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Alberto Naso

5 CUENTOS
LARGOS
Imagen: Vellón autoría de
Jimena Naso

[email protected]

5 cuentos largos / Alberto Naso

Índice
Cuento

La rosa de los vientos
El último socio
Desgranados
Esenciero
De sillas

Página

3
10
17
23
48

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Realización del original: Villa Gesell, Agosto 2021.
Tamaño de página: carta con margen moderado.
Texto de los cuentos en Arial 12

1

Villa Gesell, 2021

La rosa de los vientos

El micro repechó cercano al pueblo, era la última cuesta, antes de arribar después de casi
tres horas de viaje por ruta de tierra.
Un espécimen casi de museo, un viejo Isotta Fraschini, de esos que llegaron terminada la
guerra, con el motor dentro del vehículo y una larga y serpenteante palanca de cambios.
Saturnino sentía algo de calor.
Mascullaba que el otoño resistía incrédulo al invierno, y el sol, aunque tenue, lo asistía en esa
equivocación de no querer irse, quizás porque ignoraba que a diferencia de la de los hombres,
la suya era una muerte con reposición, solo tenía que esperar el fin del próximo verano.
El motor interno del Isotta Fraschini, irradiaba también un calor que lo llevaba a pensar en que
por lo menos había dos soles, dándole la razón al astrónomo que le develó la infinidad de soles
en el universo.
La tierra de la ruta que irrumpía por vaya a saber cuáles agujeros, de los varios inhallables que
parecía tener la carrocería, y por la ventana entreabierta, se empecinaba, fatal, en mezclarse
con el sudor.
Se preguntó cuántos soles acudirían a su vida, y cuánta luz y calor, y si todo eso tendría que
ver con el amor a algo o a alguien.
Después se abstrajo, como siempre que se acercaba a un sitio nuevo, jugando con las escenas
posibles de darse, en esa aventura del peregrino de pueblos. Distinta e igual.
Mientras manejaba echó una ojeada al viejo cartelito ubicado encima del asiento del conductor,
el que nadie quitó, la huella digital del origen del micro, que tuvo siempre dudas si era una
solicitud o una orden: Vietato fumare, vietato sputare.
“Creo que depende del tono y de la inflexión con que se la diga, aunque no sé, quizás en italiano
no sea así” reflexionó.
Detuvo el micro un instante, fue hacia atrás y corrió las cortinas de las ventanas en las que no
daba el sol, del otro lado ya las había corrido; le gustaba viajar envuelto en luz, pero en los
pueblos los curiosos espiaban ese vehículo que insinuaba ser un micro aunque pronto se
descubría era una especie de casa taller.
2

5 cuentos largos / Alberto Naso

Reanudó el viaje, quería llegar, siempre era grato llegar, y también tenía apetito.
Cuando entró al pueblo, el mediodía, prolija escoba del horario, había barrido a la mayor parte
de los habitantes a sus casas, y pasados ya cuarenta minutos, circulaban unos pocos atrasados
por las veredas a la sombra de los árboles, en un reflejo que les quedaba del verano, porque
este sol de otoño perdonaba.
En una ochava oblicua a la plaza vacía, el almacén y bar “El molino” no escapaba a la molicie
de la siesta, pero sus puertas continuaban abiertas, y dándole la razón a sus dueños, algunos
parroquianos quedaban en las mesas alejadas de las ventanas.
Por la lección de los años aceptó lo que el mozo le propuso como almuerzo, un bife, y una
ensalada con verduras cultivadas en la huerta del mismísimo fondo del bar. Luego un flan
casero.
Y para quedarse a conversar, un café. Para eso servía tomar un café, para aprender las cosas
mínimas que necesitaba saber, fuereño en el pueblo.
Así se enteró que doña Juana alquilaba una habitación con baño en el fondo de su casa,
aledaña a la librería de un tal Salinas.
- Y pasadas las tres de la tarde es prudente allegarse, antes no porque duerme la siesta- le
advirtió solícito el mozo.
Tomó otro café para consumir el tiempo.
Estacionó el micro a esa hora, y amigo de llegar por rodeos, discreción de la prudencia, entró
en la librería y aspiró ese viejo olor a libro, que apenas retenía en su memoria olfativa.
En el fondo, sentado detrás de un escritorio, alguien leía absorto en lo suyo, lo supuso el dueño
de la librería, según le comentaron de apellido Salinas, y sin poder dar razón imaginó que se
llevaría bien con él. La luminosidad que invadía por el vidrio del frente y por un ventanal trasero
desde el cual se veía un prolijo jardín, atravesaba a lo largo el local y rozaba el lomo de los
libros, la mayoría de los cuales reposaban, prolijos, en estantes de madera sobre las paredes
laterales.
En el centro del ambiente, el día, desprendido del techo a través de un tragaluz, intruso
esperado, descendía sobre una mesa que antaño fue de comedor, mediana, de algarrobo rojo,
ahora colmada de libros. E imaginó el ingreso furtivo de alguna estrella en las noches sin nubes.
Le agradaban las librerías pequeñas, envueltas en luz natural, aún en esta hora de la tardes de
otoño, en que un suave velo acompañaba al sol en el inicio de su fuga temprana.
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Villa Gesell, 2021

- Buenas tardes, ¿acaso usted es el señor Salinas?
- Si, y si algo anda buscando y lo puedo ayudar, con gusto.
- Si gracias, busco a la señora Juana, a doña Juana; el mozo del bar “El molino” me dijo que
quería alquilar una habitación.
Cuando le empezó a decir de su interés Eduardo se paró, le acercó una silla y tiró de una cuerda
que pendía de una barra que atravesaba la pared, afuera sonó una campana, se sentaron y
hablaron hasta que se abrió la puerta del local y entró una señora que supo era quien buscaba.
Entendió el porqué de la campana. Volvió a narrar desde el comienzo.
- Busco alquilar una habitación por un tiempo, digamos dos meses, por supuesto que pagaré
por adelantado, claro que todavía no sé cuánto cobra.
Siguió mientras sentía que estaban interesados en la razón de su presencia en el pueblo, y
doña Juana auscultaba en su vida con la moderación del que quiere saber algo, lo necesario,
del futuro inquilino.
Le gustaba referirse a sí mismo como un peregrino de pueblos, que

predicaba alegría,

enseñaba a jugar al balero, y si alguien se interesaba también los vendía. Y de eso vivía, de lo
que podía ganar armando y vendiendo baleros.
A doña Juana el hombre le cayó bien. Lo del balero le resultaba extraño, pero no inquietante, y
tenía clara la diferencia entre extraño e inquietante.
Saturnino bajó dos valijas, y al alcanzarle un juego de sábanas, (el alquiler incluía la ropa de
cama y un cambio semanal), observó la prolijidad con que había puesto la ropa en el viejo
ropero. Suspiró de alivio pensando que no se había equivocado en la elección del primer
inquilino que ocupaba la habitación.
Cuando las estrellas se mostraban en ese cielo sin nubes del viernes, Eduardo cerró la librería
y al salir se encontró con Saturnino que hacía lo mismo con su micro. Lo invitó a ir mañana al
partido de fútbol en el Laguneada Fútbol Club.-Supongo que le interesará conocer gente, por lo del balero.
-Seguro. ¿Vamos con el micro?
-Si quiere. Vivo a la vuelta, en la casa blanca que tiene un jacarandá en la puerta. Lo espero a
las nueve.
-Gracias.
-Respeto su educación, pero por favor no me dé más las gracias.
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5 cuentos largos / Alberto Naso

Saturnino confirmó su premonición de que se llevaría bien con Salinas.
En el viaje Eduardo le preguntó si jugaba al fútbol, y cuando llegaron lo presentó como un
nuevo jugador, posponiendo el requerimiento que advertía en las miradas, sonrientes algunas,
otras casi burlonas, sobre la presencia de ese raro micro ahora estacionado entre las bicicletas.
El gancho Julio que llegó después, entró preguntando a quién se le ocurrió venir en micro al
club, ante el silencio de las miradas se sentó callado, y para zafar pidió un café con leche y dos
medialunas, agregando extrañeza a la situación porque él nunca hacía ese pedido. Orestes, el
cantinero, entendió la circunstancia, y no le sirvió nada.
Armaron dos equipos, y Saturnino, que quedó para el final, terminó compañero de el gancho.
Ganaron dos a cero, con dos goles de Saturnino, y concluido el partido el gancho se abrazó con
él.
Eduardo sintió que lo habían aceptado. Ahora sería más fácil que Saturnino contara su historia
del balero y la propia, que entendía eran una unicidad. Pero lo dejaron para después del asado,
que al goleador no le permitieron pagar.
El domingo pasada la hora de la siesta empezaron a llegar al club los ansiosos por jugar al
balero, curioso, pero traían a esposas o novias la mayoría de las cuales solían no acercarse a
ese club de hombres. Y por supuesto a sus hijos.
Como el clima lo ameritaba sacaron dos mesas al pasto y ayudaron a poner encima dos
pesadas cajas, llenas de baleros, que trajeron del micro.
Saturnino se puso a jugar y sembró los rostros de asombro mientras embocaba sin fallas, un
tiro detrás de otro tiro, cuando llegó a treinta la tensión de la gente no aguantó más, y se quebró
en aplausos.
Aparecieron entonces, espontáneos, algunos que desempolvaron viejos baleros de la infancia,
y en el aire sonó un ruido a choque de maderas mientras intentaban tomarle la mano después
de tantos años.
Brotaron las risas y las chanzas, y las frases de estímulo, y se sintió una voz chillona por encima
del ruido ambiente: mirá como juega mi papá.
Entonces Saturnino ofreció prestarles, a los que se animaran, los baleros de las cajas que
habían bajado del micro.
- Por ahora solo a los grandes, para evitar que alguno se dé con la bocha en la cabeza – aclaró
previniendo.
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Villa Gesell, 2021

Así siguieron un rato largo, un tiempo que cuando regresaban a sus casas, junto con el regreso
del sol a la suya, no podían dimensionar, tan difícil como dimensionar la alegría.
Les quedaba eso sí, el recuerdo de Saturnino, del encanto que dejó cuando al final les mostró
una fantasía que llamó “el tintero”, y que consistía en tomar al balero de la bocha y, después
de algunos balanceos hacia adelante, embocar en el agujero el mango.
Eduardo, mientras volvía en el micro, sentado junto a doña Juana, agrandada de alegría por la
fama que había ganado su inquilino, pensó que “el tintero” mostraba que a veces las cosas se
pueden hacer desde el revés. Es inopinado, pero posible.
El mismo lunes, y los días que siguieron, en las escuelas se escucharon tambores que citaban
al balero, tan rítmicas eran las menciones de lo sucedido, y de las destrezas que los alumnos
suponían ser capaces de adquirir.
La movilización también estaba en las casas y en las calles.
Cada uno, si no tenía un balero, tenía la historia de haber jugado, y en última instancia la de
algún antepasado o conocido que lo practicó. Y a los desposeídos de esa suerte les quedó el
consuelo de inventar una ficción a propósito de.
Se podía generalizar diciendo que cada vez eran menos los que no pensaban en el balero.
Las clases tuvieron que reducirse a dos horas y no más de treinta alumnos, la inscripción, que
era gratuita, se realizaba en los mismos lugares donde se impartían: martes y jueves de 16 a
18 horas, y de 18 a 20, en la librería de Salinas, quien tuvo que correr la mesa del centro. Este
último horario, destinado a adultos dado que terminaban de noche.
Los sábados se impartían en tres turnos que comenzaban a las 14 horas, en el Laguneada
Fútbol Club.
Saturnino daba al principio una muestra viva de los tiros básicos, el simple, y el doble, que una
vez embocado el simple consistía en: sujetando el hilo impulsar la bocha hacia arriba al tiempo
que se la giraba hacia atrás volviendo a embocarla. De estos no se permitían más que dos
después de cada simple porque era fácil realizarlos.
Corregía con paciencia los defectos y alentaba a todos.
Aún cuando su ojo perspicaz distinguía en seguida a aquellos que tenían pasta de buenos, su
íntima convicción le indicaba que cada uno podía disfrutar de su propio juego, sin necesidad
de confrontarse con nadie, y que en la autosatisfacción estaba el encanto de este pasatiempo
antiguo, que al final de cuentas podía jugarse en soledad.
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5 cuentos largos / Alberto Naso

La segunda hora era teoría y práctica de las fantasías.
El ya conocido “tintero”. El acompasado “reloj de péndulo”. La inquietante “puñalada”. Y la
revuelta “catorce provincias”, esta quedó de la época que en Argentina las provincias eran
catorce.
Al final de la clase entregaba un folleto díptico con diagramas y explicaciones sobre cada tiro.
Pasado un mes, más de quinientas personas practicaban balero y Saturnino agotó los que tenía
en venta. Aún los seleccionados, de maderas pesadas, hilos de torsión cuidada para que no
girara la bocha, y algunos con una hilera de tachas en derredor del agujero para facilitar, como
un embudo, el emboque.
En la carpintería del pueblo se pusieron prestos a fabricar baleros, con regocijo de Saturnino a
quien le importaba que la gente jugara.
Era la tarde de un lunes con el color del otoño. Saturnino, por cierto sorprendido, le narró a
Eduardo que hoy a la mañana cuando estaba en el bar El Molino tomando un café, el secretario
de cultura y el secretario de deportes, a quienes no conocía, le pidieron, amables, sentarse a
su mesa, y le contaron que dado el problema de la espontaneidad tenían pensado organizar
algún domingo cercano una gran fiesta para declarar al juego del balero de interés municipal.
Y que su presencia en ese evento era de singular importancia. Y que concurriría el intendente.
Y que habría un concurso de balero, con premios.
Cuando se fueron corroboró con el mozo si esos dos eran quienes dijeron ser. Y obtuvo un sí.
-¿El problema de la espontaneidad? – se pregunto reflexivo Eduardo. –
-¿Y usted que piensa Saturnino? Saturnino se sentó delante del escritorio, y por primera vez le sincero a Eduardo, que con la
prudencia que adornaba su carácter nunca se lo había preguntado, la razón de su vida errante.
“Mi padre y mis tíos paternos son carpinteros y tienen una carpintería. Ellos hacen las bochas
y los mangos de los baleros. Son hombres de pausas y tiempos elegidos, se dicen libres
pensadores, y por cierto que no comulgan con quienes quieren cercar las ideas. Para las
estructuras de poder que merodean en todos los niveles de la vida, son unos anarquistas.
Desde chico me crié entre las maderas y sus pensamientos, y me imaginé libre como los pájaros
sin jaulas; en esa carpintería nunca se hizo una jaula.

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Villa Gesell, 2021

Un día me largué por los caminos y para no ser un vago, llevé conmigo los baleros y mi
habilidad, este es un juego abierto, diáfano, que le sirve a los hombres para que se inunden de
alegría, y en las alegrías se encuentra algo de la libertad que todos necesitamos. Esa sensación
que te crece desde adentro, es tuya y podés guardarla o soltarla. En fin, no quiero ser un
pesado. Sé que algún día, de esos en que regreso a buscar más baleros, quizás no vuelva a
partir, quizás me quede en la carpintería. Sabe, mi padre y mis tíos se están poniendo viejos y
alguien tiene que continuarlos”.
Se detuvo y guardó silencio. Salinas solo atinó también al silencio, conmovido. Así quedaron un
rato largo.
Más tarde sirvió dos copitas de mistela. Saturnino se mojó los labios y quiso continuar.
“Ahora estos hombres pálidos, funcionarios disfuncionales, quieren oficializar el fervor,
quitárselo a los fervorosos. Y pretenden, cuan equivocados están, que yo sea un cómplice,
pasivo.
Como buen peregrino bohemio, elijo el momento de las partidas. El rumbo se lo dejo a la rosa
de los vientos que me acompaña desde que emprendí viaje”.
Eduardo pensó que tenía un algo de místico, pero mucho, mucho más de la sinceridad de un
hombre honesto, sensible.
Era la noche entrada, la luna del tragaluz descendía sobre la mesa de la librería, salieron a la
calle, doña Juana le dio un beso, encendió el motor del micro, al cual ya se había subido
Salinas, y marcharon juntos hasta la puerta de su casa.
Descendieron, Eduardo lo abrazó en silencio, sin decir las palabras que sobran. Volvió a subirse
al viejo Isotta Fraschini y como llegó continuó el camino. Solo.



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El último socio

Era un recién mudado que empezaba a conocer el barrio.
Caminó algunas cuadras descubriendo veredas, donde el desgaste y los cambios fueron
arrimando, en un tiempo vaya a saber cuan largo, baldosas distintas, colores que quisieron y
no pudieron ser iguales, dibujos solo parecidos, cicatrices, de esas difíciles de restaurar con
una cirugía.
Se encontró con casas antiguas y hombres viejos. En el silencio escuchó un diálogo
destemplado, bocinas de algunos jubilados casi sordos. El atardecer metía su cuña de luces y
apagones.
Sobre una pared amarilla, con ese desteñido habitual que pronto le llega a las pinturas al agua,
el pincel de alguien, que por los resultados podríamos llamar un aficionado, trazó las palabras,
solo las necesarias, las que dicen Video Club.
Se acomodó la campera que nunca le cerraba bien sobre el cuello, y para escapar del frío entró.
Lo recibió una sonrisa que después supo indeleble, en ese instante le pareció de cortesía, el
introito al trámite de asociarse, con el cual tuvo por cierto problemas, de esos que devienen de
la necesidad de aportar la factura de algún servicio, para afirmar con simpleza, sí, soy Luis y
vivo en esa dirección. Argumentó, con excusas baladíes, hasta que ganado por la sensación de
que todo era una travesura de tanteos, silencioso, se puso a mirar en las estanterías. No
disponía de un método de elección y tantos títulos le producían un cosquilleo paralizante.
Además, no sabía si lo habían admitido. Pensó que, al final de cuentas, afuera no helaba.
Cuando se disponía a salir lo sorprendió el dueño.
- Su número de socio es el 315 – dijo con voz de decreto.
Aceptó, contra su costumbre, en ese estado abotargado del que estaba invadido, la película
que le recomendó; y volvió a la calle.
El frío y el anochecer habían echado de la vereda a los jubilados.
- Cómo se llama, viejo – preguntó su hijo. Era una concesión de interés filial; rondaba en los
preparativos del ritual de encender el equipo y acomodarse en algún sillón, después intentaba
sin éxito una imperceptible salida.
-¿No la mirás Federico? - era la veterana pregunta.
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Villa Gesell, 2021

-Creo que no-. El creo abría una esperanza.
-Sabés que no le gusta este tipo de películas- dijo Matilde, su mujer, clausurando la esperanza,
con ese tono que usan las madres para disculpar, a sus hijos, y algunas veces a los hijos de
otros.
-Un comienzo con carbónico- pensó.
La película, inflexible al tiempo de los espectadores, había avanzado lo suficiente para ocultarle
el título.
El martes fue a devolver el dvd. En el camino le pareció ver a los mismos jubilados de ayer
hablando a los gritos, los miró inclinando la cabeza en un tanteo de saludo acompañado de un
tímido buenas tardes. Dos fracasos. No lo saludaron y el videoclub estaba cerrado.
-Es raro, pero puede ser- sentenció Matilde mientras se encontraba con el cansancio de la
medianoche.
-Federico, por favor, devolvelo mañana. Ya está pago-. Se metió en la cama y agotó el martes.
El miércoles, mientras viajaba en subte, sintió sobre los hombros una mirada anónima; ésta,
como la que imaginaba algún día traería el demonio a su vida, se posaba sin peso y sin
dirección, difícil saber de dónde venía. Resistió voltear la cabeza y buscarla. Demasiada gente
en el vagón y además cómo distinguirla.
Cuando la puerta se cerró, desde el andén le pareció ver una cara conocida que sonreía.
Tropezó con el primer escalón, salió del letargo, -es el sueño de la mañana- se dijo, y encaró
marcial el resto de la escalera.
Cenaron huevo frito con arroz blanco. Disentía con los que la llamaban una comida sencilla.
Los dos huevos tenían un sabor profundo, levemente salado, y entraba el pan con alegría en
la yema bien roja. Matilde siempre conseguía esos huevos de gallina criada a maíz, y rallaba el
queso justo antes de servirlo. Embargado de la alegría que se puede encontrar en lo nimio, no
prestó demasiada atención cuando Federico le dijo que el video club seguía cerrado.
Los viernes, desde casi tres años atrás, tomaba su discutida y nocturna clase de francés.
El sábado fue un día intenso de investigaciones. Amaneció gris, siguió negro en resultados, a
la noche llovió. El final del otoño dejaba escasas horas de luz. Temprano caminó decidido las
dos cuadras hasta el video club. Estaba cerrado.
Le preguntó a un jubilado que parecía haber amanecido atornillado a su silla en la puerta de la
casa vecina:
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5 cuentos largos / Alberto Naso

-Buen día, sabe usted a qué hora abre el video club-. Y señaló hacia el local de la derecha, por
si el hombre no lo tenía en claro o quizás porque él tampoco estaba seguro, después de ver las
cortinas metálicas, amarillas y desteñidas, bajas.
-Hace cuatro días que está cerrado- dijo el jubilado después de tomarse un tiempo para girar la
cabeza y contemplar el lugar.
Su voz sonó a sentencia, inapelable, pero no podía aceptarla simplemente porque la copia era
alquilada y además (lo decía en los títulos del comienzo) el no poseía derechos para copiarla,
exhibirla, y otros improcedentes que prohibía la ley. Tampoco la había comprado.
Este jubilado –pensó- o hace varios días que no sale a la puerta o vive distraído o está
disgustado con el dueño del video club.
Enfrente, una señora de unos sesenta años, voluminosa, escoba en mano desgastaba una
sufrida vereda, mientras de una manguera verde un hilo de agua mojaba con pereza las
baldosas.
Esta sí –se convenció-. Y cruzó a su encuentro. Ya ni siquiera dijo el buen día de introducción.
-Me podría decir por favor a qué hora abre el video club- inquirió meloso. Y aclaró – el de
enfrente.
La mujer detuvo la escoba y ansiosa por hablar con alguien, le confesó:
- Hace varios días que no abre, y estoy segura porque todas las mañanas a la misma hora barro
la vereda, soy muy metódica, sabe, y antes cuando yo barría él abría, pero siempre fue un
hombre raro, mi marido me dijo es raro, mejor no nos hagamos socios. Y a decir verdad nunca
tuvo demasiados socios...
En ese momento sintió que el agua, libre de los escobazos se amontonaba en el pozo de la
vereda donde se había parado. Maldijo al pozo y a la mujer que no barría y lo miraba.
-Gracias señora- le dijo sonriente aunque su voz sonaba irritada o seca, no supo bien.
Caminó desconcertado por la cuadra buscando algún vecino que le informara a qué hora abría
el maldito video club.
-No puede ser. No puede ser- gritó.
Matilde lo miró extrañada; estaba de pie junto a la puerta por donde recién había entrado, los
hombros con una curva hacia abajo que nunca le había visto, y al final de los brazos caídos, en
una de las manos aferraba el dvd.

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-No puede ser- bajó la voz, -todos los vecinos dicen que el video cerró, hace unos días, y nadie
sabe donde vive el dueño.
Dos meses después, Matilde penaba por no haber descubierto que ese instante fue el comienzo
de la obsesión.
-Te digo Matilde que hay algo que no encaja- y le siguió argumentando mientras tomaban mate,
– si iba a cerrar el martes para que me aceptó como socio el lunes, si surgió un imprevisto,
alguien de su familia podría poner una nota aunque más no fuera en la cortina explicando cómo
devolver las películas. Los vecinos lo conocen poco, hay algo, Matilde, que no encaja.
Matilde mientras cambiaba la yerba le comentó con el estilo austero de siempre:
-Alguna clave tuvo que dejar, en las películas de suspenso nunca faltan.
-Sí, sí tenés razón- y apuró el mate.
Tocado por la iniciativa de Matilde juntó los pocos elementos que poseía, las pruebas como él
gustaba llamarlas. El carné de socio y el dvd. Era poco pero si algún enlace, algún rastro le
quisieron dejar era suficiente. No razonó sobre la inexistencia de la clave quizás para evitar el
viejo, el infantil temor por la nada. Además era casi tonto pensar que en un mundo de claves
aquí no merodeaba alguna.
Mirando el carné, lo atrapó casi de inmediato un sobresalto cuando el número de socio se le
apareció como algo distinto, con ese significado que trasciende al objeto. En 315 terminaba el
número de su casa.
Tenía valor o era mera coincidencia. A veces la trampa estaba allí, en volver a la clave tan
obvia, que en un gesto de soberbia todos la desechaban por elemental.
Si la mandaba el destino era solo una huella, porque las señales las deja alguien para otro, dos
que pueden entenderse.
Cómo podía conocer el dueño del video club el número de su casa. Retornó al anochecer del
lunes, reconstruyó la escena: primero le dio el número de socio y después él completó la ficha.
Imposible que lo supiera.
No quiso perderla pero decidió seguir la búsqueda. Esa noche se sentó en el sillón del estar, su
preferido, el que empezaba a tener memoria de su cuerpo. El farol del jardín con su lámpara
amarilla iluminaba como un sol la ventana, las cortinas solo permitían pasar esos pequeños
quiebres de luz que hacen de la oscuridad la penumbra.

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5 cuentos largos / Alberto Naso

Encendió el equipo y comenzó a ver la película. Es curioso –pensó- no recuerdo mucho el tema.
Lo había perdido en el anonimato de las imágenes que no interesan.
Ahora la historia tampoco era relevante, solo el sustento necesario para una clave que suponía,
esperanzado, podía estar allí, pero debía mutar a su existencia para conservarla sencilla, junto
a Matilde y Federico.
Nunca se destacó por su habilidad para manejar el control remoto, pero el aumento de
adrenalina le hizo encontrar el stop justo cuando interiormente exclamó es ésta escena.
Retrocedió la película. Se revolvió en el sillón como buscando la mejor posición para contemplar
el final del que creía era el último acto.
La primera vez lo había dejado pasar, como una escena más, ahora resaltaba en la riqueza de
los detalles, el subte, la gente amontonada, los primeros planos de las caras en ese travelling
lento, en esa subjetiva del que baja abriéndose paso como puede. Allí en el medio del vagón
junto a una de las puertas creyó distinguir, y ahora lo confirmaba, la cara de la sonrisa indeleble,
la misma del dueño del video club. Sin dudas estaba ahí, igual que estaba en el subte que tomó
el miércoles pasado cuando desde el andén le pareció verla.
La cámara lo siguió cuando descendió y se compactó con la gente que pugnaba subir las
escaleras, casi huir.
Por corte directo lo retomó, caminante nocturno y solitario, por una vereda que la excitación le
impidió reconocer, hasta que abrió, empujando simplemente, la puerta de la cortina metálica
amarilla y desteñida del video club.
Apagó y en la cocina preparó con lentitud un café. Afuera garuaba y los vidrios se quedaban
con algunas gotas finas esparcidas al azar.
Comprendió que el video club abría de noche, cuando dormían los vecinos y la calle, cuando
despertaban los sueños.
Se puso una campera impermeable, dejó el dormitorio donde Matilde descansaba, cansada de
esperarlo, y salió en sigilo.
Nadie sabe cuándo es la última vez que pasa bajo el marco de la puerta de su casa; en la calle
una suave lluvia hostigaba el silencio y velaba la luminiscencia de los faroles.

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Empujó la puerta de la cortina metálica del video club. Una luz celeste se esparcía por el local
y formaba un intencional túnel al final del cual, en otro salón menos iluminado, una mesa
rotunda y larga parecía presidir el lugar. A un costado bordeando la pared, en pequeñas
columnas negras, reposaban sobre paños que mostraban un especial cuidado, un oso, una
concha, una palma, todos de oro. No alcanzó a ver ningún óscar.
En la cabecera de la mesa se abría un semicírculo hacia adentro y ocupándolo, de pie, con la
mirada puesta en él, estaba con su sonrisa de siempre el dueño del video. Era el vértice de un
ángulo que formaban alineados por la izquierda seis hombres y por la derecha otros cinco. No
conocía a ninguno.
Sobre la mesa, en el centro, un león de oro tensaba su soberbia desde adentro de la estatua.
Tu llegada Luis - dijo el dueño del video - completa nuestra fraternidad, donde relucen los
nombres de quienes nos hicieron vivir sensaciones que perduran en tantos hombres que en
varios idiomas y en momentos dispares de sus vidas sintieron en el encuentro con el artista y
su mensaje la inesperada capacidad de recrearlo.
La pompa del lugar y las palabras grandilocuentes sorprendieron su sencillez. Los escrutó a
todos y encontró difícil describir su piel y sus miradas, porque la luz celeste, aunque tenue, los
igualaba.
Desconcertados por la ausencia de un nombre tan común pero tan buscado - continuó el
dueño del video - nos sentimos iluminados cuando un Luis fue nuestro socio 315, y vivimos ese
momento como una señal superior para nuestra fraternidad al enteramos que el número de tu
casa terminaba igual. Era el mensaje esperado, tu llegada concluyó la búsqueda; ante la certeza
decidimos por unanimidad nombrarte el último socio.
Sintió que un foco de luz violeta buscaba su rostro como si el iluminador quisiera destacar el
plano. La luz hirió sus ojos lo suficiente para que el dueño del video se difumara, su voz ahora
una mezcla de patronazgo y seducción dominó la escena.
- Te nombro entonces, Luis, nuestro par, y te impongo los atributos de la fraternidad, ven,
acércate sobre mi izquierda. Te sentarás a nuestra mesa junto a Vittorio, Roberto, Françoise,
Andrés, Pier Paolo, Akiro, Ettore, Federico, Ingmar, Sergei y René.
Caminó hasta completar el lado del ángulo donde solo había cinco.
La cámara hizo foco sobre los rostros falsos de esos nombres famosos; como un museo de
máscaras que escondían las caras verdaderas, la segunda cara de los hombres.
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5 cuentos largos / Alberto Naso

Después se congeló la imagen.
Matilde desconsolaba por la huida de la sonrisa de Luis, mucho más que por su desaparición.
Se sentía vacilante , oscilando al borde de un pozo cuyas laderas eran transparentes; las
imágenes regresaban como una locomotora que no había alcanzado lo alto de la cuesta y ya
sin fuerza se dejaba caer, tronando sobre los rieles y sobre la tierra bajo los rieles, horadando
con un grito cada vez más sordo las capas del recuerdo. Un reclamo pertinaz por entender.
La vida se le murmuraba como un mismo ritual que se repetía con contenidos distintos y al
repetirse ocultaba el comienzo. Una elipse de la cual si era capaz de encontrar el punto de
partida, podría leer en orden el devenir y entonces sí, repetir el último rito de Luis. Estaba segura
que en ese momento sobrevendría el develar. Y la calma, porque la calma no es más que el
placer del entender.



15

Villa Gesell, 2021

Desgranados

1
Es la primera vez que regreso desde que abandonamos la casa, el hogar que apenada no
puedo llamar ni materno ni paterno.
El sol que viaja hacia el poniente, sin preguntarme nada, extiende mi larga sombra sobre la
vereda, y la sube temblorosa, deformándola, por la empalizada de madera que tapia el terreno.
Asertórico al entender que tiemblo de recuerdos.
Y entonces no se si tendré algún momento igual, como este primero, y quiero vivirlo porque
temo que otros, si son meras copias serán sin encanto.
El contorno permanece inmutable, el quiosco a la izquierda, sus ofertas en la pizarra que
escribe con letra prieta y prolija, la eterna doña Eva, la luz blanca que se acaba de encender
en la marquesina del lavadero, a la derecha, en un intento de ganarle al sol en el anuncio de la
noche; pero añoranzas del extrañado, lo siento distinto
Me pregunto si tendré la valentía de volver otra vez.
Espío inquieta entre las maderas y encuentro, como una ironía, que ya no hay planta baja; un
profundo pozo la suplanta como si el vacío pudiera reemplazar la existencia, y se que no es así
porque mi vacío está lleno de recuerdos, esos objetos del alma que corporizan vivencias de
todos los matices, algunas cómplices entre si y otros enfrentadas. En fin, la asendereada vida.
A la altura del primer piso, sobre las paredes laterales y la del fondo, se ofrece un dibujo colorido
y geométrico, para el rescate del pasado.
En cada cuadrado, en cada rectángulo, de colores dispares, retornan no solo un ambiente sino
su morador y su historia, y hay otro más grande donde los jirones del empapelado a rayas
verticales y tonos descendentes del gris señalan la sala, el sitio de encuentros y desencuentros
de sus moradores.
Un imaginario ejercicio de reconstrucción permite caminar el pasillo, tantas veces transitado,
hacia el fondo donde estaban el baño y la cocina, ahora solo algunos azulejos que salpican,
olvidados por el pico, el muro; y el dibujo blanco del fondo del mueble sobre mesada que
contrasta con el color durazno de la pared.

16

5 cuentos largos / Alberto Naso

Recuerdo el día, hace treinta y tres años que llegamos ruidosos, sentados en sillas y sillones
dentro de la caja del camión de la mudanza. Esperanzados por el cambio. Los tres, niños aun,
Tonio, Gervasio y yo, Matilde.
Una hora después llegó Etelvina, que por supuesto no iba a venir en el camión de la mudanza,
quizás por la edad pero más seguro por su linaje. A ella le gustaba decir que se llamaba Etelvina
Anastasia Quinquer Dusquets. Se llamaba así. Nosotros, en un ejercicio que por años dudé si
era de impertinencia o cariño le decíamos la tía Chocha. Hoy, ahora que miro la casa que ya no
es, entiendo que obramos por amor.
No se si me debo o les debo un relato, pero seguro no será historiográfico, la verdad histórica
me resulta una futilidad, un pretender entender el pasado desde un pasado que se escurrió.
Prefiero sesgarlo adrede, y narrar desde el presente y desde el soliloquio de una huérfana, el
acontecer que nos trajo a éste día.
Cuando comience quedará contestada por la negativa la pregunta de hace un rato, no volveré
a esta vereda, a contemplar como puebla

mi pasado ahora entrecano,

un edificio de

departamentos.

2
La tía Chocha nunca se casó, tampoco tuvo hijos. Cuando parecía que su energía maternal,
tendría como heredero al gordo gato de angora, de pelo largo y sedoso, blanco, llamado Ankara
por un guiño benevolente a su origen, un nombre casi institucional que cuadraba vívido con la
personalidad de Etelvina, nos sumaron a los tres a su existencia.
Los hijos de Fuentes.
Viejo caco, murmuraría por lo bajo alguna vez, sin perdonar, Anastasia, claro que suponiendo
que no la oíamos, olvidando quizás que los ángeles, nosotros éramos al decir de ella sus
ángeles, tienen el privilegio inmanente de escuchar todo. Ankara ronroneó enojado, supuse que
él también prestó oídos, y aunque años más adelante, cuando tuve un tiempo de interrogantes
dude si fui justa, ese día recuerdo le dije - no te enojes gatito yo tampoco lo perdono.
Era la más grande de los hermanos y lo sigo siendo aunque ahora vivamos desgranados.

17

Villa Gesell, 2021

3
Tonio, el más pequeño, tenía, cuando llegamos a la casa, cinco años. Desde la mañana
caminaba detrás de Etelvina, agarrado a sus polleras (la tía Chocha nunca usó pantalones),
sesgando hasta donde podía el andar igual de Ankara. Después se acostumbraron,
comprendieron que

emprendían la misma marcha, renunciaron a las maulerías, se unieron

fraternos y Ankara encontró un lugar para dormir al pie de la cama de Tonio, quien sostenía
que el gato soñaba cuando él soñaba aunque no estaba seguro que fueran las mismas
imágenes.
Moverse a pie fue su sino, de niño no le gustaban las bicicletas, caminaba siempre hasta la
escuela y por eso partía más temprano que nosotros.
Vivió amigo del mismo camino, que al decir de él no se repetía íntegro, porque entonces no
existirían los matices ni tampoco la palabra matiz; y el mundo de cada uno, que es un sistema
que se mueve confinado en un espacio, sería una absurda, aburrida y repudiable estabilidad.
A nadie sorprendió que cuando buscó trabajo lo encontró como cartero, y fue su pedazo de
felicidad, caminaba y siempre el mismo recorrido, cambiante en las noticias que llevaba y en
los rostros de los destinatarios.
Con el tiempo, en las largas sobremesas de los domingos, en las que más de una vez la tía
Chocha dormitaba, contaba las historias de las cartas que nunca abrió.
Lo que él creía contenían esas cartas. Un ejercicio que fue esfumando el largo y serpenteante
límite entre la realidad y la fantasía, hasta que un día se le pialaron en el cerebro.
Entonces desvió sus recorridos habituales, y caminó al siquiatra del hospital. En el bar de
enfrente conoció a la chica de los martes pares. Y le creímos esta historia aunque se parecía a
las de las cartas cerradas, porque fundente en su realidad, sumaba a la ensoñación compañera
que no lo abandona, única voz que reconoce ahora que vive a lo sordo su soledad.
A Luis, mi Luis, le conocí primero la sonrisa, ese recorte pregnante de su rostro, en una carta
cuento de Tonio, un anticipo cierto de su existencia real; y de manera pertinaz tuve celos de
las mujeres que me hablaban de ella.
Lo visito a Tonio los martes y los domingos, hasta hace poco reincidía en contarle la historia
de su acierto, en una vana terapia que buscaba sacarlo del silencio; ahora comprendí que
compartir el mutismo es la manera de hablar que tenemos.

18

5 cuentos largos / Alberto Naso

5
De Gervasio a Matilde.
“A vos Matilde te escribo por fuera de mi correspondencia habitual, para que sepas que sos
distinta, porque comprendés, don maravilloso, y cuando reúno el mar, las papirolas y la serie
de Fibonacci, me trasparento para que me invadan y me ocupen , me sucede lo que algunos
llaman plenitud, y yo, con humildad, creo que es la inmortalidad. Después vendrá la muerte pero
la inmortalidad es antes, vive en mí y se irá conmigo, será una sombra que no necesita luz.
Amén”.
Desde la veranda del primer piso tendíamos la mirada de asombro hacia el patio interior donde
Gervasio dibujaba con tiza blanca su rayuela personal, y la llenaba de esos números que
semejaban saltos locos que no se entienden, hasta el arribo de la revelación, ese quedo del
espíritu satisfecho.
La lucha de pares e impares, y la serie de Fibonacci.
Solía decir que éramos tres y con tía Chocha y Ankara cinco. Y después siguió apasionado la
saga numérica; con Luis, más mi hijo Federico, más la novia de los martes pares pasamos a
ser ocho.
- Como las letras de mi nombre- reflexionó un día.
El mar y la libertad los descubrimos juntos, en el final de “Los 400 golpes”, la ópera prima de
Truffaut, en el mismo cineclub donde me encontré con Luis. A quien reconocí por la sonrisa de
la que hablaba Tonio en una de sus cartas cuento.
Hace unos años Gervasio se encendió y abrió una senda distinta en su vida, lejana pero paralela
a los números, el agua.
- Los ríos si no los navegás, cortan la imaginación porque ves la otra orilla, en cambio el mar te
pide que quieto, punto fijo en la arena, dejes ir tu ensoñación por esa anchura sin fin - aseveraba
con la fuerza del que quiere sembrar fieles.
Ahora vive cercano al mar, bien digo al lado, y sus quinientas cincuenta y cinco papirolas nos
devuelven al mundo de los impares.

19

Villa Gesell, 2021

8
Sonrío junto a la tía Chocha, la ahora anciana tía Etelvina, madre nutricia que nos regaló entre
otros platos su mítica carbonada mendocina, y sostengo el pesado zapallo que hábil rellena y
que irá al horno para la cocción final. Es un tiempo de reencuentros que estrechamos desde
que quedé sin Luis y le pregunté primero a Federico y después a ella si quería que viviéramos
juntos.
En las búsquedas personales ahondo en los retornos, férvidos recuerdos que trasponen años,
se meten en el hoy, sirven para vivirlo, y a veces van más allá dando sensatez al porvenir.
En el momento reflexivo regresa la pasión de Luis por ciertos íconos de su amor, por mí, por
Federico, el cine, los silencios, y lo justo -que no siempre es la justicia-.
Me reconozco acróbata de esos trapecios que habitamos por años, y dan claridad, la suficiente
para entender su ausencia, inhóspita, brutal en esa dimensión donde no cabe lo inesperado;
territorio yermo donde empiezo a renacer, atrevida, por él y por mi, en un romance nuevo que
mezcla esa dialéctica echa de éxtasis y depresión.
-Abuela Etelvina- la llamó Federico, redondeando una necesidad que él tiene de extender la
familia, cerrando mi angustia vana por esperar el regreso de Luis.
Ahora con la calma entiendo a quienes somos, los que fueron y los que estamos en esta estadía
provisoria.

13
De Tonio a Matilde
“Mis noches son diamantinas en la dureza y el brillo, aparece un sendero que transito, y al final
se repite y vuelvo a caminarlo, y se repite.
Pero los senderos son gemelos falsos; cuando miro el piso descubro huellas distintas, camino
al costado sin pisarlas, viajo de a par con la tía Chocha, con Ankara, Gervasio, Luis, Federico,
el tano Gigli, con mi compañera de los martes pares (la llamo así porque es más significativo
que su nombre).

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5 cuentos largos / Alberto Naso

En los últimos tiempos, siento una presencia constante en todos los senderos, un alter ego, y
aunque al principio, en el instante liminar era etérea, ahora empezó a corporizarse, y registro
que su existencia viene de lejos, de muy lejos, de antes que yo la descubriera. Quizás estuvimos
siempre juntos desconociéndonos.
Sí, estoy seguro, vos Matilde, mi hermana, sos distinta a lo fraterno y como siento que tengo
que contártelo, ahora que me gana el silencio, no me queda más alternativa que escribirlo.
Deberías pensar si puede ser que casi todos tenemos alguien que viene con uno y aunque sea
en distintos momentos, se van y se alcanzan.
Leí que en la religión cristiana, judía y musulmana lo llaman el ángel.
Yo lo llamo Matilde.”



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Villa Gesell, 2021

Esenciero
“…Hundido, en horizonte
soy polvareda que al viento va”
Zamba de mi esperanza.
Luis Profili.

El viejo Bedford 4 x 4 Bus Camper, tres ventanas trapezoidales por lado y dos rectangulares
atrás, encabezaba la caravana descosida.
Pietro Chiave le sujetó al paragolpes trasero su teatro de títeres, una carroza de altas ruedas
de madera atrás y dos más chicas adelante, donde además de los habitantes naturales que
viajaban colgados, cabeceando y dando algunas pataditas, puso su mueble biblioteca y sujetó
paquetes con libros sobre títeres y obras de teatro relacionadas.
La carroza tenía la anchura del Bedford ayudando a una marcha serena en el camino de tierra,
consolidado por la ausencia de lluvias y el sol secante de Diciembre.
En el frente, entre las varas levemente arqueadas, una escalera rebatible al desplegarse
descubría la puerta de acceso. El techo era curvo, pintado azul con bordes rojos, y la escultura
de un elfo viajaba oteando el camino. En uno de los verdes laterales una ventana se abría al
escenario donde jugaban los títeres sus historias.
Construida toda en madera, fugaba de un antiguo cuento de hadas que escuchó en la niñez.
Lionetta Varo la había fileteado, arte que siendo chica aprendió de sus abuelos, pintores los
dos.
Dentro de la carroza, acompañando a los títeres, venían sus colores, sus pinceles y cuadros.
La fuerza del motor los trajo sin sobresaltos mayores, desde quinientos kilómetros estirados
por el tiempo tardado, sumado el vértigo y la angustia del llegar.
Cuando Lionetta, que llevaba el mapa de ruta marcando los avances, anunció el arribo,
descendieron los dos del camión vivienda, pisando la arena con el pie izquierdo.
Primería circunstancial, por unos minutos se fantasearon fundadores, adelantados de Costa
Suave, el chispazo del fogón de un duende genético duró hasta que llegaron los otros vehículos,
y la ceremonia popular, en los sentimientos resultó de familia.

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5 cuentos largos / Alberto Naso

Era Diciembre. Para la historia, sucedió en el año 1 antes de Costa Suave, que figuró con la
grafía 1a.c.s., en el documento testimonial de la fundación, que Vera Regulez escribió con prolija
letra antigua en los descansos del viaje. Se leía al comienzo de la hoja papel pergamino, que
guardaron en un cofre de madera tallado por el “Pajaro” Gubia:
“En el día 28 de Diciembre del año 1.a.c.s. Nos los que abajo dejamos nuestras firmas, arribados
a esta tierra después de una larga marcha, le imponemos a este paraje el nombre de Costa
Suave, con el cual se conocerá de aquí en adelante…”
Sabiendo que viajaban hacia un destino desierto, naturaleza carente de viviendas, cada familia
había elegido su casa rodante, en ella llegaron y por un tiempo sería su hogar, hasta que
construyeran la nueva, o la definitiva, si hay cosas que lo son.
Formatos y comodidades fueron a piacere, expresión funcional y artística. La imposición de sus
escasos dineros no conspiró contra el estilo elegido. Resultaron todas distintas, como ellos.
Igualados en común los vehículos traían a cococha un remolque lleno de pertenencias.
La excepción era la familia Gubia que se vino con dos.
Ante los seis vehículos detenidos en línea, motores silenciados, el atardecer ganó voces, las
nacientes, de agradecimiento por haber llegado, de fascinación por el paisaje. Durante un
momento los invadió la contemplación, hasta que respondiendo al movimiento atávico corrieron
a la orilla y pusieron los pies en el agua del mar. La primera vez que lo pisaban. Anhelo
mitográfico del habitante continental.
El cansancio los silenció entrada la noche, a la sazón solo se escuchaba el frotar de las alas de
los grillos.
El mar estaba a barlovento, un viento de suave a mayor cruzó entre casa y casa, mástiles de
un mismo navío, que encontró donde encallar.
La oficina del registro civil, atendía el último jueves de cada mes par, cuando llegaba una
empleada delegada por el verdadero registro, situado a unos ciento noventa kilómetros tierra
adentro, en una localidad que por población y antigüedad, hace algunos años había merecido,
y conseguido, dos instancias que no siempre se conjugan, la titularidad permanente.
Los vecinos la vieron entrar un mediodía, pasados cuatro meses del arribo al paraje. Una mujer
que a la vista orillaba los treinta, acompañada por un hombre de más años, conductor de una
camioneta, donde apenas se distinguía en la puerta que quedó a la vista, una inscripción en
azul, borroneada por el barro que seguro juntaron en el viaje.
23

Villa Gesell, 2021

Vestía un conjunto de pantalón acampanado y blazer clásico, de color crudo, llevaba un
portafolio al tono. La vestimenta, inusual en este lugar y el hecho de haberla elegido,
connotaban el mensaje de alguien de importancia, retrato imaginado de una funcionaria.
La opción que presentó con palabras prolijas los retornó al antiguo e inconcluso debate sobre
la relación formal con el estado. Algunos la negaban por sus raíces anarquistas, y otros, dentro
del mismo ideario, comprendían una variable necesaria., que en nada los obligaba,

- nos

planta en este suelo- sostenían.
El forcejeo venía de antaño, tenía tránsito en el pensamiento, y cobijaba las dudas sobre si la
libertad era un bien intrínseco, espiritual, que se conservaba aún en la formalidad, o el celo por
distanciarse del estado era necesaria bandera que no se arriaba.
Convinieron en que algunos tenían sus documentos y otros no, por haberlos tirado kilómetros
antes de arribar, y que lo bueno aún no siendo lo mejor, era vivir como iguales en esta tierra
nueva.
Pragmáticos la aceptaron. Vera Angelus despertó al chofer que desde el arribo dormía en el
asiento del conductor, la cara tapada por una gorra blanca, y partió avisando que volvía en dos
meses.
Una vecina conservaba la llave del pequeño recinto, otrora teatro de títeres que trajera a
remolque Pietro Chiave, en el viaje de la caravana fundacional.
Acudía solícita y esmerada, temprano, antes de las ocho de la mañana, para asear el lugar;
traía flores de su jardín, suficientes para el jarrón de vidrio que campeaba sobre el escritorio,
calentaba el agua y se cebaba unos mates mientras aguardaba la llegada de Vera, la empleada,
salvo cuando los días anteriores la lluvia dificultaba el traslado por el camino de tierra que unía
Laguneada con su caserío. Entonces a esperar dos meses.
-Yo también me llamo Vera- le dijo el día que se conocieron. El nombre duplicado sirvió al inicio
para que hicieran buenas migas, y amasaran una amistad hecha de las cuitas que se contaban
las dos que vivían solas.

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5 cuentos largos / Alberto Naso

Transcurría el invierno del año 1, seco, frío, unos pocos se asomaban al pueblo en ciernes,
apenas poblado, con casas separadas, vecinos que se conocían y si alguno de los visitantes
quería radicarse, meditaban sobre virtudes y desventajas que a vuelo de pájaro le asignaban,
aún a sabiendas del chasco que se llevaron con la pareja que los deleitó desde el inicio y que
una mañana no estaba más, ellos dos y algunos de los enseres que Vera Regulez, la vecina
del civil, guardaba en el jardín de su casa.
Fue unos días antes del 30 de Agosto, solícitos, los pocos habitantes de Costa Suave se
anticiparon a la tormenta que esperaban todos los años, conjunción de realidad y fe, y aún los
que sospechaban que la fe sobrepasaba la realidad, acudieron en su ayuda y le repusieron lo
robado.
El miércoles 30 llovió y Regulez sonriente, mirando por la ventana, imaginaba las tareas de
mañana a la tarde para emprolijar el jardín, - cuando la Vera del civil se volviera a sus pagospensaba sin decirlo.
La joven pelirroja, pollera floreada, sombrero de paja, ala volada hacia abajo cortando el sol,
llegó temprano, decidida al cambio de domicilio, y unos minutos después, el sonido y la sombra
le avisaron de un otro, giro levemente la cabeza y en una mirada sobre los hombros encontró
el rostro de un joven pelirrojo. Se acomodó los bucles con ambas manos, el gesto estudiado,
sensual, atrajo una voz tupida, de barítono –Yo también soy pelirrojo-.
Esa misma tarde se sentaron en la arena de la playa, sorteando casualidades. Juliana llevó el
mate, sus escones horneados antes de salir y dos servilletas bordadas.
-Sos prolija-.
-Solo a vecesEl sol quebró el frio de los primeros diálogos, y entre amargos y escones desempolvaron
retazos de las historias que los empujaron al pueblo incipiente, selectivas primero las teñidas
de alegría, nueva construcción, pulsiones de esperanzas, amarradero de sueños.
Se confesaron sin prisa, en un tiempo retaceado, como un reloj con ganas de detenerse.
Penurias y entuertos horadantes, dolorosos, regresando en las noches, a veces hasta la
madrugada somnolienta, geográficos por naturaleza y por eso débiles ante la huida que los
abandonaba a su suerte. Incapaces de transitar los cientos de kilómetros hasta Costa Suave,
como si tuvieran una química que no admitía arenas disolventes.

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Villa Gesell, 2021

So riesgo de volverse fluidos perdiendo la materia del odio que los naturalizaba, se quedaron
en alguna parada del camino, olvidados y desorientados.
Al caer la tarde, los dos avanzaron a la orilla, juntaron raras caparazones, las sombras de sus
cuerpos depurados se juntaron y alargaron hasta mojarse en el mar.
Regresaron en un cuasi silencio, una pausa, un descanso a la verborragia. Quedaron en
encontrarse mañana a la tarde, en la playa que asomaba como la de los descubrimientos.
- Yo llevo una tortita picadura de abeja- dijo él
- ¿Qué tiene además del nombre que me intriga?- Mañana será un día dulce, es todo lo que te puedo adelantar. Chau Juliana- Chau EusebioLa picadura prendió, encendió calores que fueron fuego y pasadas semanas ausentes de
dudas, se juntaron con los trece del entorno, apretados en el carromato de títeres del seudo
registro civil.
Las dos Veras habían corrido el pequeño escritorio contra una pared buscando agrandar el
lugar, emocionadas levantaron al unísono la libreta gris, y no siendo duchas en la ceremonia
del casamiento balbucearon, tropezándose, palabras que creyeron alusivas. Desconcertadas
por la improvisación rodearon la mesa y besaron a los que hasta hace un rato eran los novios.
Nadie se preguntó sobre la legitimidad de una ceremonia donde no se leyeron las palabras
legales, eran enemigos de las palabras oficiales que aprisionaban, bichitos de luz clavando
antorchas, entre encendidas y apagadas, triunfadores o parias, a según se los mire, en la
perspectiva distinta que parte de puntos distintos, galeotes de ideologías que echaron anclas
en esta playa.
Los trece le entregaron una otra libreta de casamiento, hecha a mano, con la fecha del
calendario de Costa Suave, 21 de Septiembre del año 1. Más legítima que la traída por Vera
Angelus.
Se encendieron aplausos, vivaron a los novios, los abrazaron, y se abrazaron entre ellos como
si también se hubieran casado.
Calmado el alboroto cortaron la torta picadura de abeja que trajo Eusebio y que ninguno
conocía, salvo Juliana, que relató el segundo encuentro en la playa, hasta que dijo susurrando
-lo que puedo contar-. Sus cachetes se sonrojaron, Eusebio la atrajo y así se alejaron.
Caminando, bajo una garua que recién empezaba a mojar.
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5 cuentos largos / Alberto Naso

Los de la fiesta brindaron por el primer casamiento en Costa Suave.
Cuando volvían a las casas, comentaban que por fin le conocieron la cara al chofer de Vera,
que lucía en la cabeza la conocida gorra blanca.
Los mitos son pilares de la identidad, sin ellos no hay pueblos, aún cuando no se hagan
públicos aparece un entremetido, con oficio de hurgador, tenaz explorador de atrincherados en
supremacías, calles en el silencio de una huelga, bosques de edificios, muchedumbres
marchando a una plaza simbólica, banderas, pancartas, credos.
Los hechos le dan vida, son constitutivos, y como la racionalidad no los revisa, perduran en ese
universo sutil, imaginativo, escondido, que resulta ser el de los sentimientos.
El nacimiento no reconoce recetas, algunos provienen de la naturaleza del lugar, del maná
incansable y variado que regala, la intervención humana es innecesaria, a veces resulta en
rupturas maléficas, nocivas.
Otros son instauraciones de cosmos nuevos, traídos de la ilusión, formato de un túnel de
antiguos espejos que perdura en las miradas de otros.
El calendario, si se universaliza, borronea identidades, subsume diferencias, se olvida de los
meridianos, es una verdad inexacta, espuria, sujeta a continuas correcciones, y cada pueblo se
propuso tener el suyo; a medida.
Los que llegaron y le dieron nombre a Costa Suave, ignorantes de otros formatos, se forjaron
fundadores desertores del año gregoriano. Empezaron a contar de nuevo. Desde el año 1.
El casamiento de Juliana y Eusebio pintó la ocasión, y ante la mirada hacia arriba de Vera
Angelus, que empezaba a ser cómplice, fecharon el acto en el año 1.
El calendario del pueblo se renovaba todos los 1° de Enero en una sencilla juntada en un predio,
con el tiempo nombrado Plaza del Calendario.
El lugar comenzó siendo un cuadrado imaginario, alejado unos doscientos metros de las dunas
de la playa, allí donde el pino marítimo, la adesmia incana, y la catalpa, se afincaron en la
arena retando los vientos.
Un carpintero, o un aficionado a la carpintería artística, traía el nuevo número tallado en madera,
y lo depositaba en un poliedro de tres caras esculpido en madera de jacarandá, coronado en el
formato de un libro abierto. Ceremonia de ofrenda de una tribu nueva.

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Villa Gesell, 2021

En anarquismo parcial, respetaron los nombres y la secuencia de los meses y los días
gregorianos, acaso por ser los únicos que les habían enseñado, o por vaya a saber, herencia
de misteriosos cordones umbilicales.
Para construir un mito no se necesita saber qué es un mito.
La naturaleza puso su óbolo en la costa.
Caparazones de bivalvos, de formatos distintos, caracolas globosas y las evolucionadas en la
forma de una espiral. Figura difícil, diría un coleccionista, el taladro del mar.
Venían en alguna altamar nocturna ocultando el arribo, inaugurando un museo de libre entrada,
dispuestas en el orden del desorden.
Vera Regulez tiene un hablar pausado, colocando con precisión el sonido de las consonantes,
resabio de la maestra que pasó por aulas de la escuela primaria, hasta que dijo adiós para
sumarse a la caravana. Una despedida que caduca con el retorno que le traen a su pasión,
Mariana y Ruperto, los primeros alumnos de Costa Suave.
Su hogar es un pequeño motorhome plateado, de dos dormitorios, techo con paneles solares,
y las comodidades para vivir bien. El frente un gran vidrio curvo, los dos asientos delanteros
son giratorios y sirven para el estar-comedor. Cuatro patas telescópicas lo elevan levemente
del suelo cuando permanece detenido, en uso vivienda.
Un lujo que yo no podría comprar – aclaraba con cierto pudor. – Era de mis tías españolas que
lo trajeron para recorrer el país como turistas. Después de un año y varios miles de kilómetros
decidieron dejármelo de regalo. Ahora es la casa que no tengo que construir.
Cultivaba una quinta en un terreno aledaño al suyo.
Sabía que el dueño del terreno era un tal Antonio Noremo que lo había comprado en el
comienzo del año 1, cuando curioso llegó al pueblo - y me sorprendió, después del mar que
buscaba, la audacia del calendario propio-.
Sonaba a liberación, de regresó a la ciudad natal, en Misiones, junto a la orilla del Paraná
donde nadaba desde niño, se trajo techaga’u de arena en playas anchas y las olas inquietas
del mar, junto con la historia que se cansó de contar a los amigos.
- Hay hechos disparadores que uno no se imagina, después de enfermar de los pulmones, el
consejo del médico, “el clima de la selva no es el más propicio, le recomiendo el mar”, detonó
el regreso que nunca dejó de estar en mis planes.
Reapareció una tarde en el pueblo.
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5 cuentos largos / Alberto Naso

Vera lo divisó parado en el frente de su terreno, cargado con una mochila y dos bolsos, lo
reconoció y salió presta a saludarlo.
- Hola, cómo está, venga pase - y lo invitó a ingresar a su casa.
- Descargue los bolsos y la mochila. ¿Le sirvo un te?
- Le agradezco, viene bien algo caliente.
Vera pensaba en la quinta invasora y dudaba sobre si ya era el momento del inicio de las
disculpas, y la duda no se resolvía deshojando la margarita, dado que todos los pétalos le
decían que sí.
Antonio se adelantó y le renació la calma.
-Vi la quinta que tiene en el fondo del terreno. Se la ve espléndida. Sabe, me gustan las
verduras.
Locuaz le contó que el rio fue cuna y libertad, desde muy chico lo exploró nadando, salía y
entraba en los remolinos, se dejaba llevar por la corriente, y un día –sabe, ahora no me viene
la fecha, empecé a soñar con arena y agua salada en sitios de poca gente.
La tarde pronto se iría y Vera decidió acompañarlo a encontrar donde dormir. Caminaron
buscando la menor profundidad de la arena y al pasar por una casa en construcción Vera saludó
a Eusebio que estaba parado en un andamio poniendo ladrillos.
Le preguntó por el embarazo de Juliana y siguieron camino. -Se casaron hace seis meses – le
dijo
Antonio escucho un leve cambio en el tono de la voz, una inflexión de alegría, que no supo si
era por los recién casados, o por una ilusión postergada.
Arribados a lo de Don Cúcaro, éste le mostró una casa pequeña que había construido pensando
en alquilarla a algún visitante, era albañil y se daba maña. Se pusieron de acuerdo con el alquiler
temporario.
Como la tarde entraba en la noche decidió acompañar el regreso de Vera, y volvió sin perderse
porque era baqueano en aprender los caminos nuevos. Aunque la luna no iluminara.
Cúcaro le contó una mañana, que había llegado en la caravana que arribó primero al lugar que
compraron, dejando atrás historias de familias que entre ellos nunca se contaron demasiado.
Percibió que era un mensaje de ida y vuelta, un no preguntes, pero tampoco te preguntaremos.
-Lucrecia, mi esposa, me entusiasmó a viajar-

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Villa Gesell, 2021

Nos vinimos con dos sobrinos que duermen en la cúpula arriba de la cabina- dijo señalando el
vehículo pintado de blanco- estamos cómodos pero pronto nos ponemos a construir la nuestra,
ya tengo acopio de los materiales.
En ese momento entendió el porqué del año 1 en el almanaque de Costa Suave.
-¿Y anda con tiempo para construir otra casa-?
La pregunta lo sorprendió a Cúcaro, y para salir de dudas, aunque tenía una sospecha, lo miro
y dijo -¿Y quién quiere una casa?Festejaron la ocurrencia con una copita de caña que ofreció Cúcaro; suficiente firma del contrato
entre dos que no se dudan.
-La próxima invito yo, con una caña blanca paraguaya, casera, hecha por un amigo en su casa,
única botella que traje, sabe, por eso de recordarY agregó -Ah, me olvidaba, me gustaría con techo a dos aguasEl día era ventoso y algo frío pero el sol invitaba y Antonio bien abrigado encaró para la playa.
Le gustaba sentarse en la arena, poner los ojos en el tamaño del mar y recordar el ancho del
Paraná.
Estaba en ese estado de mirada fija, preludio del nirvana, cuando ingreso en su visión un
hombre que no había percibido, caminando vacilante hacia el agua, como si estuviera indeciso
y en cada alto de la marcha volviera a pensar si continuaba.
Lo siguió y cuando empezó a mojarse los pies silbó fuerte y le gritó –el agua está fría-. Fue
suficiente, el desconocido se volvió, con la sorpresa que ser descubierto le da al rostro, y el
tono agudo del silbido rompió su decisión.
Sentado en la arena, junto a Antonio, resultó ser fácil contador de penurias.
- Soy marinero de un buque de carga y me pasó lo peor que le puede pasar a un tripulante, me
empecé a marear con el cabeceo del barco, la cabeza de a ratos zumbaba, sentía que se
bamboleaba, tenía que huir, del barco, y dado que no tenía alternativas, cuando navegamos
cerca de la costa me tiré y nadé.
-Entonces no es un náufrago- le preguntó Antonio
-En parte si y en parte no; ahora que me lo pregunta, soy un náufrago a medias, no sé si
quedarme o retornar, puesto a escribir una novela sin saber el final ¿usted que haría?
- Sabe, empezaría de vuelta, acá todos empiezan de vuelta, hasta con el calendario-.

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5 cuentos largos / Alberto Naso

Grata le llegó a Vera la idea de construir una casa en el terreno de la quinta; y más grata la
aclaración de Antonio
-Delante de la quinta, que sigue siendo suyaCompartir le sonó a preludio de una nueva relación vecinal. Previsora no quiso anudar terceras
esperanzas en un macramé, que luego tuviera que desanudar, y guardar en el morral de las
ilusiones frustradas. Bastante ocupado a sus cuarenta y tres años.
Juliana llegó con un Eusebio munido de hojas y escuadra, presto a plantar las vistas de la
casa, según requerimientos del dueño, con grageas agregadas por las mujeres. Lo hacía tan
sencillo y rápido que Antonio se tentó a preguntarle si era un profesional, pero recordó la charla
con Cúcaro y se mandó a silencio.
Tomaron unos mates y cuando saltó el tema del nombre que le pondría a la casa, Juliana
sugirió que fuera “Sabe”, y ante el silencio de tres, se tapó la boca, arrepentida, sus cachetes
se sonrojaron como el día del casamiento, no pudo escapar a la demanda de justificación, y
poniendo la mano sobre la panza de cinco meses, se acomodó en el sillón diciendo:
-Cuando Antonio habla, suele decir sabe, al comienzo o en cualquier lugar de la frase, ya hay
varios que nos dimos cuenta en el pueblo, rápido le pusimos ese apodo; disculpe Antonio por
el atrevimiento, en fin-Sabe, me gusta – dijo Antonio, y los cuatro largaron la carcajada.
Cúcaro se apareció temprano con dos que van a ayudar, según comentó.
Antonio reconoció a uno y acercándose lo saludó con un amable - Hola marinero-Se conocían- preguntó don Cúcaro, que no parecía sorprendido por la denominación.
El marinero traía un balde en su mano izquierda, lo dejó en el suelo, y cuando Antonio pensó
que era zurdo y lo quería saludar con la izquierda, le extendió la mano derecha, agregando más
confusión a la que ya tenía.
-Los dos son hermanos, hijos de una hermana de mi mujer, ahora viven con nosotros, son
buenos muchachos- los presentó don Cúcaro.
El marinero miraba para el mar; como si recordara la huida del barco de carga, pensó Antonio.
- Sabe, no los conocía- dijo compinche
El marinero sonrió un gracias y lo saludó, ahora con la mano izquierda, mientras tenía el balde
en la derecha.

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Villa Gesell, 2021

Un camión azul despintado repechó la pequeña cuesta de arena roncando, el peso de la carga
y la vetustez del motor no lo ayudaban. Los dos de la cabina bajaron asombrados de haber
llegado y de la soledad del lugar, era el primer viaje que hacían a Costa Suave.
Duchos para el barro, la arena era un desafío que tensaba después de siete horas de viaje
matizadas con algunos amargos, pero allí estaban, mirando a los cinco que los miraban,
parados en línea.
-Buenas, buscamos a un tal Antonio según nos indicó la señora Angelus, venimos de
Laguneada, traemos los materiales de construcción y un poco de carne que les envía la señoray se silenció porque no sabía que más decir.
Seis empezaron la descarga mientras Vera cortaba lechuga y tomates de la quinta y encendía
leños para una churrasqueada.
Iba cayendo la noche cuando terminaron de bajar las últimas bolsas de cemento. Los choferes
decididos a partir de madrugada se tiraron a dormir en la caja, tapados con cartones y mantas.
Vera le alcanzó un poncho puyo y Antonio los acompañó. Apagó la lámpara de querosene y se
fue a dormir.
No todos los que se apellidan Gubia son carpinteros pero el “Pájaro” Gubia sí. Llegó a Costa
Suave con la caravana fundadora, en un camión cargado de maderas y herramientas, que era
el último en la fila, por si se quedaba en el barro dado los kilos que portaba, y hasta que lo
pudieran sacar no demoraba a los restantes.
En otro vehículo viajaban Verónica Bolten, madre de Mariana, de diez años, y Ruperto , dos
años menor, los hijos de ambos. Verónica lo conducía con el manejo experto que ganó desde
los catorce años en el taller mecánico de su padre.
La costumbre de apodar surgió en las noches, cuando descansaban. Antes de dormir escribían
en papelitos los probables, los mezclaban en una bolsita y aplaudían ante la lectura de cada
uno, el que tenía más volumen de aplausos era el que le dejaban. Luego quemaban los
papelitos para deslizar el acto al anonimato, preservando al autor alejaban resquemores y
mantenían el bien fundacional, la cohesión del grupo.
El “Pájaro” Gubia construyó su casa en madera, bastante cercana a la orilla, y como buen
escultor que era talló una veleta con perfil de pájaro, en una tabla de jacarandá, que tarugó al
tirante más ancho del techo.

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5 cuentos largos / Alberto Naso

Verónica, Mariana y Ruperto aguardaban abajo la inauguración, el viento venía suave del mar,
o sea del este, la veleta se jugaba su destino como tal, ese momento del paso a la eternidad o
al olvido. El “Pájaro” la sujetaba nervioso, no sabía si el peso le permitiría sentir las brisas leves
y girar, o si se quedaría estática, mirando sorprendida sin saber qué hacer.
¡Ahora!- gritó Ruperto.
El “Pájaro” Gubia de cuclillas en el techo, se levantó mirando al este, alzó los brazos en un
gesto de triunfo, la veleta venció la inercia y con la ayuda del viento inició un movimiento lento
pero continuo, hasta detenerse señalando el este. Eran dos pájaros mirando el mismo horizonte,
desafiando en su vuelo a las gaviotas.
Emile Quiró y Amalia Bue llegaron con la caravana, trayendo en el remolque enganchado a la
casa rodante, su colección de libros.
<< Prestar libros conlleva el riesgo de perderlos. Lo sabemos bien, por experiencia.
En nuestra comunidad no puede suceder, somos amigos, pocos, la geografía ayuda, y nos
construimos en isla sin agua que nos rodee. ¿A dónde huir con un libro?
Prestarlos es necesario porque los textos piden ser leídos, el invierno que nos esconde en las
casas es momento propicio, el holgazaneo abre las tapas, se adentra en el interior del misterio
de cada página, casi siempre se rinde y avanza.
Las manos sensibles sienten la transferencia de voces que traen las palabras. ¿Electricidad del
autor o de los personajes? Vaya uno a saber.
Ésta no es una biblioteca, con libros sobre literatura dispersa, para satisfacer lectores de
distintas temáticas.
Es nuestro rejunte de títulos, devenidos en el tiempo, cohesionados en el tronco que no acepta
ramas que nos profanen con contenidos o autores que decidimos no leer. Todos caben en los
límites de la frontera del sentir que tenemos, compromiso que nos embarcó en la deriva del
transitar azaroso al destino ansiado, claro de luz en la esperanza.
Arribados del remolque, se limpian antes de asentarlos en el mueble biblioteca, obsesión de
pronta derrota, el polvo no tardará en llegar con esa capa que molesta cuando uno lo agarra,
pero el comienzo es promisorio, y del empezar vivimos.
Circulan en los trescientos metros que nos unen, hay uno que recorrió varias veces la distancia,
atleta aplaudido, cotidianas horas de lecturas, insólitas las relecturas.
La ruptura del cerco que nos enclaustraba es la marca de fuego de Costa Suave.
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Villa Gesell, 2021

En la Plaza del Calendario un madero lleva quemado: Redoble por Rancas.
Cuando algún turista lego en el nombre pregunta, le dicen que hay un libro en nuestra biblioteca,
con dos lectores que tienen ganas de hablar de contenidos e intenciones.
También le insinúan que si alguna noche ven a un jinete galopar silencioso por la arena cercana
al mar, es Hector Chacón, el Nictálope, que nos cuida.>>
De la sapiencia del “Pájaro”, Eusebio no tenía dudas, pero Antonio lo sorprendió con su
destreza, las maderas se fueron haciendo marcos donde cabían a la perfección ventanas y
puertas. Ducho el “Sabe” Antonio – le comentaba entusiasmado a Juliana mientras pelaba una
mandarina después de la cena-.
El olor a aserrín invadió la casa-almacén, de maderas y tarugos surgieron muebles, estantes,
cajones, hasta un pequeño mostrador.
Le quería ganar al momento del parto, para instalarse antes y esperar cómodos, pero sentía
que no llegaba y a la ayuda del “Pájaro” y Antonio, se sumó Pietro Chiave, un otro fundador que
haciendo honor a su apellido era cerrajero, pero en Costa Suave no eran necesarias las
cerraduras porque faltaban ladrones. Entonces se anotaba en todas las situaciones como
ayudante de albañil o carpintero.
-Aunque no me olvido de escribir las palabras para mis títeres- comentó con un dejo de
melancolía, que se le encendía en el gesto y el rostro.
Techaga’u – confirmó Antonio recordando el Paraná.
Despuntando el oficio, Pietro le puso cerraduras a la puerta de entrada y a una caja que
colgaron debajo del mostrador, y solo a ésta le probó las llaves. – Para el dinero- dijo en el
momento de la entrega.
Eusebio probó la cerradura de la caja y cuando la abrió encontró tres billetes de diez pesos.
Lionetta fileteo la cuna que en secreto habían construido el ¨Pajaro” y Antonio. En caravana y
de sorpresa se aparecieron en la casa-almacén, junto con Vera, Lucrecia, Rosa, Verónica,
Mariana y Ruperto.
Cúcaro con el marinero y su hermano la bajaron del camión, uniéndose a la comitiva, que eran
a decir verdad, todos los de Costa Suave.
Durante cinco días llovió, de a ratos fuerte, de a ratos suave, pero siempre persistente, Juliana
y Eusebio pensaban en el barrial del camino, imposible de transitar, y en el crio que se
anunciaba.
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5 cuentos largos / Alberto Naso

Con la ayuda de Lionetta, que supo ser partera de emergencia, un llanto de niño retumbó en la
casa una tarde de invierno, y por eso le pusieron Pukem de nombre.
En la noche desde afuera se veían las luces de los “Sol de Noche” que mantenía Eusebio
encendidos mientras cuidaban el primer dormitar del primer nacido en Costa Suave.
El 21 de Septiembre del año 2 Vera Regulez y Antonio Noremo se casaron. Justo un año
después de la boda de Juliana y Eusebio. Oficiaron los dos de testigos del civil, ante Vera
Angelus, que después de la celebración avisó que regresaba en dos meses con la libreta de
casamiento.
Pasaron cuatro meses y no se supo nada de ella.
La temporada de verano con la llegada de los turistas los mantuvo ocupados. El asunto de la
libreta entro en un cierto olvido. Salvo para Rosa y Antonio que de vez en cuando se
preguntaban que estaría pasando.
El verano del 3 trajo algunos turistas con exigencias que el almacén JyE no podía cumplimentar
porque se vendían pocos productos, de cada uno una sola variedad si las había, y seguro una
sola marca.
El almacén minimalista imponía en la soledad del poblado, recetas suficientes, descartando
variaciones devenidas, al final de cuentas, de la evolución del guiso original que tuvieron todos
los pueblos.
Y el color lo ponían las verduras que en las mañanas traía Vera de su quinta.
Pukem pasaba de la cuna, al pasillo detrás del mostrador, cuando Juliana atendía el negocio
mientras Eusebio entregaba leña y querosene en los domicilios temporarios de los visitantes.
Como la cuna era demasiado ancha lo ponía en un cajón destinado a los fideos, encima de una
manta tejida por ella, bien abrigado, y desde ahí sonreía Pukem cuando la veía pasar.
Una turista sorprendida preguntó cómo se llamaba el niño del cajón de los fideos, y el nombre
empezó a trascender en el círculo cerrado que habían formado los que venían. En el verano
del 3 no los contaron pero se apreció como una marejada alta de visitantes.
Urdían coreografías que denotaban propósitos múltiples. Cada grupo se movía dentro de la
propia. No autobautizaron los nombres que devinieron de los movimientos
naturales, momentos, tiempos y distancias. Calmas y ansiedades.

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en la playa,

Villa Gesell, 2021

Los exploradores, desde el amanecer buscaban caracolas caminando kilómetros de playa hacia
el norte y hacia el sur, partían con mochilas vacías y volvían con las piernas cansadas,
buscando el borde del mar para no hundirse en la arena por el peso excesivo de la colecta.
La playa era dispendiosa, algunos días de caracolas y otros de ausencias, el humor oscilaba
pero la obstinación por la cantidad persistía; el mar no era agua salada hasta el horizonte, y ni
imaginar el más allá, solo un apéndice proveedor, aluvión que dejaba y se iba vacío, y ellos no
querían ser mar, buscaban llenarse aunque sea de caracolas.
Los proféticos eran monjes vaticinando la abundancia durante la noche sin luna, diferenciados
arribaban con el calendario marcado,

y en las fechas precisas desafiaban la oscuridad,

tensionando la visión antes que el alba disparara brutal contra el fetichismo, esfumándolo
mientras amanecía.
Los egocéntricos narraban sus vivencias, tan distintas que se convirtieron en una ley de la
confusión, donde las verdades ventiladas se chocaban sin que ninguna ganara ventaja en la
pugna, porque en su burbuja eran sordos a las palabras del otro.
Los tímidos vivían de día, se contentaban con pocas, y algunos, los más permeables, se
amigaban

con los desinteresados que estaban sentados en sus reposeras, leyendo,

soleándose o tomando mate con puercoespines, las deliciosas galletitas que descubrieron en
el almacén JyE, y que prolijos llevaban al regreso sustituyendo los consabidos alfajores.
Los pescadores artesanales se corrían buscando silencio y soledad, necesidad técnica, si cabe
el término, y vivencial.
Eran pocos los que miraban el mar, en silencio o charlando, eran escasos los que se tiraban en
la arena al sol.
Los residentes viajaban entre el polo del beneficio económico y la depredación voraz de la
naturaleza, entre el negocio y la ecología. Las preguntas teñían el viaje, la larga marcha que
emprendieron buscando salir del encierro, liberando fuerzas, rompiendo candados mentales y
físicos, buscando un espacio en el mapa, que le fuera propio pero también afín a su ideario.
El ARS nació cuando empezaron a sentir que el orden nuevo los envolvía. Tres lugareños
previniendo una derrota de la naturaleza, por agotamiento, se juntaron y fundaron el ARS. La
primera sociedad secreta de Costa Suave.
Fue en el otoño del año 2.

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5 cuentos largos / Alberto Naso

El nombre lo encontraron tachando letras a la palabra artistas, y cuando lo sintieron corto y
fuerte se juramentaron como miembros, únicos miembros para que fuera secreta y ácrata.
Los motivó pensar en la arena y el agua del mar. Todas las localidades costeras de las
cercanías ofrecían el mar y la playa. Algunas mentían cuando hablaban de largas y anchas
playas, la frase imantaba, y era difícil que un turista aceptara así nomás que había puesto su
cuerpo y su dinero en un sitio falaz.
Ninguno sabía del Ars amandi de Ovidio, ni del Ars poética de Aristóteles, y si hubieran estado
en sus lecturas, eran cosas distintas, antiguas, y la repetición de las palabras no amerita como
copia porque la nómina del lenguaje crece lentamente y las necesidades del habla y la escritura
suben montañas altas, y navegan ríos y mares desconocidos.
Artesanos del carbonato de calcio moldeaban caparazones marinas.
En noches de niebla o tormenta las distribuían en secreto en el borde del mar, para que las
olas las empujaran y las impregnaran de sal, reponiendo los faltantes, evitando se quebrara el
mito de la playa de las caracolas.
Fueron extraños guardavidas intentando salvar la naturaleza, sin esperar agradecimientos ni
gloria por los rescates. Suturando las heridas que dejaban los visitantes.
Una señora encontró un taladro de mar, pieza difícil, casi inhallable; como no lo quería vender
ni cambiar, se lo pedían prestado para la foto de la colección, así viajó de mano en mano, bajo
la atenta mirada de la agraciada, temerosa de su desaparición.
Surgió un mercado del trueque, informal, que facilitó completar la colección.
Las disímiles caparazones empezaron a tener un valor monetario que parecía ignorar la belleza,
los colores, las curvas, los pliegues, igual al de los cuadros cuando ingresan a la galería de arte
de un marchand, o peor, respondían a la escasez que etiqueta el precio.
Y no era lo que los lugareños esperaban lograr, dolidos pero atentos, mientras velaban
escapatorias, apareció el ARS con una solución, en abstracto ladina, en lo situacional
contrafáctica, un día la playa amaneció llena de los caros por raros taladros de mar. Seguían
siendo hermosos pero ahora costaban poco.
Sorprendidos, los habitantes estables se juntaron esa noche en el almacén JyE, después que
cerraran la puerta,

argumentaron sobre la libertad y la regulación, dos temas que eran

preciados, todos opinaron, los adultos y también Mariana y Ruperto, que ya habían cumplido
trece y once años.
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Villa Gesell, 2021

Pukem dormía en la cuna y el marinero de a ratos iba a mirarlo, sonriente regresaba con una
mano sujetando por el cachete la cabeza que se caía para ese lado, señalándole a Juliana lo
tranquilo que reposaba. Amigo de pocas palabras, hablaba con mímicas.
Los tres del ARS estaban presentes pero el bien guardado secreto les otorgaba la cualidad de
invisibles, y esta noche al igual que Pukem reposaban de su tarea.
Ellos nada tenían para discurrir. La abuela raíz de la libertad era numen pagano quebrando el
contubernio entre la rareza y el costo, aceptar la solución de emparejar las cantidades de cada
variedad, resultó un disfraz de ironía que desfiló adentrándose en el momento de la playa.
Los que volvían de breves estadías guardaban en secreto la abundancia, el paraje se volvió
un sitio de culto de minorías, bautizado con el apodo de Playa de las caracolas.
La angurria por las que llamaban caracolas, nombre profano que no se correspondía con todas
las caparazones que abundaban por momentos, justificaba no derramar información precisa
sobre donde pasaban algunos días de sus fines de semana o cortas vacaciones.
El diablo en sus andanzas sahumadoras limpia de motivos furtivos. Caminando por Costa
Suave despertó la boca de algunos creyentes y el cisma rompió el ocultismo. Apóstatas de la
religión del silencio vacacional que escamoteaba el destino, contaron poniendo el dedo en el
mapa, narrando bondades, dispuestos a compartirlas.
>> Hoy el mar está lejos. Pensándolo bien está siempre en el mismo lugar, lo que lo cambia es
la orilla. Eso creo. La luna le presta vaivenes, lo alarga y lo roba.
El viento sopla del oeste y sentada como estoy, mirando el alba desde la galería de la casa
disfruto la luz naranja del sol que empieza a dibujarse en la espuma que va y viene. No es el
color habitual. Cuando se levante sin duda tornará más claro.
Mariana y Ruperto duermen. El “Pajaro”, me acostumbré a llamarlo como todos, también.
Anoche seguro se acostó tarde, terminando las cajitas de madera blanda donde empiezo a
poner las caparazones, surtido de formas, tonos y tamaños, cada una en una celda del enrejado
del piso.
Después hay que bajar con una mesita a la playa, arriba de cada torre la última caja destapada,
mostrando el contenido, vale aguardar la llegada de los turistas, no mucho más.
Miran, preguntan si pueden abrir otras cajas, para elegir, tarea que les agrada, no hay muchas
diferencias pero las encuentran o creen encontrarlas.

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5 cuentos largos / Alberto Naso

Llega Mariana junto a Ruperto cada uno con su silla playera, barrilete en mano, en vuelo
tranquilo se alternan remontándolos. Abro la sombrilla, los dejo de vendedores y me vuelvo a
la casa para tomar, junto al “Pajaro”, el segundo desayuno. Galleta casera y mate cocido.
Conversamos dos temas. La luna mueve las mareas. Es rígida y conocida la secuencia, hasta
tiene horarios. Nosotros, cómplices de rupturas, partícipes del dándose, también forjamos la
playa.
La costa existe de antes que la hiciéramos suave.
Te mando mi beso mamá. Y tres besos más. Verónica. <<
La casa está al sur de las otras, se podría decir donde termina Costa Suave, pero no es cierto.
Según el plano se estira hacia la derecha tres kilómetros más, después sigue la playa, la
ausencia de una marca de frontera deja pensar más allá, por lo menos hasta que llegue el
propietario vecino asentando una señal de propiedad privada.
Mientras tanto, kilómetros de arena son suyos, de los turistas y de las cañas de los pescadores.
Ruperto corretea la orilla, espada de madera en mano, esperando el desembarco de Sandokan,
que dice llegará desde la Malasia y bajará junto a Yañez.
El marinero, que es ducho en descender, le contó que el Rey del Mar viene navegando desde
lejos, -hay que tener paciencia y esperar, el navío tiene dos mástiles, uno en el centro y otro en
la parte de atrás, que se llama la popa-.
Las velas son así- y con un palito le dibujó en la arena un triángulo con hipotenusa curvilínea.
¿Es grande? –preguntó Ruperto, que buscaba precisiones.
Como quince metros, el largo de tres casas rodantes – contestó el marinero
Esta parte de la historia Ruperto no la leyó en el libro que se trajo de la biblioteca de Emile y
Amalia, pero le gustaba y se propuso escribirla.
Su hermana Mariana decía llamarse igual que la perla de Lebuan, la joven rescatada por
Sandokan, y lo podía ayudar detallando anécdotas.
Mientras aguardan a los compradores de las cajas de caparazones, sentados en sus sillas
playeras se pusieron los dos a borronear el texto, resguardados del sol intenso por la sombrilla
roja, que les teñía de color las hojas blancas.
El “Pájaro” construyó dos maquetas de paraos, con velas desplegadas; en lo alto de un mástil
flameaba, cuando el viento ayudaba, una bandera de fondo rojo con una cabeza de tigre en el
centro.
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Villa Gesell, 2021

Para Mariana y Ruperto. Por si no llega el “Tigre de la Malasia” – le dijo a Verónica-.
-Lo sé, no es lo mismo, las ilusiones no tienen reemplazo, el asunto entonces es posibilitar una
nueva. Puede suceder que estas maquetas naveguen en alguna de las lagunitas que la arena
forma en la orilla. Depende de la profundidad que tenga y del viento, por cierto.
La intervención del ARS disminuyó caminatas extensas, ahora los visitantes se agrupaban en
un sector cercano a las casas, y la playa empezó a vocearse como “la del centro”, denominación
social, dado que

mirando la extensión de tierra comprada, allí no se situaba el centro

geográfico.
De punta a punta de esa extensión, la totalidad del hoy, incluido el almacén JyE, provisoria en
la dilación de tiempo y espacio, estaba a la distancia de una cierta pereza que los invade a la
tarde. Salvo el día anterior al regreso cuando compran las cajas de Verónica, las galletitas
puercoespines, y porque no una torta picadura de abejas. Ninguno de los tres regalos necesita
del frío que no tendrán durante el traslado.
Los vehículos antecesores de las casas, y éstas mismas, son expresiones de biografías
acarreadas, que buscan lavarse en el mar, desteñidas secarse al sol, ansiando reescribirse en
la hegemonía que los convoca, grito silenciado de cadenas rotas, duro recorrido espiritual.
La casa rodante del “Pájaro” construida sobre el chasis de un viejo y largo colectivo, pintado de
verde, motor externo y guardabarros rectangulares, respetando las ocho ventanas por lado,
portaba como aderezo un primer piso de madera, techado a dos aguas con tejas también de
madera.
En los trescientos metros que tenía de longitud “el centro”, se la encontraba en el extremo sur.
Los lugareños lo llamaban el lado del arte. Sus vecinos cercanos eran Lionetta y Pietro, pintora
y titiritero; los lectores y activadores de libros, según ellos se autodefinían, Amalia y Emile.
En el medio, moraban los cuatro de Cúcaro, hacia el norte el almacén JyE, Antonio que terminó
la casa donde vivía con Rosa Regulez, desde ahí el silencio de la mirada, puesta en lejanía de
arenas cambiantes por el viento y la crecida del mar.
El cese físico del vértigo que los trajo estaba a la vista, logro material de sus hogares. Más
importantes que las viviendas anexadas para alquilar.
Curioso rejuntado ecléctico, divergentes en las aguadas de una acuarela, sostenían igualarse
alrededor de un ánima nueva, intersubjetividad necesaria, reconocimiento de la alteridad,
sabedores que sin ella no encontrarían libertad.
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5 cuentos largos / Alberto Naso

En la playa una puerta de madera y su marco, intrepidez surrealista que plantó el “Pájaro” a
pedido de Lionetta, le permitía al marinero entrar con las bandejas de comida que traía del
almacén JyE.
La historia merece ser contada en detalles.
Resulta que el marinero confesó que lo del marinero era una forma del decir, a bordo viajaba
pero era mozo en el comedor del barco, y maneja las bandejas con habilidad, -por los
movimientos del barco- dijo con entusiasmo que antes no se le conocía.
-Entonces puedo llevar la comida en bandejas, sin que se caigan los platos. La arena se mueve,
pero menos que el barco- Sentenció y calló.
Para él ya eran muchas las palabras vertidas.
Los turistas tenían un momento de desconcierto al llegar a la playa y encontrarse con la puerta
de madera. Abrían los ojos levantando las cejas, sonreían mirando alrededor en espera de
alguna sorpresa que completara el escenario, formaban corrillos, locuaces en teorías del
porqué.
No se sabe si por aburridos o por audaces juguetones, el entretenimiento ganó adeptos entre
los primeros que llegaron, en fila esperaron para ingresar a la playa abriendo y cerrando la
puerta. Hubo momentos de demora cuando la fila serpenteada se estiraba camino a las
primeras dunas, pero el instante mágico ameritaba la espera, que a diferencia de las que
estaban acostumbrados a despotricar en bancos y otras entidades, ofrecía el plus de la
aventura. Adicional, el tiempo les sobraba y era bueno rellenarlo.
Más allá de juegos y sentimientos, en lo cierto, que no siempre es lo real, la puerta terminó
marcando una línea paralela a la costa y entre ella y el agua se ubicaron.
El espacio delimitó el escenario para la coreografía de los distintos grupos conductales,
exploradores, proféticos, egocéntricos, tímidos.
Sin olvidar a los que ahora, en el verano del año 3, crecían en número, entraban al mar o se
tendían en la arena a tomar sol.
Así nació el primer balneario de Costa Suave, sin carpas, con servicio de bar y restaurant
atendido por el marinero trocado a mozo.

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Villa Gesell, 2021

El menú del JyE era conciso en la oferta pero abundante en el contenido de cada una. Curtía
una particularidad, los emparedados de hogazas de diez, veinte y hasta treinta centímetros de
diámetro, cocidos en horno de leña. Se ofrecían con rellenos varios, entre los cuales sobresalía
el llamado “Sorpresa”, incógnita copiosa, variando según el día y lo disponible. Terminó siendo
el más demandado, matizando el holgazaneo con el estupor de lo impensado. Infaltable para la
tarde las picaduras de abeja y los puercoespines.
Cuando el sol abandonaba el día, el marinero-mozo, maratonista de arena, volvía a su casa y
ponía los pies en un banco elevado, para que se deshincharan.
Entrando las estrellas Rosa y Antonio atendían el almacén JyE, que a esas horas oficiaba de
rotisería, con el plato de fondo del día, mientras Juliana y Eusebio trajinaban la cocina,
preparando las minutas pedidas.
Puken dormía, cansado de sol y arena.
Una vez por semana aparecía en Costa Suave el camión que transportaba vituallas variadas.
A Eusebio le recordaba la lancha-almacén que recorría los ríos del delta, y llegaba a la casa
de la isla donde pasó parte de su niñez.
Estacionado en la puerta del JyE, acceder a su interior era un recorrido por lo necesario, lo
básico, quizás un poco más, sin pretensiones de ciudadano mundano.
La ocasión consentía la sociabilidad con Da Costa, el dueño del negocio móvil, un simpático
correveidile de anécdotas autóctonas de los pueblos que recorría semanalmente.
Usted va por Laguneada – preguntó Eusebio.
-No, queda lejos, tierra adentro, y el camino es muy malo. Por si le interesa el lugar, le adelanto
que no tengo buenas referencias, los que andamos por los caminos juntamos camiones en
algún cruce, y allí, vio, se conversa de todo un poco. Vaya uno a saber si será verdad o mentira,
pero dicen que piden colaboración, bueno a la entrada, usted sabe de qué hablo. Y adentro,
también dicen, no son trigo limpio.
-Gracias por los datos, y por las advertencias-De nada. ¿Hoy que va a bajar?Cuando se iba Da Costa llegaba Pietro. Eusebio le comentó la conversación que habían tenido,
y aun con los recaudos que bien le señaló el correveidile, lo alertó, ahora que ya pasaron meses
y meses y Rosa, la de Laguneada, seguía sin volver.

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5 cuentos largos / Alberto Naso

Y nuestra Rosa esperando la libreta de casamiento –dijo Pietro, y añadió- toda esa historia del
registro civil volante me pareció más una obra para mis títeres, que una ayuda para nosotros.
La tarde se volvía cenizas, presos del diálogo, compartieron desasosiego, casa por casa,
buscando cortar de cuajo el brote sospechado hace un tiempo, ahora escozor en momentos de
alegría, un escollo al que hay que ponerle final.
El comentario del camionero y la reparación que se merecían Rosa y Antonio, movilizó
opiniones, y finalmente se impuso designar a Don Cúcaro para que averiguara en Laguneada.
La elección del comisionado se sostuvo en el tratamiento de Don, distinción dada desde que
empezó la larga marcha, sin explicitar un fundamento, por cierto innecesario en la cota de lo
objetivo.
Pietro, avanzó en sospechas. Trasladó el carromato vuelto registro civil al costado de su casa,
en señal clara del cierre de la etapa del engaño, motivo central que empezó a esbozar en su
nueva obra para títeres, fábula con bruja presente. Construcción clásica en antiguas contadas.
Prometiéndole a Lionetta que si Rosa Angelus era empleada de un registro civil, no la estrenaba.
Fue entonces que se permitió parodiar a Manuel Machado y comenzó escribiendo: Por la terrible
arena bonaerense…
Don Cúcaro no había entrado nunca a un juzgado, y no tenía claro si ese era el sitio al cual
debía recurrir, por mentas sabía que en ese espacio infrecuente para los comunes, pensaban
con unos libros que ordenaban la existencia con frases y citas extrañas, y papeleos tan largos
que a veces llegaban cuando la vida ya había cambiado.
Pero a dónde podía ir, peregrino en una comarca extraña, en la que le contestaban que nunca
hubo un registro civil, aunque lo pidieron varias veces, para evitar tener que viajar a otros
pueblos de la zona.
Habían llegado temprano en una vieja camioneta, desandando la noche, él y el marinero, que
tendría lo suyo, es cierto, pero a la hora de manejar era bueno.
La señora que atendía un kiosco justo al costado del Juzgado de Paz, los vio perplejos y les
recomendó preguntaran por Ofelia - es mi hermana y seguro que los puede ayudar-.
El espacio no era amplio, detrás de una larga mesada de madera un hombre y una mujer
escribían a máquina, al fondo una mampara de vidrio esmerilado sugería una oficina, las
paredes pintaban a viejo, y algunas armarios desbordaban de carpetas.

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Ofelia los escuchó atenta, le pidió a Cúcaro, que era el que hablaba, su documento. Lo miró y
confirmó que lo había expedido el registro civil de Laguneada. Aprovechó que el marinero tenía
el suyo en la mano, sin saber qué hacer pero con ganas de entregarlo, y también se lo llevó al
señor calvo que dejó de escribir a máquina, les echó una ojeada, algo habló con Ofelia y se
acercó al mostrador de la entrada.
Cúcaro contó por segunda vez, superando el balbuceo inicial, la historia que los trajo.
El señor calvo caminó hasta la oficina del fondo, golpeó la puerta y entró.
Ofelia les dijo –tomen asiento y aguarden, el secretario los va a atenderEl marinero se entretuvo mirando una mosca que quería salir por el ventanal y chocaba con el
vidrio, lo abrió levemente y la ayudó a huir.
El señor calvo, ahora el secretario, volvió después de un largo rato con buenas noticias –el fiscal
los va a atenderPasaron a una oficina chica o con un escritorio demasiado grande, el señor en cuestión cabeceo
una sonrisa, la dentadura blanca de dientes prolijos contrastaba con la oscuridad ambiente, el
conjunto lo cerraba una gran foto que tenía atrás de su cabeza y una cortina pesada que alguna
vez debió tener polillas.
Vestía saco y corbata, a pesar del calor y la humedad.
El relato mejoró con las repeticiones y cuando llegó hasta el final le pareció coherente. Al fiscal
no.
El secretario del juzgado le había advertido de las rarezas del caso. Un hombre presenta un
documento de identidad firmado por el jefe del registro civil de Laguneada, por cierto inexistente,
pero insiste que la empleada del registro, una tal Vera Angelus, visitaba Costa Suave, el tercer
jueves de los meses impares, llenaba papeles con datos que les pedía, y volvía a los dos meses
con la documentación, identidades, casamientos y nacimientos.
- Nos cobraba lo que según la ley se debía pagar por los documentos- explicó Cúcaro.
El fiscal lo escuchó preocupado, el caso era inédito, curioso y múltiple, porque abarcaba delitos
presuntamente conexos, ameritaba un largo legajo pero estaban llenos de trabajo. Judicial y
político.
El presentado por propia voluntad tiene documentos falsos, aunque sostiene que son
verdaderos. También informa que todos los habitantes de Costa Suave tienen los mismos
documentos expedidos por el registro civil de Laguneada.
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5 cuentos largos / Alberto Naso

A la presunta autora de los documentos falsos nadie la conoce en Laguneada, pero será
necesario dictar una búsqueda y averiguación de antecedentes. El problema es que no tienen
una foto de ella.
El secretario, que había estudiado italiano y latín en el seminario, se sorprendió con el nombre
y apellido, Vera Angelus, verdadero ángel. Estaba acostumbrado a hechos extraños pero la
burla sobre los desprevenidos de Costa Suave le resultó cruel. Pensó sin expresarlo que si la
búsqueda y el hallazgo no resultaba, algo que por su experiencia sospechaba sucedería, le
pondría de apodo: Vera Latrona.
El marinero desde que llegó tenía puesta una mirada fija en la foto y no la quitaba, como si
buscara desde el alto carajo tierra firme. El señor detrás del escritorio giró el sillón buscando
presencias a su espalda y se volvió calmado.
En cuanto al paraje denominado Costa Suave, el secretario precisó que no figura en el mapa
pero se va a hacer una investigación al respecto. No dijo, por cierto, que hacía más de diez
años que no enviaban desde el ministerio un mapa actualizado.
Cúcaro aclaró que quedaba en la costa, junto al mar, a unos ciento noventa kilómetros saliendo
de Laguneada, hacia el este, y agregó –existe porque vivimos allíSe miró el índice extendido pero como no apareció el mapa cerró la mano.
-También hay que informar al Juez de menores por el tema de los nacimientos no registradosdijo el fiscal en tono de sentencia que sonó necesaria para aclarar su figura.
El marinero pensó en la extraña situación de Pukem, el hijo de Juliana y Eusebio, que él conocía
desde que jugaba en el cajón de los fideos, pero ahora resulta que no existe.
El albañil escuchó luego los artículos del código penal que al decir del fiscal se habían infringido,
y la voz de la autoridad se le iba perdiendo, como si una sordera progresara.
Saludó al fiscal y cuando salía acompañado del secretario le preguntó cuántos días llevarían
los trámites.
-No piense en días, piense en mesesEl periodista de “El pregón de Laguneada, el semanario que sale los sábados, escribió en los
titulares y en página central, los hechos que según él motivaron la intervención de la justicia,
ignorando, aunque lo sabía, que Cúcaro se había presentado voluntariamente, pero esa parte
le “quitaba pathos a la noticia”. La nota fue el comentario del día, del domingo y de la semana.

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Según el dictamen del fiscal, los documentos se comprueba son falsos, los dicentes deberían
acreditar identidad, y Costa Suave no tiene ni latitud ni longitud.
El problema del secretario, era entonces a quien notificar y en cual dirección. Una bruma mental
invadió la oficina, para despejarla el caso se cerró y la carpeta se perdió en la pila que ya
desbordaba un armario.
Ofelia le relataba a la hermana la poca atención que le habían prestado al caso, no se
decidieron indagar cuestiones tales como la posible comisión de una estafa por parte de la tal
Vera, un viaje hasta Costa Suave para verificar in situ si allí vivían, y un pedido de los
documentos que tenían antes del cambio y de la propiedad del paraje que dijeron comprar.
Desde adentro del kiosco la hermana sentenció – Bueno, vinieron sin abogados, y así los
trataron. -. Cerró la cortina del local y se fueron las dos, comentando el nuevo fallo fallido.
La distancia es la misma pero el tiempo para regresar es distinto.
Cúcaro desea estirarlo mientras mastica lo sucedido buscando armar una explicación de valor
existencial para sus vecinos.
El marinero quiere apurarlo por la angustia de encontrarse con Pukem, tocarle la cabecita de
fósforo y saber que existe, aunque los documentos del nacimiento sean falsos.
Viajaban con un hato de dudas sobre ciertas existencias, el marinero casi sin abrir la boca,
barboteando dijo –me parece que estaba en la foto, con la gorra blanca-, Cúcaro no inquirió
aclaraciones, acostumbrado a que su sobrino andaba entre murmullos y susurros.
El paraje y las personas parecían estar siempre a la misma distancia, contradiciendo el avanzar
en silencio por la ruta de barro.
Sin embargo era imposible no llegar, entrar al escenario por el oeste, teatralizar la tragedia,
mientras un coro recitaba con voz queda, casi en letanía, la dignidad de la larga marcha, lejos
de enterrarse en la arena o hundirse en el mar, como harían los idólatras de la gravedad.
Si un viajero inquieto camina las playas y se topa con un viejo marinero de frondosa y
descuidada barba blanca, sentado en un bote salvavidas encallado en la duna, no piense en
los restos de un naufragio.
Es vigía de un regreso, delante de esa casa de madera que tiene un pájaro como veleta.
Es proa de la desmentida al fiscal. Allí está Costa Suave. Un punto en la inmensidad.


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5 cuentos largos / Alberto Naso

De sillas

El abuelo la adquirió en una subasta que ganó fama en el pueblo, el espolio del cura párroco.
Distante

mi niñez los traigo a los dos, sin ánimo de

médium innecesario por cierto,

transportados por mí, en el carruaje de la memoria, envuelto en burbujas de luz acuarelada,
que colisionan y fugan en arco iris, dejando una apenas perceptible estela de humedad.
Los arrimo bebedores los dos. Chispos de ginebra, la del porrón de barro, en vasitos petisos
de vidrio grueso, apodados taquitos; el tamaño justo para levantar la mano y empinando el codo
dar cuenta del trago.
El carruaje de la evocación suspende el trotar fractal en una parada; una neblina invadida del
sol tímido de las mañanas de invierno no impide leer el cartel que de niño observaba orgulloso,
tercer grado, recuerdo el tema del día sustantivos, verbos y adjetivos, y la maestra a la que le
pregunté ingenuo si taquito era solo el vasito petiso, un sustantivo, o la acción de tomar, darle
al garguero.
Era a mediados de Agosto pero se encendieron estrellitas como las que nos prendían en
Navidad y Año Nuevo, sonoras y coloridas risas hipadas de mis compañeros, los cachetes
enrojeciendo de la señora maestra cachetuda, así la nombrábamos, que es mucho rojo decir,
casi toda la cara; e inevitable los veintidós renglones del cuaderno Laprida de tapas blandas
forradas en papel araña verde, que tuve que llenar como penitencia con la frase: No debo hacer
preguntas tontas.
- Quiero que lo hagas como deber para el hogar y lo traigas mañana, prolijo, sin tachaduras ni
borrones.
Un nuevo renglón era un escalón de cansancio, como si bajara una escalera a los saltos;
encerrado en un laberinto de salida tapiada, sin alternativas de escape, fui dibujando el laudo
en cada uno, digo dibujando porque escribir no es repetir.
Era la tardecita, ese lapso que no es ni tarde ni noche, inclinado sobre la mesa, ajetreado por
la bronca castigaba el papel con la pluma cucharita, papel secante en la mano izquierda, atento
bombero de tinta en peligro de derrame, y si la desgracia a empezar de vuelta, porque todavía
sonaba con un eco cavernoso el amenazador prolijo sin tachaduras ni borrones.

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Mi abuelo vino al encuentro con el silencio de los pasos envueltos en sus fatigadas pantuflas
grises, voceó con timbre de bajo afectado de carraspera la frase del castigo, y me regaló dos
vasitos petisos de vidrio grueso, dos taquitos que todavía conservo, y un as de basto en el guiño
del ojo derecho.
Casi sin saberlo como tantos orígenes, se me ocurrió criar un abuelo cómplice.
El universo de las memorias no existe, es una creación personal, voluble por circunstancial, un
socavón en el pasado que habitan mis duendes de a ratos volvedores, alegres, malignos,
llorosos, tercos.
El duende de mi abuelo cómplice es una memoria agradecida.
Solía decirme sin tristeza, nunca la tuvo que recuerde, soy baztanés, del valle de Baztán, en
Navarra; la zeta es mi letra preferida, pobrecita la olvidada, somos pocos los que tenemos una
zeta en el nombre.
Cuando entré a trabajar en el ferrocarril elegí sin dudar la zorra, donde por cierto casi nadie
quería ir, por el esfuerzo físico, la soledad, el frío, el sol.
La zeta, mi querido nieto, es la última letra del alfabeto y en el linde de todo nace la libertad,
que es un escape. La zorra era sentir la libertad y todas las mañanas tenía esa alegría cuando
llegaba, con el atado de comida bajo el brazo, a remarla.
También era católico. Eso lo supe pasado un tiempo largo, como se saben casi todas las cosas
aunque uno crea que las entiende en el momento en que suceden, vicios del apuro, o de la
impericia, o de la angustia, o vaya a saber de qué.
Al comienzo me llamó la atención los gestos de las manos del abuelo cada vez que se
preparaba para sentarse, como una ceremonia de antaño repetida, un mantra no sonoro;
después de muchos almanaques entendí lo que quizás ya había escuchado y por la edad pasó
sin significado; curioso cuantas mascaritas difuminas desfilan en el carnaval de la vida y siguen
huérfanas, cantando y bailando, buscando que alguien las adopte.
El gesto aún lo tengo en la vista, se tocaba la frente con dos dedos pegados, el índice y el
mayor, luego la barriga redonda y sobresaliente, a veces quejosa en los momentos más
inoportunos, en los silencios de las conversaciones, después un hombro y el otro.
La abuela si lo veía repetía una única frase, atada al movimiento de las manos, que podía
comenzar aún antes que éste terminara, por la certeza aprendida que desde la parte deviene
el todo.
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- Piensa como llenar la barriga sin mover los brazos
Algunas mujeres de la casa se horrorizaban.
– Con el seor no se juega – decía la tía abuela soltera beata, que nunca pudo a pesar de los
años vividos bajo la bandera azul y blanca, pronunciar la eñe. O nunca se lo propuso para no
olvidar los restos de morriña con que un día cualquiera se fue.
Yo era un gurrumín, miraba por la ventana el comienzo del camino, y salía a la calle de tierra
mojada, después de la lluvia, buscando encontrar las marcas de los zapatos que recuerdo jamás
se sacaba. Claro que no miraba al cielo. Hasta que un día ante mí insistencia me dijeron se fue
al cielo.
No había pensado que las personas volaban como los pájaros chiquitos, y siendo tan grande la
tía abuela, se me ocurría que tendría más dificultades que las gallinas cuando querían remontar;
y para colmo no tenía alas.
Después del remilgo de la abuela el abuelo sonreía sin chistar, y los otros hombres de la casa
lo acompañaban con una sonrisa de labios algo abiertos y con el silencio.
Guardé esa imagen de las mujeres hablando y los hombres callando. Con las añadas se
desvaneció, como tantas otras cosas que se amontonan en el altillo de la casa y se tapan unas
a otras, informes, aunque en algún momento las rescatamos, y vuelven las reminiscencias, por
minutos, por días, o se quedan para siempre y entonces dejan de ser evocaciones
abandonando las brumas envolventes y los suspiros, para enfermarse de mortalidad.
Como la silla del abuelo, la primera en que me siento los días domingo, todos los domingos,
cuando el sol se apacigua y deja a los hombres en una telaraña tejida de rombos de silencios y
pesares. Verde como el papel araña del forro del cuaderno Laprida. Al aguardo de la carga de
la caballería sable en mano, filo depresivo, sin el Febo asoma liberador que cantábamos los
Agostos en la escuela.
El remate fue en el salón de la Sociedad Italiana y entre los objetos inventariados mi abuelo
subrayó, con dos líneas tensas, en un volante que guardaba en una bolsa de papel marrón, el
llamado papel madera, que cuelga aún hoy, desafiando embestidas familiares pro orden, del
pomo del lateral derecho de su silla, dos artículos, el quinto y el último de la lista.

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