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Autor: Matías Castro

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CHAR
(Matías Castro Arias)

Tan podridos estábamos del teléfono, esos días del encierro, que nos
inventábamos desafíos para despegarnos de él.. Las primeras semanas
competimos por quien pasaba más tiempo sin usarlo, dejando que esta
aplicación que descargamos se encargara de medir nuestras fuerzas.
Nuestra voluntad expresada en horas de uso o abstención. Char creó su
sistema y por esa vez funcionó: utilizaba una caja de zapatos para guardar
el teléfono y no lo sacaba hasta que oscureciera. Se quedaba horas frente a
la ventana esperando que el sol se ocultara tras los edificios que tapaban la
panorámica de esta pequeña ciudad agrandada. Si hubiéramos llevado un
conteo de puntos, Char lideraría con facilidad en ese primer tramo, y yo
no lo hubiera alcanzado hasta el inicio de mayo, cuando el cambio de hora
y la llegada prematura de la noche causara estragos en su truco.
Pero no se nos ocurrió lo de sumar puntaje hasta que había pasado más de
un mes.
Esta primera parte de la competencia, que ahora llamamos la época
primitiva, nos sirvió para establecer ciertas reglas básicas que permitieron
ordenar y darle y darle propiedad a los desafíos que se sucedieron los
meses siguientes. Alcanzamos acuerdos fructíferos y establecimos una
serie de reglas que, bajo el sistema de honor, otorgaron el color suficiente
a la primera parte de nuestra historia: las ocho semanas de competencia

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sana -la época clásica-; a la segunda parte: las semanitas de trampas y
traiciones -la época oscura- y a la tercera, la que vivimos estos mismos
días -el renacimiento, según Char, la época mística, según yo-.

Char es buena persona. Nos conocimos en la feria, varios años atrás. Me
acuerdo que estaba en el puesto de su papá y yo le pregunté qué era esa
verdura, porque nunca había visto una romanesca. Y ahí me contó que era
como la coliflor. Le compré una y a la semana siguiente, otra. Echamos la
talla un par de veces y después, cosas del azar, nos volvimos a topar en
otros lados. Más vueltas no se le puede dar a esa parte de la historia. La
gente conversa, encuentra ideas que se pueden compartir con gusto y
descubre, si se da la posibilidad, que hay materiales en su espíritu que
parecen similares. Con un poco de suerte se miran a los ojos un buen rato
y si lo que se encuentra más allá de los colores profundos del iris
reconforta, no hay mucho más que pensar. Para qué complicarse tanto la
vida, digo yo.

Los mensajes que mandaba, cuando recién empezó el encierro, eran
brutales. O diminutos o extensísimos. Con pausas de horas en medio o sin
frenos, reflejo de una escritura frenética. Estaba fuera de control. Y yo
también, para qué mentir. Pero trataba de mostrarme más calmado, y tras
horas de tomar mate y jugar sudokus marcaba su número de teléfono y le

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hablaba por largo rato. Conversábamos de las noticias que habíamos visto,
que no eran tantas, de las tallas que había en la internet o las películas que
pasaban en el cable. Como si nada estuviera pasando. Me contaba sus
dramas amorosos y yo matizaba sus historias llenas de épica con mis
anodinos relatos, que parecían tomados de un volumen que antes de ser
publicado pasó por las manos de una docena de los censores más
conservadores que se podía encontrar. Igual nos reíamos, en todo caso.
Porque es gracioso, ahora que lo pienso.
Despierto todos los días con dolor de cabeza, me escribió una vez. Y puede
que ese haya sido el momento en que nos decidimos a competir.

Durante la época clásica tuvimos una competencia implacable, con reglas
que cada vez eran más complejas y llevaban a desafíos que se veían
ridículos, pero que ahora me parecen tan sensatos. Al principio le
otorgamos distintos valores al tiempo según cómo fuera utilizado: un
segundo utilizado en llamada valía un segundo, pero el mismo segundo
utilizado en mensajería valía dos, en navegación, tres, y en redes sociales,
cuatro. Cada desbloqueo de pantalla añadía un segundo extra al conteo
final. Y un segundo, al final del día, era un punto. El objetivo, por
supuesto, era sumar la menor cantidad de puntos. Y así nos íbamos,
sacando estadísticas, buscando estrategias para reducir el uso e
intercambiándonos el primer lugar cada dos o tres días. Sacábamos la

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cuenta de cuántos puntos podíamos acumular para no perder la posición,
a la espera, claro, de que el otro sumara una media razonable. Unas veces
nos sorprendíamos de la eficiencia y otras los porrazos, que eran
profundos y dolorosos. Podíamos pasar de distancias gigantes a otras
milimétricas, de liderazgos indiscutidos a caídas vergonzosas.
Para Char la época clásica fue nuestro mejor tiempo. Y sí, la pasamos
súper bien.
Incluímos en un momento las bonificaciones diarias. Restábamos una
buena cantidad de puntos por cada día que pasábamos sin entrar a tal o
cual aplicación. Mientras más atractiva fuera la aplicación, más puntos
daba el no uso. Cuando cierto día de debilidad le daba una vuelta al
instagram y noté que el perfil de Char no estaba por ningún lado, sentí un
golpe en mi pecho y me vi entrando en un pasillo más angosto, uno que no
había contemplado transitar pero que, ya estando ahí, me hizo sentir más
a gusto que nunca antes. A los días habíamos borrado nuestras cuentas de
instagram y facebook. A la semana dejamos de usar watsaps y volvimos a
los mensajes de texto. Despedirse de los stickers y la challa que salpicaban
las conversaciones de grupo fue algo complejo, pero ya habíamos iniciado
una dinámica de competencia feroz y ninguno quería retroceder. No,
nunca. Retroceder, nunca. Rendirse, jamás. Y bajo esa premisa, las
bonificaciones se volvieron permanentes y al ser permanentes ya no
tenían mucho sentido, así que entendiendo esta nueva estructura las

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cambiamos por penalizaciones, aún más duras.
Recuerdo que en un momento álgido de la competencia Char me envió un
mensaje de texto donde decía que estaba considerando comprarse una
almeja. Iría contra las normas implícitas, le respondí, pues no veo cómo
medir el uso con ese tipo de teléfonos. Trataba de escribir mensajes cortos
pero con palabras complejas, para que le tomara tiempo entenderlos. Para
que los tuviera que leer al menos dos o tres veces. A veces escribía algunas
mal a propósito. Esos deben haber sido los primeros indicios de la época
oscura. Por mi parte, al menos. Supe, mucho tiempo después, que durante
los últimos días de la época clásica, Char le ofreció dinero a algunos
amigos en común para que me llamaran. Varios aceptaron. Es que te
extrañamos en watsap, me engrupían, y yo burdamente les creía.
Pero esos fueron detallitos. Tallas muy buenas, a mi parecer. Movimientos
simples que no eran suficientes para empantanar una competencia que
había sido, hasta entonces, satánica, pero siempre leal. El punto en que
todo cambio fue cuando me dijeron que Char tenía una cuenta de
instagram secreta.
Fue escandaloso. Un momento que casi acaba con la competencia y, por
supuesto, con nuestra amistad.
Al preguntarle asumió inmediatamente la responsabilidad, no lo negó en
ningún momento. Dijo, lleno de vergüenza, que extrañaba mucho los
memes. Llevaba tres días usándola. Aceptaba, por supuesto, la sanción que

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las reglas señalaban, eso le parecía correcto. No así a mí, que esperaba un
castigo adicional por el hecho de ocultar información valiosa. Para
entonces Char lideraba con cierta ventaja. Si era sancionado, según
reglamento, perdía el primer puesto pero sin alejarse mucho. Si añadía
una sanción adicional por romper el sistema de honor, ya la distancia se
podía volver tan grande que yo podría haber pasado hasta dos semanas
tranquilamente liderando. Así que lo discutimos. Y dejamos de lado la
amistad y nos entrampamos en la exposición de cuestionables argumentos
que muchas veces se escapaban del punto central -la asquerosa forma en
que Char había mancillado el sistema de honor- y dejaban ver, en su
debilidad intrínseca, las verdaderas intenciones de cada uno.
Uff. Fue una época breve, pero muy intensa. No llegamos a acuerdo en una
sanción adicional y, con rabia, asumimos que el sistema de honor ya no
corría. Nos desconfiamos de todo y por momentos pensamos en
abandonar la competencia, sin llegar a hacerlo porque, evidentemente, el
primero que se retiraba perdía de forma inmediata. Yo empecé a mentir
en mis números, es justo confesarlo. Descargaba el informe diario de la
aplicación y lo modificaba con el Paint antes de enviarlo al drive donde
llevábamos la cuenta de los puntajes. Y sospechaba que Char hacía lo
mismo, así que descargaba sus informes y los revisaba a detalle. Me
acuerdo haberle pedido a nuestro socio, Cups, que se maneja en esto del
diseño y las artes, que revisara los archivos de Char para ver si habían sido

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modificados. Necesitaba al menos un pequeño evento para llevarlo
nuevamente al tribunal de disciplina: con el antecedente del caso de la
cuenta secreta no tendría como eludir una sanción. Por supuesto, no
encontrábamos fallo en sus reportes -posiblemente Cops ni los miró-. Y él
tampoco en los míos, que seguramente también veía con recelo, pues los
números cada vez eran más exagerados, porque, es necesario decirlo,
esperaba secretamente que me acusara de tramposo, de malhechor, de
falto de honor, para que volviéramos a la discusión que inició esta
seguidilla de malas noches y sufrimiento innecesario.
Pero no pasó. Al final llegamos a un punto en que las trampas se volvieron
más ridículas y, contrariamente a lo que se podría esperar, le quitaron
gracia a la competencia. Él había perfeccionado su sistema de pagos y
tenía contratadas a cuatro personas para que me llamaran durante cierta
cantidad de tiempo a la semana. Les pagaba un sueldo y les ofrecía bonos
en caso de superar una buena cantidad de mensajes o minutos al teléfono.
Incluso había un incentivo bastante suculento para la persona que lograra
llevarme nuevamente a cualquier red social. Yo, un poco más rústico,
había conseguido una caja con chips, los que usaba en un teléfono viejo,
desde donde lo llamaba a diario, haciéndome pasar por encuestador, por el
banco, por Fundación Paz Ciudadana o cualquier otro tipo de institución
que le robara un poco de tiempo. A veces le mandaba mensajes no más,
del tipo sigue este enlace para ver algo sorprendente, o haciéndome pasar

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por algún conocido y diciéndole que había cambiado el número y que lo
iba a llamar prontamente. Cada desbloqueo, cada segundo leyendo un
texto o llamada respondida, era un pequeño triunfo. Y en eso nos fuimos,
hasta agotarnos y, sin trucos de por medio, terminamos asumiendo que el
asunto se estaba poniendo muy denso y poco a poco perdía su brillo.
Entonces, tras una sentida reflexión, Char se lamentó de haber roto el
código de honor. Si no hubiéramos estado tan lejos, el abrazo habría sido
apretado y emotivo.

Pero estábamos relejos. Pasaron semanas que se volvieron meses y que
transformaron la competencia, la que, más allá de las formas que adoptó,
funcionó como esperábamos que lo hiciera. Si el final de la época oscura
estuvo marcado por ese abrazo que nunca se concretó, el inicio de la época
mística se puede situar justo en el momento en que termina este enlace
ficticio, esta forma de afecto imaginaria, es decir, cuando nos
desenlazamos y, tras agachar un momento la cabeza, volvemos la vista al
frente y nos damos cuenta que hay algo que ha cambiado. Dejamos de
usar el teléfono, nos dijimos. Y, por ahí, dejamos de hablar.
Las primeras dos semanas de esta época mística tuvieron un matiz similar
al de la clásica, pero luego adquirieron la forma que tienen hasta el día de
hoy.
Cuando nos encontramos en la feria, esa primera vez, poco conversamos.

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Yo quería saber qué era la romanesca, más que nada porque su forma me
llamó la atención. Nunca había visto algo así, salvo en películas o videos de
youtube. Así que hablamos, pero solo un poco. Luego algo más. Con el
tiempo, mucho más. Teníamos ciertos intereses en común. Nos gustaba
música similar, por ejemplo. Aunque a Char le gusta Slint y yo cuando los
escucho siento puras ganas de tirarme del quinto piso, ojalá con una bolsa
de plástico en la cabeza. Nos gustaban, eso sí, las mismas películas. Y
habíamos votado igual en las últimas elecciones: una línea blanca sobre el
nombre que nunca existió. El resto de similitudes son un poco difíciles de
definir, tienen que ver, por ejemplo, con el tiempo que nos toma recorrer
una plaza o con las formas que vemos en las nubes grises que escupen las
chimeneas. Incluso con el modo en que le echamos mantequilla al pan.
Difícil de explicar, pero supongo que se entiende, pues todos encuentran
conexiones de ese tipo en al menos un par de personas.
En un momento nos dimos cuenta que nos entendíamos y que podíamos
ser completamente transparentes. Y puta que vale harto eso.

Entonces, volvamos a conversar, le propuse, pero busquemos otro
sistema, por lo menos hasta que se acabe el encierro, que no creo que se
extienda más allá de un par de semanas más. Esto lo creía, iluso,
guiándome por algunas noticias y por las mentiras que me contaban los
trabajadores de Char durante esas semanas oscuras en que se inventaban

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los medios cuentos solo para tenerme un rato más en la llamada. Se lo
propuse porque sabía que lo necesitábamos y porque entendía que ya
ninguno quería usar el teléfono. Hasta cierta repulsión sentíamos hacia el
aparatillo aquel. Yo quiero hablar, por supuesto, me escribía Char, pero
me da una lata tremenda volver a pegarme a esta cosa. Disfruto mirando
el pasto crecer, agregó en otro mensajito. Y en una parada similar estaba
yo, que por entonces dibujaba cada tarde y, además, tenía la casa soplada.
Y eso por mencionar algo solamente.

Así que pensamos en enviarnos cartas, pero el correo era muy lento.
Entonces de las cartas pasamos a hablar de los naipes. Y de los naipes a la
magia. Y de la magia a la brujería. Y de la brujería a esto que había leído
hace unos años: aparentemente las personas se comunicaban, en un
tiempo remoto, a través de la luz de la luna. Un tipo escribía un mensaje o
recitaba lo que deseaba transmitir mientras era iluminado por los haces de
luz pálida que dejaba escapar este astro, y más allá alguien recibía estas
palabras, que recorrían en cosa de ínfimas fracciones de segundo cientos
de kilómetros, hasta ese punto, el lugar en que ese alguien, ese otro,
esperaba pacientemente, bañado en rayos de luna. Así era la comunicación
cuando no había internet, le dije. Quizás sea muy romántico, respondió
Char. Y sí, claro, puede serlo, pero pensémoslo como un acto de
hechicería. Piensa, no hay nada romántico en conejos desgarrados y

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estrellas trazadas en un piso de madera roñosa. Y no es que vayamos a ir
por ese camino, pero el espíritu de la actividad será similar.
Poco más que esto bastó para convencernos, y a los días ya estábamos
sumergidos en estos primeros experimentos de hechicería casera, que
tardaron un poco en tener efecto, pero cuyos resultados podrían
sorprender a cualquiera que no estuviera iniciado. Porque los primeros
días las palabras se movían tan lento que no alcanzaban a moverse cien
metros antes de perderse en la espesura de la noche. Veíamos un hilo
grueso y antiguo que salía de nuestras ventanas y que solo se alcanzaba a
estirar la distancia que mide una cuadra, por ejemplo, y llegado a ese
punto límite empezaba a cortarse, y cada pequeño tramo caía o se volvía
transparente. Entonces hasta se podían ver las palabras cayendo, una por
una, en los techos de las casas vecinas. Era un poco frustrante, pero el
espectáculo, bien profundamente, nos conmovía. Y nos llevaba a entender
que era cosa de tiempo y ejercicio. Sin el esfuerzo necesario hasta la tarea
más simple se puede volver una pesadilla.
Puede que hayan pasado unos seis días para que el método diera sus
primeros frutos. Recuerdo esa noche. Una hilera de palabras escapaba a
una velocidad inhumana desde mi ventana y partía el cielo en dos. Desde
cualquier punto de la ciudad se podía ver este delgado trazo que unía la
superficie de la tierra con la luna, que rebotaba en algún cráter y se
proyectaba hacia el sur, perdiéndose en lo que parecía un horizonte

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infinito. ¡Qué espectáculo el de esa noche! Cuando el mensaje llegó a Char,
se desmayó aparatosamente, pegándose en la cabeza con el respaldo de
una silla y sangrando profusamente. Cuando despertó ya era de día y, a
pesar del dolor profundo, se sintió sumamente feliz. Nos escribimos por
los medios tradicionales para comprobar si el mensaje recibido era el
mismo que se había enviado. No podíamos pedirle más al mundo, en ese
momento. No teníamos cara.
Y así fuimos perfeccionando la comunicación, y nos pasábamos horas
enteras conversando de un punto a otro del país, llenando el cielo de
brillantes líneas imaginarias que así como iban, volvían. ¡Qué momentos
para estar vivo! Había noches en que hablábamos tanto que al otro día,
con el sol pegando en lo alto, se podían apreciar los rastros, la huella, por
decirlo de algún modo, de nuestras interacciones. Franjas gruesas y
transparentes que se negaban a desaparecer. Horificios en el cielo. Y nos
dábamos cuenta, y quizás el resto no, pues nadie decía mucho, tal vez
porque ya se estaba perdiendo ese hábito de mirar al exterior. Uff, pasaron
tantas cosas que me podría extender varias horas más contándotelas,
pero, ya te das cuenta, está empezando a aclarar y el canal va a
desaparecer. Ya hace un rato te escucho solo como un susurro, y no estoy
tan seguro de si estas últimas palabras te han llegado correctamente. Esta
noche, quizás, te cuento el resto de la historia.
Que tengas un buen día.

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