la mano
sobre la herida, compartir su dolor, aliviarlo en lo posible… Y a lo mejor descubrimos
que en vez de darle nosotros a él, es él quien nos da a nosotros. Porque siempre es
así: es más lo que recibimos que lo que damos.
(C)
Hoy se celebra en la Iglesia el día del enfermo. La enfermedad es una limitación
humana, una carga que deben soportar, tanto el enfermo como les que le atienden.
Dios es vida. Cristo vino para que tengamos vida en plenitud. Y la enfermedad es falta
de vida. Por eso, Cristo curaba a los enfermos. Por eso la Iglesia, debe cuidar a los
enfermos. Por eso, nosotros debemos volcarnos sobre los enfermos con amor. No
podemos curar a todos los enfermos, ni siquiera Cristo lo hizo; pero sí podemos volcar
sobre ellos nuestra ternura y nuestra solidaridad, nuestra estima y nuestro respeto o
simplemente nuestra mirada.
Raúl Follerau solía contar una historia emocionante: visitando una leprosería en una
isla del Pacífico le sorprendió que, entre tantos rostros muertos y apagados, hubiera
alguien que había conservado unos ojos claros y luminosos que aún sabían sonreír y
que se iluminaban con un “gracias” cuando le ofrecían algo. Entre tantos cadáveres
ambulantes, sólo aquel hombre se conservaba humano. Cuando preguntó qué era lo
que le mantenía a este leproso tan unido a la vida, alguien le dijo que observara su
conducta por las mañanas. Y vio que, apenas amanecía, aquel hombre acudía al patio
que rodeaba la leprosería y se sentaba enfrente del alto muro de cemento que la
rodeaba. Y allí esperaba. Esperaba hasta que, a media mañana, tras el muro,
aparecía durante unos cuantos segundos un rostro, una cara de mujer, vieja y
arrugadita, que sonreía. Entonces el hombre comulgaba con esa sonrisa y sonreía
también. Luego el rostro de mujer desaparecía y el hombre, iluminado, tenía ya
alimento para seguir soportando una nueva jornada y para esperar a que mañana
regresara el rostro sonriente. Era –le explicaría, después el leproso- su mujer. Cuando
le arrancaron de su pueblo y le trasladaron a la leprosería, la mujer le siguió hasta el
poblado más cercano. Y acudía cada mañana para continuar expresándole su amor.
“Al verla cada día –comentaba el leproso- sé que todavía vivo”.
No exageraba: vivir es saberse queridos, sentirse queridos. por eso tienen razón los
psicólogos cuando dicen que los suicidas se matan cuando han llegado al
convencimiento pleno de que ya nadie les querrá nunca. Porque ningún problema es
verdadero y totalmente grave mientras se tenga a alguien a nuestro lado.
Por eso yo no me cansaré de predicar que la soledad es la mayor de las miserias y
que lo que más necesitan de nosotros los demás, no es nuestra ayuda, sino nuestro
amor. Para un enfermo es la compañía sonriente la mejor de las medicinas. Para un
viejo no hay ayuda mejor como un rato de conversación sin prisas y un poco de
comprensión en sus rarezas.
Y, asombrosamente, la sonrisa –que es la más barata de las ayudas- es la que más
tacañeamos. Es mucho más fácil dar un euro a un pobre que dárselo con amor. Y es
más sencillo comprarle un regalo al abuelo que ofrecerle media hora de amistad.
¡Todo sería, en cambio, tan distinto si les diéramos cada día una sonrisa de amor
desde la tapia de la vida!
A veces la mejor medicina es la cercanía, la comprensión cordial.
Un viejo militar francés fue gravemente herido en la última guerra mundial. Al
explotarle una granada, perdió las manos y los ojos. Luego fue diácono permanente,
casado y con cinco hijos. Hablaba siempre con emoción de lo que le hizo cambiar, lo
que fue su conversión. Habla de aquella vieja amiga, aquella enfermera no creyente.
“Ella puso simplemente su mano sobre mi hombro, arrimó su frente sobre mi frente”.
Era al mismo tiempo el signo de impotencia y la expresión silenciosa de su amistad.
Un testimonio de amor. Aunque no le devolviera sus ojos, ya veía.
Este debe ser el gesto cristiano de cara al enfermo; acercarse a él, ponerle la mano
sobre la herida, compartir su dolor, aliviarlo en lo posible…
Y a lo mejor descubrimos que en vez de darle nosotros a él, es él quien nos da a
nosotros. Porque siempre es así: es más lo que recibimos que lo que damos.
«El enfermo no es una carga, sino un
regalo»
Foto: ABC
Este domingo la Iglesia celebra la Pascua del Enfermo, con el
lema Gratis habéis recibido, dad gratis.
«Las personas que sufren son un tesoro”
«La enfermedad y el dolor son fuente de sufrimiento, pero para nosotros
encierra un misterio de redención, unido a la Pasión de Jesucristo».
No es que «nos alegremos por la enfermedad», ha insistido, sino que «hemos
descubierto en la enfermedad, unida al misterio de la Cruz de Cristo, un
misterio redentor»; y, por lo tanto, «una fuente de bien para el mundo».
Es muy importante que nos demos cuenta de que en la Iglesia no solo tenemos
unas personas a las que cuidar, como son los enfermos y las familias, sino que
tenemos un tesoro en las personas que sufren». «Solo el hecho de pensar eso,
nos ayuda a mirar al enfermo no como una carga, sino como un regalo».
El lema Gratis habéis recibido, dad gratis, se dedica y recuerda a los
voluntarios, por la importancia de su papel: Hay que saber escuchar, así como
«saber utilizar una palabra oportuna respecto a la esperanza», «perder el
miedo a hablar de ciertos temas con serenidad» y ser conscientes de que
«para nosotros, el final es el Cielo».
Tenemos que terminar con la idea de que el sacramento de la unción de los
enfermos es un pasaje a la muerte.
«En España esta celebración de la Pascua del Enfermo se lleva realizando
desde hace 35 años.». Y esto «está contribuyendo a que se pierda el miedo a
pensar en la unción de los enfermos: que no es porque te estés muriendo, sino
para dar y tener una palabra de consuelo y de esperanza».
Los voluntarios han de tener un corazón a la medida del amor de Cristo»; y
«esto significa que el voluntario tiene que entrar en una dinámica de oración y
de ser contemplativo. Tenemos que humanizar la medicina.
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«Estuve enfermo y me visitasteis»
Los enfermos son los más pobres entre los pobres y, por ello, los
preferidos de Jesucristo
Gracias a Dios es inmensa la labor que los poderes públicos, los profesionales
de la sanidad, los voluntarios, las órdenes religiosas especializadas, los
familiares y tantas buenas personas realizan a favor de los enfermos.
Entre todos ellos, merece una mención especial la de quienes están al lado de
enfermos que necesitan una asistencia permanente y una ayuda continua para
lavarse, vestirse, alimentarse. Sobre todo, cuando esto se prolonga durante
mucho tiempo.
Porque es fácil servir algunos días o algunas horas. Pero cuidar a los enfermos
durante meses e incluso durante años entraña una gran dificultad. Más aún, en
muchos casos una verdadera heroicidad.
Desde aquí quiero agradecer a estas personas, especialmente si son
creyentes, su valiosísima atención a los familiares enfermos. El Señor se lo
pagará como él sabe hacerlo.
El testimonio de estas personas tiene que ser un estímulo para todos los
demás. Es verdad que no podremos hacer con los enfermos lo que hacen ellas.
Pero todos podemos –y debemos- hacer algo por los enfermos.
En primer lugar, podemos abrir más los ojos del alma para descubrir las
personas que están enfermas y con frecuencia están solas.
Quizás son personas con quienes hemos trabajado durante años, vecinos de
portal o de barrio, conocidos de la misa de los domingos, vecinos del mismo
portal, calle o pueblo.
En un mundo comido por las prisas y la eficacia, como el nuestro, podemos ir
tan deprisa por la vida, que no advirtamos que estas personas necesitan
nuestra ayuda.
Además de descubrir a los enfermos, es preciso dedicarles tiempo. El tiempo
es hoy un tesoro muy apreciado y al que estamos tan apegados. Desprenderse
de él y donarlo con generosidad cuesta mucho y fácilmente encontramos
justificaciones para seguir siendo nosotros sus únicos usufructuarios.
Hay que aprender el don de la gratuidad y valorar que es mucho mayor tesoro
regalar el tiempo sin esperar nada a cambio que mostrarse avaros del mismo.
En nuestro calendario y en nuestra agenda debería estar reservado un tiempo,
cuando menos semanal, para visitar enfermos, ancianos que viven solos,
amigos hospitalizados o conocidos que no pueden salir de sus casas.
Pero hay un peligro si cabe todavía mayor. Me refiero a quedarse a mitad de
camino en el cuidado y atención a los enfermos. Está bien que pasemos horas
junto a ellos y, en el caso de los familiares, que nos desvivamos en cuidados y
atenciones materiales con mucho cariño.
Siempre que sea posible y con el máximo respeto a la libertad de los enfermos
moribundos, henos de ayudarles a cruzar el umbral de este mundo hacia la
eternidad poniéndolos en las manos misericordiosas de Dios Padre.
Prestar ayuda material y humana al enfermo es un objetivo encomiable. Pero
no puede ser la meta para un cristiano. Pues los cristianos sabemos que el
mayor servicio que se puede prestar a un enfermo es ofertarle el amor paternal
de Dios.
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Tenemos que llevar a los enfermos la sonrisa de Dios
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