Entrada de las cerdas en el mundo de Amber .pdf



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No se sabe muy bien por qué dicen algunos "conozco el perfil de fulanito"
cuando quieren asegurar una percepción bastante aproximada del carácter de otra
persona. Un perfil es únicamente una mitad, y eso si el eje divisor no extiende más
la sombra que la luz. Porque el perfil que vemos es el maquillado, el mentiroso, el
que se mira en los escaparates de las tiendas para comprobar que ese viento tan
incómodo que se ha levantado no le arruinó el tupé. Es el que no elegimos pero que
cuidamos como si esa porción de algo fuese nosotros en su totalidad. La sombra es
el lado oculto de cualquiera que pese más de cuarenta kilos. Lo peor de ella es que
también le gusta esconderse de su propietario.
Algo así intuía Amber, que estaba pensando que quizá por eso pocas veces la
llegaban a conocer completamente. No porque se escondiera de su verdad, sino por
todo lo contrario. La humanidad occidental, que era a la que conocía mejor, llevaba
tantos siglos utilizando el fraude como medio habitual de interacción social que la
idea de que hubiera gente que no lo emplease en su vida cotidiana ni se le pasaba
por la cabeza: todos escondemos algo inconfesable, el hombre siempre ha sido un
lobo para el hombre, y frases con ese optimista talante habían hecho que un
porcentaje muy elevado de esa humanidad viera el mundo como un valle de
lágrimas... y, a poder ser, de otro. Sí, así iban las cosas.
Le resultaba interesante intentar adivinar qué representaba para cada uno de los que
la conocían, además de ser una forma distinta de acercarse a ellos, aunque no lo
sospecharan: ¿por qué proyectaban en ella esas emociones y no otras...? ¿qué forma
tenía su cicatriz y por dónde se abría...? Había organizado los distintos arquetipos
con los que la imaginaban en grupos de dos; porque la comunicación siempre es de
ida y vuelta y porque había observado que existía, entre los dos símbolos del mismo
grupo, una relación estadísticamente comprobada de simbiosis anímica. O sea, el
famoso yin y yang: la luz sin su contrario no tiene sentido. La proyección de la
Santa iba siempre al lado de la Bruja, y la Puta con la Madre, por ejemplo. Había
aprendido a leer rápidamente en las personas en qué categoría la situaban; le servía
para equilibrar, en la medida de lo posible, un mito con su antagónico. Aunque su
conclusión era que, a veces, alejarse de lo que se esperaba de ella suele decepcionar
a la desilusionada otredad. O despertar su sombra, que es casi peor, porque las
sombras tienen un despertar muy malo, como de siesta resacosa.

Hay que cuidar la salud del cerebro emocional tanto como la del racional. Le
parecía importante elevarse por encima del lodo, pero también dar un puñetazo
sobre la mesa, aunque ni ella misma sabía qué iba a hacer hasta el último segundo.
Al haber nacido en lluvia de ranas de finales de verano, pertenecía a esa clase
anfibia que, sencillamente, es absurda. No se trata de una definición peyorativa,
sino la opuesta al tipo de anfibios concretos, los que nacen en otro tipo de lluvia de
ranas.
Cuando se hablaba, por lo general, de Destino, Amber creía que se hacía sin pensar
que son nuestros pies los que se mueven. Incluso en el caso más grave de conducta
inconsciente, estaba segura de que alguna pulsión de voluntad actúa para elegir
hacia dónde dar otro paso. O, al menos, que existe tal posibilidad. Le gustaban las
curvas y se dejaba llevar, para lo importante, por el aire que pudiera soplar en el
hemisferio derecho, más inclinado al placer que al orden. El izquierdo lo reservaba
para cuando había que definir estrategias de defensa que la elección del vecino
demandaba frecuentemente. Porque trabajaban en equipo, aunque a veces tuvieran
discusiones que, en el fondo, no llevaban a ninguna parte.
Un ente nocturno, un búho de salón alfombrado en terciopelo granate y enorme
espejo con marco dorado y olor a marihuana y a luminosa indolencia... una zángana
de bares cruzada con lagartija de El Retiro, llegó a ninguna parte sin saber ni
cuándo ni por qué, aunque recordaba nebulosamente de qué manera. "¿Qué será lo
siguiente?", se preguntaba en ocasiones, "¿Por qué tendría que ser aquí y no en
Toronto...?", continuaba, curiosa... A ese tipo de procesamiento de datos apunta lo
de personalidad 'absurda'.
No podía negarse a sí misma que el contacto directo con un medio selvático, para lo
que siempre había tenido la costumbre de habitar, logró despertar en ella algo que
no podría definir exactamente. Vivía sobre una tierra muy antigua, montes que a
esas alturas de su eterna existencia, comparada con la de una mariposa, estaban
exhaustos, mochos, curvados, pero que extendían el prestigio de su sabiduría hasta
casi las ciudades. Y ella podía tocarlos desde su ventana. Había conocido algo que...

una energía de... Se daba cuenta de que las cosas trascendentales no son fáciles de
precisar. A veces, hasta imposible.
Todo lo anterior no es más que una forma como cualquier otra de intentar explicar
qué pudo convencerla para estar tan cerca de cuatro gatos y seis cerdas, si el único
animal doméstico con el que había compartido techo hasta entonces se llamaba
polilla y había sobrevivido, la pobre, como polizón dentro de los armarios. Lo
extraño de su comportamiento, sin embargo, no radicaba en el hecho en sí, no
demasiado alejado de lo que podía verse en su entorno, sino en la intención. Los
gatos no vivían con ella en calidad de máquinas de matar roedores, aunque eran
libres para hacer lo que quisieran -no obstante, un ambiente tranquilo en
combinación con el estómago lleno, hacía el milagro de que sólo quisieran jugar
con esos pequeñajos orejones-, sino por puro placer de Amber. Era ética y estética
esa belleza que iban distribuyendo a su paso elástico y literalmente encantador.
Las cerdas estaban refugiadas. Aparecieron por la Peña Alta, corriendo delante de
las escopetas de unos señores que tienen la costumbre de reunirse en grupo y acosar,
perseguir y dar muerte a cuantos más animales, bastante más pequeños que ellos y
desarmados, mejor. Lo llamaban caza, y, algunos, hasta deporte. Amber estaba
probando, en el preciso momento en que las pobres cerdas huían de la jauría
humana, una nueva composición química que quería perfeccionar; se le había
metido en la cabeza conseguir un enteógeno que arrojase alguna luz acerca del
eterno importante momentáneo. Ella sabía lo que se decía.
Habían transcurrido cuarenta y cinco minutos desde la especial ingesta, y ya
empezaba a notar que su mente se centraba en asuntos antes insignificantes, pero
que de repente tomaban un tamaño extraordinario en la escena mental de su interés.
Y entonces...
-¡¡¡Por allí, por allí...!!! ¡¡¡Que no escapen!!! ¡PUM, PUM...!
¡CATAPUUUUMMMMM!, respondió el eco, y una atronadora lluvia invisible
rodeó el campo auditivo de Amber con estruendo poderoso. Supo entender que eran

disparos de escopeta, no cabía ninguna duda... Salió para ver qué estaba pasando, la
muerte rondaba cerca, podía olerla, escuchar cómo orquestaba la batida...
-¡Han bajado por la Cuesta Nohaymorobueno! ¡A por ellas! (¡Guau, guaaaauuuu....
guauauuuu...!)
De pronto, tres cerdas morenitas, de buen tamaño y que venían corriendo a toda
velocidad (no podía creer lo ágiles que eran esos mamíferos a los que hasta
entonces sólo había visto troceados en bandejas de espuma de poliestireno o
colgados de ganchos de mataderos), detuvieron su carrera al cruzarse con la mirada
de la alquimista de aldea. Amber no necesitaba más pruebas de lo que estaba
ocurriendo frente a sus narices. Se situó delante ellas con un movimiento de brazos
abiertos formando muralla, y protegió los cuerpos amenazados con el suyo; cuando
el efecto sorpresa que había dejado inmóviles a esos señores que mataban animales
y se lo pasaban bien empezó a disiparse, Amber comenzó a tirarles piedras con tal
precisión en cuanto a dirección y velocidad, que sólo necesitó cuatro o cinco. Una
vez despejado, momentáneamente al menos, el peligro, invitó a las tres cerdas a su
casa. No podía dejarlas solas en un pueblo como San Juan del Oso, que tenía
antecedentes por maltrato animal desde la Edad Media, por lo menos. Una de las
cerdas estaba embarazada; no quiso pensar en lo mal que lo habría pasado la futura
madre al encontrarse con esos energúmenos. Al cabo de dos meses, otras tres cerdas
habían ingresado en el mundo de Amber, y fueron bienvenidas también.

Al principio no se comunicaban más que con caricias o gruñidos, una pena,
porque tendrían una historia interesante sobre sus lomitos, que, Amber mediante, no
se cortarían en filetes. Le parecía que mantenían con ella conversaciones
silenciosas... cambiaban la abertura y la profundidad de sus pupilas cuando la
miraban... sí, estaba segura de que le decían algo que no era capaz de entender,
aunque intuía que le daban las gracias. Sobre todo a la hora de las comidas. En el

mundo occidental conocido, a veces se come sin hambre, es más una costumbre que
la satisfacción de una necesidad. Pero ellas... ¡cómo disfrutaban! Ahora entendía
qué quería decir la frase que tantas veces había escuchado: "comes como un cerdo",
y se daba cuenta de que no tenía nada de malo, todo lo contrario: se maravillaban
cuando veían el alimento; mientras comían, delicados sonidos de placer salían de
sus gargantas, daban vueltas sobre sí mismas, contentas porque ese día también iban
a alimentar sus cuerpos. Como en una ceremonia ancestral de acción de gracias,
pero absolutamente sincera, saboreaban cada bocado como si se tratase de un regalo
divino, embriagadas de absoluto éxtasis sensual.
Esas cosas hacían pensar a Amber que los humanos tenemos el primer chakra, por
lo general, bastante desatendido. Que queremos ser ángeles o, en su defecto,
astronautas volando más allá de los límites cósmicos registrados por la NASA,
seguir la tradición de los marinos seducidos por los cantos del misterio y extender
fronteras, haciendo estallar lo imposible. Pero sin una raíz bien asentada dentro de
la tierra, nutrida por hierro, agua, magnesio y óxidos de silicio que la mantengan
despierta en la profunda y protectora oscuridad de los comienzos, el viaje a las
estrellas sería otro desastre, el gran fracaso de una especie avergonzada de su ser
animal, el que le dio el primer soplo de vida.
“Cómo me gustaría hablar con ellas... -pensaba Amber- ... que me contasen qué
sueñan cuando se quedan dormidas, buscándose unas a otras para no pasar frío, para
saberse acompañadas hasta que amanece...”
Y como era ligeramente obsesiva cuando una idea le parecía interesante, no dejaba
de buscar alguna solución para esa pequeña dificultad. Como siempre, recurrió a las
plantas, calladas doctoras de remedios para todos los males. Cuando aún estaba
buscando el viaje perfecto de sus colecciones, durante una de las pruebas se generó
una evidente connotación telepática. Buscó rápidamente la mezcla, las tenía todas
archivadas, aunque creía recordar que la causante del efecto telepatía era una
trepadora que localizó abrazada a los robles aledaños al Pozo San Pedro. En aquella
mina, una explosión de grisú se había llevado por delante a 18 hombres, y otros 19
quedaron heridos. Aunque fue algo que sucedió hacía ya muchos lustros, en una
zona tan microscópica en relación con el resto del planeta, todo el mundo los

conocía o era familiar de los mineros. Costó mucho tiempo superar aquel desastre, y
aún se recordaba el hecho con el ceño fruncido.
Esa liana trepadora, con sólo un par de hojas grandes, de un verde muy claro y lisas
completamente, cada veinte centímetros de un tallo color tierra clara casi amarilla,
delgado pero de una dureza maleable digna de admiración, no aparecía en ningún
vademecum vegetal conocido, y como la gente de la zona había jurado no volver a
la mina después de la tragedia (una especie de rechazo a lo absurdo de la muerte
prematura), era muy posible que sólo la conociese Amber, que solía visitar a
menudo las bocas de las minas abandonadas: una tierra con esa cantidad de hulla y
antracita suele ser la que escogen las plantas más interesantes.
Al día siguiente iría temprano a recoger bastante San Pedro (le había puesto ese
nombre como homenaje a las víctimas de la mina, además de enviar un guiño
cariñoso al cactus mexicano que abre las puertas del cielo) para hacer distintas
pruebas, hasta alcanzar el objetivo buscado. Siempre comenzaba con una dosis
mínima que iba aumentando en cada ingesta, separando una toma de la otra por las
suficientes horas como para que el resultado no fuera acumulable. No le apetecía
nada, por ganar algo de tiempo, ingerir una cantidad excesiva y estar "escuchando"
los pensamientos de medio planeta durante horas...

Solían tener las mejores conversaciones a la hora de la siesta, cuando los jugos
digestivos son los amos del mundo y ordenan que el tiempo fluya a menor
velocidad. Se tumbaban en la piedra caliente del patio, y lo inverosímil existía
gracias a una nueva especie vegetal abrazada a los robles de una mina abandonada.

-La Malibú es una pija, que viene de granja bien...
Hablaba Lilith, posiblemente la cerda que tenía las cosas más claras. Mundialmente.
-... y Mami es Mami porque es mi madre y la de éstas tres.
Se refería a las pequeñas, Xisca, Eva y Susi, que la miraron indolentes bajo los
rayos del sol, sin emitir ni un atisbo de pensamiento...
-Nos encontramos con Malibú bebiendo de un río muy grande que hay cerca de
aquí, aunque para ti estaría lejos... Mami y yo habíamos sobrevivido al accidente de
un camión en el que nos llevaban con otros trescientos, como poco... no podíamos
movernos, nos ahogábamos, teníamos mucho miedo, no sabíamos qué iba a ocurrir,
pero las señales no eran buenas. De pronto, el camión volcó y murieron muchos...
entre ellos, Papá. A Mami y a mí nos dolía todo, pero estábamos vivas y corrimos
como nunca hasta entonces habíamos podido hacer. Vimos una montaña y nos
escondimos en sus bosques.
-Malibú no es pija, es una cerda muy bien educada, -dijo Amber por evitar, que
empezaba a conocer el carácter de estos animales.
-Gracias, es bueno que se lo recuerdes... -contestó Malibú, con un gesto muy
gracioso en los morrillos.
Era una cerda con una dignidad que podría llegar a poner en peligro su propia
supervivencia, a causa de un sentido ético bastante más desarrollado que el de sus
compañeras. Malibú no escapó: la escaparon. Alguien (uno de tantos, tampoco es
como para indagar más) fue registrado en la calle, con la mala suerte de dar positivo
en una china de haschís que llevaba guardada en el bolsillo, para relajarse cuando
llegara a casa. El juez dijo que, o multa -y no era poca cosa-, o tendría que hacerse
cargo forzadamente de la limpieza de una granja porcina para pagar algo, de todas
maneras. Que le debía a la comunidad no sé qué... Dos meses le cayeron quitando
boñigas.

Después de quince días viendo a los animales en semejante situación, y tras mucho
meditar acerca del porqué de su condena (la de los animales y la suya propia), supo
qué era lo que debía hacer por la comunidad. Ni siquiera pudo contener lo que se
avecinaba el miedo a otro castigo del mismo juez o de algún amigo suyo: decidió
abrir todos los cerrojos imaginados, además de los físicos. Apoteósico. Empezaron a
correr cerdos como si hubieran nacido para sentir ese instante, en el que su panza
era viento. Malibú se aventuró por primera vez en su vida a perseguir el arco iris, y
tuvo que reconocer que le gustaba, porque lo mejor de todo era que no lo alcanzaba
nunca.
Las otras cerdas, pertenecientes a un misma filiación familiar, como hemos visto, y
procedentes de un entorno hostil y maquiavélico, no dudaban en darse cabezazos las
unas a las otras por comer la mayor cantidad de trozos de manzana posible, por
ejemplo, fruta que les gustaba especialmente. Sabían que había para todas, pero se
trataba de una especie de entrenamiento para estar en forma, por si acaso. Amber las
entendía, por ser hija de la lluvia las ranas.
Malibú había crecido en un ambiente privilegiado (una granja de las que llaman
ecológicas, que al final te matan igual, pero que te quieren mucho y te sonríen
cuando te llevan la comida para que engordes más) y no procesaba muy bien lo de
la lucha por la existencia, jamás peleaba por la comida. Amber la entendía, por ser
hija de la lluvia las ranas.
Los gatos miraban desde el tejado con el equilibrio que da la altura de los milenios.
Eran Sócrates, Candy, Freddy y Freaky. Si las cerdas le habían devuelto una
dimensión puramente sensorial de instante continuo, estaba por asegurar que los
gatos no eran seres de ahora, sino presencias corporeizadas de una inteligencia
atemporal que se muestra con forma felina y se introduce en nuestras casas para
enseñarnos a vivir mediante su ejemplo. Eran poseedores del tal autonomía, que
Amber no podía dejar de preguntarse por qué querían estar con ella o con cualquier
otro humano. Por la noche volvían y bailaban una danza hipnotizante sólo para sus
ojos, luego se acurrucaban muy cerca y anunciaban, ronroneantes, la llegada del notiempo. En esas horas de calma oscura, otro universo entraba por sus bigotes,
antenas de pasos perdidos. Qué bien olían los gatos en luna llena...


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