Levanta el corazón de las profundidades a las que ha caÃdo .pdf
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Autor: MatÃas Castro
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Levanta el corazón de las profundidades a las que ha caído
(Matías Castro Arias)
La otra noche tuve un sueño de seis partes. Todo ocurría en
cuatro espacios: el gimnasio y el patio chico de mi antiguo
colegio, la biblioteca y otro lugar, una especie de oficina
abarrotada de cubículos grises, que asumí pertenecía a una
parte que desconocía pero perteneciente al mismo lugar. En
estos espacios se movían varios personajes: mis compañeros
de colegio, mis amigos de adulto, algunos colegas y familiares.
La primera parte comenzaba en el patio chico. Estábamos
junto a una llave de agua, donde habitualmente había
conectada una manguera que se perdía entre las plantas de la
jardinera. En el sueño no era así. Yo era mayor, pero mis
compañeros de curso seguían estando en segundo o tercero
medio. Uno de ellos movía la llave y esta, por más vueltas que
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diera, era incapaz de devolver siquiera una gota de agua. Otros
lo observaban. Reconocí a Gutiérrez y al gordo Mercado,
jóvenes y hasta vivaces. Preocupados de este asunto
insignificante mientras a su alrededor un montón de personas
se reunían a conversar y caminaban de acá para allá. Me moví a
un lado y por momentos me perdí entre la gente. Se formaban
grupos y recuerdo haber ingresado en uno. Todos usaban
poleras blancas y en un movimiento instantáneo empezaban a
acomodarse en el suelo. Nos sentábamos a esperar que sonara
el timbre.
En la segunda parte ya me había movido a la biblioteca.
Avanzaba por el pasillo siempre oscuro que me llevaba hasta el
portal iluminado de ese pequeñito espacio. Tocaba los bordes
de una puerta tratando de adivinar qué había más allá y pronto
dejaba atrás esta incógnita, impulsado por la fuerza del
inconsciente hacia un par de miradas que me esperaban en la
biblioteca. Asomado en el portal veía a dos mujeres adultas, a
quienes reconocí como colegas de un antiguo trabajo. Estaban
aún jóvenes, a pesar de que en otra dimensión las vi envejecer.
Al percatarse de mi presencia murmuraban algo para sí
mismas, como si pertenecieran a una sola entidad, y luego me
llamaban por mi nombre, en voz alta. Yo hacía como que
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miraba para otro lado, lleno de vergüenza por sus palabras y,
más todavía, por mi gesto ridículo. Y dándome una vuelta
breve por la biblioteca, simulando atención hacia los detalles
de la pared, emprendía la retirada del lugar, perdiéndose a la
distancia el rumor que una vez era mi nombre y luego, pasos
mediante, un ruido casi imperceptible.
Entonces volvía al patio chico y empezaba la tercera parte del
sueño. Paseaba por el lugar en toda su extensión
preguntándome dónde se habían ido todas las personas, por
qué ese lugar estaba tan vacío. Me preguntaba si estaba ahí
para estudiar o para trabajar. O si acaso lo visitaba solamente.
Nada había cambiado y hasta la esquina más insignificante
permanecía igual a como cada cierto tiempo la recordaba en
mis momentos de mayor lucidez. O debilidad. Volvían como
aves patagónicas que se empeñan en dar la vuelta al mundo,
por placer, algunos recuerdos y deseaba tener la fuerza para
repetirlos. Y dominar el sueño. Pero todavía no entendía que
era tal.
La cuarta parte fue mi favorita. Dejaba el patio y me adentraba
en una oficina que nunca vi en el colegio, pero que asumía
como parte de este. Al reconocerla me enteraba que yo era un
trabajador, que seguía haciendo clases, como en mis mejores
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años de juventud. Tal como los otros yo también había
recuperado edad y notarlo me emocionaba. No me importaba
mucho que la oficina estuviera tan desordenada, que los cables
de los computadores se enredaran en cien vueltas y las rumas
de carpetas se apilaran caóticamente, porque entre todo eso
me pillaba a una sola persona trabajando y eras tú y yo te
preguntaba dónde estaban mis cosas porque mira el desastre
que había y tú movías los hombros como diciéndome
Sepamoya. Nos acercábamos y nos saludábamos. Nos
confundíamos y nos reconocíamos. Y anhelábamos un futuro
que parecía, finalmente, plausible, deseo que se reveló una vez
que tuvimos la oportunidad de mirarnos por horas, sin
pestañear ni distraernos.
Durante la quinta parte seguíamos juntos. Caminábamos por el
patio chico. Yo no quería estar ahí, porque así como antes
empezaba a aparecer un montón de gente y cada tanto alguien
se interponía entre nosotros y cortaba ese fino hilo que nos
había unido por momentos que parecieron etéreos en la oficina
del desorden. Entonces nos separamos, pues muchas
personas, los amigos de infancia, los compañeros, los colegas,
adultos, niños y entidades transparentes, colmaron la escena y
me empujaron al gimnasio del colegio, donde se preparaba
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algún tipo de acto al que todos querían asistir.
No te vi más. En la sexta parte estaba en el gimnasio y todos se
veían felices. Los abrazos se multiplicaban, los brazos en alto y
los gestos de exaltación. Alguien me pegaba unas palmadas en
el hombro y me impulsaba a celebrar, pero yo seguía aturdido.
El ruido crecía y en un punto culminante del alborozo un tipo
caminaba al centro del patio. Lo reconocía. Nunca supe cómo
se llamaba, pero lo vi muchas veces, y saber quién era me dio a
entender el motivo de la celebración. Entendía que yo no era el
protagonista del sueño y que el único momento en que el foco
estuvo sobre mi fue en la oficina. Y que así como llegó, se fue.
Esta revelación me incomodó y traté de moverme entre el
gentío. Entre tantos conocidos que se comportaban de formas
que me parecían tan inentendibles. Pero no podía y escuchaba
que el tipo este comenzaba a hablar y que alguien, entre la
multitud, le gritaba que se pusiera de pie, como broma porque
era un petiso, por supuesto, y al volver la vista advertido por las
risas generales, escuchaba un ruido profundo que no llegaba a
interrumpir la alegría de ninguno de los que estaban allí, pero sí
les quitaba un resto de color, eliminaba sus límites y, avisando
que se acababa el sueño, los transformaba lentamente en una
nube de gas que en cosa de instantes reconocí como mi casa,
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Andrómeda.
Viajando a trescientos kilómetros por segundo recordé estas
seis partes, con un dulce sentido de extrañeza y la ilusión de
que alcanzado cierto punto pudiera volver a dormir y
adentrarme así, otra vez, en una vida que ya fue. Por lo pronto,
no quedaba más que deambular entre los brazos de la espiral y
contar los cientos de millones de sueños que tendría hasta
descubrir si esa remota promesa de colisionar nos permitirá
reencontrarnos o se convertirá en un retrato doloroso de todo
lo que tristemente nunca llega a pasar, del cual no podremos
desviar la vista. Por más que lo queramos.
Concepción, 23 de Octubre de 2020
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