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ALBERTO NASO
[email protected]
11 CUENTOS
MUY BREVES
Villa Gesell, 2021
11 cuentos muy breves / Alberto Naso
Índice
Cuento
Los consuelos de Consuelo
Balenvantes
El acer escandinavo
Los tres, los dos
Aquella señora
Lo claro es pimienta
El reloj
Los tipos móviles
Las formas
El hermano
De traje
Página
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Realización del original: Villa Gesell, Agosto 2021.
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Texto de los cuentos en Arial 12
Imagen portada: Pixabay free
1
Villa Gesell, 2021
Los consuelos de Consuelo
Me senté
en un claro del tiempo.
Era un remanso
de silencio
Federico García Lorca
(Claro de reloj)
La señorita Consuelo deshojaba con morosidad el alcaucil oscuro que las heladas del invierno
hacen más dulce.
En los últimos nueve años, ahora por los treinta, repetía el manyar todos los viernes a la noche,
ritual adivinador prócer, mientras miraba el sempiterno cielo de estrellas que abovedaba la
morada de la colina de piedra negra, un kilómetro adentro del camino, allí donde el río se acelera
en una cascada.
Cada hoja la mojaba en la mezcla de aceite, vinagre, sal, y el secreto toque de romero que
traía el aroma de la sierra. Una cucharita de plata raspaba la carnosidad del interior, la
depositaba formando un círculo en derredor del borde exterior de un plato blanco, en cuyo
centro coronaba el corazón del alcaucil, y el suyo esperanzado, razón de la ceremonia.
Los ojos humedecidos le traían el día que heredó de sus padres la casa grande, paredes
blancas, tejas ahora invadidas de un verdín oscuro, huellas de hojas, polvo y humedad, crecidas
junto al yermo acaecer que la avasalló.
Sobre la mesa esperaban las cartas de los solitarios que jugaba hasta que el cansancio de la
madrugada, le ganaba, y la ganaba, entonces desandaba el pasillo al dormitorio, y se acostaba
en la cama matrimonial, donde siempre durmió sola.
En la antigua biblioteca destacaban su presencia las artes adivinatorias, invitación a leerlas y
practicarlas, como solían hacer sus progenitores, y sus abuelos, esos que ella conoció en los
cuadros que adornaban las paredes, vigilando la tradición.
2
11 cuentos muy breves / Alberto Naso
Los libros eran fantasmas que merodeaban al atardecer de todos los días, y se colaban en las
noches, pidiendo ser ejercitados, viajando en elipses, al igual que los planetas de nuestro sol,
sin contaminarse , necesitados de perpetuarse, como especie, desafiando a los ambientalistas
que solo tenían ojos para la naturaleza, del valle, la montaña, el río.
Los antiguos amigos de la familia la visitaban los sábados a la tarde, con los años se
desgranaron de la vida; sus hijos, en las tenidas, se aburrieron del I-Chin y las runas, que
terminaban en un té con postres de crema y los frutos rojos que volvían del cultivo casero.
Escasos fueron los pasos que anduvieron el camino de tierra en los últimos meses, a las pocas
huellas se las llevó el viento de la indiferencia, echándolas de la morada de la colina de piedra
cada vez más negra.
Avanzó el tedio, maleza invasora, audacia del crataegus, colonizador de la biblioteca,
tempestividad claveteando espinas de fuego en su cruz sangrante de dudas.
Las rutas elípticas se aplanaron, cartas, dados, cristales, borra del café, se confundieron sobre
la carpeta blanca de la mesa redonda, el marasmo avanzó, desnudó sus ínclitas creencias, y
la arrojó fuera de la biblioteca.
Ahora Consuelo miraba la primavera en las flores del otro lado del río, sentada en un banco de
madera, a orilla de la cascada, el agua se llevaba su acontecido, la espuma le traía esperanzas
de la hidromancia, novel lenguaje detrás del lenguaje, y le rumoreaba amores, llegadas,
rupturas de la soledad.
Se irguió ceremonial, sacó de un bolsillo de su túnica blanca la llave labrada de la puerta de la
biblioteca hace un rato cerrada, reparó en ella retazos de su vida, en un movimiento lento la tiró
al río, los labios fundaron una sonrisa, giró, y volvió por el camino nuevo.
☼
3
Villa Gesell, 2021
Balenvantes
En un soplo del recuerdo me llega el momento de amasar balenvantes. Fideos de la niñez.
La grafía y el sonido asoman la duda atañente de si las dos veces el nombre se escribe con be
larga, como se suele decir, o con be labial, como la llamaban las maestras que tuve en la
escuela primaria, y mi madre que también era maestra.
El antiguo titubeo sigue a mi sombra y no lo pienso apagar, elijo una y una porque me gustan
los números impares.
Nombre de un argot familiar, sustancia y mito in pectore, inhallable en fatigosas búsquedas,
juguete de misterios, sin etimología validante, destinado al extravío, renació una noche de
búsqueda febril.
La receta vuelve rescatada en un pequeño papel amarillo encontrado en una caja de cartón
gris, guardián de evocaciones,
antesala de la revelación, en un silencio que disimula
esperanzas de retorno, plumerazo de olvidos.
Crece la tarde y una lluvia leve y persistente moja el patio y el jardín. La lluvia es condición
necesaria en el amasado de los balenvantes, externa a la receta, circunstancial,
fenomenológica, contextual, detonadora del momento.
En las tardes de lluvia, cuando no se podía potrear en el jardín, sobre la tabla de madera dura,
tarugada, en un volcán de sémola de trigo, ingresaban los huevos batidos, una nube de
parmesano rallado, el leve rocío blanco de la sal, y el verdor del abundante perejil picado fino.
En el hoy de la añoranza mis manos en el amasado viven cediendo alegría.
Después del reposo, de la masa estirada pellizco, al igual que en la infancia, las pequeñas
partes que en la imaginación llamaba estrellitas, distintas como si vinieran de múltiples cielos.
Reparo en mis manos arrugadas, de venas gruesas y saltonas, algo azules, tan diferentes a
las de la niñez, las apoyo en los brazos de la antigua silla mecedora, y mientras me impulso
alucino estar amasando balenvantes.
☼
4
11 cuentos muy breves / Alberto Naso
El acer escandinavo
En el jardín del fondo crece vivaz el acer escandinavo mientras me pregunto si existe el acer
escandinavo.
Tronco robusto, diáspora de ramas curvas y floreo de hojas, cientos, que ignoran mis dudas,
absortas en su mundo vegetal, de tierra, soles, lluvias. Certezas.
El nombre lo ponemos los humanos, para distinguir, citar, evocar, clasificar, y ser más eruditos.
La encrucijada en que me hallo es un dolor a sofocar, y camino en auxilio por la taxonomía,
esas redes semánticas sedientas de partes que conectan un concepto con otro, bifurcan y
acercan un nombre, sol mañanero, pretensión de iluminar
despejando densas neblinas
escondedoras, resistentes a mostrar una imagen del acer escandinavo.
Vuelvo a la ventana, allí está, con las manos opuestas en cada nodo de sus ramas, cinco dedos
amarillo amarronado en el comienzo del otoño, ofrenda al viento que las volará por el jardín,
desprendiendo el ropaje.
Cotorras picoteando ramas finas hasta quebrarlas, llevándolas en el pico en vuelo hacia el
nuevo nido.
Espera tensa, días que son semanas, semanas que son meses, conjetura del
regreso,
primavera de rojos, naranjas y carmines en la peripecia de nuevas hojas
Las sámaras aladas que volarán girando en las brisas, buscando distancias, sembrando
semillas, donando un acer hijo de hijos, nieto de nietos.
Desafiando olvidos de identidad en la taxonomía que nos inventamos.
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Villa Gesell, 2021
Los tres, los dos
Las fechas son para los calendarios, predecibles, aburridas.
Los días en cambio pertenecen a la celebración, cosa esa que necesita de los humanos.
A
nadie entonces le importe la fecha del cumpleaños, del mío, y de los otros dos con los cuales
festejo al unísono. Vale aquí aclarar que los descubrí en años separados por no menos de una
decena.
Como es de costumbre la familia de cada cual quiere festejar ritualmente el mismo día que uno
vino al mundo, sin preguntarse demasiado la razón de haberlo hecho, ni la procedencia anterior,
habiendo muchas teorías al respecto, y un puñado de juegos relacionados que le dan de comer
a fabricantes de horóscopos que lucran con ese momento tan mío que no lo presto. Las
celebraciones familiares suelen ser a la noche y para evitar sofocones con la parentela y alguno
que no siéndolo concurre, los tres nos reunimos a la tarde, en el peristilo de la plaza, al que se
accede por caminos con barandas invadidas de un tejido de flores.
Hay un peristilo también en el cementerio de “La Chacarita”, pero hablamos al respecto y
llegamos a la conclusión que se coincide el día del nacimiento, ocurrencia inicial, origen de
nuestra amistad cíclica, saber adquirido, lo demás es como las loterías, nunca se conoce el
número que va a salir.
Uno de ellos anda vestido con tanto negro que la piel blanca de su rostro, sus manos y sus
piernas, se tiznan. El sol fuente de luz alcanza para algunos grises. Pero nada de otros colores.
El último en nacer es un olvidado de la serenidad, un raptor de tempestades, propias y ajenas,
un pisador de pomos de témperas, y no acepta lo justifiquen con la piadosa frase de es joven.
Consuelo inaceptable de los que no se atreven a soñarse jóvenes.
La reunión en el peristilo es tempestuosa, lucho por la calma. El pisador de pomos embiste,
irrumpe carnal, curioso en él que es esencia. A veces gana. El tiznado se mueve inquieto sin
saber a quién seguir. Hoy no iré. No es cobardía. Es simple.
Recuerdo haber leído en un cuento: Si la vida es una fuga la muerte pierde su costado trágico.
Y se borra el miedo. No sé qué harán Lasombra y Elotro. Quizás vayan al peristilo de la plaza.
☼
6
11 cuentos muy breves / Alberto Naso
Aquella señora
La mujer aguarda, a la sombra de la marquesina de un comercio, la espalda pegada a la
vidriera, tiesa, longilínea, la veo como envuelta toda ella y los objetos que lleva, en la prolijidad
de un rectángulo imaginario, los pies juntos, el rostro angosto y luengo, una bolsa de tela
colgando de su mano izquierda, respetando la ley de la gravedad, el brazo junto al cuerpo, y en
la mano derecha, enhiesta, una vara gruesa.
En esa holgura que deja la duda, cabe me pregunte a quién aguarda, resulta que a nadie, pues
reinicia su andar cuando el semáforo de peatón la habilita.
Viene del solazo del verano el calor que derrite el alquitrán de la calle, y son varias las que dejan
las marcas de los tacos de sus zapatos, pero ella no, y no es que ande en zapatillas, grácil y
aérea como si no pesara casi nada, lo cual no es cierto porque tiene lo suyo, cruza sin dejar
huellas en el piso, en el pasar sí, impidiendo el olvido.
Esas son las sensaciones, el recuerdo que hoy tengo y por eso las narro, de la vez primera,
que quedan en lo espiritual, sin contagiarse con las otras,
que vendrán y ya serán del
entendimiento.
Pasó a mi lado sin mirarme, sin la obligación de dar una ojeada a desconocidos, como yo lo era
ese día, en el instante mismo donde descubro el anhelo de figurar en su vida.
Hubo otros momentos azarosos, desacredito llamarlos encuentros, ausente la intencionalidad
de reunirnos en algún lugar, ni siquiera yo la tenía, pero le di la bienvenida, a lo fortuito que me
acercaba al vibrar, cuando en la verdulería la vi, y además en la ferretería, preguntando cómo
podía arreglar algo que no recuerdo, fue entonces cuando se me representó vecina del barrio,
de vivir sola, por lo del arreglo que encaraba, y aunque para el menester de enamorarse los dos
lugares tienen el aire de lo prosaico, de ambos me fui arropado en poesía.
Tontera no haberla seguido, o negación de trocar por un plan lo natural del llegarnos a ver, en
el plural de llegarnos aventuro su mirada, encanto antiguo, embeleso de las mujeres y los
hombres que trajinaban el lento acercamiento, en estos días socialmente relegado por el furor
de la prisa desbordante, goma de borrar al presente, sin otorgarle siquiera la oportunidad de
ser futuro.
7
Villa Gesell, 2021
Así caminé por las calle arboladas, vagabundo en la imaginación de pensarla viviendo en un
primer piso a la calle, con balcón a la altura de las primeras ramas, y al no verla después de
días y de muchos balcones espiados, pensé que el error, mi error era moverme, caminar, y si
ella también se desplazaba, tuviera o no la intención de buscarme, seguro andaríamos, a la
misma hora, por veredas de desencuentros.
Aquieté el deambular, y lo febril lo puse en la mirada, aguardé en un banco de la plaza, rogando
gustara transitar los senderos de piedras y ladrillos partidos,
que serpean entre árboles
cansados por los años.
Fue ese el tiempo en que regresó, en el andar distraído dejó caer una mirada, que las hay de
distinta laya, de compasión, de odio, pero a mí se me hizo que ésta era como mínimo, de
interesado reconocimiento, y mientras la seguía de lejos, me figuré que hasta podría ser de
sentimiento, y no quise imaginarme más.
Vivía en una pequeña casa del pasaje La Gloria, entre Juramento y Echeverría, esas de los
años cincuenta, un porche abovedado al frente, la puerta cancel a la izquierda, seguro que daba
al living de ventanal de dos hojas, desde el cual se podía ver un pequeño, estrecho jardín, con
escasas plantas, algunas de flor. Y el techo a dos aguas, de tejas que habían dejado de ser
rojas, hace tiempo.
Pasé dos tardes seguidas en la plaza, imaginando una cita que no había sido, y no fue, ella no
vino.
A la mañana del tercer día, contado desde la casa del pasaje La Gloria, decidí ir y tocar el
timbre, seguro que vivía sola, sin saber qué decir cuando me atendiera, confiado en su
comprensión, y en las palabras que surgirían, y en los silencios, tan importantes como las
palabras mismas, y en las miradas.
Cuando llegué, el cartel de una inmobiliaria, soez me enrostró un “Se Alquila”, toqué el timbre,
sabiendo que cuando ella saliera tenía un tema para empezar a conversar.
Apareció un joven que dijo ser el empleado de la inmobiliaria, y que la señora que vivía allí, se
fue ayer, y a él no le había dejado ninguna dirección, pero si estaba interesado en alquilar la
casa, podía mostrármela.
☼
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11 cuentos muy breves / Alberto Naso
Lo claro es pimienta
Los tomates partidos al medio floreados con orégano y pimienta blanca me embelesan.
Sencillos y profundos compañeros de carnes asadas en atardeceres de carbones encendidos,
revientan de rojo el plato de otras verduras ausente.
Vienen de la quinta que cultivo en el fondo del terruño, un viaje corto en canasta de mimbre
tejido, un poco antes del atardecer, y acompañados por la oda de Neruda ingresan triunfales al
quincho.
La poesía canta vida y corte, destino de ensalada donde perderá su esencia, disminuirá
presencia en el todo, y el rojo se entreverará con el verde de la lechuga y el blanco de la cebolla,
bautismo de contrastes, regado de aceite, vinagre y sal.
Se ve allá en el horizonte, en las cercanías, en el jardín de la casa, y se oye en el techo de
chapa del quincho, donde cuido en la parrilla una entraña al fuego lento, la lluvia, fuerte, con
acento tonal en todas las letras.
Lo demás es el silencio de los pájaros que no cantan, los perros de ladridos escondidos, los
carbones en un estado de no crepitar, y la mirada que viaja en un mutis de la poca carne que
se asa a los ventanales empañados .
Las puertas corredizas del quincho apenas abiertas y el viento que sopla no dejan resquicio a
huidas necesarias, y el escaso humo se amontona enredado, atrasando el tiempo, invitando a
la duermevela, volatilidad de maderas hechas carbón.
No hay invitados en este destino de soledad y verdades relativas, los tomates rojos
campechanos se empeñan en el sino, rechazando lechugas y cebollas, jugando a las fintas con
Neruda, resaltando el amarillo de las semillas, partículas elementales que derivan por canales
en el interior de la materia.
Allí están, en un rincón de la mesa los frascos con orégano y pimienta blanca, al aguardo del
vuelo al rojo destino, descarga de nube seca, solaz para el sentido del gusto, sencillo y profundo.
Tomo asiento en el nacer de la noche, llevando al plato de madera donde sobresalen, talladas,
dos cabezas de indios, la entraña jugosa y el tomate floreado.
En la parrilla carbones rojos rompen la oscuridad.
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Villa Gesell, 2021
El reloj
Los resortes saltaron y un montón de pequeñas piezas se desparramaron por la mesa y el piso.
Fue en la infancia, no recuerdo bien si a los nueve o diez años, pero la precisión no es atinente,
importa eso sí que al reloj no lo pude armar más.
La pérdida, como una marca de ganado, me acompaña en el albor de setenta años después.
La repetición de la imposibilidad original, la incapacidad de cambiar y resolver el entuerto se
materializó en un sustituto espiritual, el horario que es distinto al tiempo, perdió ante la decisión
de no usar reloj.
Llegar puntual a todos los encuentros se volvió marca registrada.
Las muñecas de los brazos izquierdo o derecho desconocieron ese contacto físico y social,
donde nacen señales uniformistas, el sol ganó centímetros de piel para tostar, la parla encontró
respuestas para la pregunta inevitable en muchos asombrados de la ausencia, esquivando con
cintura de boxeador, el requisito de una civilidad necesaria, que engloba en el uso y distingue
en la joya.
Estirar el brazo, con un leve quiebre del codo, hacia adelante, en el movimiento por tantos
repetido, buscando la ayuda de las agujas o los números digitales, no encontró lugar en la
gimnasia cotidiana.
El mundo y el espacio de las relojerías primerió en las ajenidades, sin pretensión de manifiesto,
obliterando mescolanza innecesaria, aunque usted se inquiete y me pregunte, repitiendo la
interrogación de muchos, cómo se puede vivir sin reloj.
De a poco me ganó el gerundio de relojear, en esa manifestación del futuro que es yo relojearé,
cuando lo necesite, en la luz del sol y su sombra puntual o alargada, en los comercios generosos
que tienen relojes en vidrieras o paredes interiores, en el entrenamiento de adivinar en las
noches, durante el sueño,
las madrugadas, obviando el despertador,
sonoridad de la
interrupción, sobresalto de una invasión.
En paralelo, puede ser que como justificación, pensaba en relojes sin cuerda, sin pilas,
apagados, inútiles en el devenir del tiempo que indiferente no cesaba, y no cesaría mientras
pendulara el metrónomo del corazón.
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11 cuentos muy breves / Alberto Naso
Los tipos móviles
Ahora sueño los sueños de un otro.
Los míos, compañeros de tantos años, mermaron su luz, igual que una vela que se queda sin
pabilo. Agotados de venir por las noches y fugarse antes de la madrugada, un día no volvieron,
al otro día tampoco, y me convencí que me abandonaron.
Un antiguo carromato avanzó en la oscuridad, se detuvo y un hombre, cuyo rostro no distinguí
bien, descendió, se sentó en una tapia de piedra, el carromato reinició la marcha, el desconocido
quedose, y sus sueños me invadieron, ausentes de sobresaltos, con aires de comedia.
Hasta ayer.
Los policías me miraron dudando si era un cómplice arrepentido o un extraviado, la calificación
cambiaba el valor de la denuncia, y la respuesta cursaba en una versión vernácula del Hamlet,
una metamorfosis del ser o no ser al ir o no ir.
Para llenar los papeles me preguntaron, sonriendo indulgentes, la dirección del futuro evento, y
los sucesos que imaginaba sucederían.
-Yo no los imaginé- le contesté al psicólogo que sacudió el aburrimiento de la guardia y una
hora después vino desde su consultorio.
-Le cuento, no, mejor le narro, porque contar puede sonar a cuento, a invención, a fábula, o
como decía un vecino que llegó de España, a jácara.
Transcurría el 1500, dos hombres se encontraron en el zaguán de un convento y caminaron
con sigilo hasta una habitación pequeña, de techos altos y paredes blancas, desiertas de
ornamentos o colgantes, una pequeña ventana iluminaba dos sillas de madera de nogal y una
mesa.
El huésped del monje dedicado al rezo y la escritura manual de libros, era un monje chino
llegado luego de un largo y peligroso viaje. Traía como obsequio un libro escrito a mano en
chino clásico. El hospedante abrió un arcón de tapa plana y le entregó, en reciprocidad, un
ejemplar transcendental en latín medieval.
Dos libros limitados a poderosos y a los eruditos capaces de leerlos.
11
Villa Gesell, 2021
Nadie los había visto, por eso se perdieron los detalles del conjuro fundacional que persistió,
cruzó fronteras de tiempo, de lugares, y puso su mirada vindicativa en Villa Devoto, quinientos
años despuésEl psicólogo que escuchaba en silencio lo estimuló a revelar sus fuentes.
- Bueno, como ya le dije a los policías, me entere anoche, cuando soné el sueño del otro. Un
grupo de hombres sentados alrededor de una mesa redonda, apenas iluminados por la luz de
unos sirios, maldecían con voz gredosa a un tal Johannes y, aunque no pude escucharlos bien,
abominaban de él, de sus tablitas llenas de hierro y el desambiguado del conocimiento.
Recuerdo esa palabra aunque no sé su significado. Usted seguro lo sabe.
Después se vistieron de negro, guardaron en sus mochilas caretas, encendedores, unas latas,
y se estimularon con puñetazos al aire, palabras y frases de incitación a las que no les presté
atención, salvo la dirección de Juan Gutenberg esquina Mercedes. Allí donde está la biblioteca
Resista el Cuartito.
Me desperté asustado porque vivo a dos cuadras del lugar y decidí venir a contarlo para que
vayan y si los ven los detengan, antes que ataquenEl psicólogo habló con los policías.
El patrullero partió y yo me quedé arrojando una taba imaginaria, suerte o culo.
☼
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11 cuentos muy breves / Alberto Naso
Las formas
Desde chico a Juan le molestaban las esferas y los círculos.
Nunca jugó a las bolitas o al balero, y en la escuela reprobó geometría cuando se negó a calcular
la circunferencia y el diámetro del círculo.
- Soy bueno y rápido para los ejercicios con el resto de las formas geométricas- le explicó al
responsable del gabinete psicopedagógico del colegio, que lo escuchaba entusiasmado porque
la fobia de Juan lo sacaba de la rutina
- No practico juegos con pelota redonda. Amo los dados porque son cubos y no tienen cero.
Los padres, comprensivos, en tren de terapia, pasaron del noveno al undécimo cumpleaños,
estirando un tiempo que en realidad no lo había vivido. La torta, una voluptuosa selva negra,
tenía la particularidad de ser cuadrada.
De regalo un reloj pulsera, cuadrado también, con números romanos. No tiene ceros- le dijeron
sonrientes y cómplices
El problema desmadró la paciencia de un profesor de geografía, cuando le pidió trajera de la
mapoteca un globo terráqueo.
Juan argumentó que no podía cumplir el pedido, y que el psicopedagogo había advertido a
todos los profesores de su fobia.
El profesor lo liberó de la obligación de ir a buscarlo y también – en pos de su salud puede usted
retirarse de la clase.
Sentado en una butaca del bar de la escuela, junto al mostrador, vio a uno de sus compañeros
regresar de la mapoteca. Sobre el sándwich de cocido y queso creció una angustia y el ritmo
de las mordidas se aceleró.
La vista se posó sobre una tijera que descansaba en el mostrador, usada por el cantinero para
cortar papeles.
Entró al aula y la furia superó la fobia, sujetó el globo terráqueo y prolijo, como un cirujano, lo
cortó a lo largo de un meridiano, dejando al final una pequeña pestaña que mantenía todos los
continentes en una sola pieza.
Lo estiró sobre el escritorio del profesor, lo enrolló, y partió al encuentro de los terraplanistas,
convencido que el trofeo que llevaba le aseguraba un sitio en la asociación “La tierra es plana”.
☼
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Villa Gesell, 2021
El hermano
Hay palabras que nacen después de otras. Desorden es posterior a orden. Lo sé bien.
Me llamo Eustaquio y soy único hijo.
Cuando quiebro el olvido con la pulsión necesaria para revivir momentos, sin esperar que
vengan solos, cuando quieran, o cuando te distraés y te encontrás con la sorpresa de su
presencia, el acceso a mis primeros días es azaroso, ingreso a ese pasado por una misma
puerta, la del esfuerzo de memorar, pero no siempre detrás de la puerta encuentro la misma
escena, como si un escenógrafo laborioso trabajara noche y día cambiando la ambientación, y
el guion es distinto, pero hay algo que no se altera, los personajes son siempre dos, bueno
quizás uno porque yo soy un observador, no entro en escena, como dicen en el teatro.
Allí está una madre solícita y cariñosa, madraza desde la cuna, y en esos entonces del crecer
del bebé, y los primeros pasos, y las primeras palabras, imitaciones del lenguaje escuchado.
Ahora que dicen superé la adolescencia, hay una palabra que se me aparece como nueva en
el vocabulario, soledad.
Sabe, no creo que haya palabras nuevas, como si se sacaran de una bolsa que las contiene a
todas, hay historias detrás de cada palabra, y a mí me gustaría ser historiador de palabras, lo
comenté en la clase de literatura, pensando que era el ámbito adecuado, y el profesor dijo que
se llamaba etimología al origen de las palabras, y en la biblioteca podemos encontrar
diccionarios etimológicos.
Pamplinas. Odio los catálogos; detrás de los uniformes, y detrás de la moda, las personas
desaparecen, y la palabra soledad del diccionario etimológico no es mi soledad.
La del recorte social, los vecinos casi ignorados, la ausencia de amigos. Prolongada.
Al igual que mi perro que chumba a los otros perros; como el olmo del fondo de la casa que vive
sin la compañía de un bosque.
Le grité al profesor, usted no entiende nada. Pudo haber sido el grito, o el tratamiento de
ignorante, pero me expulsó de la clase, y citaron a mi madre. Siempre citan al padre o a la
madre, salvo en mi caso.
Ahora comprendo que para algunos fue el comienzo de la duda.
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11 cuentos muy breves / Alberto Naso
Me pregunté un día si había soledad de dos, para ponerle un nombre. Y no dudé al pensar que
las palabras tienen un sentido que le da entidad si se realizan en otro, que las escucha, y
entonces no hay lugar para una palabra que quiere estar sola.
Yo tampoco estuve solo. Camino desde atrás y me encuentro con frases en tercera persona,
como algunos reporteados al hablar de ellos mismos, Eus siempre toma la leche, Eus se bañará
sin chistar.
Supuse que Eus era yo, en la aceptación de un diminutivo de mi nombre.
Hasta el instante de esa extraña frase de mi madre que ahora recuerdo decía, si decía así,
Eustaquio, Eus no hubiera desordenado su ropa.
En el rememorar el tiempo no es recto y los rodeos hacen que sume más que si mismo, y se
vuelva viejo cuando aún es joven.
Los días pasan y son años de memoria demorada, asustada, hasta que levanto la barrera y la
campanilla deja de sonar.
Las repeticiones son descubrimientos, Eus no doblaba las servilletas en triángulo, Eus no salía
al jardín cuando llovía; y yo doblo las servilletas en triángulos, me gustan las figuras de tres
puntas, y el agua de la lluvia en la cara.
Por eso creo que tengo un hermano y camino charlando con él por el jardín, aun los días en
que llueve, y lo tapo con el paraguas porque en algo somos distintos, a él no le gusta el agua
de la lluvia en la cara.
Le dije al comienzo que primero está el orden y después el desorden. Para mi madre también
era así, bueno es así, aún ahora que conservo el signo de dudoso que me grabaron en el
cerebro, como una marca del ganado, quemazón que otros te hacen, y te juntan en el rebaño
que encierran.
Para algunos la palabra libertad nace después de encerrar. A otros.
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Villa Gesell, 2021
De traje
Salió de un comercio, pasó entre dos autos estacionados y se detuvo como aguardando.
El movimiento natural en la villa, la calle se cruza donde cada uno quiere, no despertaría mi
atención si no fuera por la indumentaria del hombre.
Flaco, alto, todo el cabello blanco, vestía un traje negro, de saco abrochado en el segundo
botón, zapatos de cuero negro y medias del mismo color.
Se apoyaba en un largo bastón, metálico, entre gris y blanco, que no mensajeaba, por lo menos
con claridad, alguna limitación.
Allí aguardó y se instaló en mí como una visión extraña, desencajada del entorno, donde los
caminantes lucían coloridos ropajes, zapatillas incluidas.
Pasaron minutos, diez o quince, y el hombre seguía en la misma posición, mirando a la vereda
de enfrente, como si quisiera cruzar, quizás dubitativo sobre sus posibilidades de hacerlo sin
riesgos.
El tránsito era escaso pero pasaban sin prestar atención al señor de negro, hasta que una
camioneta se detuvo, manejaba una joven que descendió presta y se acercó al hombre
ofreciéndole su brazo derecho, con la intención de ayudarlo a cruzar.
Cambiaron palabras que no escuché pero deduje que el diálogo caminó cercano a un -estoy
aguardando, le agradezco-. La joven respondió con el - de nada-, que si escuché, volvió a la
camioneta y se marchó posibilitando el tránsito que había detenido.
Al rato llegó un remise, el señor del traje negro subió por la puerta de atrás y se marchó, dejando
con su vestimenta la estampa de una foto antigua.
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